Viviendo el Segundo Mandamiento

El segundo mandamiento enriquece los contenidos del primero, pues prescribe no solo adorar a Dios, sino que destaca otros actos de la virtud de la religión que la engrandece.

Del segundo Mandamiento tenemos, al menos, dos formulaciones en el Antiguo Testamento: «No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso, pues el Señor no dejará impune al que tome su nombre en falso» (Ex 20,7). La misma fórmula se repite literalmente en el Deuteronomio (Dt 5,11). A su vez, Jesucristo las interpreta en estos términos: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No perjuraras, antes cumplirás al Señor tus juramentos. Pues yo os digo que no juréis en modo alguno» (Mt 5,33-34).

El segundo mandamiento enriquece los contenidos del primero, pues prescribe no solo adorar a Dios, sino que destaca otros actos de la virtud de la religión que la engrandece. En efecto, además de los cuatro actos propios que la caracterizan, el hombre religioso tanto valora a Dios, que le toma por testigo en las grandes deliberaciones y hasta es capaz de comprometer su vida mediante promesas y votos. En consecuencia, en este mandamiento se incluye también el estudio del juramento y del voto.

No tomarás en falso el nombre del Señor, tu Dios

El «nombre» alude a la persona: designar el «nombre» es referirse a la persona que lo ostenta, por 1o que el nombre de «Dios» evoca la misma persona divina. Cuando Moisés quiso conocer quien era el Señor que le hablaba, le preguntó por su nombre: «Cuando me acerque a los hijos de Israel y les diga: El Dios de vuestros padres me envía a vosotros, y me pregunten cuál es su nombre, ¿que he de decirles? Y le dijo: Yo soy el que soy». Este relato del Éxodo concluye con estas palabras de Yavéh: «Este es mi nombre para siempre; así seré invocado de generación en generación» (Ex 3 , 13-15) (1). Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica:

“Entre todas las palabras de la revelación hay una singular, que es la revelación de su Nombre. Dios confía su Nombre a los que creen en Él; se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad. El nombre de Dios es santo. Por eso el hombre no puede usar mal de él. Lo debe guardar en la memoria en un silencio de adoración amorosa (cf. Za 2,17). No lo empleará en sus propias palabras, si no para bendecirlo y glorificarlo (cf. Sal 29,2; 96,2; 113,1-2)” (CEC2143).

En efecto, la Biblia recuerda al judío creyente que el nombre de Dios es “glorioso y temible” (Dt 28,58), por lo que no puede «ser profanado» (Ez 20,9). Pero también ese nombre es «poderoso» (Jos 7,9) y sobre todo es «santo» en consecuencia, debe ser «santificado» (Is 29,23). El nombre de Dios «es amado por todos» (Sal5, 13), es «alabado y ensalzado (Sal 7, 18) y «es para siempre, pues se pronunciará de “edad en edad” (Sal 135,13). El salmista formula esta exclamación que ha sido repetida por judíos y cristianos de todos los tiempos: «Señor, Dios Nuestro, ¡que admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2). Y, en meditación cristiana, San Agustín comenta:

“El Nombre de Dios es grande allí donde se pronuncia con el respeto debido a su grandeza y a su Majestad. El nombre de Dios es santo allí donde se le nombra con veneración y temor de ofenderle” (2).

Esta es la razón por la que los cristianos comenzamos la jornada y de ordinario iniciamos los actos de culto Con la señal de la cruz, y a ese signo le acompaña esta breve oración: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

Lo «sacro» y lo «profano»

La grandeza, la majestad y la santidad de Dios evocan el sentido de lo sagrado: Dios es sagrado y también introduce al hombre en el ámbito de lo «sacro» o «sagrado». Lo «sacro» es una categoría que caracteriza aquellas realidades que participan de algún modo de la santidad de Dios, en razón de que se dedican a Él «consagrándose» a su culto o servicio (3). Por ello, existen cosas sagradas, por ejemplo, los cálices consagrados (4.) Especialmente, son sagrados los templos dedicados al culto divino. También existe el tiempo sagrado: así se define al domingo dedicado de modo muy especial a dar culto a Dios. Asimismo, son sagradas las personas que se consagran al servicio de Dios y de la Iglesia. Pero la categoría de «sagrado» corresponde más directamente a los sacramentos y de forma singular a la Eucaristía: la Sagrada Eucaristía es el «sacrum» (lo «sagrado») por excelencia.

Todo lo que es «sacro» (cosas, edificios, tiempo, personas, sacramentos) está dedicado de modo eminente a Dios y por ello manifiesta eficazmente y favorece la práctica de la virtud de la religión. Así 1o enseña el Catecismo de la Iglesia Cató1ica: «El sentido de lo sagrado pertenece a la virtud de la religión» (CEC 2144).

Lo opuesto a «sagrado» es lo «profano». Es preciso distinguir claramente entre «sacro» y «profano». En ocasiones ha sido difícil señalar los límites entre esas dos categorías y no siempre la diferencia se ha hecho con el debido rigor. En concreto, hubo épocas en las que se «sacralizaron» realidades que en si mismos son profanas, llegando con ello a una exagerada «sacralización».

En este sentido, se proclama con rigor que el mundo, la ciencia, la técnica y las diversas instituciones sociales son «profanas».

Por el contrario, existen épocas -y tal puede clasificarse a nuestro tiempo-, en las que parece que se quiere borrar todo ámbito de lo sagrado, hasta pretender «desacralizar» todo. De este modo, se niega que haya realidades sagradas, por lo que se llega a una cultura de «secularización» generalizada, la cual rechaza o al menos descuida la atención a los diversos ámbitos de lo sagrado. En estos casos, se dice, que se «profana» lo que es «sagrado»; es decir, que se comete un «sacrilegio» por el maltrato que se hace contra algo que está especialmente dedicado a Dios.

La «secularización» es pertinente cuando se refiere a aquellas realidades que en sí mismas son “profanas”. Es el caso, por ejemplo, de la ciencia, la economía, la política, etc., todas estas realidades que rigen la vida de los hombres son «profanas».Pero, si se niega la calidad de «sacro» a las realidades arriba señaladas y se defiende una secularización absoluta, se corre el riesgo de acabar en el «secularismo», el cual rechaza coda referencia a Dios. Como escribe el filósofo Jean Guitton: «Una de las cosas importantes hoy es trabajar por la regeneración del sentido de los sagrado» (5). Y el papa Pablo VI lamentaba que «algunos escritores católicos» apoyasen «cierta desacralización de lugares, tiempos y personas», lo cual va «contra la tradición bimilenaria de la Iglesia» (6.)

El juramento

«Jurar es tomar a Dios por testigo de la verdad». San Agustín escribe que «jurar es devolver a Dios el derecho que tiene a toda verdad» (7).

a) Importancia

La trascendencia: de Dios en la historia humana permite al hombre que acuda a Él para tomarlo como testigo de la verdad que se expresa o como garante de ciertas decisiones importantes para su vida. El juramento se cataloga como «un acto extraordinario de la virtud de la religión». En efecto, quien jura pone a Dios por testigo de que lo que dice es verdad y con ello reconoce su superioridad. Santo Tomás de Aquino escribe:

“El que hace juramento alega al testimonio divino para Confirmar sus propias palabras. Esta confirmación ha de venir de alguien que posea en sí mismo más certeza y seguridad. De ahí que el hombre, al jurar poniendo a Dios por testigo, confiesa la excelencia superior de Dios, cuya verdad es infalible y su conocimiento universal. Por lo que tributa a Dios de alguna manera reverencia,” (8).

Las palabras de Jesús sobre la costumbre de jurar parece que condenan toda clase de juramentos (Mt 5,33-37). Entonces, ¿por que la Iglesia lo sigue practicando y alienta a que algunas situaciones especialmente solemnes se sellen con juramento? La razón es que Jesús condenó sólo la práctica abusiva del pueblo judío de su tiempo, en el que menudeaban los juramentos: Se hacían sin necesidad y se descuidaba cumplirlos. El libro de Eclesiástico advierte:

“Al juramento no acostumbres tu boca, no te habitúes a nombrar al Santo (…). Hombre muy jurador, lleno está de iniquidad, y no se apartará de su casa el látigo. Si se descuida, su pecado cae sobre él” (EccI23,7-11).

El hecho es que el mismo Jesús no rechaza aquel juramento solemne, ante el cual le emplaza el Sumo Sacerdote en el juicio del Sanedrín (Mt 26,63-64). Más tarde, los escritos del Nuevo Testamento prodigan la práctica de juramentos entre los cristianos. El mismo san Pablo los hace y los cumple repetidamente: «Os declaro ante Dios que no miento» (Gal 1,20). «Pongo a Dios por testigo sobre mi alma de que por consideración con vosotros no he ido todavía a Corinto» (2 Cor 1,23), etc. Con cita expresa de estos textos, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña la licitud de hacer juramentos:

«Siguiendo a San Pablo (cf2 Cor 1,23; Gal 1,20), la tradición de la Iglesia ha comprendido las palabras de Jesús en el sentido de que no se oponen al juramento cuando este se hace por una causa justa (por ejemplo, ante tribunal)» (CEC 2154).

b) Clases de juramento

Se distingue entre «juramento asertorio» y «juramento promisorio». Se hace un «juramento asertorio» cuando se pone a Dios por testigo de algo que se afirma en el presente. La fórmula más común es: «Juro por Dios que tal cosa es verdad». El «juramento promisorio», por el contrario, hace referencia a una promesa de futuro. Es el caso en que alguien se comprometa con juramento a cumplir algo determinado: «Juro ante Dios que haré tal cosa».

Para que el juramento sea válido se requieren dos condiciones: Que se tenga intención de jurar y que se use una formula debida, o sea que exprese verdadero juramento. Y para jurar lícitamente es necesario que se jure por algo que sea lícito y honesto («con justicia»); que haya un motivo suficiente para hacerlo («con necesidad») y, sobre todo, que lo jurado responda a la verdad («con verdad»). Cuando se jura algo que es falso, se comete un «perjurio».

Especial importancia tienen los juramentos públicos que se hacen ante los tribunales. Y más significativo aun cuando se le denomina «solemne»; o sea, si se jura ante el Crucifijo o los Evangelios. Por eso, cuando se miente en este tipo de juramentos, el perjurio es especialmente grave.

Voto y su cumplimiento

También el voto es un acto extraordinario de la virtud de la religión. En razón de la grandeza de Dios Y. que se le reconoce su bondad a favor de los hombres, estos pueden comprometerse con Dios, realizando en su honor algo a lo que no están obligados hacer. Se trata de que la persona, para ensalzar la majestad y sobre todo la bondad de Dios, va más allá de lo que se le pide. En este sentido, el voto supera al juramento, pues éste es un simple recurso a la autoridad de Dios y el voto supone una entrega personal más amorosa a Él.

Definición: «Voto es la promesa deliberada y libre hecha a Dios de un bien posible y mejor que su contrario».

De esta definición se siguen las siguientes notas que le caracterizan:

– el voto se emite en honor a Dios. Cuando se hace a la Virgen o a los santos se entiende que se hacen a Dios, si bien bajo la intercesión de la Virgen o de tal santo;

– para su validez se requiere que se delibere con libertad plena acerca de lo que se promete, pues es necesario que el que lo emite pueda cumplirlo a su tiempo;

– la materia de lo prometido, además de ser algo bueno en sí mismo, debe ser mejor que lo contrario; es decir, se hace voto de realizar algo que en si es óptimo.

Si bien en ocasiones se identifican «voto» con «promesa». Es conveniente diferenciarlos: el «voto» supone un compromiso serio con Dios, lo cual origina la obligación grave de cumplirlo. Son especialmente cualificados los «votos» que emiten los miembros -hombres y mujeres- de las Órdenes y Congregaciones Religiosas.

Por el contrario, las «promesas», son algo que se propone hacer en honor de Dios por haber obtenido de El alguna gracia especial para alcanzarla. Es evidente que también deben cumplirse, si bien es mas fácil obtener la dispensa de cumplirla, tal como se indica mas abajo. La obligación de cumplir las promesas se fundamenta en la virtud de la religión, por lo que se falta al honor debido a Dios si se dejan de cumplir. Esto sirve además para las promesas hechas en nombre de Dios a otras personas. Esta es la doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica:

«Las promesas hechas a otro en nombre de Dios comprometen el honor, la fidelidad, la veracidad y la autoridad divinas. Deben ser respetadas en justicia. Ser infiel a ellas es abusar del nombre de Dios y, en cierta manera, hacer a Dios un mentiroso" (CEC2147).

San Agustín elogia los votos emitidos por los cristianos y les recuerda la obligación -y también la consiguiente alegría- de cumplirlos:

“Como ya lo has prometido, ya te has atado y no te es lícito hacer otra cosa. Si no cumples lo que prometiste, no quedarás en el mismo estado que tuvieras si nada hubieses prometido. Entonces hubiese sido no peor, sino mejor tu estado. En cambio, si ahora quebrantas la fe que debes a Dios -Él es libre de ello-, serás mas feliz si se la mantienes” (9).

Los votos y las promesas se pueden dispensar en algunas ocasiones. El Código de Derecho Canónico especifica los siguientes modos:

«Cesa el voto por transcurrir el tiempo prefijado para cumplir la obligación, por cambio sustancial de la materia objeto de la promesa, por no verificarse la condición de la que depende el voto o por venir a faltar su causa final, por dispensa y por conmutación» (CIC 1194).

Pecados contra segundo mandamiento

El cristiano ha de sentirse orgulloso de su Dios, por lo que siente la necesidad de respetar y venerar su nombre. Al mismo tiempo, tiene la facilidad de recurrir a Él para mostrar su veracidad, tomándole corno el testigo mas cualificado de su vida. Pero también puede caer en la tentación de prescindir de Dios y faltarle al respeto que se le debe. Entonces se inicia la ruta del pecado. Estos son los pecados mas frecuentes contra el segundo mandamiento:

1. Abusar del nombre de Dios. Tiene lugar cuando se usa el nombre de Dios sin reverencia alguna y se pronuncia con ligereza y sin necesidad. La santidad de Dios exige no recurrir a él por motivos fútiles (CEC2146; 2155).

2. Blasfemia: Es la injuria directa de pensamiento, palabra u obra contra Dios y los santos. La blasfemia contra Dios, la Virgen y los Santos es un pecado mortal muy grave. El Apóstol Santiago reprueba a «los que blasfeman el hermoso Nombre de Jesús que ha sido invocado sobre ellos» (Sant 2,7). Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica:

«La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios -interior o exteriormente- palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios… la prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte» (CEC2148).

La blasfemia es un pecado especial mente grave. De ordinario, se lo cataloga como un «pecado intrínsecamente malo». Es decir, una blasfemia es siempre y de suyo un pecado mortal de excepcional gravedad.

3. Sacrilegio: Es la profanación o lesión de una persona, cosa o lugar sagrado (CEC2120).

Se comete pecado mortal cuando se profana una cosa sagrada, por ejemplo, si un cáliz consagrado se usa para fines profanos. También cuando no se administran bien o se reciben sin las condiciones debidas cualquiera de los Sacramentos. Un sacrilegio especialmente grave es la recepción de la Eucaristía en pecado mortal. El Papa Juan Pablo hizo estas serias advertencias:

“Frecuentemente se oye poner de relieve con satisfacción el hecho de que los creyentes hoy se acercan con mayor frecuencia a la Eucaristía. Es de desear que semejante fenómeno corresponda a una auténtica madurez de fe y de caridad. Pero queda en pié la advertencia de San Pablo: «El que come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación» (1 Cor 11,26). «Discernir el Cuerpo del Señor significa, para la doctrina de la Iglesia, predisponerse a recibir la Eucaristía con una pureza de espíritu que, en caso de pecado grave, exige previa recepción del sacramento de la Penitencia. Sólo así nuestra vida cristiana puede encontrar en el sacrificio de la cruz su plenitud y llegar a experimentar esa «alegría cumplida» que Jesucristo prometió a todos los que están en comunión con Él» (10).

4. Perjurio. Se peca mortalmente cuando se jura en falso. Mentir al jurar se denomina «perjurio». El «perjurio» es siempre pecado mortal, pues equivale a poner a Dios por testigo de la mentira (CEC 2150-2153).

5. Incumplimiento de los votos. Se peca cuando no se cumplen los votos y promesas hechas a Dios. Especialmente grave pueden ser los pecados cometidos cuando no se observan los votos del estado religioso (CEC 2102-2103).


NOTAS:

1 A partir de entonces, el pueblo de Israel venera el nombre de Dios hasta límites inusuales, pues, con el tiempo, los israelitas dejan de nombrar a “Yahveh” y le llaman “Elohim” o “Adonai” (Señor). Por ello, cuando la Biblia se traduce a la lengua griega só1o se menciona el nombre “Kyrios” (Señor=Adonai). Más tarde, se le denomina “Jeovah”. Este término es el resultado de un curioso truco de palabras: se toman las vocales de “Adonai” y las consonantes de Yahveh y resulta el nombre de Jeováh. Este nuevo nombre no significa nada. Todavía hoy, el judío, cuando en la lectura de la Biblia tropieza con el término “Yahveh”, automáticamente, lee «Jeováh».

2 San AGUSTÍN, Sermón sobre el Señor en el monte II, 5.19. PL 34, 1278.

3 Algunos prefieren hablar de “santo” en lugar de “sacro”, dado que lo “sacro” también figura en otras religiones. Aquí no entramos en esas teorías.

4 El Código de Derecho Can6nico determina: «Se han de tratar con reverencia las cosas sagradas destinadas al culto mediante dedicación o bendición, y no deben emplearse para un uso profano o impropio, aunque pertenezcan a particulares. (c.1171) El Código legisla acerca del modo de adquirir estos objetos sagrados (c. 1269) y afirma que incurre en penas can6nicas quien “profane una cosa sagrada” (c. 1376).

5 J. GUITTON, Memoria de un siglo, en J. ANTUNEZ ALDUNATE, Crónica de Las ideas. Ed. Encuentro. Madrid 200 I, 28.

6 Pablo VI, Discurso al II Congreso Internacional del Apostolado de los Laicos, «Ecclesia» 1362 (1967) 1561.

7 San AGUSTÍN, Sermón 180, VI. 7. PL 38.975.

8 Santo TOMÁSDE AQUINO, Suma Teológica 11-11, q. 89, a. 4.

9 San AGUSTÍN; Carta a Armentario y a Paulina 127,8. PL 33, 487.

10 JUAN PABLO II, Confesión y Comunión. Audiencia 18-IV-1984, “Ecclesia” 2172 (1984) 535.

1 2Página siguiente

Publicaciones relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba

Copyright © 2024 Encuentra by Juan Diego Network. Todos los derechos reservados.