Cuarta Parte: La oración en la Vida de la Fe

II NECESIDAD DE UNA HUMILDE VIGILANCIA

Frente a las dificultades de la oración

2729 La dificultad habitual de la oración es la distracción. En la oración vocal, la distracción puede referirse a las palabras y al sentido de éstas. La distracción, de un modo más profundo, puede referirse a Aquel al que oramos, tanto en la oración vocal (litúrgica o personal), como en la meditación y en la oración contemplativa. Salir a la caza de la distracción es caer en sus redes; basta volver a concentrarse en la oración: la distracción descubre al que ora aquello a lo que su corazón está apegado. Esta toma de conciencia debe empujar al orante a ofrecerse al Señor para ser purificado. El combate se decide cuando se elige a quién se desea servir (cf Mt 6,21.24).

2730 Mirado positivamente, el combate contra el yo posesivo y dominador consiste en la vigilancia. Cuando Jesús insiste en la vigilancia, es siempre en relación a El, a su Venida, al último día y al «hoy». El esposo viene en mitad de la noche; la luz que no debe apagarse es la de la fe: «Dice de ti mi corazón: busca su rostro» (Sal 27, 8).

2731 Otra dificultad, especialmente para los que quieren sinceramente orar, es la sequedad. Forma parte de la contemplación en la que el corazón está seco, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro. «El grano de trigo, si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Si la sequedad se debe a falta de raíz, porque la Palabra ha caído sobre roca, no hay éxito en el combate sin una mayor conversión (cf Lc 8, 6. 13).

Frente a las tentaciones en la oración

2732 La tentación más frecuente, la más oculta, es nuestra falta de fe. Esta se expresa menos en una incredulidad declarada que en unas preferencias de hecho. Se empieza a orar y se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes.

2733 Otra tentación a la que abre la puerta la presunción es la acedia. Los Padres espirituales entienden por ella una forma de aspereza o de desabrimiento debidos al relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia, a la negligencia del corazón. «El espíritu está pronto pero la carne es débil» (Mt 26, 41). El desaliento, doloroso, es el reverso de la presunción. Quien es humilde no se extraña de su miseria; ésta le lleva a una mayor confianza, a mantenerse firme en la constancia.

III LA CONFIANZA FILIAL

2734 La confianza filial se prueba en la tribulación (cf. Rm 5, 3-5), particularmente cuando se ora pidiendo para sí o para los demás. Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada. A este respecto se plantean dos cuestiones: Por qué la oración de petición no ha sido escuchada; y cómo la oración es escuchada o «eficaz».

Queja por la oración no escuchada

2735 He aquí una observación llamativa: cuando alabamos a Dios o le damos gracias por sus beneficios en general, no estamos preocupados por saber si esta oración le es agradable. Por el contrario, cuando pedimos, exigimos ver el resultado. ¿Cuál es entonces la imagen de Dios presente en este modo de orar: Dios como medio o Dios como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo?

2736 ¿Estamos convencidos de que «nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rm 8, 26)? ¿Pedimos a Dios los «bienes convenientes»? Nuestro Padre sabe bien lo que nos hace falta antes de que nosotros se lo pidamos (cf. Mt 6, 8) pero espera nuestra petición porque la dignidad de sus hijos está en su libertad. Por tanto es necesario orar con su Espíritu de libertad, para poder conocer en verdad su deseo (cf Rm 8, 27).

2737 «No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones» (St 4, 2-3; cf. todo el contexto St 4, 1-10; 1, 5-8; 5, 16). Si pedimos con un corazón dividido, «adúltero» (St 4, 4), Dios no puede escucharnos porque él quiere nuestro bien, nuestra vida. «¿Pensáis que la Escritura dice en vano: Tiene deseos ardientes el espíritu que El ha hecho habitar en nosotros» (St 4,5)? Nuestro Dios está «celoso» de nosotros, lo que es señal de la verdad de su amor. Entremos en el deseo de su Espíritu y seremos escuchados:

No te aflijas si no recibes de Dios inmediatamente lo que pides: es él quien quiere hacerte más bien todavía mediante tu perseverancia en permanecer con él en oración (Evagrio, or. 34). El quiere que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que él está dispuesto a darnos (San Agustín, ep. 130, 8, 17).

La oración es eficaz

2738 La revelación de la oración en la economía de la salvación enseña que la fe se apoya en la acción de Dios en la historia. La confianza filial es suscitada por medio de su acción por excelencia: la Pasión y la Resurrección de su Hijo. La oración cristiana es cooperación con su Providencia y su designio de amor hacia los hombres.

2739 En San Pablo, esta confianza es audaz (cf Rm 10, 12-13), basada en la oración del Espíritu en nosotros y en el amor fiel del Padre que nos ha dado a su Hijo único (cf Rm 8, 26-39). La transformación del corazón que ora es la primera respuesta a nuestra petición.

2740 La oración de Jesús hace de la oración cristiana una petición eficaz. El es su modelo. El ora en nosotros y con nosotros. Puesto que el corazón del Hijo no busca más que lo que agrada al Padre, ¿cómo el de los hijos de adopción se apegaría más a los dones que al Dador?.

2741 Jesús ora también por nosotros, en nuestro lugar y favor nuestro. Todas nuestras peticiones han sido recogidas una vez por todas en sus Palabras en la Cruz; y escuchadas por su Padre en la Resurrección: por eso no deja de interceder por nosotros ante el Padre (cf Hb 5, 7; 7, 25; 9, 24). Si nuestra oración está resueltamente unida a la de Jesús, en la confianza y la audacia filial, obtenemos todo lo que pidamos en su Nombre, y aún más de lo que pedimos: recibimos al Espíritu Santo, que contiene todos los dones.

IV PERSEVERAR EN EL AMOR

2742 «Orad constantemente» (1 Ts 5, 17), «dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5, 20), «siempre en oración y suplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos» (Ef 6, 18).»No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente; pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar» (Evagrio, cap. pract. 49). Este ardor incansable no puede venir más que del amor. Contra nuestra inercia y nuestra pereza, el combate de la oración es el del amor humilde, confiado y perseverante. Este amor abre nuestros corazones a tres evidencias de fe, luminosas y vivificantes:

2743 Orar es siempre posible: El tiempo del cristiano es el de Cristo resucitado que está «con nosotros, todos los días» (Mt 28, 20), cualesquiera que sean las tempestades (cf Lc 8, 24). Nuestro tiempo está en las manos de Dios:

Es posible, incluso en el mercado o en un paseo solitario, hacer una frecuente y fervorosa oración. Sentados en vuestra tienda, comprando o vendiendo, o incluso haciendo la cocina (San Juan Crisóstomo, ecl.2).

2744 Orar es una necesidad vital: si no nos dejamos llevar por el Espíritu caemos en la esclavitud del pecado (cf Ga 5, 16-25). ¿Cómo puede el Espíritu Santo ser «vida nuestra», si nuestro corazón está lejos de él?

Nada vale como la oración: hace posible lo que es imposible, fácil lo que es difícil. Es imposible que el hombre que ora pueda pecar (San Juan Crisóstomo, Anna 4, 5)

Quien ora se salva ciertamente, quien no ora se condena ciertamente (San Alfonso María de Ligorio, mez.).

2745 Oración y vida cristiana son inseparables porque se trata del mismo amor y de la misma renuncia que procede del amor. La misma conformidad filial y amorosa al designio de amor del Padre. La misma unión transformante en el Espíritu Santo que nos conforma cada vez más con Cristo Jesús. El mismo amor a todos los hombres, ese amor con el cual Jesús nos ha amado. «Todo lo que pidáis al Padre en mi Nombre os lo concederá. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros» (Jn 15, 16-17).

Ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos encontrar realizable el principio de la oración continua (Orígenes, or. 12).

LA ORACIÓN DE LA HORA DE JESÚS

2746 Cuando ha llegado su hora, Jesús ora al Padre (cf Jn 17). Su oración, la más larga transmitida por el Evangelio, abarca toda la Economía de la creación y de la salvación, así como su Muerte y su Resurrección. Al igual que la Pascua de Jesús, sucedida «una vez por todas», permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la «hora de Jesús» sigue presente en la Liturgia de la Iglesia.

2747 La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración «sacerdotal» de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su «paso» [pascua] hacia el Padre donde él es «consagrado» enteramente al Padre (cf Jn 17, 11. 13. 19).

2748 En esta oración pascual, sacrificial, todo está «recapitulado» en El (cf Ef 1, 10): Dios y el mundo, el Verbo y la carne, la vida eterna y el tiempo, el amor que se entrega y el pecado que lo traiciona, los discípulos presentes y los que creerán en El por su palabra, la humillación y la Gloria. Es la oración de la unidad.

2749 Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la «hora de Jesús» llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación. Jesús, el Hijo a quien el Padre ha dado todo, se entrega enteramente al Padre y, al mismo tiempo, se expresa con una libertad soberana (cf Jn 17, 11. 13. 19. 24) debido al poder que el Padre le ha dado sobre toda carne. El Hijo que se ha hecho Siervo, es el Señor, el Pantocrator. Nuestro Sumo Sacerdote que ruega por nosotros es también el que ora en nosotros y el Dios que nos escucha.

2750 Si en el Santo Nombre de Jesús, nos ponemos a orar, podemos recibir en toda su hondura la oración que él nos enseña: «Padre Nuestro». La oración sacerdotal de Jesús inspira, desde dentro, las grandes peticiones del Padrenuestro: la preocupación por el Nombre del Padre (cf Jn 17, 6. 11. 12. 26), el deseo de su Reino (la Gloria; cf Jn 17, 1. 5. 10. 24. 23-26), el cumplimiento de la voluntad del Padre, de su Designio de salvación (cf Jn 17, 2. 4 .6. 9. 11. 12. 24) y la liberación del mal (cf Jn 17, 15).

2751 Por último, en esta oración Jesús nos revela y nos da el «conocimiento» indisociable del Padre y del Hijo (cf Jn 17, 3. 6-10. 25) que es el misterio mismo de la vida de oración.

RESUMEN

2752 La oración supone un esfuerzo y una lucha contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador. El combate de la oración es inseparable del «combate espiritual» necesario para actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo: Se ora como se vive porque se vive como se ora.

2753 En el combate de la oración debemos hacer frente a concepciones erróneas, a diversas corrientes de menta lidad, a la experiencia de nuestros fracasos. A estas tentaciones que ponen en duda la utilidad o la posibilidad misma de la oración conviene responder con humildad, confianza y perseverancia.

2754 Las dificultades principales en el ejercicio de la or ación son la distracción y la sequedad. El remedio está en la fe, la conversión y la vigilancia del corazón.

2755 Dos tentaciones frecuentes amenazan la oración: la falta de fe y la acedia que es una forma de depresión debida al relajamiento de la ascesis y que lleva al desaliento.

2756 La confianza filial se pone a prueba cuando tenemos el sentimiento de no ser siempre escuchados. El Evangelio nos invita a conformar nuestra oración al deseo del Espíritu.

2757 «Orad continuamente» (1 Ts 5, 17). Orar es siempre posible . Es incluso una necesidad vital. Oración y vida cristiana son inseparables.

2758 La oración de la «hora de Jesús», llamada rectamente «oración sacerdotal» (cf Jn 17), recapitula toda la Economía de la creación y de la salvación. Inspira las grandes peticiones del «Padre Nuestro».

SEGUNDA SECCIÓN: LA ORACIÓN DEL SEÑOR: «PADRE NUESTRO»

2759. «Estando él [Jesús] en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: «Maestro, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos.»» (Lc 11, 1). En respuesta a esta petición, el Señor confía a sus discípulos y a su Iglesia la oración cristiana fundamental. San Lucas da de ella un texto breve (con cinco peticiones: cf Lc 11, 2-4), San Mateo una versión más desarrollada (con siete peticiones: cf Mt 6, 9-13). la tradición litúrgica de la Iglesia ha conservado el texto de San Mateo:

Padre nuestro, que estás en el cielo,

santificado sea tu Nombre;

venga a nosotros tu reino;

hágase tu voluntad en la tierra como en

el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día;

perdona nuestras ofensas como también

nosotros perdonamos a los que nos ofenden;

no nos dejes caer en la tentación,

y líbranos del mal.

2760 Muy pronto, la práctica litúrgica concluyó la oración del Señor con una doxología. En la Didaché (8, 2) se afirma: «Tuyo es el poder y la gloria por siempre». Las Constituciones apostólicas (7, 24, 1) añaden en el comienzo: «el reino»»: y ésta la fórmula actual para la oración ecuménica. La tradición bizantina añade después un gloria al «Padre, Hijo y Espíritu Santo». El misal romano desarrolla la última petición (Embolismo: «líbranos del mal») en la perspectiva explícita de «aguardando la feliz esperanza» (Tt 2, 13) y «la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo»; después se hace la aclamación de la asamblea, volviendo a tomar la doxología de las Constituciones apostólicas.

Artículo 1 “RESUMEN DE TODO EL EVANGELIO”

2761 «La oración dominical es en verdad el resumen de todo el Evangelio» (Tertuliano, or. 1). «Cuando el Señor hubo legado esta fórmula de oración, añadió: «Pedid y se os dará» (Lc 11, 9). Por tanto, cada uno puede dirigir al cielo diversas oraciones según sus necesidades, pero comenzando siempre por la oración del Señor que sigue siendo la oración fundamental» (Tertuliano, or. 10).

I CORAZÓN DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS

2762 Después de haber expuesto cómo los salmos son el alimento principal de la oración cristiana y confluyen en las peticiones del Padre Nuestro, San Agustín concluye:

Recorred todas las oraciones que hay en las Escrituras, y no creo que podáis encontrar algo que no esté incluido en la oración dominical (ep. 130, 12, 22).

2763 Toda la Escritura (la Ley, los Profetas, y los Salmos) se cumplen en Cristo (cf Lc 24, 44). El evangelio es esta «Buena Nueva». Su primer anuncio está resumido por San Mateo en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7). Pues bien, la oración del Padre Nuestro está en el centro de este anuncio. En este contexto se aclara cada una de las peticiones de la oración que nos dio el Señor:

La oración dominical es la más perfecta de las oraciones… En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también forma toda nuestra afectividad. (Santo Tomás de A., s. th. 2-2. 83, 9).

2764 El Sermón de la Montaña es doctrina de vida, la oración dominical es plegaria, pero en uno y otra el Espíritu del Señor da forma nueva a nuestros deseos, esos movimientos interiores que animan nuestra vida. Jesús nos enseña esta vida nueva por medio de sus palabras y nos enseña a pedirla por medio de la oración. De la rectitud de nuestra oración dependerá la de nuestra vida en El.

II “LA ORACIÓN DEL SEÑOR”

2765 La expresión tradicional «Oración dominical» [es decir, «oración del Señor»] significa que la oración al Padre nos la enseñó y nos la dio el Señor Jesús. Esta oración que nos viene de Jesús es verdaderamente única: ella es «del Señor». Por una parte, en efecto, por las palabras de esta oración el Hijo único nos da las palabras que el Padre le ha dado (cf Jn 17, 7): él es el Maestro de nuestra oración. Por otra parte, como Verbo encarnado, conoce en su corazón de hombre las necesidades de sus hermanos y hermanas los hombres, y nos las revela: es el Modelo de nuestra oración.

2766 Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico (cf Mt 6, 7; 1 R 18, 26-29). Como en toda oración vocal, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre. Jesús no sólo nos enseña las palabras de la oración filial, sino que nos da también el Espíritu por el que éstas se hacen en nosotros «espíritu y vida» (Jn 6, 63). Más todavía: la prueba y la posibilidad de nuestra oración filial es que el Padre «ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «¡Abbá, Padre!»» (Ga 4, 6). Ya que nuestra oración interpreta nuestros deseos ante Dios, es también «el que escruta los corazones», el Padre, quien «conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión en favor de los santos es según Dios» (Rm 8, 27). La oración al Padre se inserta en la misión misteriosa del Hijo y del Espíritu.

III ORACIÓN DE LA IGLESIA

2767 Este don indisociable de las palabras del Señor y del Espíritu Santo que les da vida en el corazón de los creyentes ha sido recibido y vivido por la Iglesia desde los comienzos. Las primeras comunidades recitan la Oración del Señor «tres veces al día» (Didaché 8, 3), en lugar de las «Dieciocho bendiciones» de la piedad judía.

2768 Según la Tradición apostólica, la Oración del Señor está arraigada esencialmente en la oración litúrgica.

El Señor nos enseña a orar en común por todos nuestros hermanos. Porque él no dice «Padre mío» que estás en el cielo, sino «Padre nuestro», a fin de que nuestra oración sea de una sola alma para todo el Cuerpo de la Iglesia (San Juan Crisóstomo, hom. in Mt. 19, 4).

En todas las tradiciones litúrgicas, la Oración del Señor es parte integrante de las principales Horas del Oficio divino. Este carácter eclesial aparece con evidencia sobre todo en los tres sacramentos de la iniciación cristiana:

2769 En el Bautismo y la Confirmación, la entrega [«traditio»] de la Oración del Señor significa el nuevo nacimiento a la vida divina. Como la oración cristiana es hablar con Dios con la misma Palabra de Dios, «los que son engendrados de nuevo por la Palabra del Dios vivo» (1 P 1, 23) aprenden a invocar a su Padre con la única Palabra que él escucha siempre. Y pueden hacerlo de ahora en adelante porque el Sello de la Unción del Espíritu Santo ha sido grabado indeleble en sus corazones, sus oídos, sus labios, en todo su ser filial. Por eso, la mayor parte de los comentarios patrísticos del Padre Nuestro están dirigidos a los catecúmenos y a los neófitos. Cuando la Iglesia reza la Oración del Señor, es siempre el Pueblo de los «neófitos» el que ora y obtiene misericordia (cf 1 P 2, 1-10).

2770 En la Liturgia eucarística, la Oración del Señor aparece como la oración de toda la Iglesia. Allí se revela su sentido pleno y su eficacia. Situada entre la Anáfora (Oración eucarística) y la liturgia de la Comunión, recapitula por una parte todas las peticiones e intercesiones expresadas en el movimiento de la epíclesis, y, por otra parte, llama a la puerta del Festín del Reino que la comunión sacramental va a anticipar.

2771 En la Eucaristía, la Oración del Señor manifiesta también el carácter escatológico de sus peticiones. Es la oración propia de los «últimos tiempos», tiempos de salvaci ón que han comenzado con la efusión del Espíritu Santo y que terminarán con la Vuelta del Señor. Las peticiones al Padre, a diferencia de las oraciones de la Antigua Alianza, se apoyan en el misterio de salvación ya realizado, de una vez por todas, en Cristo crucificado y resucitado.

2772 De esta fe inquebrantable brota la esperanza que suscita cada una de las siete peticiones. Estas expresan los gemidos del tiempo presente, este tiempo de paciencia y de espera durante el cual «aún no se ha manifestado lo que seremos» (1 Jn 3, 2; cf Col. 3, 4). La Eucaristía y el Padrenuestro están orientados hacia la venida del Señor, «¡hasta que venga!» (1 Co. 11, 26).

RESUMEN

2773 En respuesta a la petición de sus discípulos («Señor, enséñanos a orar»: Lc 11, 1), Jesús les entrega la oración cristiana fundamental, el «Padre Nuestro».

2774 «La oración dominical es, en verdad, el resumen de todo el Evangelio» (Tertuliano, or. 1), «la más perfecta de las oraciones» (Santo Tomás de A. s. th. 2-2, 83, 9). Es el corazón de las Sagradas Escrituras.

2775 Se llama «Oración dominical» porque nos viene del Señor Jesús, Maestro y modelo de nuestra oración.

2776 La Oración dominical es la oración por excelencia de la Iglesia. Forma parte integrante de las principales Horas del Oficio divino y de los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Inserta en la Eucaristía, manifiesta el carácter «escatológico» de sus peticiones, en la esperanza del Señor, «hasta que venga» (1 Co 11, 26).

Artículo 2 “PADRE NUESTRO QUE ESTAS EN EL CIELO”

I ACERCARSE A ÉL CON TODA CONFIANZA

2777 En la liturgia romana, se invita a la asamblea eucarística a rezar el Padre Nuestro con una audacia filial; las liturgias orientales usan y desarrollan expresiones análogas: «Atrevernos con toda confianza», «Haznos dignos de». Ante la zarza ardiendo, se le dijo a Moisés: «No te acerques aquí. Quita las sandalias de tus pies» (Ex 3, 5). Este umbral de la santidad divina, sólo lo podía franquear Jesús, el que «después de llevar a cabo la purificación de los pecados» (Hb 1, 3), nos introduce en presencia del Padre: «Hénos aquí, a mí y a los hijos que Dios me dio» (Hb 2, 13):

La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo, no nos empujasen a proferir este grito: «Abbá, Padre» (Rm 8, 15) … ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado por el Poder de lo alto? (San Pedro Crisólogo, serm. 71).

2778 Este poder del Espíritu que nos introduce en la Oración del Señor se expresa en las liturgias de Oriente y de Occidente con la bella palabra, típicamente cristiana: «parrhesia», simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado (cf Ef 3, 12; Hb 3, 6; 4, 16; 10, 19; 1 Jn 2,28; 3, 21; 5, 14).

II “¡PADRE!”

2779 Antes de hacer nuestra esta primera exclamación de la Oración del Señor, conviene purificar humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes falsas de «este mundo». La humildad nos hace reconocer que «nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar», es decir «a los pequeños» (Mt 11, 25-27). La purificación del corazón concierne a imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios. Dios nuestro Padre transciende las categorías del mundo creado. Transferir a él, o contra él, nuestras ideas en este campo sería fabricar ídolos para adorar o demoler. Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como El es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado:

La expresión Dios Padre no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era El, oyó otro nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre (Tertuliano, or. 3).

2780 Podemos invocar a Dios como «Padre» porque él nos ha sido revelado por su Hijo hecho hombre y su Espíritu nos lo hace conocer. Lo que el hombre no puede concebir ni los poderes angélicos entrever, es decir, la relación personal del Hijo hacia el Padre (cf Jn 1, 1), he aquí que el Espíritu del Hijo nos hace participar de esta relación a quienes creemos que Jesús es el Cristo y que hemos nacido de Dios (cf 1 Jn 5, 1).

2781 Cuando oramos al Padre estamos en comunión con El y con su Hijo, Jesucristo (cf 1 Jn 1, 3). Entonces le conocemos y lo reconocemos con admiración siempre nueva. La primera palabra de la Oración del Señor es una bendición de adoración, antes de ser una imploración. Porque la Gloria de Dios es que nosotros le reconozcamos como «Padre», Dios verdadero. Le damos gracias por habernos revelado su Nombre, por habernos concedido creer en él y por haber sido habitados por su presencia.

2782 Podemos adorar al Padre porque nos ha hecho renacer a su vida al adoptarnos como hijos suyos en su Hijo único: por el Bautismo nos incorpora al Cuerpo de su Cristo, y, por la Unción de su Espíritu que se derrama desde la Cabeza a los miembros, hace de nosotros «cristos»:

Dios, en efecto, que nos ha destinado a la adopción de hijos, nos ha conformado con el Cuerpo glorioso de Cristo. Por tanto, de ahora en adelante, como participantes de Cristo, sois llamados «cristos» con justa causa. (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 3, 1).

El hombre nuevo, que ha renacido y vuelto a su Dios por la gracia, dice primero: «¡Padre!», porque ha sido hecho hijo (San Cipriano, Dom. orat. 9).

2783 Así pues, por la Oración del Señor, hemos sido revelados a nosotros mismos al mismo tiempo que nos ha sido revelado el Padre (cf GS 22, 1):

Tú, hombre, no te atrevías a levantar tu cara hacia el cielo, tú bajabas los ojos hacia la tierra, y de repente has recibido la gracia de Cristo: todos tus pecados te han sido perdonados. De siervo malo, te has convertido en buen hijo… Eleva, pues, los ojos hacia el Padre que te ha rescatado por medio de su Hijo y di: Padre nuestro… Pero no reclames ningún privilegio. No es Padre, de manera especial, más que de Cristo, mientras que a nosotros nos ha creado. Di entonces también por medio de la gracia: Padre nuestro, para merecer ser hijo suyo (San Ambrosio, sacr. 5, 19).

2784 Este don gratuito de la adopción exige por nuestra parte una conversión continua y una vida nueva. Orar a nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones fundamentales:

El deseo y la voluntad de asemejarnos a él. Creados a su imagen, la semejanza se nos ha dado por gracia y tenemos que responder a ella.

Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios «Padre nuestro», de que debemos comportarnos como hijos de Dios (San Cipriano, Dom. orat. 11).

No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en vosotros la señal de la bondad del Padre celestial (San Juan Crisóstomo, hom. in Mt 7, 14).

Es necesario contemplar continuamente la belleza del Padre e impregnar de ella nuestra alma (San Gregorio de Nisa, or. dom. 2).

2785 Un corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños (cf Mt 18, 3); porque es a «los pequeños» a los que el Padre se revela (cf Mt 11, 25):

Es una mirada a Dios nada más, un gran fuego de amor. El alma se hunde y se abisma allí en la santa dilección y habla con Dios como con su propio Padre, muy familiarmente, en una ternura de piedad en verdad entrañable (San Juan Casiano, coll. 9, 18).

Padre nuestro: este nombre suscita en nosotros todo a la vez, el amor, el gusto en la oración, … y también la esperanza de obtener lo que vamos a pedir …¿Qué puede El, en efecto, negar a la oración de sus hijos, cuando ya previamente les ha permitido ser sus hijos? (San Agustín, serm. Dom. 2, 4, 16).

III PADRE “NUESTRO”

2786 Padre «Nuestro» se refiere a Dios. Este adjetivo, por nuestra parte, no expresa una posesión, sino una relación totalmente nueva con Dios.

2787 Cuando decimos Padre «nuestro», reconocemos ante todo que todas sus promesas de amor anunciadas por los Profetas se han cumplido en la nueva y eterna Alianza en Cristo: hemos llegado a ser «su Pueblo» y El es desde ahora en adelante «nuestro Dios». Esta relación nueva es una pertenencia mutua dada gratuitamente: por amor y fidelidad (cf Os 2, 21-22; 6, 1-6) tenemos que responder «a la gracia y a la verdad que nos han sido dadas en Jesucristo (Jn 1, 17).

2788 Como la Oración del Señor es la de su Pueblo en los «últimos tiempos», ese «nuestro» expresa también la certeza de nuestra esperanza en la última promesa de Dios: en la nueva Jerusalén dirá al vencedor: «Yo seré su Dios y él será mi hijo» (Ap 21, 7).

2789 Al decir Padre «nuestro», es al Padre de nuestro Señor Jesucristo a quien nos dirigimos personalmente. No dividimos la divinidad, ya que el Padre es su «fuente y origen», sino confesamos que eternamente el Hijo es engendrado por El y que de El procede el Espíritu Santo. No confundimos de ninguna manera las personas, ya que confesamos que nuestra comunión es con el Padre y su Hijo, Jesucristo, en su único Espíritu Santo. La Santísima Trinidad es consubstancial e indivisible. Cuando oramos al Padre, le adoramos y le glorificamos con el Hijo y el Espíritu Santo.

2790 Gramaticalmente, «nuestro» califica una realidad común a varios. No hay más que un solo Dios y es reconocido Padre por aquellos que, por la fe en su Hijo único, han renacido de El por el agua y por el Espíritu (cf 1 Jn 5, 1; Jn 3, 5). La Iglesia es esta nueva comunión de Dios y de los hombres: unida con el Hijo único hecho «el primogénito de una multitud de hermanos» (Rm 8, 29) se encuentra en comunión con un solo y mismo Padre, en un solo y mismo Espíritu (cf Ef 4, 4-6). Al decir Padre «nuestro», la oración de cada bautizado se hace en esta comunión: «La multitud de creyentes no tenía más que un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32).

2791 Por eso, a pesar de las divisiones entre los cristianos, la oración al Padre «nuestro» continúa siendo un bien común y un llamamiento apremiante para todos los bautizados. En comunión con Cristo por la fe y el Bautismo, los cristianos deben participar en la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos (cf UR 8; 22).

2792 Por último, si recitamos en verdad el «Padre Nuestro», salimos del individualismo, porque de él nos libera el Amor que recibimos. El adjetivo «nuestro» al comienzo de la Oración del Señor, así como el «nosotros» de las cuatro últimas peticiones no es exclusivo de nadie. Para que se diga en verdad (cf Mt 5, 23-24; 6, 14-16), debemos superar nuestras divisiones y los conflictos entre nosotros.

2793 Los bautizados no pueden rezar al Padre «nuestro» sin llevar con ellos ante El todos aquellos por los que el Padre ha entregado a su Hijo amado. El amor de Dios no tiene fronteras, nuestra oración tampoco debe tenerla (cf. NA 5). Orar a «nuestro» Padre nos abre a dimensiones de su Amor manifestado en Cristo: orar con todos los hombres y por todos los que no le conocen aún para que «estén reunidos en la unidad» (Jn 11, 52). Esta solicitud divina por todos los hombres y por toda la creación ha animado a todos los grandes orantes.

IV “QUE ESTAS EN EL CIELO”

2794 Esta expresión bíblica no significa un lugar [«el espacio»] sino una manera de ser; no el alejamiento de Dios sino su majestad. Dios Padre no está «fuera», sino «más allá de todo» lo que acerca de la santidad divina puede el hombre concebir. Como es tres veces Santo, está totalmente cerca del corazón humilde y contrito:

Con razón, estas palabras «Padre nuestro que estás en el Cielo» hay que entenderlas en relación al corazón de los justos en el que Dios habita como en su templo. Por eso también el que ora desea ver que reside en él Aquél a quien invoca (San Agustín, serm. Dom. 2, 5. 17).

El «cielo» bien podía ser también aquellos que llevan la imagen del mundo celestial, y en los que Dios habita y se pasea (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 11).

2795 El símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. El está en el cielo, es su morada, la Casa del Padre es por tanto nuestra «patria». De la patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (cf Gn 3) y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (cf Jr 3, 19-4, 1a; Lc 15, 18. 21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (cf Is 45, 8; Sal 85, 12), porque el Hijo «ha bajado del cielo», solo, y nos hace subir allí con él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión (cf Jn 12, 32; 14, 2-3; 16, 28; 20, 17; Ef 4, 9-10; Hb 1, 3; 2, 13).

2796 Cuando la Iglesia ora diciendo «Padre nuestro que estás en el cielo», profesa que somos el Pueblo de Dios «sentado en el cielo, en Cristo Jesús» (Ef 2, 6), «ocultos con Cristo en Dios» (Col 3, 3), y, al mismo tiempo, «gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celestial» (2 Co 5, 2; cf Flp 3, 20; Hb 13, 14):

Los cristianos están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo (Epístola a Diogneto 5, 8-9).

RESUMEN

2797 La confianza sencilla y fiel, la seguridad humilde y alegre son las disposiciones propias del que reza el «Padre Nuestro».

2798 Podemos invocar a Dios como «Padre» porque nos lo ha revelado el Hijo de Dios hecho hombre, en quien, por el Bautismo, somos incorporados y adoptados como hijos de Dios.

2799 La oración del Señor nos pone en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Al mismo tiempo, nos revela a nosotros mismos. (cf GS 22,1).

2800 Orar al Padre debe hacer crecer en nosotros la voluntad de asemejarnos a él, así como debe fortalecer un corazón humilde y confiado.

2801 Al decir Padre «Nuestro», invocamos la nueva Alianza en Jesucristo, la comunión con la Santísima Trinidad y la caridad divina que se extiende por medio de la Iglesia a lo largo del mundo.

2802 «Que estás en el cielo» no designa un lugar sino la majestad de Dios y su presencia en el corazón de los justos. El cielo, la Casa del Padre, constituye la verdadera patria hacia donde tendemos y a la que ya pertenecemos.

Artículo 3 LAS SIETE PETICIONES

2803. Después de habernos puesto en presencia de Dios nuestro Padre para adorarle, amarle y bendecirle, el Espíritu filial hace surgir de nuestros corazones siete peticiones, siete bendiciones. Las tres primeras, más teologales, nos atraen hacia la Gloria del Padre; las cuatro últimas, como caminos hacia El, ofrecen nuestra miseria a su Gracia. «Abismo que llama al abismo» (Sal 42, 8).

2804. El primer grupo de peticiones nos lleva hacia El, para El: ¡tu Nombre, tu Reino, tu Voluntad! Lo propio del amor es pensar primeramente en Aquél que amamos. En cada una de estas tres peticiones, nosotros no «nos» nombramos, sino que lo que nos mueve es «el deseo ardiente», «el ansia» del Hijo amado, por la Gloria de su Padre,(cf Lc 22, 14; 12, 50): «Santificado sea … venga … hágase …»: estas tres súplicas ya han sido escuchadas en el Sacrificio de Cristo Salvador, pero ahora están orientadas, en la esperanza, hacia su cumplimiento final mientras Dios no sea todavía todo en todos (cf 1 Co 15, 28).

2805 El segundo grupo de peticiones se desenvuelve en el movimiento de ciertas epíclesis eucarísticas: son la ofrenda de nuestra esperanza y atrae la mirada del Padre de las misericordias. Brota de nosotros y nos afecta ya ahora, en este mundo: «danos … perdónanos … no nos dejes … líbranos». La cuarta y la quinta petición se refieren a nuestra vida como tal, sea para alimentarla, sea para curarla del pecado; las dos últimas se refieren a nuestro combate por la victoria de la Vida, el combate mismo de la oración.

2806 Mediante las tres primeras peticiones somos afirmados en la fe, llenos de esperanza y abrasados por la caridad. Como criaturas y pecadores todavía, debemos pedir para nosotros, un «nosotros» que abarca el mundo y la historia, que ofrecemos al amor sin medida de nuestro Dios. Porque nuestro Padre cumple su plan de salvación para nosotros y para el mundo entero por medio del Nombre de Cristo y del Reino del Espíritu Santo.

I SANTIFICADO SEA TU NOMBRE

2807 El término «santificar» debe entenderse aquí, en primer lugar, no en su sentido causativo (solo Dios santifica, hace santo) sino sobre todo en un sentido estimativo: reconocer como santo, tratar de una manera santa. Así es como, en la adoración, esta invocación se entiende a veces como una alabanza y una acción de gracias (cf Sal 111, 9; Lc 1, 49). Pero esta petición es enseñada por Jesús como algo a desear profundamente y como proyecto en que Dios y el hombre se comprometen. Desde la primera petición a nuestro Padre, estamos sumergidos en el misterio íntimo de su Divinidad y en el drama de la salvación de nuestra humanidad. Pedirle que su Nombre sea santificado nos implica en «el benévolo designio que él se propuso de antemano» para que nosotros seamos «santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (cf Ef 1, 9. 4).

2808 En los momentos decisivos de su Economía, Dios revela su Nombre, pero lo revela realizando su obra. Esta obra no se realiza para nosotros y en nosotros más que si su Nombre es santificado por nosotros y en nosotros.

2809 La santidad de Dios es el hogar inaccesible de su misterio eterno. Lo que se manifiesta de él en la creación y en la historia, la Escritura lo llama Gloria, la irradiación de su Majestad (cf Sal 8; Is 6, 3). Al crear al hombre «a su imagen y semejanza» (Gn 1, 26), Dios «lo corona de gloria» (Sal 8, 6), pero al pecar, el hombre queda «privado de la Gloria de Dios» (Rm 3, 23). A partir de entonces, Dios manifestará su Santidad revelando y dando su Nombre, para restituir al hombre «a la imagen de su Creador» (Col 3, 10).

2810 En la promesa hecha a Abraham y en el juramento que la acompaña (cf Hb 6, 13), Dios se compromete a sí mismo sin revelar su Nombre. Empieza a revelarlo a Moisés (cf Ex 3, 14) y lo manifiesta a los ojos de todo el pueblo salvándolo de los egipcios: «se cubrió de Gloria» (Ex 15, 1). Desde la Alianza del Sinaí, este pueblo es «suyo» y debe ser una «nación santa» (o consagrada, es la misma palabra en hebreo: cf Ex 19, 5-6) porque el Nombre de Dios habita en él.

2811 A pesar de la Ley santa que le da y le vuelve a dar el Dios Santo (cf Lv 19, 2: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios soy santo»), y aunque el Señor «tuvo respeto a su Nombre» y usó de paciencia, el pueblo se separó del Santo de Israel y «profanó su Nombre entre las naciones» (cf Ez 20, 36). Por eso, los justos de la Antigua Alianza, los pobres que regresaron del exilio y los profetas se sintieron inflamados por la pasión por su Nombre.

2812 Finalmente, el Nombre de Dios Santo se nos ha revelado y dado, en la carne, en Jesús, como Salvador (cf Mt 1, 21; Lc 1, 31): revelado por lo que él ss, por su Palabra y por su Sacrificio (cf Jn 8, 28; 17, 8; 17, 17-19). Esto es el núcleo de su oración sacerdotal: «Padre santo … por ellos me consagro a mí mismo, para que ellos también sean consagrados en la verdad» (Jn 17, 19). Jesús nos «manifiesta» el Nombre del Padre (Jn 17, 6) porque «santifica» él mismo su Nombre (cf Ez 20, 39; 36, 20-21). Al terminar su Pascua, el Padre le da el Nombre que está sobre todo nombre: Jesús es Señor para gloria de Dios Padre (cf Flp 2, 9-11).

2813 En el agua del bautismo, hemos sido «lavados, santificados, justificados en el Nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6, 11). A lo largo de nuestra vida, nuestro Padre «nos llama a la santidad» (1 Ts 4, 7) y como nos viene de él que «estemos en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros santificación» (1 Co 1, 30), es cuestión de su Gloria y de nuestra vida el que su Nombre sea santificado en nosotros y por nosotros. Tal es la exigencia de nuestra primera petición.

¿Quién podría santificar a Dios puesto que él santifica? Inspirándonos nosotros en estas palabras «Sed santos porque yo soy santo» (Lv 20, 26), pedimos que, santificados por el bautismo, perseveremos en lo que hemos comenzado a ser. Y lo pedimos todos los días porque faltamos diariamente y debemos purificar nuestros pecados por una santificación incesante… Recurrimos, por tanto, a la oración para que esta santidad permanezca en nosotros (San Cipriano, Dom orat. 12).

2814 Depende inseparablemente de nuestra vida y de nuestra oración que su Nombre sea santificado entre las naciones:

Pedimos a Dios santificar su Nombre porque él salva y santifica a toda la creación por medio de la santidad… Se trata del Nombre que da la salvación al mundo perdido pero nosotros pedimos que este Nombre de Dios sea santificado en nosotros por nuestra vida. Porque si nosotros vivimos bien, el nombre divino es bendecido; pero si vivimos mal, es blasfemado, según las palabras del Apóstol: «el nombre de Dios, por vuestra causa, es blasfemado entre las naciones»(Rm 2, 24; Ez 36, 20-22). Por tanto, rogamos para merecer tener en nuestras almas tanta santidad como santo es el nombre de nuestro Dios (San Pedro Crisólogo, serm. 71).

Cuando decimos «santificado sea tu Nombre», pedimos que sea santificado en nosotros que estamos en él, pero también en los otros a los que la gracia de Dios espera todavía para conformarnos al precepto que nos obliga a orar por todos, incluso por nuestros enemigos. He ahí por qué no decimos expresamente: Santificado sea tu Nombre «en nosotros», porque pedimos que lo sea en todos los hombres (Tertuliano, or. 3).

2815 Esta petición, que contiene a todas, es escuchada gracias a la oración de Cristo, como las otras seis que siguen. La oración del Padre nuestro es oración nuestra si se hace «en el Nombre» de Jesús (cf Jn 14, 13; 15, 16; 16, 24. 26). Jesús pide en su oración sacerdotal: «Padre santo, cuida en tu Nombre a los que me has dado» (Jn 17, 11).

II VENGA A NOSOTROS TU REINO

2816 En el Nuevo Testamento, la palabra «basileia» se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:

Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él reinaremos (San Cipriano, Dom. orat. 13).

2817 Esta petición es el «Marana Tha», el grito del Espíritu y de la Esposa: «Ven, Señor Jesús»:

Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición , dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: «¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?» (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! (Tertuliano, or. 5).

2818 En la oración del Señor, se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (cf Tt 2, 13). Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor «a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo» (MR, plegaria eucarística IV).

2819 «El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre «la carne» y el Espíritu (cf Ga 5, 16-25):

Solo un corazón puro puede decir con seguridad: «¡Venga a nosotros tu Reino!». Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: «Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal» (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: «¡Venga tu Reino!» (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 13).

2820 Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz (cf GS 22; 32; 39; 45; EN 31).

2821 Esta petición está sostenida y escuchada en la oración de Jesús (cf Jn 17, 17-20), presente y eficaz en la Eucaristía; su fruto es la vida nueva según las Bienaventuranzas (cf Mt 5, 13-16; 6, 24; 7, 12-13).

III HÁGASE TU VOLUNTAD EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO

2822 La voluntad de nuestro Padre es «que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2, 3-4). El «usa de paciencia, no queriendo que algunos perezcan» (2 P 3, 9; cf Mt 18, 14). Su mandamiento que resume todos los demás y que nos dice toda su voluntad es que «nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado» (Jn 13, 34; cf 1 Jn 3; 4; Lc 10, 25-37).

2823 El nos ha dado a «conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano … : hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza … a él por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su Voluntad» (Ef 1, 9-11). Pedimos con insistencia que se realice plenamente este designio benévolo, en la tierra como ya ocurre en el cielo.

2824 En Cristo, y por medio de su voluntad humana, la voluntad del Padre fue cumplida perfectamente y de una vez por todas. Jesús dijo al entrar en el mundo: » He aquí que yo vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad» (Hb 10, 7; Sal 40, 7). Sólo Jesús puede decir: «Yo hago siempre lo que le agrada a él» (Jn 8, 29). En la oración de su agonía, acoge totalmente esta Voluntad: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22, 42; cf Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38). He aquí por qué Jesús «se entregó a sí mismo por nuestros pecados según la voluntad de Dios» (Ga 1, 4). «Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10, 10).

2825 Jesús, «aun siendo Hijo, con lo que padeció, experimentó la obediencia» (Hb 5, 8). ¡Con cuánta más razón la deberemos experimentar nosotros, criaturas y pecadores, que hemos llegado a ser hijos de adopción en él! Pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, su designio de salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que agrada al Padre (cf Jn 8, 29):

Adheridos a Cristo, podemos llegar a ser un solo espíritu con él, y así cumplir su voluntad: de esta forma ésta se hará tanto en la tierra como en el cielo (Orígenes, or. 26).

Considerad cómo Jesucristo nos enseña a ser humildes, haciéndonos ver que nuestra virtud no depende sólo de nuestro esfuerzo sino de la gracia de Dios. El ordena a cada fiel que ora, que lo haga universalmente por toda la tierra. Porque no dice «Que tu voluntad se haga» en mí o en vosotros «sino en toda la tierra»: para que el error sea desterrado de ella, que la verdad reine en ella, que el vicio sea destruido en ella, que la virtud vuelva a florecer en ella y que la tierra ya no sea diferente del cielo (San Juan Crisóstomo, hom. in Mt 19, 5).

2826 Por la oración, podemos «discernir cuál es la voluntad de Dios» (Rm 12, 2; Ef 5, 17) y obtener «constancia para cumplirla» (Hb 10, 36). Jesús nos enseña que se entra en el Reino de los cielos, no mediante palabras, sino «haciendo la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21).

2827 «Si alguno cumple la voluntad de Dios, a ese le escucha» (Jn 9, 31; cf 1 Jn 5, 14). Tal es el poder de la oración de la Iglesia en el Nombre de su Señor, sobre todo en la Eucaristía; es comunión de intercesión con la Santísima Madre de Dios (cf Lc 1, 38. 49) y con todos los santos que han sido «agradables» al Señor por no haber querido más que su Voluntad:

Incluso podemos, sin herir la verdad, cambiar estas palabras: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» por estas otras: en la Iglesia como en nuestro Señor Jesucristo; en la Esposa que le ha sido desposada, como en el Esposo que ha cumplido la voluntad del Padre (San Agustín, serm. Dom. 2, 6, 24).

IV DANOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DÍA

2828 «Danos»: es hermosa la confianza de los hijos que esperan todo de su Padre. «Hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 45) y da a todos los vivientes «a su tiempo su alimento» (Sal 104, 27). Jesús nos enseña esta petición; con ella se glorifica, en efecto, a nuestro Padre reconociendo hasta qué punto es Bueno más allá de toda bondad.

2829 Además, «danos» es la expresión de la Alianza: nosotros somos de El y él de nosotros, para nosotros. Pero este «nosotros» lo reconoce también como Padre de todos los hombres, y nosotros le pedimos por todos ellos, en solidaridad con sus necesidades y sus sufrimientos.

2830 «Nuestro pan». El Padre que nos da la vida no puede dejar de darnos el alimento necesario para ella, todos los bienes convenientes, materiales y espirituales. En el Sermón de la montaña, Jesús insiste en esta confianza filial que coopera con la Providencia de nuestro Padre (cf Mt 6, 25-34). No nos impone ninguna pasividad (cf 2 Ts 3, 6-13) sino que quiere librarnos de toda inquietud agobiante y de toda preocupación. Así es el abandono filial de los hijos de Dios:

A los que buscan el Reino y la justicia de Dios, él les promete darles todo por añadidura. Todo en efecto pertenece a Dios: al que posee a Dios, nada le falta, si él mismo no falta a Dios. (S. Cipriano, Dom. orat. 21).

2831 Pero la existencia de hombres que padecen hambre por falta de pan revela otra hondura de esta petición. El drama del hambre en el mundo, llama a los cristianos que oran en verdad a una responsabilidad efectiva hacia sus hermanos, tanto en sus conductas personales como en su solidaridad con la familia humana. Esta petición de la Oración del Señor no puede ser aislada de las parábolas del pobre Lázaro (cf Lc 16, 19-31) y del juicio final (cf Mt 25, 31-46).

2832 Como la levadura en la masa, la novedad del Reino debe fermentar la tierra con el Espíritu de Cristo (cf AA 5). Debe manifestarse por la instauración de la justicia en las relaciones personales y sociales, económicas e internacionales, sin olvidar jamás que no hay estructura justa sin seres humanos que quieran ser justos.

2833 Se trata de «nuestro» pan, «uno» para «muchos»: La pobreza de las Bienaventuranzas entraña compartir los bienes: invita a comunicar y compartir bienes materiales y espirituales, no por la fuerza sino por amor, para que la abundancia de unos remedie las necesidades de otros (cf 2 Co 8, 1-15).

2834 «Ora et labora» (cf. San Benito, reg. 20; 48). «Orad como si todo dependiese de Dios y trabajad como si todo dependiese de vosotros». Después de realizado nuestro trabajo, el alimento continúa siendo don de nuestro Padre; es bueno pedírselo, dándole gracias por él. Este es el sentido de la bendición de la mesa en una familia cristiana.

2835 Esta petición y la responsabilidad que implica sirven además para otra clase de hambre de la que desfallecen los hombres: «No sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios» (Dt 8, 3; Mt 4, 4), es decir, de su Palabra y de su Espíritu. Los cristianos deben movilizar todos sus esfuerzos para «anunciar el Evangelio a los pobres». Hay hambre sobre la tierra, «mas no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios» (Am 8, 11). Por eso, el sentido específicamente cristiano de esta cuarta petición se refiere al Pan de Vida: la Palabra de Dios que se tiene que acoger en la fe, el Cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía (cf Jn 6, 26-58).

2836 «Hoy» es también una expresión de confianza. El Señor nos lo enseña (cf Mt 6, 34; Ex 16, 19); no hubiéramos podido inventarlo. Como se trata sobre todo de su Palabra y del Cuerpo de su Hijo, este «hoy» no es solamente el de nuestro tiempo mortal: es el Hoy de Dios:

Si recibes el pan cada día, cada día para ti es hoy. Si Jesucristo es para ti hoy, todos los días resucita para ti. ¿Cómo es eso? «Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7). Hoy, es decir, cuando Cristo resucita (San Ambrosio, sacr. 5, 26).

2837 «De cada día». La palabra griega, «epiousios», no tiene otro sentido en el Nuevo Testamento. Tomada en un sentido temporal, es una repetición pedagógica de «hoy» (cf Ex 16, 19-21) para confirmarnos en una confianza «sin reserva». Tomada en un sentido cualitativo, significa lo necesario a la vida, y más ampliamente cualquier bien suficiente para la subsistencia (cf 1 Tm 6, 8). Tomada al pie de la letra [epiousios: «lo más esencial»], designa directamente el Pan de Vida, el Cuerpo de Cristo, «remedio de inmortalidad» (San Ignacio de Antioquía) sin el cual no tenemos la Vida en nosotros (cf Jn 6, 53-56) Finalmente, ligado a lo que precede, el sentido celestial es claro: este «día» es el del Señor, el del Festín del Reino, anticipado en la Eucaristía, en que pregustamos el Reino venidero. Por eso conviene que la liturgia eucarística se celebre «cada día».

La Eucaristía es nuestro pan cotidiano. La virtud propia de este divino alimento es una fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros para que vengamos a ser lo que recibimos… Este pan cotidiano se encuentra, además, en las lecturas que oís cada día en la Iglesia, en los himnos que se cantan y que vosotros cantáis. Todo eso es necesario en nuestra peregrinación (San Agustín, serm. 57, 7, 7).

El Padre del cielo nos exhorta a pedir como hijos del cielo el Pan del cielo (cf Jn 6, 51). Cristo «mismo es el pan que, sembrado en la Virgen, florecido en la Carne, amasado en la Pasión, cocido en el Horno del sepulcro, reservado en la Iglesia, llevado a los altares, suministra cada día a los fieles un alimento celestial» (San Pedro Crisólogo, serm. 71)

V PERDONA NUESTRAS OFENSAS COMO TAMBIÉN NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE NOS OFENDEN

2838 Esta petición es sorprendente. Si sólo comprendiera la primera parte de la frase, –»perdona nuestras ofensas»– podría estar incluida, implícitamente, en las tres primeras peticiones de la Oración del Señor, ya que el Sacrificio de Cristo es «para la remisión de los pecados». Pero, según el segundo miembro de la frase, nuestra petición no será escuchada si no hemos respondido antes a una exigencia. Nuestra petición se dirige al futuro, nuestra respuesta debe haberla precedido; una palabra las une: «como».

Perdona nuestras ofensas

2839 Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a él, como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante él como el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una «confesión» en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, «tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados» (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).

2840 Ahora bien, este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quien vemos (cf 1 Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia.

2841 Esta petición es tan importante que es la única sobre la cual el Señor vuelve y explicita en el Sermón de la Montaña (cf Mt 6, 14-15; 5, 23-24; Mc 11, 25). Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero «todo es posible para Dios».

… como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden

2842 Este «como» no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed perfectos «como» es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48); «Sed misericordiosos, «como» vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que «como» yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida «del fondo del corazón», en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es «nuestra Vida» (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente «como» nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).

2843 Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor (cf Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (cf. Mt 18, 23-35), acaba con esta frase: «Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano». Allí es, en efecto, en el fondo «del corazón» donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.

2844 La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, DM 14).

2845 No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de «pecados» según Lc 11, 4, o de «deudas» según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: «Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor» (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt 5, 23-24):

Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel (San Cipriano, Dom. orat. 23: PL 4, 535C-536A).

VI NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN

2846 Esta petición llega a la raíz de la anterior, porque nuestros pecados son los frutos del consentimiento a la tentación. Pedimos a nuestro Padre que no nos «deje caer» en ella. Traducir en una sola palabra el texto griego es difícil: significa «no permitas entrar en» (cf Mt 26, 41), «no nos dejes sucumbir a la tentación». «Dios ni es tentado por el mal ni tienta a nadie» (St 1, 13), al contrario, quiere librarnos del mal. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate «entre la carne y el Espíritu». Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza.

2847 El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior (cf Lc 8, 13-15; Hch 14, 22; 2 Tm 3, 12) en orden a una «virtud probada» (Rm 5, 3-5), y la tentación que conduce al pecado y a la muerte (cf St 1, 14-15). También debemos distinguir entre «ser tentado» y «consentir» en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es «bueno, seductor a la vista, deseable» (Gn 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.

Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres … En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado (Orígenes, or. 29).

2848 «No entrar en la tentación» implica una decisión del corazón: «Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón … Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6, 21-24). «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Ga 5, 25). El Padre nos da la fuerza para este «dejarnos conducir» por el Espíritu Santo. «No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (1 Co 10, 13).

2849 Pues bien, este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (cf Mt 4, 11) y en el último combate de su agonía (cf Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya (cf Mc 13, 9. 23. 33-37; 14, 38; Lc 12, 35-40). La vigilancia es «guarda del corazón», y Jesús pide al Padre que «nos guarde en su Nombre» (Jn 17, 11). El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia (cf 1 Co 16, 13; Col 4, 2; 1 Ts 5, 6; 1 P 5, 8). Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela» (Ap 16, 15).

VII Y LIBRANOS DEL MAL

2850 La última petición a nuestro Padre está también contenida en la oración de Jesús: «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno» (Jn 17, 15). Esta petición concierne a cada uno individualmente, pero siempre quien ora es el «nosotros», en comunión con toda la Iglesia y para la salvación de toda la familia humana. La oración del Señor no cesa de abrirnos a las dimensiones de la economía de la salvación. Nuestra interdependencia en el drama del pecado y de la muerte se vuelve solidaridad en el Cuerpo de Cristo, en «comunión con los santos» (cf RP 16).

2851 En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El «diablo» [«dia-bolos»] es aquél que «se atraviesa» en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo.

2852 «Homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44), «Satanás, el seductor del mundo entero» (Ap 12, 9), es aquél por medio del cual el pecado y la muerte entraron en el mundo y, por cuya definitiva derrota, toda la creación entera será «liberada del pecado y de la muerte» (MR, Plegaria Eucarística IV). «Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no peca, sino que el Engendrado de Dios le guarda y el Maligno no llega a tocarle. Sabemos que somos de Dios y que el mundo entero yace en poder del Maligno» (1 Jn 5, 18-19):

El Señor que ha borrado vuestro pecado y perdonado vuestras faltas también os protege y os gua rda contra las astucias del Diablo que os combate para que el enemigo, que tiene la costumbre de engendrar la falta, no os sorprenda. Quien confía en Dios, no tema al Demonio. «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rm 8, 31) (S. Ambrosio, sacr. 5, 30).

2853 La victoria sobre el «príncipe de este mundo» (Jn 14, 30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo está «echado abajo» (Jn 12, 31; Ap 12, 11). «El se lanza en persecución de la Mujer» (cf Ap 12, 13-16), pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, «llena de gracia» del Espíritu Santo es preservada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen). «Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos» (Ap 12, 17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 17. 20) ya que su Venida nos librará del Maligno.

2854 Al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador. En esta última petición, la Iglesia presenta al Padre todas las desdichas del mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a la humanidad, implora el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo. Orando así, anticipa en la humildad de la fe la recapitulación de todos y de todo en Aquél que «tiene las llaves de la Muerte y del Hades» (Ap 1,18), «el Dueño de todo, Aquél que es, que era y que ha de venir» (Ap 1,8; cf Ap 1, 4):

Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo (MR, Embolismo).

LA DOXOLOGÍA FINAL

2855 La doxología final «Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre Señor» vuelve a tomar, implícitamente, las tres primeras peticiones del Padrenuestro: la glorificación de su nombre, la venida de su Reino y el poder de su voluntad salvífica. Pero esta repetición se hace en forma de adoración y de acción de gracias, como en la Liturgia celestial (cf Ap 1, 6; 4, 11; 5, 13). El príncipe de este mundo se había atribuido con mentira estos tres títulos de realeza, poder y gloria (cf Lc 4, 5-6). Cristo, el Señor, los restituye a su Padre y nuestro Padre, hasta que le entregue el Reino, cuando sea consumado definitivamente el Misterio de la salvación y Dios sea todo en todos (cf 1 Co 15, 24-28).

2856 «Después, terminada la oración, dices: Amén, refrendando por medio de este Amén, que significa «Así sea» (cf Lc 1, 38), lo que contiene la oración que Dios nos enseñó» (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 18).

RESUMEN

2857 En el Padrenuestro, las tres primeras peticiones tienen por objeto la Gloria del Padre: la santificación del nombre, la venida del reino y el cumplimiento de la voluntad divina. Las otras cuatro presentan al Padre nuestros deseos: estas peticiones conciernen a nuestra vida para alimentarla o para curarla del pecado y se refieren a nuestro combate por la victoria del Bien sobre el Mal.

2858 Al pedir: «Santificado sea tu Nombre» entramos en el plan de Dios, la santificación de su Nombre -revelado a Moisés, después en Jesús – por nosotros y en nosotros, lo mismo que en toda nación y en cada hombre.

2859 En la segunda petición, la Iglesia tiene principalmente a la vista el retorno de Cristo y la venida final del Reino de Dios. También ora por el crecimiento del Reino de Dios en el «hoy» de nuestras vidas.

2860 En la tercera petición, rogamos al Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para realizar su Plan de salvación en la vida del mundo.

2861 En la cuarta petición, al decir «danos», expresamos, en comunión con nuestros hermanos, nuestra confianza filial en nuestro Padre del cielo. «Nuestro pan» designa el alimento terrenal necesario para la subsistencia de todos y significa también el Pan de Vida: Palabra de Dios y Cuerpo de Cristo. Se recibe en el «hoy» de Dios, como el alimento indispensable, lo más esencial del Festín del Reino que anticipa la Eucaristía.

2862 La quinta petición implora para nuestras ofensas la misericordia de Dios, la cual no puede penetrar en nuestro corazón si no hemos sabido perdonar a nuestros enemigos, a ejemplo y con la ayuda de Cristo.

2863 Al decir: «No nos dejes caer en la tentación», pedimos a Dios que no nos permita tomar el camino que conduce al pecado. Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza; solicita la gracia de la vigilancia y la perseverancia final.

2864 En la última petición, «y líbranos del mal», el cristiano pide a Dios con la Iglesia que manifieste la victoria, ya conquistada por Cristo, sobre el «Príncipe de este mundo», sobre Satanás, el ángel que se opone personalmente a Dios y a Su plan de salvación.

2865 Con el «Amén» final expresamos nuestro «fiat» respecto a las siete peticiones: «Así sea».

CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA FIDEI DEPOSITUM

para la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica redactado siguiendo  al Concilio ecuménico Vaticano II

JUAN PABLO, OBISPO

Siervo de los Siervos de Dios para perpetua memoria

1. (Introducción)

CONSERVAR EL DEPOSITO DE LA FE es la misión que el Señor confió a su Iglesia y que ella realiza en todo tiempo. El Concilio ecuménico Vaticano II, inaugurado hace treinta años por mi predecesor Juan XXIII, de feliz memoria, tenía la intención y el deseo de hacer patente la misión apostólica y pastoral de la Iglesia, y llevar a todos los hombres, mediante el resplandor de la verdad del evangelio, a buscar y recibir el amor de Cristo que está sobre todo (cf. Ef 3,19).

Con este propósito, el Papa Juan XXIII había asignado como tarea principal conservar y explicar mejor el depósito precioso de la doctrina cristiana, con el fin de hacerlo más accesible a los fieles de Cristo y a todos los hombres de buena voluntad. Para esto, el Concilio no debía comenzar por condenar los errores de la época, sino, ante todo, debía aplicarse a mostrar serenamente la fuerza y la belleza de la doctrina de la fe. «Confiamos que la Iglesia -decía él- iluminada por la luz de este Concilio, crecerá en riquezas espirituales, cobrará nuevas fuerzas y mirará sin miedo hacia el futuro…Debemos dedicarnos con alegría, sin temor, al trabajo que exige nuestra época, manteniéndonos en el camino por el que la Iglesia marcha desde hace casi veinte siglos»{1}.

Con la ayuda de Dios, los Padres conciliares pudieron elaborar, a lo largo de cuatro años de trabajo, un conjunto considerable de exposiciones doctrinales y de directrices pastorales ofrecidas a toda la Iglesia. Pastores y fieles encuentran en ellas orientaciones para la «renovación de pensamiento, de actividad, de costumbres, de fuerza moral, de alegría y de esperanza, que ha sido el objetivo del Concilio»{2}.

Desde su conclusión, el Concilio no ha cesado de inspirar la vida eclesial. En 1985, yo podía declarar: «Para mí -que tuve la gracia especial de participar en él y de colaborar activamente en su desarrollo-, el Vaticano II ha sido siempre, y es de una manera particular en estos años de mi pontificado, el punto constante de referencia de toda mi acción pastoral, en el esfuerzo consciente por traducir sus directrices mediante una aplicación concreta y fiel, al nivel de cada Iglesia y de toda la Iglesia. Es preciso volver sin cesar a esta fuente»{1}.

En este espíritu, el 25 de Enero de 1985, convoqué una Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, con ocasión del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio. El fin de esta asamblea era celebrar las gracias y los frutos espirituales del Concilio Vaticano II, profundizar su enseñanza para una más perfecta adhesión a ella y promover su conocimiento y aplicación.

En la celebración de esta asamblea, los Padres del Sínodo expresaron el deseo «de que fuese redactado un Catecismo o compendio de toda la doctrina católica tanto sobre la fe como sobre la moral, que sería como un texto de referencia para los catecismos o compendios que son compuestos en los diversos países. La presentación de la doctrina debe ser bíblica y litúrgica, y debe ofrecer una doctrina segura y al mismo tiempo adaptada a la vida actual de los cristianos»{2}. Desde la clausura del Sínodo, hice mío este deseo, juzgando que «responde enteramente a una verdadera necesidad de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares»{3}.

¡Cómo no dar gracias de todo corazón al Señor en este día en que podemos ofrecer a la Iglesia entera con el título de «Catecismo de la Iglesia Católica», este «texto de referencia» para una catequesis renovada en las fuentes vivas de la fe!

Tras la renovación de la Liturgia y la nueva codificación del Derecho canónico de la Iglesia latina y de los Cánones de las Iglesias orientales católicas, este catecismo ofrecerá una contribución muy importante a la obra de renovación de toda la vida eclesial, querida y puesta en aplicación por el Concilio Vaticano II.

2. (Itinerario y espíritu de la preparación del texto).

El «Catecismo de la Iglesia Católica» es fruto de una muy amplia colaboración. Es el resultado de seis años de trabajo intenso en un espíritu de apertura atento y con un fervor ardiente.

En 1986 confié a una Comisión de doce Cardenales y Obispos, presidida por Mons. el Cardenal Joseph Ratzinger, la tarea de preparar un proyecto para el Catecismo solicitado por los Padres del Sínodo. Un Comité de redacción de siete obispos diocesanos, expertos en teología y en catequesis, ha asistido a la Comisión en su trabajo.

La Comisión, encargada de dar las directrices y de velar por el desarrollo de los trabajos, ha seguido atentamente todas las etapas de la redacción de las nueve versiones sucesivas. El Comité de redacción, por su parte, ha asumido la responsabilidad de escribir el texto, introducir en él las modificaciones exigidas por la Comisión y examinar las observaciones que numerosos teólogos, exegetas, catequistas y, sobre todo, Obispos del mundo entero, con el fin de mejorar el texto. El Comité ha sido un lugar de intercambios fructíferos y enriquecedores que han asegurado la unidad y homogeneidad del texto.

El proyecto ha sido objeto de una amplia consulta de todos los obispos católicos, de sus Conferencias episcopales o de sus Sínodos, de los institutos de teología y de catequesis. En su conjunto, el proyecto ha recibido una acogida muy favorable por parte del Episcopado. Podemos decir ciertamente que este Catecismo es fruto de una colaboración de todo el episcopado de la Iglesia católica, que ha acogido generosamente mi invitación a tomar su parte de responsabilidad en una iniciativa que toca de cerca a la vida eclesial. Esta respuesta suscita en mí un profundo sentimiento de gozo, porque el concurso de tantas voces expresa verdaderamente lo que se puede llamar la «sinfonía» de la fe. La realización este Catecismo refleja así la naturaleza colegial del Episcopado y atestigua la catolicidad de la Iglesia.

3. (Distribución de la materia).

Un catecismo debe presentar fiel y orgánicamente la enseñanza de la Sagrada Escritura, de la Tradición viva en la Iglesia y del Magisterio auténtico, así como la herencia espiritual de los Padres, de los santos y santas y de la Iglesia, para permitir conocer mejor el misterio cristiano y reavivar la fe del Pueblo de Dios. Debe tener en cuenta las explicitaciones de la doctrina que el Espíritu Santo ha sugerido a la Iglesia en el curso de los siglos. Es preciso también que ayude a iluminar con la luz de la fe las situaciones nuevas y los problemas que hasta ahora no se habían planteado en el pasado.

El catecismo, por tanto, contiene cosas nuevas y cosas antiguas (cf. Mt 13,52), pues la fe es siempre la misma y fuente de luces siempre nuevas.

Para responder a esta doble exigencia, el «Catecismo de la Iglesia Católica», por una parte, repite el orden «antiguo», tradicional, y seguido ya por el Catecismo de San Pío V, dividiendo el contenido en cuatro partes: el Credo; la Sagrada Liturgia con los sacramentos en primer plano; el obrar cristiano, expuesto a partir de los mandamientos; y finalmente la oración cristiana. Pero, al mismo tiempo, el contenido es expresado con frecuencia de una forma «nueva», con el fin de responder a los interrogantes de nuestra época.

Las cuatro partes están ligadas entre sí: el misterio cristiano es el objeto de la fe (primera parte); es celebrado y comunicado en las acciones litúrgicas (segunda parte); está presente para iluminar y sostener a los hijos de Dios en su obrar (tercera parte); es el fundamento de nuestra oración, cuya expresión privilegiada es el «Padrenuestro», que expresa el objeto de nuestra petición, nuestra alabanza y nuestra intercesión (cuarta parte).

La Liturgia es por sí misma oración; la confesión de la fe tiene su justo lugar en la celebración del culto. La gracia, fruto de los sacramentos, es la condición insustituible del obrar cristiano, igual que la participación en la Liturgia de la Iglesia requiere la fe. Si la fe no se concreta en obras permanece muerta (cf. St 2, 14-26) y no puede dar frutos de vida eterna.

En la lectura del «Catecismo de la Iglesia Católica» se puede percibir la admirable unidad del misterio de Dios, de su designio de salvación, así como el lugar central de Jesucristo Hijo único de Dios, enviado por el Padre, hecho hombre en el seno de la Santísima Virgen María por el Espíritu Santo, para ser nuestro Salvador. Muerto y resucitado, está siempre presente en su Iglesia, particularmente en los sacramentos; es la fuente de la fe, el modelo del obrar cristiano y el Maestro de nuestra oración.

4. (Valor doctrinal del texto).

El «Catecismo de la Iglesia Católica» que yo aprobé el 25 de Junio pasado, y cuya publicación ordeno hoy en virtud de la autoridad apostólica, es una exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, atestiguadas o iluminadas por la Sagrada Escritura, la Tradición apostólica y el Magisterio eclesiástico. Lo reconozco como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como una norma segura para la enseñanza de la fe. ¡Que sirva para la renovación a la que el Espíritu Santo llama sin cesar a la Iglesia de Dios Cuerpo de Cristo, en peregrinación hacia la luz sin sombra del Reino!

La aprobación y la publicación del «Catecismo de la Iglesia Católica» constituyen un servicio que el sucesor de Pedro quiere prestar a la Santa Iglesia católica, a todas las Iglesias particulares en paz y comunión con la Sede apostólica de Roma: el de sostener y confirmar la fe de todos los discípulos del Señor Jesús (cf. Lc 22,32), así como de reforzar los vínculos de la unidad en la misma fe apostólica.

Pido, por tanto, a los pastores de la Iglesia y a los fieles que reciban este Catecismo con un espíritu de comunión y lo utilicen asiduamente al realizar su misión de anunciar la fe y llamar a la vida evangélica. Este Catecismo les es dado para que les sirva de texto de referencia seguro y auténtico en la enseñanza de la doctrina católica, y muy particularmente en la composición de los catecismos locales. Es ofrecido también a todos los fieles que deseen conocer mejor las riquezas inagotables de la salvación (cf. Jn 8,32). Quiere proporcionar un sostén a los esfuerzos ecuménicos animados por el santo deseo de unidad de todos los cristianos, mostrando con exactitud el contenido y la coherencia armoniosa de la fe católica. El «Catecismo de la Iglesia Católica» es finalmente ofrecido a todo hombre que nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 P 3,15). y que quiera conocer lo que cree la Iglesia católica.

Este Catecismo no está destinado a sustituir los catecismos locales debidamente aprobados por las autoridades eclesiásticas, los Obispos diocesanos y las Conferencias episcopales, sobre todo cuando han recibido la aprobación de la Sede apostólica. Está destinado a alentar y facilitar la redacción de nuevos catecismos locales que tengan en cuenta las diversas situaciones y culturas, pero que guarden cuidadosamente la unidad de la fe y la fidelidad a la doctrina católica.

5. (Conclusión).

Al terminar este documento que presenta el «Catecismo de la Iglesia Católica» pido a la Santísima Virgen María, Madre del Verbo encarnado y Madre de la Iglesia, que sostenga con su poderosa intercesión el trabajo catequético de la Iglesia entera a todos los niveles, en este tiempo en que la Iglesia está llamada a un nuevo esfuerzo de evangelización. Que la luz de la verdadera fe libre a la humanidad de la ignorancia y de la esclavitud del pecado para conducirla a la única libertad digna de este nombre (cf. Jn 8,32): la de la vida en Jesucristo bajo la guía del Espíritu Santo, aquí y en el Reino de los cielos, en la plenitud de la bienaventuranza de la visión de Dios cara a cara (cf. 1 Co 13,12; 2 Co 5,6-8).

Dado el 11 de Octubre de 1992, trigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II y año decimocuarto de mi pontificado.

Ioannes Paulus Pp II


NOTAS A PIE

{1}1 Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, 11 Octubre 1962: AAS 54 (1962) p.788.

{2} Pablo VI, Discurso de clausura del Concilio ecuménico Vaticano II, 8 Diciembre 1965: AAS 58 (1966), pp. 7-8.

{1} Discurso del 30 Mayo 1986, n.5: AAS 78 (1986) p.1273.

{2} Relación final del Sínodo extraordinario, 7 Diciembre 1985, II, B, a, n.4: Enchiridion Vaticanum, vol.9, p.1758, n.1797.

{3} Discurso de clausura del Sínodo extraordinario, 7 Diciembre 1985, n.6: AAS 78 (1986) p.435.

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11 comentarios

  1. Como puedo obtener el de una persona que ya esta confirmada y la invitaron para ser padrino de primera comunión

  2. Gracias, por darme esta oportunidad de guiarme a traves de este medio y alimentarme con la palabra del señor, la oración viene a ser una conversacion con el amado, pues bien muchas veces no le daba la importancia, sobre todo con el LAUDES.

  3. Gracias por tener disposición para enseñarnos y guiarnos desde nuestras inquietudes y falta de conocimiento en el tema del Sacerdocio Bautismal y desde la Oraciòn Dios les pague

  4. Gracias por tener disposición para enseñarnos y guiarnos desde nuestras inquietudes y falta de conocimiento en el tema del Sacerdocio Bautismal y desde la Oraciòn Dios les pague

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  6. cuando oramos debemos hacerlo con confianza y decía santa teresa la oración es un dialogo con aquel que sabemos nos ama. oremos pues a Dios cada día y en cada momento.

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