Testimonio bíblico sobre el valor de la vida

La razón última que justifica el quinto mandamiento es la defensa del valor inconmensurable de la vida humana.

Más que cualquier antropología filosófica, es la Revelación la que destaca la significación, el alcance, la calidad y la trascendencia de la vida. En efecto, la Biblia se inicia con la narración del origen del mundo y del hombre: Dios llama a la existencia a codas las criaturas y en ese relato se destaca el comienzo de los seres vivos, especialmente del hombre y de la mujer, como corona y reyes de la entera creación. Jesús afirmará, como tesis fundamental de la revelación, que el Dios cristiano «no es el Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27).

A partir de este dato inicial, la Revelación destaca en todo momento ese valor trascendente de la vida humana. Por eso, ante la muerte violenta de Abel, Dios lanza al asesino Caín esta dolorosa pregunta: «Que has hecho?». Y el Señor clausuró su discurso con esta condena radical de la muerte: «La voz de la sangre de tu hermano clama hacia mi desde la tierra. Ahora, maldito seas, márchate e esta tierra que ha a abierto su boca para recibir la sangre que has derramado de tu hermano». (Gn 4,10-11).

Esa significación valiosa de la vida y de la condena de la muerte violenta quedan consignadas gráficamente en el dato de que en el Paraíso solo se hace mención de dos árboles: uno es el «árbol de la vida» (Gn 2,9), el otro es el: árbol del «bien y del mal», del cual el hombre no debe comer, pues si come de él morirá (Gn 2,17).

Pero, según la Revelación, Dios no ha creado al hombre para la muerte, sino para la vida (Sap 2,22-23); de ahí que se alegre con la vida y «no se recrea en la destrucción de los vivientes, pues todo lo creó para que subsistiera» (Sap 1,11). Dios asegura: «no me complazco en la muerte de nadie» (Ez 18,32). Al contrario, el ideal divino es que el hombre goce de una larga vida. Por eso, se elogia la longevidad de Abraham, que murió

“lleno de años” (Gn 25,8) y Dios premia a los buenos con una vida larga (Dt 4,40; Ecl 11,8-11). En consecuencia, quien desee vivir debe acudir a Yavéh, el cual «es la fuente de la vida» (Prov 14,27).

Pero es en el Nuevo Testamento en donde sobresale aun más la valoración de la vida. Jesús es «el Verbo de la vida» (1 In 1,1); Él posee la vida desde la eternidad Jn 1,4); dispone de la vida (]n 5,26) y vino, precisamente, para dar una vida abundante (Jn 10,10). El mismo es “la vida” (Jn 14,6), Él puede comunicar una vida que «salta hasta la vida eterna» (]n 4,14). Y el Señor Jesús hace esta solemne promesa: «El que crea en mi no morir para siempre» (]n 11,25). En resumen, el tema de la vida es un recurso habitual del Nuevo Testamento. De ahí la abundancia de milagros en la vida histórica de Jesús dando la salud a muchos enfermos y aun devolviéndola a algunos muertos.

A la vista de estos datos, se entiende que el quinto precepto del Decálogo se enuncie con este grave y tajante imperativo: «No matarás» (Ex 20,13). Y Dios amenaza que quien mata a un hombre, será llamado asesino, y por ello merecerá la muerte: «Pediré cuentas de vuestra sangre y de vuestras vidas… si uno derrama sangre de hombre, otro hombre derramara su sangre; porque a imagen de Dios fue hecho el hombre» (Gn 9,5-6). De acuerdo con estas enseñanzas bíblicas, el Magisterio de la Iglesia enseña que toda vida humana es digna y sagrada:

“La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Solo Dios es Señor de la vida desde el comienzo basta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” (1).

Según el pensar cristiano, en el origen y en el ser mismo de la vida humana se rastrea y se encuentra siempre a Dios. En consecuencia, la luz que brota de este postulado muestra la grandiosidad de la doctrina moral cristiana sobre el valor de la vida. Por el contrario, otras corrientes de pensamiento laicas y más aún las laicistas -sobre todo si son negadoras de Dios-, parten no del valor de la vida humana en si misma, si no de la vida adjetivada como productiva, útil, placentera… Por eso, aunque aparentemente defiendan la vida, sin embargo solo protegen la “vida sana” y “útil” y en su perspectiva la vida débil queda indefensa. En rigor, pese a sus protestas, son meros «biologistas», pero no humanistas.


(1) CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción «Donum vitae», intr. 5.

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  1. La legítima defensa
    La prohibición de causar la muerte no suprime el derecho de impedir que un injusto agresor cause daño. La legítima defensa puede ser incluso un deber grave para quien es responsable de la vida de otro o del bien común (cfr. Catecismo, 2265).

  2. II. Alzar la voz para desenmascarar la situación actual

    La Iglesia, cuya misión comienza con el anuncio íntegro del Evangelio, tiene como fin hacer vida aquello que anuncia. No sólo debe saber presentar de un modo creíble y cercano el tesoro de gracia que ha recibido, sino custodiar su crecimiento como el testimonio más verdadero de la presencia de Dios en este mundo. El Evangelio del matrimonio y la familia no tiene como término su predicación, se dirige necesariamente a fomentar la vida en Cristo de los matrimonios y las familias que conforman la Iglesia de Cristo. Es en ellas donde la Comunidad eclesial se comprende a sí misma como la gran familia de los hijos de Dios.

    Por esta misión divina recibida de Cristo, la Iglesia en América Latina se plantea su propia responsabilidad ante todos los matrimonios y familias de nuestros países. Esto supone, en primer lugar, ser consciente de las dificultades y preocupaciones que les asaltan, así como las presiones y mensajes falsos, o al menos ambiguos, que reciben. Por eso mismo, es necesario alzar la voz para desenmascarar determinadas interpretaciones que pretenden marginar la verdad del Evangelio al presentarla como culturalmente superada o inadecuada para los problemas de nuestra época y que proponen a su vez una pretendida liberación que vacía de sentido la sexualidad.

    III. El valor sagrado de la vida humana

    En continuidad con las enseñanzas de los Romanos Pontífices, nosotros, los Obispos pastores del “Pueblo de la Vida”, damos gracias a Dios Padre por el don de la vida. En la plenitud de los tiempos nos envió a su Hijo nacido de la Virgen María, para que los hombres tengamos vida en abundancia; una “vida nueva y eterna, que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador” .

    “¡He querido un varón por el favor de Dios”! . Es la exclamación de la primera madre al comprobar la nueva vida como un don de Dios, que confía al hijo en sus manos. En esta experiencia de la transmisión de la vida se ilumina el hecho fundamental de la existencia: se percibe una relación específica con Dios y el valor sagrado de la vida humana . “El origen del hombre no se debe sólo a las leyes de la biología, sino directamente a la voluntad creadora de Dios” . Es el comienzo de la vocación al amor que nace del amor de Dios, y es “la mayor de las bendiciones divinas” . Por ello, el hijo sólo debe ser recibido como don. Únicamente de esa manera se le da el trato que le es debido como persona, más allá del deseo subjetivo, al recibirlo gratuita y desinteresadamente. Sólo el acto conyugal es el lugar adecuado para la transmisión de la vida, acorde con la dignidad del hijo, don y fruto del amor.

    Los que creen en su nombre “no han nacido ni de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios” . Aquí está la revelación última del valor de la vida humana como la participación de la vida divina en Jesucristo, por obra del Espíritu Santo . El hijo no es sólo un don para los padres, sino que es un modo nuevo de recibir al mismo Cristo en la familia. Sólo esta visión permite comprender de modo completo la acción del Dios “vivificante” en la familia.

    Universalmente, todas las culturas han reconocido el valor y la dignidad de la vida humana. El precepto de “no matarás”, que custodia el don de la vida humana, es una norma que toda cultura sana ha reconocido como principio fundamental. El derecho a la vida y el respeto a la dignidad de la persona son valores que la Declaración Universal de los Derechos Humanos propone como fundamento para la convivencia.

    Este reconocimiento universal encuentra su plena confirmación en la revelación del Evangelio de la vida con el misterio de Cristo. La vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable. “La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término. Nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” . Por ello, todo atentado contra la vida del hombre es también un atentado contra la razón, contra la justicia y constituye una grave ofensa a Dios.

    Al respecto el Papa Benedicto XVI pide “que crezca el respeto al carácter sagrado de la vida” y que “aumente el número de quienes contribuyen a realizar en el mundo la civilización del amor”. Y también invita a los fieles a mantener “un esfuerzo constante en favor de la vida y la institución familiar para que nuestras comunidades sean un lugar de encuentro y esperanza donde se renueve, a pesar de tantas dificultades, un gran “sí” al amor auténtico y a la realidad del hombre y la familia según el proyecto originario de Dios” .

    “Jesús dijo: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás…” . Precisamente éste es el primer precepto del Decálogo que Jesús recuerda al Joven que pregunta qué mandamientos debe observar.

    El mandamiento de Dios no esta nunca separado de su amor; es siempre un don para el crecimiento y la alegría del hombre. Como tal, constituye un aspecto esencial y un elemento irrenunciable del Evangelio, más aún, es presentado como “evangelio”, esto es, buena y gozosa noticia. También el Evangelio de la vida es un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete al hombre.

    Suscita asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser aceptado, observado y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios exige al hombre que la ame, la respete y la promueva. De este modo, el don se hace mandamiento, y el mandamiento mismo es un don .

    Como sucede con las cosas, y más aún con la vida, el hombre no es dueño absoluto y árbitro incensurable, sino -y aquí radica su grandeza sin par- que es “administrador del plan establecido por el Creador” .

    La vida se confía al hombre como un tesoro que no se debe malgastar, como un talento a negociar. El hombre debe rendir cuentas de ella a su Señor .

    “La vida humana es sagrada e inviolable” . Con estas palabras la Instrucción Donum vitae expone el contenido central de la revelación de Dios sobre el carácter sagrado e inviolable de la vida humana. En la misma línea el Papa Benedicto XVI, en continuidad con las enseñanzas de sus antecesores, reitera que la «inviolabilidad de la vida humana», que es «sagrada en todas las fases», y auspicia que los progresos de la ciencia respeten el valor de la vida .

    En efecto la Sagrada Escritura impone al hombre el precepto “no matarás” como mandamiento divino . Este precepto -como ya se ha indicado- se encuentra en el Decálogo, en el núcleo de la Alianza que el Señor establece con el pueblo elegido; pero estaba ya incluido en la alianza originaria de Dios con la humanidad después del castigo purificador del diluvio, provocado por la propagación del pecado y de la violencia .

    Dios se proclama Señor absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y semejanza . Por tanto, la vida humana tiene un carácter sagrado e inviolable, en el que se refleja la inviolabilidad misma del Creador.

    Precisamente por esto, Dios se hace juez severo de toda violación del mandamiento “no matarás”, que está en la base de la convivencia social. Dios es el defensor del inocente . También de este modo, Dios demuestra que “no se recrea en la destrucción de los vivientes” . Sólo Satanás puede gozar con ella: por su envidia la muerte entró en el mundo . Satanás, que es “homicida desde el principio”, y también “mentiroso y padre de la mentira” , engañando al hombre, lo conduce a los confines del pecado y de la muerte, presentados como logros o frutos de vida.

    Desde sus inicios, la Tradición viva de la Iglesia -como atestigua la Didaché, el más antiguo escrito no bíblico- repite de forma categórica el mandamiento “no matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido… mas el camino de la muerte es éste…que no se compadecen del pobre, no sufren por el atribulado, no conocen a su Creador, matadores de sus hijos, corruptores de la imagen de Dios; los que rechazan al necesitado, oprimen al atribulado, abogados de los ricos, jueces injustos de los pobres, pecadores en todo. ¡Ojalá os veáis libres, hijos, de todos estos pecados!” .

    A lo largo del tiempo, la Tradición de la Iglesia siempre ha enseñado unánimemente el valor absoluto y permanente del mandamiento “no matarás”. Es sabido que en los primeros siglos el homicidio se consideraba entre los tres pecados más graves -junto con la apostasía y el adulterio- y se exigía una penitencia pública particularmente dura y larga antes que al homicida arrepentido se le concediese el perdón y la readmisión en la comunidad eclesial .

    No debe sorprendernos: matar un ser humano, en el que está presente la imagen de Dios, es un pecado particularmente grave. ¡Sólo Dios es dueño de la vida! Desde siempre, sin embargo, ante las múltiples y a menudo dramáticas situaciones que la vida individual y social presenta, la reflexión de los creyentes ha tratado de conocer de forma más completa y profunda lo que prohíbe y prescribe el mandamiento de Dios .

    IV. La paternidad responsable: los padres, cooperadores del amor de Dios Creador

    Mediante la transmisión de la vida, los esposos realizan la bendición original del Creador y transmiten la imagen divina de persona a persona, a lo largo de la historia . En consecuencia, son responsables ante Dios de esta tarea, que no es una misión que quede en esta tierra sino que apunta más allá . De ahí deriva la grandeza y la dignidad, y también la responsabilidad de la paternidad y maternidad humanas.

    Dado que el amor de los esposos es una participación en el misterio de la vida y del amor de Dios, la Iglesia sabe que ha recibido la misión de custodiar y proteger la dignidad del matrimonio y su gravísima responsabilidad en la transmisión de la vida humana.

    Así nos lo recuerda Juan Pablo II en la Exhort. Apost. Familiaris consortio y en la Carta a las Familias: “este Sagrado Sínodo de Obispos, reunido en la unidad de la fe con el sucesor de Pedro, mantiene firmemente lo propuesto en el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes) y después en la Encíclica Humanae vitae, que el amor conyugal debe ser plenamente humano, exclusivo y abierto a una nueva vida . Y últimamente se pronunció al respecto el Papa Benedicto XVI en el V Encuentro Mundial de las familias celebrado en julio del 2005 en Valencia-España.

    “La unión ‘en una sola carne’ es una unión dinámica, no cerrada en sí misma, ya que se prolonga en la fecundidad. La unión de los esposos y la transmisión de la vida implican una sola realidad en el dinamismo del amor, no dos, y por ello no son separables, como si se pudiera elegir una u otra sin que el significado humano del amor conyugal quedase alterado” .

    De esta unión los esposos son intérpretes, no árbitros , pues es una verdad propia del significado de la sexualidad, anterior, por tanto, a la elección humana. Para el adecuado conocimiento de esto no basta una mera información de la doctrina de la Iglesia, sino una autentica formación moral, afectiva y sexual que incluya el dominio de sí por la virtud de la castidad . Por esta virtud, la persona es capaz de captar el significado pleno de su entrega corporal abierta a una fecundidad.

    Por eso, a la luz de la validez de la verdad de la inseparabilidad de los significados unitivo y procreador de todo acto conyugal , los esposos han de saber discernir en una decisión ponderada, conjunta y ante Dios, la conveniencia del nacimiento de un nuevo hijo o, por graves motivos, la de espaciar tal nacimiento mediante la abstinencia en los períodos genésicos . Esta tarea es lo que se denomina paternidad responsable, que conlleva el conocimiento, la admiración y el respeto de la fertilidad combinada de hombre y mujer como obra del Creador. Tal decisión debe estar siempre iluminada por la fe y con una conciencia rectamente formada. Se ha de cuidar con delicadeza los casos en que existan criterios dispares dentro del matrimonio y una de las partes sufra la imposición de la otra .

    Dada la extensión de una mentalidad anticonceptiva que llena de temor a los esposos, cerrándoles a la acogida de los hijos, no puede faltarles el ánimo y el apoyo de la comunidad eclesial. Es más, debe ser un contenido siempre presente en los cursos prematrimoniales, en donde se debe incluir una información sobre los efectos secundarios de los métodos anticonceptivos y los efectos abortivos de algunos de ellos. En los casos en que se requiera, se ha de informar a los esposos del uso terapéutico de algunos fármacos con efectos anticonceptivos, e igualmente alertar sobre la extensión indiscriminada en la práctica médica de la esterilización. Se ha de formar al profesional de la salud en su tarea de servicio a la familia y no de imposición de criterios de efectividad, incluso con el recurso de amedrentar a la familias ante la fertilidad. Debe quedar claro que en ningún caso se puede considerar la concepción de un niño como si fuese una especie de enfermedad. La vivencia de la paternidad responsable en el matrimonio cristiano ha de estar imbuida de confianza en Dios providente.

    V. La preparación al matrimonio

    Las graves dificultades que encuentra una persona para constituir su matrimonio y llevar adelante su familia, la extensión de los fracasos matrimoniales y las secuelas de dolor que dejan en tantas personas -en especial las más inocentes: los niños- nos manifiesta la gran necesidad de preparar a las personas para afrontar, con la gracia de Dios y la disposición propia, esta tarea peculiar que han de vivir en la Iglesia . Las carencias de las personas al acceder al matrimonio son también manifestación de una inadecuada preparación por parte de la acción pastoral de la Iglesia, que no ha llegado a responder a las exigencias propias de su misión. Por todo ello, la pastoral de preparación al matrimonio es, en la actualidad, más urgente y necesaria que nunca .

    La primera y fundamental pastoral familiar es la que realizan las propias familias, pues, en su seno, el ser humano se va desarrollando y se hace capaz de intervenir en la sociedad. La gran contribución de la familia a la Iglesia y a la sociedad es la formación y madurez de las personas que la componen. En este sentido, la familia es la primera y principal protagonista de la pastoral familiar, el sujeto indispensable e insustituible de esa pastoral. Por eso, la pastoral familiar que se realice desde la comunidad cristiana, consciente de este hecho, debe adaptarse a “los procesos de vida” propios de la familia, en orden a su integración en la iglesia local y en la sociedad.

    A la familia, en consecuencia, corresponde realizar un cometido propio, original e insustituible en el desarrollo de la sociedad. En la familia nace y a la familia está confiado el crecimiento de cada ser humano. La familia es el lugar natural primero en el que la persona es afirmada como persona, querida por sí misma y de manera gratuita. En la familia, por la serie de relaciones interpersonales que la configuran, la persona es valorada en su irrepetibilidad y singularidad. Es en la familia donde encuentran respuesta algunas de las deformaciones culturales de nuestra sociedad, como el individualismo, el utilitarismo, el hedonismo, laicismo, equidad de género, derechos reproductivos, etc. Tan importante es esta tarea que se puede concluir que la sociedad será lo que sea la familia; y que el resto de las pastorales de la Iglesia tendrán muy escasos frutos en la tarea de evangelizar nuestra sociedad, si no cuentan con la pastoral familiar.

    Las ayudas que se deben prestar a las familias son múltiples e importantes desde los ámbitos más variados: psicológico, médico, jurídico, moral, económico, etc. Para una acción eficaz en este campo se ha de contar con servicios específicos entre los cuales se destacan: Centros de Orientación Familiar, los Centros de formación en los métodos naturales de conocimiento de la fertilidad, los Institutos de ciencias y estudios sobre el matrimonio y la familia, y de bioética, etc.

    Con esta finalidad se promoverá -principalmente en el ámbito diocesano- la creación de estos organismos que, con la competencia necesaria y una clara inspiración cristiana, estén en disposición de ayudar con su asesoramiento para la prevención y solución de los problemas planteados en la pastoral familiar.

    Se denomina Centros de Orientación Familiar a un servicio especializado de atención integral a los problemas familiares en todas sus dimensiones. Para poder denominarse católico debe inspirarse y ejercer su actividad desde la antropología cristiana y la fidelidad al Magisterio y ser reconocido así por el Obispo de la diócesis. Es un instrumento de suma importancia para la ayuda efectiva a las familias en sus problemas y por ello se recomienda muy especialmente su existencia .

    La familia es el lugar preferente en el que se recibe y promueve la vida según el proyecto de Dios. La comunidad cristiana debe prestar su colaboración a la familia mediante estructuras y servicios dirigidos directamente a la acogida, defensa, promoción y cuidado de la vida humana . En particular es necesario que existan Centros de ayuda a la vida y Casas o Centros de acogida a la vida. Nacidos directamente de la comunidad cristiana o de otras iniciativas, han de reunir las condiciones para ayudar a las jóvenes y a las parejas en dificultad, ofreciendo no solo razones y convicciones, sino también una asistencia y apoyo concreto y efectivo para superar las dificultades de la acogida de una vida naciente o recién nacida.

    Al final de este recorrido, en el que hemos analizado la situación actual en la que viven nuestras familias, el valor sagrado de la vida humana y, con renovada esperanza, hemos propuesto un itinerario pastoral para acompañarlas, como pastor de la Iglesia, hacemos nuestra la exhortación del Papa Juan Pablo II:

    “¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia! Por consiguiente es indispensable y urgente que todo hombre de buena voluntad se esfuerce por salvar y promover los valores y exigencias de la familia.

  3. Urgencia de la pastoral familiar en la situación actual

    No me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salvación de todo el que cree” . Así se expresa el Apóstol de las gentes al comprobar la incomprensión con la que se recibían sus palabras en un mundo alejado del mensaje de Dios. Los obispos nos vemos en la necesidad de repetir con firmeza esta afirmación de San Pablo al plantearnos en la actualidad la misión de anunciar a todos el Evangelio sobre el matrimonio y la familia. Se requiere la valentía propia de la vocación apostólica para anunciar una verdad del hombre que muchos no quieren escuchar. Es necesario vencer la dificultad de un temor al rechazo para responder con una convicción profunda a los que se erigen a sí mismos como los “poderosos” de un mundo al cual quieren dirigir según su propia voluntad e intereses. El amor a los hombres nos impele a acercarles a Jesucristo, el único Salvador.

    Se trata de vivir el arrojo de no adaptarse a unas convenciones externas de lo que se viene a llamar “políticamente correcto”; de que todo cristiano sea capaz de poder hablar como un ciudadano libre al que todos deben escuchar con respeto. Sólo así, en este ámbito específico de la relación hombre-mujer, podremos “dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere” . Esto supone vivir con radicalidad la libertad profunda de los hijos de Dios , buscar la verdad más allá de las redes que tienden los sofistas de cada época que se adaptan exclusivamente al aplauso social.

    El Apóstol siente en su propia carne la fuerza de la acusación de “necedad” con la que la cultura de su época calificaba su mensaje , pero gusta en cambio la “fuerza de Dios” contenida en su predicación . Vive así en toda su intensidad la contradicción entre la Palabra de Dios y cierta sabiduría de su tiempo, y atribuye con certeza el motivo de tal desencuentro a un radical “desconocimiento de Dios” propio de un mundo pagano que ignora lo más fundamental de la vida y el destino de los hombres. Con una aguda comprensión de la interioridad humana, San Pablo no describe esta ignorancia como un problema meramente intelectual, sino ante todo como una auténtica herida en el centro del hombre, como “un oscurecimiento del corazón” . El hombre, cuando se separa de Dios, se desconoce a sí mismo .

    El Apóstol responde así con la luz del Evangelio ante un ambiente cultural que ignora la verdad de Dios y que, en consecuencia, busca justificar las obras que proceden de sus desviados deseos. Con ello advierte también a las comunidades cristianas para que no sucumban a las seducciones de un estilo de vida que les apartaría de la vocación a la que han sido llamados por Dios . Es una constante en sus escritos, donde exhorta a los cristianos a no dejarse engañar ante determinadas fascinaciones ofrecidas con todo su atractivo por una cultura pagana dominante .

    Todo ello lo realiza desde la visión profunda del “poder de Dios” que es “salvación para los que creen”; desde un plan de salvación que obra en este mundo y que cambia la vida de las personas y que alcanza de distinto modo a todos los hombres cuando se acepta en la “obediencia de la fe” .

    La Iglesia en América Latina ha de saber vivir esa realidad en nuestros días, en el momento en el que el anuncio del Evangelio sufre un formidable desafío por parte de la cultura dominante. Una cultura surgida de un planteamiento que ignora el valor trascendente de la persona humana y exalta una libertad falsa y sin límites que se vuelve siempre contra el hombre.

    Se trata de una sociedad -paradójicamente en los países más desarrollados- que se declara a sí misma como postcristiana, y que va adquiriendo progresivamente unas características del todo paganas. Esto es, una sociedad en la que la sola mención al cristianismo se valora negativamente como algo sin vigencia que recordaría tiempos felizmente superados.

    El problema de fondo es, una vez más, el olvido de un Dios único en una cultura en la que la simple referencia a lo divino deja de ser un elemento significativo para la vida cotidiana de los hombres y queda simplemente como una posibilidad dejada a la opción subjetiva de cada hombre. Esto construye una convivencia social privada de valores trascendentes y que, por consiguiente, reduce su horizonte a la mera distribución de los bienes materiales, dentro de un sistema de relaciones cerrado al misterio y a las preguntas últimas. En este sentido, el Magisterio de la Iglesia ha manifestado repetidas veces los peligros que emanan de este modo de ordenar la sociedad que, tras un relativismo en lo moral, esconde el totalitarismo de determinadas ideologías propugnado por aquellos que dominan los poderes fácticos .

    Al respecto, recuerdo las palabras pronunciadas en la Basílica de San Pedro en la homilía de la Misa Pro Eligendo Pontifice, por el entonces Cardenal Decano del Colegio Cardenalicio, Joseph Ratzinger: “una fe “adulta” no es la que “sigue las olas de la moda” sino la que está “profundamente radicada en la amistad de Cristo”, “tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, viene constantemente etiquetado como fundamentalismo. Mientras el relativismo, es decir el dejarse llevar ‘de aquí hacia allá por cualquier tipo de doctrina’, aparece como la única aproximación a la altura de los tiempos modernos. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus ganas” .

    El Cardenal hizo esta reflexión tras constatar las olas de las corrientes ideológicas y modos de pensar de las últimas décadas por las que “la pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido no raramente agitada” e, incluso, “botada de un extremo al otro”. “Del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo y así en adelante. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza cuanto dice San Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a arrastrar hacia el error” .

    Por eso, las realidades humanas más elementales que están vinculadas a la conformación de una vida y al sentido de la misma quedan en muchos casos vacías de contenido. Así se aboca al hombre al nihilismo y la desesperanza ante el futuro que se extienden como fantasmas en todos los ambientes de la sociedad. Son un auténtico cáncer que “aun antes de estar en contraste con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad” .

    Ante esta situación contradictoria hay que afirmar con Juan Pablo II que: “la Iglesia…, en todos sus estamentos, ha de proponer con fidelidad la verdad sobre el matrimonio y la familia” . No pocas veces ante el desafío implacable de la cultura dominante en lo referente a este tema vital, muchos cristianos, incluso algunos Pastores, sólo han sabido responder con el silencio, o incluso han promovido ilusamente una adaptación a las costumbres y valores culturales vigentes sin un adecuado discernimiento de lo genuinamente humano y cristiano. En la actualidad, tras la calidad y cantidad de doctrina actualizada en este tema y la llamada imperiosa a la evangelización de las familias, tal silencio o desorientación no puede sino calificarse como culpable .

  4. es el principio que como buenos hermanos en cristo e hijos del padre celestial debemos aceptarnos con cada una de nuestras diferencias

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