¿Para qué tantos mandamientos?

Los mandamientos de la iglesia son preceptos que debemos conocer y aplicar, pues nos facilitan y aseguran el cumplimiento de la ley de Dios.

A veces nos tropezamos con gentes que dan la impresión de sentirse molestas ante cualquier ley. Quizá se deba a que en las sociedades modernas se da en ocasiones un exceso de reglamentación, que dificulta la iniciativa y pone los nervios de punta (por lo visto, sólo en Norteamérica el conjunto de legislaciones sobrepasaba, y en mucho, el millón de normas preceptivas).

 

Este peligro puede inducirnos a una actitud negativa ante las leyes de la Iglesia, y por ello valdrá la pena detenernos a pensar por qué la Iglesia nos manda ciertas leyes propias (afortunadamente, sólo cinco para el católico común y corriente).

 

Nadie que quiera llegar en coche a un destino, se siente molesto cuando se encuentra con señales en la carretera. Podría no obedecerlas, e irse a campo traviesa, pero el primer barranco (o la primera piedra puntiaguda) frustarían su vano intento.

 

La Iglesia, con sus leyes, nos facilita el camino. Por ejemplo, Cristo dijo que hacer obras de penitencia es condición indispensable para entrar en el Reino de los Cielos (cf. Lc. 13, 3); la Iglesia nos señala días y tiempos penitenciales para cumplir el deseo del Señor. Es de ley natural rendir culto a Dios: la Iglesia indica que esta obligación la satisfacemos con la Misa dominical.

 

Así pues, al imponer a los católicos sus leyes, la Iglesia no pretende sino asegurar el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y de los consejos que el Señor nos da en el Evangelio. De hecho, las leyes de la Iglesia lo que hacen generalmente es determinar el tiempo y el modo de cumplirlos. Por tanto, debemos entenderlos como una muestra de cariño, con la que nuestra Santa Madre Iglesia busca únicamente garantizar el camino de nuestra salvación.

 

¿Cuántas leyes de la Iglesia hay? Si tenemos frescos los datos del Catecismo, diremos que cinco. Pero lo cierto es que son más de mil setecientas. El Código de Derecho Canónico contiene exactamente 1752 cánones. Pero los que atañen a todos los católicos de modo habitual (y no a algunos en circunstancias especiales, por ejemplo, al que se va a casar, al obispo, etcétera) son sólo cinco:

 

1) Asistir a Misa entera los domingos y fiestas de precepto (canon 1 247);

 

2) Confesar los pecados graves al menos una vez al año (canon 989);

 

3) Comulgar al menos anualmente, por Pascua (canon 920);

 

4) Ayunar cuando lo manda la Iglesia (canon 1 251), y

 

5) Socorrer a la Iglesia en sus necesidades (canon 222).

 

Análisis de cada precepto

 

El deber de asistir a Misa se trata en otro lugar al hablar del tercer mandamiento del Decálogo, por lo que no hace falta repetir aquí lo que ya se dijo.

 

Hay determinados días en los que tenemos obligación de participan en la Santa Misa, además de los domingos. En cada país la Conferencia Episcopal con la aprobación de la Santa Sede fija unos días. En todos los países suelen ser: el 1o. de enero (Santa María, Madre de Dios), y el 25 de diciembre (Natividad del Señor). Se añaden otros como la fiesta del Corpus, o San Pedro y San Pablo o la Virgen de Guadalupe. Dependiendo del país en que vivas deberás participar de la Santa Misa en esas fiestas.

 

El segundo mandamiento manda confesar los pecados graves al menos una vez al año. Es decir, quien comete un pecado mortal se hace reo de un nuevo pecado mortal si deja transcurrir más de un año sin recibir el sacramento del perdón. Pero… ¿no será gravar más la conciencia del pecador haciendo que, por cada año transcurrido, se incrementen en uno sus pecados mortales?

 

Observando detenidamente las cosas encontraremos la razón de fondo por la que manda la Iglesia la confesión anual: aquel que ha pecado gravemente manifestaría poco aprecio por la gracia santificante si en un tiempo prudencial -que la Iglesia benévolamente determinó en un año-, no busca la reconciliación con Dios. En otras palabras, su pecado consiste en ser remiso en la búsqueda de la liberación del pecado. Por eso, este precepto (como todos los otros) no es más que una de tantas concreciones del mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas: fallaría en el amor -que es unión, comunicación- aquel que voluntariamente permanezca largo tiempo desunido del objeto de su amor.

 

Haremos tres últimas consideraciones sobre este precepto, para que tengamos las ideas bien claras: a) la Iglesia no ha determinado el tiempo de la confesión anual, pero es costumbre verificarla en cuaresma, ya por ser tiempo de especial contrición, ya porque alrededor de ella obliga el precepto de la comunión anual. b) Teóricamente, el precepto no obligaría al fiel que, al cabo de un año, no tuviera pecado mortal que confesar (aunque, para ser sinceros, parece difícil que lo logre quien no busca de modo habitual el auxilio de la confesión frecuente para vencer en la lucha contra el pecado). c) Como corolario de este precepto, recordamos que en el momento de la muerte todo cristiano está obligado a disponer de su alma para que se presente ante Dios, y por tanto, debe procurársele al moribundo (o éste pedirlo) el sacramento de la reconciliación.

 

Sobre el tercer precepto, la Iglesia, interesada vivamente por la salvación de las almas, establece el mínimo absoluto de una vez al año para recibir la Sagrada Eucaristía. Jesús mismo dijo: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn. 6, 54), y lo dijo sin paliativos: o los miembros del Cuerpo Místico de Cristo recibimos la Sagrada Comunión, o no iremos al cielo. Naturalmente, uno se pregunta: “¿Cada cuánto tiempo debo comulgar?”, y Cristo, por medio de la Iglesia nos contesta: “Lo más frecuentemente que puedas; semanal o diariamente. Pero la obligación absoluta es recibir la Comunión una vez al año, y en Pascua”. Si no damos a Jesús ni siquiera ese mínimo amor, nos hacemos culpables de pecado mortal.

 

Al leer los Evangelios, habremos notado que Nuestro Señor recomienda que hagamos penitencia. Y podemos preguntarnos: “Sí, pero, ¿cómo y cuándo?” La Iglesia, cumpliendo su obligación de ser guía y maestra, viene en nuestra ayuda y fija un mínimo para todos, una penitencia que todos -con ciertos límites- debemos hacer. Este mínimo establece unos días de abstinencia (en que no debemos comer carne), y otros de ayuno y abstinencia (en que debemos abstenernos de carne y tomar sólo una comida completa).

 

Ya que fue un viernes el día que Jesús murió, la Iglesia ha señalado ese día como día semanal de penitencia. Todos los viernes del año son días de penitencia, pero la abstinencia de carne, impuesta por la ley general, puede sustituirse, según la libre voluntad de cada uno de los fieles, por cualquiera de las varias formas de penitencia recomendadas por la Iglesia, como son la oración, las mortificaciones corporales y las obras de caridad. Los días de ayuno y abstinencia son el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. En esos días sólo se puede hacer una comida completa, pudiendo tomar algo (notoriamente menor a lo habitual) en el desayuno y la cena. Ninguna de estas comidas puede incluir carne.

 

Los enfermos, los que trabajan en labores físicamente agotadoras, o los que comen cuando pueden y lo que pueden, no están obligados a cumplir el ayuno y la abstinencia. Aquellos para los que ayunar o abstenerse de carne pueda constituir un problema serio -por ejemplo, un disgusto familiar- no están obligados. La ley de abstinencia obliga a los que hayan cumplido catorce años, y dura toda la vida; la obligación de ayunar comienza al cumplir los dieciocho años y termina al empezar los sesenta.

 

Ayudar al sostenimiento de la Iglesia es otra de las obligaciones que surgen de la misma realidad maravillosa de pertenecer al Cuerpo Místico de Cristo. En el Bautismo, y de nuevo en la Confirmación, Jesús nos asocia a su tarea de salvar a los hombres, y éstos no son ángeles sino que están -estamos- interrelacionados con lo material. Por tanto, no seríamos verdaderamente de Cristo si no tratáramos con sinceridad de ayudarlo (también con medios materiales) a llevar a cabo su misión. Los fieles, dice el Código, tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, “de modo que disponga de lo necesario para el culto divino, las obras apostólicas y de caridad y el conveniente sustento de los ministros” (canon 222).

 

Este precepto no se cumple con la entrega de las limosnas eventuales o ayudas a obras buenas y piadosas, sino que ha de hacerse una aportación especial que señala la autoridad eclesiástica del lugar, en la forma que ella indique, y cuyo fin sea el cumplimiento de este precepto. Puede hacerse no sólo a nuestra parroquia o a nuestra diócesis, sino también al Papa, para que atienda a las necesidades de la Iglesia universal, a las misiones o a las obras de beneficencia. Si nos cuestionáramos: “¿cuánto tengo que dar?”, no hay más respuesta que recordar lo que Dios nos ha dado a nosotros. Y llegaremos a concluir que, como Dios no es deudor de nadie, siempre nos quedaremos cortos en nuestra generosidad.

 

 

 

   

 

 

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