Primera Parte: La Profesión de la Fe


PRIMERA SECCIÓN «CREO»-«CREEMOS»

26 Cuando profesamos nuestra fe, comenzamos diciendo: «Creo» o «Creemos». Antes de exponer la fe de la Iglesia tal como es confesada en el Credo, celebrada en la Liturgia, vivida en la práctica de los Mandamientos y en la oración, nos preguntamos qué significa «creer». La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida. Por ello consideramos primeramente esta búsqueda del hombre (capítulo primero), a continuación la Revelación divina, por la cual Dios viene al encuentro del hombre (capítulo segundo). y finalmente la respuesta de la fe (capítulo tercero).

CAPÍTULO PRIMERO:


EL HOMBRE ES «CAPAZ» DE DIOS

I. EL DESEO DE DIOS

27 El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer hacia sí al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar:

La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (GS 19,1).

28 De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado a su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser religioso:

El creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra y determinó con exactitud el tiempo y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,26-28).

29 Pero esta «unión íntima y vital con Dios» (GS 19,1) puede ser olvidada, desconocida e incluso rechazada explícitamente por el hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos (cf. GS 19-21): la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas (cf. Mt 13,22), el mal ejemplo de los creyentes, las corrientes del pensamiento hostiles a la religión, y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios (cf. Gn 3,8-10) y huye ante su llamada (cf. Jon 1,3).

30 «Se alegre el corazón de los que buscan a Dios» (Sal 105,3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, «un corazón recto», y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios.

Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti (S. Agustín, conf. 1,1,1).

II LAS VÍAS DE ACCESO AL CONOCIMIENTO DE DIOS

31 Creado a imagen de Dios, llamado a conocer y amar a Dios, el hombre que busca a Dios descubre ciertas «vías» para acceder al conocimiento de Dios. Se las llama también «pruebas de la existencia de Dios», no en el sentido de las pruebas propias de las ciencias naturales, sino en el sentido de «argumentos convergentes y convincentes» que permiten llegar a verdaderas certezas.

Estas «vías» para acercarse a Dios tienen como punto de partida la creación: el mundo material y la persona humana.

32 El mundo: A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza del mundo se puede conocer a Dios como origen y fin del universo.

S.Pablo afirma refiriéndose a los paganos: «Lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad» (Rom 1,19-20; cf. Hch 14,15.17; 17,27-28; Sb 13,1-9).

Y S. Agustín: «Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo…interroga a todas estas realidades. Todas te responde: Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es una profesión («confessio»). Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza («Pulcher»), no sujeto a cambio?» (serm. 241,2).

33 El hombre: Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. La «semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia» (GS 18,1; cf. 14,2), su alma, no puede tener origen más que en Dios.

34 El mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer principio ni su fin último, sino que participan de Aquel que es el Ser en sí, sin origen y sin fin. Así, por estas diversas «vías», el hombre puede acceder al conocimiento de la existencia de una realidad que es la causa primera y el fin último de todo, «y que todos llaman Dios» (S. Tomás de A., s.th. 1,2,3).

35 Las facultades del hombre lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal. Pero para que el hombre pueda entrar en su intimidad, Dios ha querido revelarse al hombre y darle la gracia de poder acoger en la fe esa revelación en la fe. Sin embargo, las pruebas de la existencia de Dios pueden disponer a la fe y ayudar a ver que la fe no se opone a la razón humana.


III EL CONOCIMIENTO DE DIOS SEGÚN LA IGLESIA

36 «La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas» (Cc. Vaticano I: DS 3004; cf. 3026; Cc. Vaticano II, DV 6). Sin esta capacidad, el hombre no podría acoger la revelación de Dios. El hombre tiene esta capacidad porque ha sido creado «a imagen de Dios» (cf. Gn 1,26).

37 Sin embargo, en las condiciones históricas en que se encuentra, el hombre experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de su razón:

A pesar de que la razón humana, hablando simplemente, pueda verdaderamente por sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo hay muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto su poder natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y renuncie a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan fácilmente de la falsedad o al menos de la incertidumbre de las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas (Pío XII, enc. «Humani Generis»: DS 3875).

38 Por esto el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre «las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error» (ibid., DS 3876; cf. Cc Vaticano I: DS 3005; DV 6; S. Tomás de A., s.th. 1,1,1).

IV ¿COMO HABLAR DE DIOS?

39 Al defender la capacidad de la razón humana para conocer a Dios, la Iglesia expresa su confianza en la posibilidad de hablar de Dios a todos los hombres y con todos los hombres. Esta convicción está en la base de su diálogo con las otras religiones, con la filosofía y las ciencias, y también con los no creyentes y los ateos.

40 Puesto que nuestro conocimiento de Dios es limitado, nuestro lenguaje sobre Dios lo es también. No podemos nombrar a Dios sino a partir de las criaturas, y según nuestro modo humano limitado de conocer y de pensar.

41 Todas las criaturas poseen una cierta semejanza con Dios, muy especialmente el hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Las múltiples perfecciones de las criaturas (su verdad, su bondad, su belleza) reflejan, por tanto, la perfección infinita de Dios. Por ello, podemos nombrar a Dios a partir de las perfecciones de sus criaturas, «pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13,5).

42 Dios transciende toda criatura. Es preciso, pues, purificar sin cesar nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de imágenes, de imperfecto, para no confundir al Dios «inefable, incomprensible, invisible, inalcanzable» (Anáfora de la Liturgia de San Juan Crisóstomo) con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios.

43 Al hablar así de Dios, nuestro lenguaje se expresa ciertamente de modo humano, pero capta realmente a Dios mismo, sin poder, no obstante, expresarlo en su infinita simplicidad. Es preciso recordar, en efecto, que «entre el Creador y la criatura no se puede señalar una semejanza tal que la diferencia entre ellos no sea mayor todavía» (Cc. Letrán IV: DS 806), y que «nosotros no podemos captar de Dios lo que él es, sino solamente lo que no es y cómo los otros seres se sitúan con relación a él» (S. Tomás de A., s. gent. 1,30).

RESUMEN

44 El hombre es por naturaleza y por vocación un ser religioso. Viniendo de Dios y yendo hacia Dios, el hombre no vive una vida plenamente humana si no vive libremente su vínculo con Dios.

45 El hombre está hecho para vivir en comunión con Dios, en quien encuentra su dicha.»Cuando yo me adhiera a ti con todo mi ser, no habrá ya para mi penas ni pruebas, y viva, toda llena de ti, será plena» (S. Agustín, conf. 10,28,39).

46 Cuando el hombre escucha el mensaje de las criaturas y la voz de su conciencia, entonces puede alcanzar a certeza de la existencia de Dios, causa y fin de todo.

47 La Iglesia enseña que el Dios único y verdadero, nuestro Creador y Señor, puede ser conocido con certeza por sus obras, gracias a la luz natural de la razón humana (cf. Cc.Vaticano I: DS 3026).

48 Nosotros podemos realmente nombrar a Dios partiendo de las múltiples perfecciones de las criaturas, semejanzas del Dios infinitamente perfecto, aunque nuestro lenguaje limitado no agote su misterio.

49 «Sin el Creador la criatura se diluye» (GS 36). He aquí por qué los creyentes saben que son impulsados por el amor de Cristo a llevar la luz del Dios vivo a los que no le conocen o le rechazan.

CAPÍTULO SEGUNDO

DIOS AL ENCUENTRO DEL HOMBRE

 

50 Mediante la razón natural, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de sus obras. Pero existe otro orden de conocimiento que el hombre no puede de ningún modo alcanzar por sus propias fuerzas, el de la Revelación divina (cf. Cc. Vaticano I: DS 3015). Por una decisión enteramente libre, Dios se revela y se da al hombre. Lo hace revelando su misterio, su designio benevolente que estableció desde la eternidad en Cristo en favor de todos los hombres. Revela plenamente su designio enviando a su Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo.

Artículo 1 LA REVELACIÓN DE DIOS

I DIOS REVELA SU DESIGNIO AMOROSO

51 «Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina» (DV 2).

52 Dios, que «habita una luz inaccesible» (1 Tm 6,16) quiere comunicar su propia vida divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos (cf. Ef 1,4-5). Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas.

53 El designio divino de la revelación se realiza a la vez «mediante acciones y palabras», íntimamente ligadas entre sí y que se esclarecen mutuamente (DV 2). Este designio comporta una «pedagogía divina» particular: Dios se comunica gradualmente al hombre, lo prepara por etapas para acoger la Revelación sobrenatural que hace de sí mismo y que culminará en la Persona y la misión del Verbo encarnado, Jesucristo.

S. Ireneo de Lyon habla en varias ocasiones de esta pedagogía divina bajo la imagen de un mutuo acostumbrarse entre Dios y el hombre: «El Verbo de Dios ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según la voluntad del Padre» (haer. 3,20,2; cf. por ejemplo 17,1; 4,12,4; 21,3).


II LAS ETAPAS DE LA REVELACIÓN

Desde el origen, Dios se da a conocer

54 «Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas, y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio» (DV 3). Los invitó a una comunión íntima con él revistiéndolos de una gracia y de una justicia resplandecientes.

55 Esta revelación no fue interrumpida por el pecado de nuestros primeros padres. Dios, en efecto, «después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras» (DV 3).

Cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte…Reiteraste, además, tu alianza a los hombres (MR, Plegaria eucarística IV,118).

La alianza con Noé

56 Una vez rota la unidad del género humano por el pecado, Dios decide desde el comienzo salvar a la humanidad a través de una serie de etapas. La Alianza con Noé después del diluvio (cf. Gn 9,9) expresa el principio de la Economía divina con las «naciones», es decir con los hombres agrupados «según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes» (Gn 10,5; cf. 10,20-31).

57 Este orden a la vez cósmico, social y religioso de la pluralidad de las naciones (cf. Hch 17,26-27), está destinado a limitar el orgullo de una humanidad caída que, unánime en su perversidad (cf. Sb 10,5), quisiera hacer por sí misma su unidad a la manera de Babel (cf. Gn 11,4-6). Pero, a causa del pecado (cf. Rom 1,18-25), el politeísmo así como la idolatría de la nación y de su jefe son una amenaza constante de vuelta al paganismo para esta economía aún no definitiva.

58 La alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones (cf. Lc 21,24), hasta la proclamación universal del evangelio. La Biblia venera algunas grandes figuras de las «naciones», como «Abel el justo», el rey-sacerdote Melquisedec (cf. Gn 14,18), figura de Cristo (cf. Hb 7,3), o los justos «Noé, Daniel y Job» (Ez 14,14). De esta manera, la Escritura expresa qué altura de santidad pueden alcanzar los que viven según la alianza de Noé en la espera de que Cristo «reúna en uno a todos los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52).

Dios elige a Abraham

59 Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abraham llamándolo «fuera de su tierra, de su patria y de su casa» (Gn 12,1), para hacer de él «Abraham», es decir, «el padre de una multitud de naciones» (Gn 17,5): «En ti serán benditas todas las naciones de la tierra» (Gn 12,3 LXX; cf. Ga 3,8).

60 El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el pueblo de la elección (cf. Rom 11,28), llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos de Dios en la unidad de loa Iglesia (cf. Jn 11,52; 10,16); ese pueblo será la raíz en la que serán injertados los paganos hechos creyentes (cf. Rom 11,17-18.24).

61 Los patriarcas, los profetas y otros personajes del Antiguo Testamento han sido y serán siempre venerados como santos en todas las tradiciones litúrgicas de la Iglesia.

Dios forma a su pueblo Israel

62 Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo salvándolo de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido (cf. DV 3).

63 Israel es el pueblo sacerdotal de Dios (cf. Ex 19,6), el que «lleva el Nombre del Señor» (Dt 28,10). Es el pueblo de aquellos «a quienes Dios habló primero» (MR, Viernes Santo 13: oración universal VI), el pueblo de los «hermanos mayores» en la fe de Abraham.

64 Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cf. Is 2,2-4), y que será grabada en los corazones (cf. Jr 31,31-34; Hb 10,16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (cf. Is 49,5-6; 53,11). Serán sobre todo los pobres y los humildes del Señor (cf. So 2,3) quienes mantendrán esta esperanza. Las mujeres santas como Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit y Ester conservaron viva la esperanza de la salvación de Israel. De ellas la figura más pura es María (cf. Lc 1,38).

III CRISTO JESÚS-«MEDIADOR Y PLENITUD DE TODA LA REVELACION» (DV 2)

Dios ha dicho todo en su Verbo

65 «De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En El lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta. S. Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2:

Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad (San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo 2,22,3-5: Biblioteca Mística Carmelitana, v. 11 (Burgos 1929), p. 184.).

No habrá otra revelación

66 «La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (DV 4). Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos.

67 A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas «privadas», algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de «mejorar» o «completar» la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia.

La fe cristiana no puede aceptar «revelaciones» que pretenden superar o corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas Religiones no cristianas y también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes «revelaciones».

RESUMEN

68 Por amor, Dios se ha revelado y se ha entregado al hombre. De este modo da una respuesta definitiva y sobreabundante a las cuestiones que el hombre se plantea sobre el sentido y la finalidad de su vida.

69 Dios se ha revelado al hombre comunicándole gradualmente su propio Misterio mediante obras y palabras.

70 Más allá del testimonio que Dios da de sí mismo en las cosas creadas, se manifestó a nuestros primeros padres. Les habló y, después de la caída, les prometió la salvación (cf. Gn 3,15), y les ofreció su alianza.

71 Dios selló con Noé una alianza eterna entre El y todos los seres vivientes (cf. Gn 9,16). Esta alianza durará tanto como dure el mundo.

72 Dios eligió a Abraham y selló una alianza con él y su descendencia. De él formó a su pueblo, al que reveló su ley por medio de Moisés. Lo preparó por los profetas para acoger la salvación destinada a toda la humanidad.

73 Dios se ha revelado plenamente enviando a su propio Hijo, en quien ha establecido su alianza para siempre. El Hijo es la Palabra definitiva del Padre, de manera que no habrá ya otra Revelación después de El.

Artículo 2 LA TRANSMISIÓN DE LA REVELACIÓN DIVINA

74 Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» ( 1 Tim 2,4), es decir, al conocimiento de Cristo Jesús (cf. Jn 14,6). Es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los pueblos y a todo s los hombres y que así la Revelación llegue hasta los confines del mundo:

Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades (DV 7).


I LA TRADICIÓN APOSTÓLICA

75 «Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación, mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que el mismo cumplió y promulgó con su boca» (DV 7).

La predicación apostólica…

76 La transmisión del evangelio, según el mandato del Señor, se hizo de dos maneras:

oralmente: «los apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó»;

por escrito: «los mismos apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo» (DV 7).

… continuada en la sucesión apostólica

77 «Para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, «dejándoles su cargo en el magisterio»» (DV 7). En efecto, «la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos» (DV 8).

78 Esta transmisión viva, llevada a cabo en el Espíritu Santo es llamada la Tradición en cuanto distinta de la Sagrada Escritura, aunque estrechamente ligada a ella. Por ella, «la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (DV 8). «Las palabras de los Santos Padres atestiguan la presencia viva de esta Tradición, cuyas riquezas van pasando a loa práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora» (DV 8).

79 Así, la comunicación que el Padre ha hecho de sí mismo por su Verbo en el Espíritu Santo sigue presente y activa en la Iglesia: «Dios, que habló en otros tiempos, sigue conservando siempre con la Esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo» (DV 8).


II LA RELACIÓN ENTRE LA TRADICIÓN Y LA SAGRADA ESCRITURA

Una fuente común…

80 La Tradición y la Sagrada Escritura «están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas de la misma fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin» (DV 9). Una y otra hacen presente y fecundo en la Iglesia el misterio de Cristo que ha prometido estar con los suyos «para siempre hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

… dos modos distintos de transmisión

81 «La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo».

«La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación»

82 De ahí resulta que la Iglesia, a la cual está confiada la transmisión y la interpretación de la Revelación «no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción» (DV 9).

Tradición apostólica y tradiciones eclesiales

83 La Tradición de que hablamos aquí es la que viene de los apóstoles y transmite lo que estos recibieron de las enseñanzas y del ejemplo de Jesús y lo que aprendieron por el Espíritu Santo. En efecto, la primera generación de cristianos no tenía aún un Nuevo Testamento escrito, y el Nuevo Testamento mismo atestigua el proceso de la Tradición viva.

Es preciso distinguir de ella las «tradiciones» teológicas, disciplinares, litúrgicas o devocionales nacidas en el transcurso del tiempo en las Iglesias locales. Estas constituyen formas particulares en las que la gran Tradición recibe expresiones adaptadas a los diversos lugares y a las diversas épocas. Sólo a la luz de la gran Tradición aquellas pueden ser mantenidas, modificadas o también abandonadas bajo la guía del Magisterio de la Iglesia.


III LA INTERPRETACIÓN DEL DEPOSITO DE LA FE

El depósito de la fe confiado a la totalidad de la Iglesia

84 «El depósito sagrado» (cf. 1 Tm 6,20; 2 Tm 1,12-14) de la fe (depositum fidei), contenido en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura fue confiado por los apóstoles al conjunto de la Iglesia. «Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la oración, y así se realiza una maravillosa concordia de pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida» (DV 10).

El Magisterio de la Iglesia

85 «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escritura, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (DV 10), es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma.

86 «El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído» (DV 10).

87 Los fieles, recordando la palabra de Cristo a sus Apóstoles: «El que a vosotros escucha a mi me escucha» (Lc 10,16; cf. LG 20), reciben con docilidad las enseñanzas y directrices que sus pastores les dan de diferentes formas.

Los dogmas de la fe

88 El Magisterio de la Iglesia ejerce plenamente la autoridad que tiene de Cristo cuando define dogmas, es decir, cuando propone, de una forma que obliga al pueblo cristiano a una adhesión irrevocable de fe, verdades contenidas en la Revelación divina o también cuando propone de manera definitiva verdades que tienen con ellas un vínculo necesario.

89 Existe un vínculo orgánico entre nuestra vida espiritual y los dogmas. Los dogmas son luces en el camino de nuestra fe, lo iluminan y lo hacen seguro. De modo inverso, si nuestra vida es recta, nuestra inteligencia y nuestro corazón estarán abiertos para acoger la luz de los dogmas de la fe (cf. Jn 8,31-32).

90 Los vínculos mutuos y la coherencia de los dogmas pueden ser hallados en el conjunto de la Revelación del Misterio de Cristo (cf. Cc. Vaticano I: DS 3016: «nexus mysteriorum»; LG 25). «Existe un orden o `jerarquía» de las verdades de la doctrina católica, puesto que es diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana» (UR 11)


El sentido sobrenatural de la fe

91 Todos los fieles tienen parte en la comprensión y en la transmisión de la verdad revelada. Han recibido la unción del Espíritu Santo que los instruye (cf. 1 Jn 2,20.27) y los conduce a la verdad completa (cf. Jn 16,13).

92 «La totalidad de los fieles … no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo: cuando «desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos» muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral» (LG 12).

93 «El Espíritu de la verdad suscita y sostiene este sentido de la fe. Con él, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio…se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre, la profundiza con un juicio recto y la aplica cada día más plenamente en la vida» (LG 12).

El crecimiento en la inteligencia de la fe

94 Gracias a la asistencia del Espíritu Santo, la inteligencia tanto de las realidades como de las palabras del depósito de la fe puede crecer en la vida de la Iglesia:

– «Cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón» (DV 8); es en particular la investigación teológica quien debe » profundizar en el conocimiento de la verdad revelada» (GS 62,7; cfr. 44,2; DV 23; 24; UR 4).

– Cuando los fieles «comprenden internamente los misterios que viven» (DV 8); «Divina eloquia cum legente crescunt» (S.Gregorio Magno, Homilía sobre Ez 1,7,8: PL 76, 843 D).

– «Cuando las proclaman los obispos, sucesores de los apóstoles en el carisma de la verdad» (DV 8).

95 «La Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas» (DV 10,3).

RESUMEN

96 Lo que Cristo confió a los apóstoles, estos lo transmitieron por su predicación y por escrito, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a todas las generaciones hasta el retorno glorioso de Cristo.

97 «La Tradición y la Sagrada Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios» (DV 10), en el cual, como en un espejo, la Iglesia peregrinante contempla a Dios, fuente de todas sus riquezas.

98 «La Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (DV 8).

99 En virtud de su sentido sobrenatural de la fe, todo el Pueblo de Dios no cesa de acoger el don de la Revelación divina, de penetrarla más profundamente y de vivirla de modo más pleno.

100 El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios ha sido confiado únicamente al Magisterio de la Iglesia, al Papa y a los obispos en comunión con él.

Artículo 3: LA SAGRADA ESCRITURA

I CRISTO, PALABRA ÚNICA DE LA SAGRADA ESCRITURA

101 En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los hombres, les habla en palabras humanas: «La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres » (DV 13).

102 A través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud (cf. Hb 1,1-3):

Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (S. Agustín, Psal. 103,4,1).

103 Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21).

104 En la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV 24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13). «En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV 21).

II INSPIRACIÓN Y VERDAD DE LA SAGRADA ESCRITURA

105 Dios es el autor de la Sagrada Escritura. «Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo».

«La santa Madre Iglesia, fiel a la base de los apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia» (DV 11).

106 Dios ha inspirado a los autores humanos de los libros sagrados. «En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería» (DV 11).

107 Los libros inspirados enseñan la verdad. «Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra» (DV 11).

108 Sin embargo, la fe cristiana no es una «religión del Libro». El cristianismo es la religión de la «Palabra» de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo» (S. Bernardo, hom. miss. 4,11). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc 24,45).

III EL ESPÍRITU SANTO, INTÉRPRETE DE LA ESCRITURA

 

109 En la Sagrada Escritura, Dios habla al hombre a la manera de los hombres. Por tanto, para interpretar bien la Escritura, es preciso estar atento a lo que los autores humanos quisieron verdaderamente afirmar y a lo que Dios quiso manifestarnos mediante sus palabras (cf. DV 12,1).

110 Para descubrir la intención de los autores sagrados es preciso tener en cuenta las condiciones de su tiempo y de su cultura, los «géneros literarios» usados en aquella época, las maneras de sentir, de hablar y de narrar en aquel tiempo. «Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios» (DV 12,2).

111 Pero, dado que la Sagrada Escritura es inspirada, hay otro principio de la recta interpretación , no menos importante que el precedente, y sin el cual la Escritura sería letra muerta: «La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita» (DV 12,3).

El Concilio Vaticano II señala tres criterios para una interpretación de la Escritura conforme al Espíritu que la inspiró (cf. DV 12,3):

112 1. Prestar una gran atención «al contenido y a la unidad de toda la Escritura». En efecto, por muy diferentes que sean los libros que la componen, la Escritura es una en razón de la unidad del designio de Dios , del que Cristo Jesús es el centro y el corazón, abierto desde su Pascua (cf. Lc 24,25-27. 44-46).

El corazón (cf. Sal 22,15) de Cristo designa la sagrada Escritura que hace conocer el corazón de Cristo. Este corazón estaba cerrado antes de la Pasión porque la Escritura era oscura. Pero la Escritura fue abierta después de la Pasión, porque los que en adelante tienen inteligencia de ella consideran y disciernen de qué manera deben ser interpretadas las profecías (S. Tomás de A. Expos. in Ps 21,11).

113 2. Leer la Escritura en «la Tradición viva de toda la Iglesia». Según un adagio de los Padres, «sacra Scriptura pincipalius est in corde Ecclesiae quam in materialibus instrumentis scripta» («La Sagrada Escritura está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos»). En efecto, la Iglesia encierra en su Tradición la memoria viva de la Palabra de Dios, y el Espíritu Santo le da la interpretación espiritual de la Escritura («…secundum spiritualem sensum quem Spiritus donat Ecclesiae»: Orígenes, hom. in Lev. 5,5).

114 3. Estar atento «a la analogía de la fe» (cf. Rom 12,6). Por «analogía de la fe» entendemos la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación.

El sentido de la Escritura

115 Según una antigua tradición, se pueden distinguir dos sentidos de la Escritura: el sentido literal y el sentido espiritual; este último se subdivide en sentido alegórico, moral y anagógico. La concordancia profunda de los cuatro sentidos asegura toda su riqueza a la lectura viva de la Escritura en la Iglesia.

116 El sentido literal. Es el sentido significado por las palabras de la Escritura y descubierto por la exégesis que sigue las reglas de la justa interpretación. «Omnes sensus (sc. sacrae Scripturae) fundentur super litteralem» (S. Tomás de Aquino., s.th. 1,1,10, ad 1) Todos los sentidos de la Sagrada Escritura se fundan sobre el sentido literal.

117 El sentido espiritual. Gracias a la unidad del designio de Dios, no solamente el texto de la Escritura, sino también las realidades y los acontecimientos de que habla pueden ser signos.

El sentido alegórico. Podemos adquirir una comprensión más profunda de los acontecimientos reconociendo su significación en Cristo; así, el paso del Mar Rojo es un signo de la victoria de Cristo y por ello del Bautismo (cf. 1 Cor 10,2).

El sentido moral. Los acontecimientos narrados en la Escritura pueden conducirnos a un obrar justo. Fueron escritos «para nuestra instrucción» (1 Cor 10,11; cf. Hb 3-4,11).

El sentido anagógico. Podemos ver realidades y acontecimientos en su significación eterna, que nos conduce (en griego: «anagoge») hacia nuestra Patria. Así, la Iglesia en la tierra es signo de la Jerusalén celeste (cf. Ap 21,1-22,5).

118 Un dístico medieval resume la significación de los cuatro sentidos:

«Littera gesta docet, quid credas allegoria,

Moralis quid agas, quo tendas anagogia» (AGUSTÍN DE DACIA, Rotulus pugillaris, I: ed. A. Walz: Angelicum 6 (1929), 256.

119 «A los exegetas toca aplicar estas normas en su trabajo para ir penetrando y exponiendo el sentido de la Sagrada Escritura, de modo que con dicho estudio pueda madurar el juicio de la Iglesia. Todo lo dicho sobre la interpretación de la Escritura queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de Dios» (DV 12,3).

Ego vero Evangelio non credere, nisi me catholicae Ecclesiae commoveret auctoritas (S. Agustín, fund. 5,6).

IV EL CANON DE LAS ESCRITURAS

120 La Tradición apostólica hizo discernir a la Iglesia qué escritos constituyen la lista de los Libros Santos (cf. DV 8,3). Esta lista integral es llamada «Canon» de las Escrituras. Comprende para el Antiguo Testamento 46 escritos (45 si se cuentan Jr y Lm como uno solo), y 27 para el Nuevo (cf. DS 179; 1334-1336; 1501-1504):

Génesis, Exodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué, Jueces, Rut, los dos libros de Samuel, los dos libros de los Reyes, los dos libros de las Crónicas, Esdras y Nehemías, Tobías, Judit, Ester, los dos libros de los Macabeos, Job, los Salmos, los Proverbios, el Eclesiastés, el Cantar de los Cantares, la Sabiduría, el Eclesiástico, Isaías, Jeremías, las Lamentaciones, Baruc, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás Miqueas, Nahúm , Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías para el Antiguo Testamento; los Evangelios de Mateo, de Marcos, de Lucas y de Juan, los Hechos de los Apóstoles, las cartas de Pablo a los Romanos, la primera y segunda a los Corintios, a los Gálatas, a los Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses, la primera y la segunda a los Tesalonicenses, la primera y la segunda a Timoteo, a Tito, a Filemón, la carta a los Hebreos, la carta de Santiago, la primera y la segunda de Pedro, las tres cartas de Juan, la carta de Judas y el Apocalipsis para el Nuevo Testamento.

El Antiguo Testamento

121 El Antiguo Testamento es una parte de la Sagrada Escritura de la que no se puede prescindir. Sus libros son libros divinamente inspirados y conservan un valor permanente (cf. DV 14), porque la Antigua Alianza no ha sido revocada.

122 En efecto, «el fin principal de la economía antigua era preparar la venida de Cristo, redentor universal». «Aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros», los libros del Antiguo Testamento dan testimonio de toda la divina pedagogía del amor salvífico de Dios: «Contienen enseñanzas sublimes sobre Dios y una sabiduría salvadora acerca del hombre, encierran tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación» (DV 15).

123 Los cristianos veneran el Antiguo Testamento como verdadera Palabra de Dios. La Iglesia ha rechazado siempre vigorosamente la idea de prescindir del Antiguo Testamento so pretexto de que el Nuevo lo habría hecho caduco (marcionismo).

El Nuevo Testamento

124 «La palabra de Dios, que es fuerza de Dios para ala salvación del que cree, se encuentra y despliega su fuerza de modo privilegiado en el Nuevo Testamento» (DV 17). Estos escritos nos ofrecen la verdad definitiva de la Revelación divina. Su objeto central es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, sus obras, sus enseñanzas, su pasión y su glorificación, así como los comienzos de su Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo (cf. DV 20).

125 Los evangelios son el corazón de todas las Escrituras «por ser el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador» (DV 18).

126 En la formación de los evangelios se pueden distinguir tres etapas:

1. La vida y la enseñanza de Jesús. La Iglesia mantiene firmemente que los cuatro evangelios, «cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para ala salvación de ellos, hasta el día en que fue levantado al cielo» (DV 19).

2. La tradición oral. «Los apóstoles ciertamente después de la ascensión del Señor predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y obrado, con aquella crecida inteligencia de que ellos gozaban, amaestrados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de verdad» (DV 19).

3. Los evangelios escritos. Los autores sagrados escribieron los cuatro Evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras, o explicándolas atendiendo a la condición de las Iglesias, conservando por fin la forma de proclamación, de manera que siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús» (DV 19).

127 El Evangelio cuadriforme ocupa en la Iglesia un lugar único; de ello dan testimonio la veneración de que lo rodea la liturgia y el atractivo incomparable que ha ejercido en todo tiempo sobre los santos:

No hay ninguna doctrina que sea mejor, más preciosa y más espléndida que el texto del evangelio. Ved y retened lo que nuestro Señor y Maestro, Cristo, ha enseñado mediante sus palabras y realizado mediante sus obras (Santa Cesárea la Joven, Rich. ).

Es sobre todo el Evangelio lo que me ocupa durante mis oraciones; en él encuentro todo lo que es necesario a mi pobre alma. En él descubro siempre nuevas luces, sentidos escondidos y misteriosos (Santa Teresa del Niño Jesús, ms. auto. A 83v).


La unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento

128 La Iglesia, ya en los tiempos apostólicos (cf. 1 Cor 10,6.11; Hb 10,1; 1 Pe 3,21), y después constantemente en su tradición, esclareció la unidad del plan divino en los dos Testamentos gracias a la tipología. Esta reconoce en las obras de Dios en la Antigua Alianza prefiguraciones de lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en la persona de su Hijo encarnado.

129 Los cristianos, por tanto, leen el Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y resucitado. Esta lectura tipológica manifiesta el contenido inagotable del Antiguo Testamento. Ella no debe hacer olvidar que el Antiguo Testamento conserva su valor propio de revelación que nuestro Señor mismo reafirmó (cf. Mc 12,29-31). Por otra parte, el Nuevo Testamento exige ser leído también a la luz del Antiguo. La catequesis cristiana primitiva recurrirá constantemente a él (cf. 1 Cor 5,6-8; 10,1-11). Según un viejo adagio, el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: «Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet» (S. Agustín, Hept. 2,73; cf. DV 16).

130 La tipología significa un dinamismo que se orienta al cumplimiento del plan divino cuando «Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,28). Así la vocación de los patriarcas y el Exodo de Egipto, por ejemplo, no pierden su valor propio en el plan de Dios por el hecho de que son al mismo tiempo etapas intermedias.

V LA SAGRADA ESCRITURA EN LA VIDA DE LA IGLESIA

 

131 «Es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual» (DV 21). «Los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura» (DV 22).

132 «La Escritura debe ser el alma de la teología. El ministerio de la palabra, que incluye la predicación pastoral, la catequesis, toda la instrucción cristiana y en puesto privilegiado, la homilía, recibe de la palabra de la Escritura alimento saludable y por ella da frutos de santidad» (DV 24).

133 La Iglesia «recomienda insistentemente a todos los fieles…la lectura asidua de la Escritura para que adquieran «la ciencia suprema de Jesucristo» (Flp 3,8), «pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (S. Jerónimo)» (DV 25).

RESUMEN

134 Toda la Escritura divina es un libro y este libro es Cristo, «porque toda la Escritura divina habla de Cristo, y toda la Escritura divina se cumple en Cristo» (Hugo de San Víctor, De arca Noe 2,8: PL 176, 642; cf. Ibid., 2,9: PL 176, 642-643).

135 «La sagrada Escritura contiene la palabra de Dios y, en cuanto inspirada, es realmente palabra de Dios» (DV 24).

136 Dios es el Autor de la Sagrada Escritura porque inspira a sus autores humanos: actúa en ellos y por ellos. Da así la seguridad de que sus escritos enseñan sin error la verdad salvífica (cf. DV 11).

137 La interpretación de las Escrituras inspiradas debe estar sobre todo atenta a lo que Dios quiere revelar por medio de los autores sagrados para nuestra salvación. Lo que viene del Espíritu sólo es plenamente percibido por la acción del Espíritu (Cf Orígenes, hom. in Ex. 4,5).

138 La Iglesia recibe y venera como inspirados los cuarenta y seis libros del Antiguo Testamento y los veintisiete del Nuevo.

139 Los cuatro evangelios ocupan un lugar central, pues su centro es Cristo Jesús.

140 La unidad de los dos Testamentos se deriva de la unidad del plan de Dios y de su Revelación. El Antiguo Testamento prepara el Nuevo mientras que éste da cumplimiento al Antiguo; los dos se esclarecen mutuamente; los dos son verdadera Palabra de Dios.

141 «La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo» (DV 21): aquellas y éste alimentan y rigen toda la vida cristiana. «Para mis pies antorcha es tu palabra, luz para mi sendero» (Sal 119,105; Is 50,4).

CAPÍTULO TERCERO: LA RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS

142 Por su revelación, «Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2). La respuesta adecuada a esta invitación es la fe.

143 Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La Sagrada Escritura llama «obediencia de la fe» a esta respuesta del hombre a Dios que revela (cf. Rom 1,5; 16,26).

Artículo 1 CREO

I LA OBEDIENCIA DE LA FE

144 Obedecer («ob-audire») en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma.

Abraham, «el padre de todos los creyentes»

145 La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados insiste particularmente en la fe de Abraham: «Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17).

146 Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1). «Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia» (Rom 4,3; cf. Gn 15,6). Gracias a esta «fe poderosa» (Rom 4,20), Abraham vino a ser «el padre de todos los creyentes» (Rom 4,11.18; cf. Gn 15,15).

147 El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos proclama el elogio de la fe ejemplar de los antiguos, por la cual «fueron alabados» (Hb 11,2.39). Sin embargo, «Dios tenía ya dispuesto algo mejor»: la gracia de creer en su Hijo Jesús, «el que inicia y consuma la fe» (Hb 11,40; 12,2).


María : «Dichosa la que ha creído»

148 La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37; cf. Gn 18,14) y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Isabel la saludó: «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48).

149 Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el «cumplimiento» de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.

II «YO SE EN QUIEN TENGO PUESTA MI FE» (2 Tim 1,12)


Creer solo en Dios

150 La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cf. Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).

Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios

151 Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).

Creer en el Espíritu Santo

152 No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: «Jesús es Señor» sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios…Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.

La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

III LAS CARACTERÍSTICAS DE LA FE


La fe es una gracia

153 Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por él, «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede `a todos gusto en aceptar y creer la verdad»» (DV 5).

La fe es un acto humano

154 Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» (Cc. Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con El.

155 En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia» (S. Tomás de A., s.th. 2-2, 2,9; cf. Cc. Vaticano I: DS 3010).

La fe y la inteligencia

156 El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos «a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos». «Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación» (ibid., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad «son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de todos», «motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu» (Cc. Vaticano I: DS 3008-10).

157 La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» (S. Tomás de Aquino, s.th. 2-2, 171,5, obj.3). «Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J.H. Newman, apol.).

158 «La fe trata de comprender» (S. Anselmo, prosl. proem.): es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre «los ojos del corazón» (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, «para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (DV 5). Así, según el adagio de S. Agustín (serm. 43,7,9), «creo para comprender y comprendo para creer mejor».

159 Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» (Cc. Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nuca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS 36,2).

La libertad de la fe

160 «El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (DH 10; cf. CIC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados por su conciencia, pero no coaccionados…Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús» (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, él no forzó jamás a nadie jamás. «Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino…crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH 11).

La necesidad de la fe

161 Creer en Cristo Jesús y en aquél que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que `sin la fe… es imposible agradar a Dios» (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella y nadie, a no ser que `haya perseverado en ella hasta el fin» (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Cc. Vaticano I: DS 3012; cf. Cc. de Trento: DS 1532).

La perseverancia en la fe

162 La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; S. Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rom 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.

La fe, comienzo de la vida eterna

163 La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Cor 13,12), «tal cual es» (1 Jn 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna:

Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día ( S. Basilio, Spir. 15,36; cf. S. Tomás de A., s.th. 2-2,4,1).

164 Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no en la visión» (2 Cor 5,7), y conocemos a Dios «como en un espejo, de una manera confusa,…imperfecta» (1 Cor 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.

165 Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, «esperando contra toda esperanza» (Rom 4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe» (LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan Pablo II, R Mat 18) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2).

Artículo 2 CREEMOS

166 La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.

167 «Creo» (Símbolo de los Apóstoles): Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. «Creemos» (Símbolo de Nicea-Constantinopla, en el original griego): Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. «Creo», es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: «creo», «creemos».

I «MIRA, SEÑOR, LA FE DE TU IGLESIA»

168 La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es la primera que, en todas partes, confiesa al Señor («Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia», cantamos en el Te Deum), y con ella y en ella somos impulsados y llevados a confesar también : «creo», «creemos». Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida nueva en Cristo por el bautismo. En el Ritual Romanum, el ministro del bautismo pregunta al catecúmeno: «¿Qué pides a la Iglesia de Dios?» Y la respuesta es: «La fe». «¿Qué te da la fe?» «La vida eterna».

169 La salvación viene solo de Dios; pero puesto que recibimos la vida de la fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre: «Creemos en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo nacimiento, y no en la Iglesia como si ella fuese el autor de nuestra salvación» (Fausto de Riez, Spir. 1,2). Porque es nuestra madre, es también la educadora de nuestra fe.

II EL LENGUAJE DE LA FE

170 No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que estas expresan y que la fe nos permite «tocar». «El acto (de fe) del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad (enunciada)» (S. Tomás de A., s.th. 2-2, 1,2, ad 2). Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más.

171 La Iglesia, que es «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3,15), guarda fielmente «la fe transmitida a los santos de una vez para siempre» (Judas 3). Ella es la que guarda la memoria de las Palabras de Cristo, la que transmite de generación en generación la confesión de fe de los Apóstoles. Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe.

III UNA SOLA FE

172 Desde siglos, a través de muchas lenguas, culturas, pueblos y naciones, la Iglesia no cesa de confesar su única fe, recibida de un solo Señor, transmitida por un solo bautismo, enraizada en la convicción de que todos los hombres no tienen más que un solo Dios y Padre (cf. Ef 4,4-6). S. Ireneo de Lyon, testigo de esta fe, declara:

173 «La Iglesia, en efecto, aunque dispersada por el mundo entero hasta los confines de la tierra, habiendo recibido de los apóstoles y de sus discípulos la fe… guarda (esta predicación y esta fe) con cuidado, como no habitando más que una sola casa, cree en ella de una manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma y un solo corazón, las predica, las enseña y las transmite con una voz unánime, como no poseyendo más que una sola boca» (haer. 1, 10,1-2).

174 «Porque, si las lenguas difieren a través del mundo, el contenido de la Tradición es uno e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Germania tienen otro fe u otra Tradición, ni las que están entre los Iberos, ni las que están entre los Celtas, ni las de Oriente, de Egipto, de Libia, ni las que están establecidas en el centro el mundo…» (ibid.). «El mensaje de la Iglesia es, pues, verídico y sólido, ya que en ella aparece un solo camino de salvación a través del mundo entero» (ibid. 5,20,1).

175 «Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un contenido de gran valor encerrado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene» (ibid., 3,24,1).

RESUMEN

176 La fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras.

177 «Creer» entraña, pues, una doble referencia: a la persona y a la verdad; a la verdad por confianza en la persona que la atestigua.

178 No debemos creer en ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo, y Espíritu Santo.

179 La fe es un don sobrenatural de Dios. Para creer, el hombre necesita los auxilios interiores del Espíritu Santo.

180 «Creer» es un acto humano, consciente y libre, que corresponde a la dignidad de la persona humana.

181 «Creer» es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la madre de todos los creyentes. «Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre» (S. Cipriano, unit. eccl.: PL 4,503A).

182 «Creemos todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia… para ser creídas como divinamente reveladas» (Pablo VI, SPF 20).

183 La fe es necesaria para la salvación. El Señor mismo lo afirma: «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16,16).

184 «La fe es un gusto anticipado del conocimiento que nos hará bienaventurados en la vida futura» (S. Tomás de A., comp. 1,2).

EL CREDO

Símbolo de los Apóstoles Credo de Nicea-Constantinopla

Creo en Dios, Creo en un solo Dios,

Padre Todopoderoso, Padre Todopoderoso,

Creador del cielo y de la tierra. Creador del cielo y de la tierra, de

todo lo visible y lo invisible.

Creo en Jesucristo, su único Hijo, Creo en un solo Señor, Jesucristo,

Nuestro Señor, Hijo único de Dios,

nacido del Padre antes de todos los

siglos: Dios de Dios, Luz de Luz,

Dios verdadero de Dios verdadero,

engendrado, no creado,

de la misma naturaleza del Padre,

por quien todo fue hecho;

que por nosotros, los hombres, y

por nuestra salvación bajó del cielo,

que fue concebido por obra y y por obra del Espíritu Santo se

gracia del Espíritu Santo, encarnó de María, la Virgen, y se

nació de Santa María Virgen, hizo hombre;

padeció bajo el poder de Poncio y por nuestra causa fue crucihcado

Pilato en tiempos de Poncio Pilato;

fue crucificado, padeció

muerto y sepultado, y fue sepultado,

descendió a los infiernos, y resucitó al tercer día, según las

al tercer día resucitó de entre Escrituras,

los muertos,

subió a los cielos y subió al cielo,

y está sentado a la derecha y está sentado a la derecha del Padre;

de Dios, Padre todopoderoso.

Desde allí ha de venir a y de nuevo vendrá con gloria para

juzgar a vivos y muertos. juzgar a vivos y muertos,

y su reino no tendrá fin.

Creo en el Espíritu Santo, Creo en el Espíritu Santo,

Señor y dador de vida,

que procede del Padre y del Hijo,

que con el Padre y el Hijo recibe

una misma adoración y gloria,

y que habló por los profetas.

La santa Iglesia católica, Creo en la Iglesia, que es una,

la comunión de los santos, santa, católica y apostólica.

Confieso que hay un solo Bautismo

el perdón de los pecados, para el perdón de los pecados.

la resurrección de la carne Espero la resurrección de los muertos

y la vida eterna. y la vida del mundo futuro.

Amén. Amén.

SEGUNDA SECCIÓN

LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA

LOS SÍMBOLOS DE LA FE

185 Quien dice «Yo creo», dice «Yo me adhiero a lo que nosotros creemos». La comunión en la fe necesita un lenguaje común de la fe, normativo para todos y que nos una en la misma confesión de fe.

186 Desde su origen, la Iglesia apostólica expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas para todos (cf. Rom 10,9; 1 Cor 15,3-5; etc.). Pero muy pronto, la Iglesia quiso también recoger lo esencial de su fe en resúmenes orgánicos y articulados destinados obre todo a los candidatos al bautismo:

Esta síntesis de la fe no ha sido hecha según las opiniones humanas, sino que de toda la Escritura ha s ido recogido lo que hay en ella de más importante, para dar en su integridad la única enseñanza de la fe. Y como el grano de mostaza contiene en un grano muy pequeño gran número de ramas, de igual modo este resumen de la fe encierra en pocas palabras todo el conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo Testamento (S. Cirilo de Jerusalén, catech. ill. 5,12).

187 Se llama a estas síntesis de la fe «profesiones de fe» porque resumen la fe que profesan los cristianos. Se les llama «Credo» por razón de que en ellas la primera palabra es normalmente : «Creo». Se les denomina igualmente «símbolos de la fe».

188 La palabra griego «symbolon» significaba la mitad de un objeto partido (por ejemplo, un sello) que se presentaban como una señal para darse a conocer. Las partes rotas se ponían juntas para verificar la identidad del portador. El «símbolo de la fe» es, pues, un signo de identificación y de comunión entre los creyentes. «Symbolon» significa también recopilación, colección o sumario. El «símbolo de la fe» es la recopilación de las principales verdades de la fe. De ahí el hecho de que sirva de punto de referencia primero y fundamental de la catequesis.

189 La primera «profesión de fe» se hace en el Bautismo. El «símbolo de la fe» es ante todo el símbolo bautismal. Puesto que el Bautismo es dado «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19), las verdades de fe profesadas en el Bautismo son articuladas según su referencia a las tres personas de la Santísima Trinidad.

190 El Símbolo se divide, por tanto, en tres partes: «primero habla de la primera Persona divina y de la obra admirable de la creación; a continuación, de la segunda Persona divina y del Misterio de la Redención de los hombres; finalmente, de la tercera Persona divina, fuente y principio de nuestra santificación» (Catech. R. 1,1,3). Son «los tres capítulos de nuestro sello (bautismal)» (S. Ireneo, dem. 100).

191 «Estas tres partes son distintas aunque están ligadas entre sí. Según una comparación empleada con frecuencia por los Padres, las llamamos artículos. De igual modo, en efecto, que en nuestros miembros hay ciertas articulaciones que los distinguen y los separan, así también, en esta profesión de fe, se ha dado con propiedad y razón el nombre de artículos a las verdades que debemos creer en particular y de una manera distinta» (Catch.R. 1,1,4). Según una antigua tradición, atestiguada ya por S. Ambrosio, se acostumbra a enumerar doce artículos del Credo, simbolizando con el número de los doce apóstoles el conjunto de la fe apostólica (cf.symb. 8).

192 A lo largo de los siglos, en respuesta a las necesidades de diferentes épocas, han sido numerosas las profesiones o símbolos de la fe: los símbolos de las diferentes Iglesias apostólicas y antiguas (cf. DS 1-64), el Símbolo «Quicumque», llamado de S. Atanasio (cf. DS 75-76), las profesiones de fe de ciertos Concilios (Toledo: DS 525-541; Letrán: DS 800-802; Lyon: DS 851-861; Trento: DS 1862-1870) o de ciertos Papas, como la «fides Damasi» (cf. DS 71-72) o el «Credo del Pueblo de Dios» (SPF) de Pablo VI (1968).

193 Ninguno de los símbolos de las diferentes etapas de la vida de la Iglesia puede ser considerado como superado e inútil. Nos ayudan a captar y profundizar hoy la fe de siempre a través de los diversos resúmenes que de ella se han hecho.

Entre todos los símbolos de la fe, dos ocupan un lugar muy particular en la vida de la Iglesia:

194 El Símbolo de los Apóstoles, llamado así porque es considerado con justicia como el resumen fiel de la fe de los apóstoles.

195 Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma. Su gran autoridad le viene de este hecho: «Es el símbolo que guarda la Iglesia romana, la que fue sede de Pedro, el primero de los apóstoles, y a la cual él llevó la doctrina común» (S. Ambrosio, symb. 7).

El Símbolo llamado de Nicea-Constantinopla debe su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros Concilios ecuménicos (325 y 381). Sigue siendo todavía hoy el símbolo común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente.

196 Nuestra exposición de la fe seguirá el Símbolo de los Apóstoles, que constituye, por así decirlo, «el más antiguo catecismo romano». No obstante, la exposición será completada con referencias constantes al Símbolo de Nicea-Constantinopla, que con frecuencia es más explícito y más detallado.

197 Como en el día de nuestro Bautismo, cuando toda nuestra vida fue confiada «a la regla de doctrina» (Rom 6,17), acogemos el Símbolo de esta fe nuestra que da la vida. Recitar con fe el Credo es entrar en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, es entrar también en comunión con toda la Iglesia que nos transmite la fe y en el seno de la cual creemos:

Este Símbolo es el sello espiritual, es la meditación de nuestro corazón y el guardián siempre presente, es, con toda certeza, el tesoro de nuestra alma (S. Ambrosio, symb. 1).

CAPÍTULO PRIMERO


CREO EN DIOS PADRE

198 Nuestra profesión de fe comienza por Dios, porque Dios es «el Primero y el Ultimo» (Is 44,6), el Principio y el Fin de todo. El Credo comienza por Dios Padre, porque el Padre es la Primera Persona Divina de la Santísima Trinidad; nuestro Símbolo se inicia con la creación del Cielo y de la tierra, ya que la creación es el comienzo y el fundamento de todas las obras de Dios.

Artículo 1: «CREO EN DIOS, PADRE TODOPODEROSO, CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA»


Párrafo 1 CREO EN DIOS

199 «Creo en Dios»: Esta primera afirmación de la profesión de fe es también la más fundamental. Todo el Símbolo habla de Dios, y si habla también del hombre y del mundo, lo hace por relación a Dios. Todos los artículos del Credo dependen del primero, así como los mandamientos son explicitaciones del primero. Los demás artículos nos hacen conocer mejor a Dios tal como se reveló progresivamente a los hombres. «Los fieles hacen primero profesión de creer en Dios» (Catech.R. 1,2,2).


I «CREO EN UN SOLO DIOS»

200 Con estas palabras comienza el Símbolo de Nicea-Constantinopla. La confesión de la unicidad de Dios, que tiene su raíz en la Revelación Divina en la Antigua Alianza, es inseparable de la confesión de la existencia de Dios y asimismo también fundamental. Dios es Unico: no hay más que un solo Dios: «La fe cristiana confiesa que hay un solo Dios, por naturaleza, por substancia y por esencia» (Catech.R., 1,2,2).

201 A Israel, su elegido, Dios se reveló como el Unico: «Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6,4-5). Por los profetas, Dios llama a Israel y a todas las naciones a volverse a él, el Unico: «Volveos a mí y seréis salvados, confines todos de la tierra, porque yo soy Dios, no existe ningún otro…ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua jurará diciendo: ¡Sólo en Dios hay victoria y fuerza!» (Is 45,22-24; cf. Flp 2,10-11).

202 Jesús mismo confirma que Dios es «el único Señor» y que es preciso amarle con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu y todas las fuerzas (cf. Mc 12,29-30). Deja al mismo tiempo entender que él mismo es «el Señor» (cf. Mc 12,35-37). Confesar que «Jesús es Señor» es lo propio de la fe cristiana. Esto no es contrario a la fe en el Dios Unico. Creer en el Espíritu Santo, «que es Señor y dador de vida», no introduce ninguna división en el Dios único:

Creemos firmemente y afirmamos sin ambages que hay un solo verdadero Dios, inmenso e inmutable, incomprensible, todopoderoso e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo: Tres Personas, pero una Esencia, una Substancia o Naturaleza absolutamente simple (Cc. de Letrán IV: DS 800).

II DIOS REVELA SU NOMBRE

203 A su pueblo Israel Dios se reveló dándole a conocer su Nombre. El nombre expresa la esencia, la identidad de la persona y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una fuerza anónima. Comunicar su nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta manera, comunicarse a sí mismo haciéndose accesible, capaz de ser más íntimamente conocido y de ser invocado personalmente.

204 Dios se reveló progresivamente y bajo diversos nombres a su pueblo, pero la revelación del Nombre Divino, hecha a Moisés en la teofanía de la zarza ardiente, en el umbral del Exodo y de la Alianza del Sinaí, demostró ser la revelación fundamental tanto para la Antigua como para la Nueva Alianza.

El Dios vivo

205 Dios llama a Moisés desde una zarza que arde sin consumirse. Dios dice a Moisés: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3,6). Dios es el Dios de los padres. El que había llamado y guiado a los patriarcas en sus peregrinaciones. Es el Dios fiel y compasivo que se acuerda de ellos y de sus promesas; viene para librar a sus descendientes de la esclavitud. Es el Dios que más allá del espacio y del tiempo lo puede y lo quiere, y que pondrá en obra toda su Omnipotencia para este designio.

«Yo soy el que soy»

Moisés dijo a Dios: Si voy a los hijos de Israel y les digo: `El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros»; cuando me pregunten: `¿Cuál es su nombre?», ¿qué les responderé?» Dijo Dios a Moisés: «Yo soy el que soy». Y añadió: «Así dirás a los hijos de Israel: `Yo soy» me ha enviado a vosotros»…Este es ni nombre para siempre, por él seré invocado de generación en generación» (Ex 3,13-15).

206 Al revelar su nombre misterioso de YHWH, «Yo soy el que es» o «Yo soy el que soy» o también «Yo soy el que Yo soy», Dios dice quién es y con qué nombre se le debe llamar. Este Nombre Divino es misterioso como Dios es Misterio. Es a la vez un Nombre revelado y como la resistencia a tomar un nombre propio, y por esto mismo expresa mejor a Dios como lo que él es, infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender o decir: es el «Dios escondido» (Is 45,15), su nombre es inefable (cf. Jc 13,18), y es el Dios que se acerca a los hombres.

207 Al revelar su nombre, Dios revela, al mismo tiempo, su fidelidad que es de siempre y para siempre, valedera para el pasado («Yo soy el Dios de tus padres», Ex 3,6) como para el porvenir («Yo estaré contigo», Ex 3,12). Dios que revela su nombre como «Yo soy» se revela como el Dios que está siempre allí, presente junto a su pueblo para salvarlo.

208 Ante la presencia atrayente y misteriosa de Dios, el hombre descubre su pequeñez. Ante la zarza ardiente, Moisés se quita las sandalias y se cubre el rostro (cf. Ex 3,5-6) delante de la Santidad Divina. Ante la gloria del Dios tres veces santo, Isaías exclama: «¡ Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros!» (Is 6,5). Ante los signos divinos que Jesús realiza, Pedro exclama: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). Pero porque Dios es santo, puede perdonar al hombre que se descubre pecador delante de él: «No ejecutaré el ardor de mi cólera…porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo el Santo» (Os 11,9). El apóstol Juan dirá igualmente: «Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3,19-20).

209 Por respeto a su santidad el pueblo de Israel no pronuncia el Nombre de Dios. En la lectura de la Sagrada Escritura, el Nombre revelado es sustituido por el título divino «Señor» («Adonai», en griego «Kyrios»). Con este título será aclamada la divinidad de Jesús: «Jesús es Señor».


«Dios misericordioso y clemente»

210 Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cf. Ex 32), Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel, manifestando así su amor (cf. Ex 33,12-17). A Moisés, que pide ver su gloria, Dios le responde: «Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y pronunciaré delante de ti el nombre de YHWH» (Ex 33,18-19). Y el Señor pasa delante de Moisés, y proclama: «YHWH, YHWH, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Ex 34,5-6). Moisés confiesa entonces que el Señor es un Dios que perdona (cf. Ex 34,9).

211 El Nombre Divino «Yo soy» o «El es» expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de la infidelidad del pecado de los hombres y del castigo que merece, «mantiene su amor por mil generaciones» (Ex 34,7). Dios revela que es «rico en misericordia» (Ef 2,4) llegando hasta dar su propio Hijo. Jesús, dando su vida para librarnos del pecado, revelará que él mismo lleva el Nombre divino: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy» (Jn 8,28)

Solo Dios ES

212 En el transcurso de los siglos, la fe de Israel pudo desarrollar y profundizar las riquezas contenidas en la revelación del Nombre divino. Dios es único; fuera de él no hay dioses (cf. Is 44,6). Dios transciende el mundo y la historia. El es quien ha hecho el cielo y la tierra: «Ellos perecen, mas tú quedas, todos ellos como la ropa se desgastan…pero tú siempre el mismo, no tienen fin tus años» (Sal 102,27-28). En él «no hay cambios ni sombras de rotaciones» (St 1,17). El es «El que es», desde siempre y para siempre y por eso permanece siempre fiel a sí mismo y a sus promesas.

213 Por tanto, la revelación del Nombre inefable «Yo soy el que soy» contiene la verdad que sólo Dios ES. En este mismo sentido, ya la traducción de los Setenta y, siguiéndola, la Tradición de la Iglesia han entendido el Nombre divino: Dios es la plenitud del Ser y de toda perfección, sin origen y sin fin. Mientras todas las criaturas han recibido de él todo su ser y su poseer. El solo es su ser mismo y es por sí mismo todo lo que es.


III DIOS, «EL QUE ES», ES VERDAD Y AMOR

214 Dios, «El que es», se reveló a Israel como el que es «rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Estos dos términos expresan de forma condensada las riquezas del Nombre divino. En todas sus obras, Dios muestra su benevolencia, su bondad, su gracia, su amor; pero también su fiabilidad, su constancia, su fidelidad, su verdad. «Doy gracias a tu nombre por tu amor y tu verdad» (Sal 138,2; cf. Sal 85,11). El es la Verdad, porque «Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5); él es «Amor», como lo enseña el apóstol Juan (1 Jn 4,8).

Dios es la Verdad

215 «Es verdad el principio de tu palabra, por siempre, todos tus justos juicios» (Sal 119,160). «Ahora, mi Señor Dios, tú eres Dios, tus palabras son verdad» (2 S 7,28); por eso las promesas de Dios se realizan siempre (cf. Dt 7,9). Dios es la Verdad misma, sus palabras no pueden engañar. Por ello el hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y a la fidelidad de la palabra de Dios en todas las cosas. El comienzo del pecado y de la caída del hombre fue una mentira del tentador que indujo a dudar de la palabra de Dios, de su benevolencia y de su fidelidad.

216 La verdad de Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo ( cf.Sb 13,1-9). Dios, único Creador del cielo y de la tierra (cf. Sal 115,15), es el único que puede dar el conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con El (cf. Sb 7,17-21).

217 Dios es también verdadero cuando se revela: La enseñanza que viene de Dios es «una doctrina de verdad» (Ml 2,6). Cuando envíe su Hijo al mundo, será para «dar testimonio de la Verdad» (Jn 18,37): «Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero» (1 Jn 5,20; cf. Jn 17,3).

Dios es Amor

218 A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito (cf. Dt 4,37; 7,8; 10,15). E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo (cf. Is 43,1-7) y de perdonarle su infidelidad y sus pecados (cf. Os 2).

219 El amor de Dios a Israel es comparado al amor de un padre a su hijo (Os 11,1). Este amor es más fuerte que el amor de una madre a sus hijos (cf. Is 49,14-15). Dios ama a su Pueblo más que un esposo a su amada (Is 62,4-5); este amor vencerá incluso las peores infidelidades (cf. Ez 16; Os 11); llegará hasta el don más precioso: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16).

220 El amor de Dios es «eterno» (Is 54,8). «Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará» (Is 54,10). «Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti» (Jr 31,3).

221 Pero S. Juan irá todavía más lejos al afirmar: «Dios es Amor» (1 Jn 4,8.16); el ser mismo de Dios es Amor. Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo (cf. 1 Cor 2,7-16; Ef 3,9-12); él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él.


IV CONSECUENCIAS DE LA FE EN EL DIOS ÚNICO

222 Creer en Dios, el Unico, y amarlo con todo el ser tiene consecuencias inmensas para toda nuestra vida:

223 Es reconocer la grandeza y la majestad de Dios: «sí, Dios es tan grande que supera nuestra ciencia» (Jb 36,26). Por esto Dios debe ser «el primer servido» (Santa Juan de Arco).

224 Es vivir en acción de gracias: Si Dios es el Unico, todo lo que somos y todo lo que poseemos vienen de él: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1 Co 4,7). «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» (Sal 116,12).

225 Es reconocer la unidad y la verdadera dignidad de todos los hombres: Todos han sido hechos «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1,26).

226 Es usar bien de las cosas creadas: La fe en Dios, el Unico, nos lleva a usar de todo lo que no es él en la medida en que nos acerca a él, y a separarnos de ello en la medida en que nos aparta de Él (cf. Mt 5,29-30; 16, 24; 19,23-24):

Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de ti. Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a ti. Señor mío y Dios mío, despójame de mi mismo para darme todo a ti (S. Nicolás de Flüe, oración).

227 Es confiar en Dios en todas las circunstancias, incluso en la adversidad. Una oración de Santa Teresa de Jesús lo expresa admirablemente:

Nada te turbe / Nada te espante

Todo se pasa / Dios no se muda

La paciencia todo lo alcanza /

quien a Dios tiene/Nada le falta:

Sólo Dios basta

(poes. 30)

RESUMEN

228 «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el Unico Señor…» (Dt 6,4; Mc 12,29). «Es absolutamente necesario que el Ser supremo sea único, es decir, sin igual…Si Dios no es único, no es Dios» (Tertuliano, Marc. 1,3).

229 La fe en Dios nos mueve a volvernos solo a El como a nuestro primer origen y nuestro fin último;, y a no preferirle a nada ni sustituirle con nada.

230 Dios al revelarse sigue siendo Misterio inefable: «Si lo comprendieras, no sería Dios» (S. Agustín, serm. 52,6,16).

231 El Dios de nuestra fe se ha revelado como El que es; se ha dado a conocer como «rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Su Ser mismo es Verdad y Amor.

Párrafo 2 EL PADRE

I «EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPIRITU SANTO»

232 Los cristianos son bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Antes responden «Creo» a la triple pregunta que les pide confesar su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: «Fides omnium christianorum in Trinitate consistit» («La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad») (S. Cesáreo de Arlés, symb.).

233 Los cristianos son bautizados en «el nombre» del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y no en «los nombres» de estos (cf. Profesión de fe del Papa Vigilio en 552: DS 415), pues no hay más que un solo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.

234 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la «jerarquía de las verdades de fe» (DCG 43). «Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos» (DCG 47).

235 En este párrafo, se expondrá brevemente de qué manera es revelado el misterio de la Bienaventurada Trinidad (I), cómo la Iglesia ha formulado la doctrina de la fe sobre este misterio (II), y finalmente cómo, por las misiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo, Dios Padre realiza su «designio amoroso» de creación, de redención, y de santificación (III).

236 Los Padres de la Iglesia distinguen entre la «Theologia» y la «Oikonomia», designando con el primer término el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad, con el segundo todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la «Oikonomia» nos es revelada la «Theologia»; pero inversamente, es la «Theologia», quien esclarece toda la «Oikonomia». Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas, La persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar.

237 La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los «misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto» (Cc. Vaticano I: DS 3015. Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo.

II LA REVELACIÓN DE DIOS COMO TRINIDAD


El Padre revelado por el Hijo

238 La invocación de Dios como «Padre» es conocida en muchas religiones. La divinidad es con frecuencia considerada como «padre de los dioses y de los hombres». En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (Cf. Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es Padre en razón de la alianza y del don de la Ley a Israel, su «primogénito» (Ex 4,22). Es llamado también Padre del rey de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente «el Padre de los pobres», del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf. Sal 68,6).

239 Al designar a Dios con el nombre de «Padre», el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios.

240 Jesús ha revelado que Dios es «Padre» en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, el cual eternamente es Hijo sólo en relación a su Padre: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).

241 Por eso los apóstoles confiesan a Jesús como «el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios» (Jn 1,1), como «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15), como «el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia» Hb 1,3).

242 Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer concilio ecuménico de Nicea que el Hijo es «consubstancial» al Padre, es decir, un solo Dios con él. El segundo concilio ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó «al Hijo Unico de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre» (DS 150).

El Padre y el Hijo revelados por el Espíritu

243 Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de «otro Paráclito» (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn 1,2) y «por los profetas» (Credo de Nicea-Constantinopla), estará ahora junto a los discípul os y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn 14,16) y conducirlos «hasta la verdad completa» (Jn 16,13). El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre.

244 El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El Espíritu Santo es enviado a los Apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al Padre (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,14). El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús (cf. Jn 7,39), revela en plenitud el misterio de la Santa Trinidad.

245 La fe apostólica relativa al Espíritu fue confesada por el segundo Concilio ecuménico en el año 381 en Constantinopla: «Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre» (DS 150). La Iglesia reconoce así al Padre como «la fuente y el origen de toda la divinidad» (Cc. de Toledo VI, año 638: DS 490). Sin embargo, el origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo: «El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma sustancia y también de la misma naturaleza: Por eso, no se dice que es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el espíritu del Padre y del Hijo» (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 527). El Credo del Concilio de Constantinopla (año 381) confiesa: «Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria» (DS 150).

246 La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu «procede del Padre y del Hijo (filioque)». El Concilio de Florencia, en el año 1438, explicita: «El Espíritu Santo tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y del Hijo y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de un solo Principio y por una sola espiración…Y porque todo lo que pertenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo único, al engendrarlo, a excepción de su ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo, éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente» (DS 1300-1301).

247 La afirmación del filioque no figuraba en el símbolo confesado el año 381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y alejandrina, el Papa S. León la había ya confesado dogmáticamente el año 447 (cf. DS 284) antes incluso que Roma conociese y recibiese el año 451, en el concilio de Calcedonia, el símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el Credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII y XI). La introducción del Filioque en el Símbolo de Nicea-Constantinopla por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no convergencia con las Iglesias ortodoxas.

248 La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen primero del Padre por relación al Espíritu Santo. Al confesar al Espíritu como «salido del Padre» (Jn 15,26), esa tradición afirma que este procede del Padre por el Hijo (cf. AG 2). La tradición occidental expresa en primer lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Lo dice «de manera legítima y razonable» (Cc. de Florencia, 1439: DS 1302), porque el orden eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el Padre sea el origen primero del Espíritu en tanto que «principio sin principio» (DS 1331), pero también que, en cuanto Padre del Hijo Unico, sea con él «el único principio de que procede el Espíritu Santo» (Cc. de Lyon II, 1274: DS 850). Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado.

III LA SANTÍSIMA TRINIDAD EN LA DOCTRINA DE LA FE


La formación del dogma trinitario

249 La verdad revelada de la Santa Trinidad ha estado desde los orígenes en la raíz de la fe viva de la Iglesia, principalmente en el acto del bautismo. Encuentra su expresión en la regla de la fe bautismal, formulada en la predicación, la catequesis y la oración de la Iglesia. Estas formulaciones se encuentran ya en los escritos apostólicos, como este saludo recogido en la liturgia eucarística: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Co 13,13; cf. 1 Cor 12,4-6; Ef 4,4-6).

250 Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe trinitaria tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para defenderla contra los errores que la deformaban. Esta fue la obra de los Concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano.

251 Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico: «substancia», «persona» o «hipóstasis», «relación», etc. Al hacer esto, no sometía la fe a una sabiduría humana, sino que daba un sentido nuevo, sorprendente, a estos términos destinados también a significar en adelante un Misterio inefable, «infinitamente más allá de todo lo que podemos concebir según la medida humana» (Pablo VI, SPF 2).

252 La Iglesia utiliza el término «substancia» (traducido a veces también por «esencia» o por «naturaleza») para designar el ser divino en su unidad; el término «persona» o «hipóstasis» para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí; el término «relación» para designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a los otros.

El dogma de la Santísima Trinidad

253 La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas: «la Trinidad consubstancial» (Cc. Constantinopla II, año 553: DS 421). Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: «El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza» (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 530). «Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina» (Cc. de Letrán IV, año 1215: DS 804).

254 Las personas divinas son realmente distintas entre si. «Dios es único pero no solitario» (Fides Damasi: DS 71). «Padre», «Hijo», Espíritu Santo» no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí: «El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo» (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 530). Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: «El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede» (Cc. Letrán IV, año 1215: DS 804). La Unidad divina es Trina.

255 Las personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: «En los nombres relativos de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia» (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 528). En efecto, «todo es uno (en ellos) donde no existe oposición de relación» (Cc. de Florencia, año 1442: DS 1330). «A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo» (Cc. de Florencia 1442: DS 1331).

256 A los catecúmenos de Constantinopla, S. Gregorio Nacianceno, llamado también «el Teólogo», confía este resumen de la fe trinitaria:

Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje…Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero…Dios los Tres considerados en conjunto…No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo…(0r. 40,41: PG 36,417).


El dogma de la Santísima Trinidad

257 «O lux beata Trinitas et principalis Unitas!» («¡Oh Trinidad, luz bienaventurada y unidad esencial!») (LH, himno de vísperas) Dios es eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada. Tal es el «designio benevolente» (Ef 1,9) que concibió antes de la creación del mundo en su Hijo amado, «predestinándonos a la adopción filial en él» (Ef 1,4-5), es decir, «a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8,29) gracias al «Espíritu de adopción filial» (Rom 8,15). Este designio es una «gracia dada antes de todos los siglos» (2 Tm 1,9-10), nacido inmediatamente del amor trinitario. Se despliega en la obra de la creación, en toda la historia de la salvación después de la caída, en las misiones del Hijo y del Espíritu, cuya prolongación es la misión de la Iglesia (cf. AG 2-9).

258 Toda la economía divina es la obra común de las tres personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola y misma operación (cf. Cc. de Constantinopla, año 553: DS 421). «El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio» (Cc. de Florencia, año 1442: DS 1331). Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento (cf. 1 Co 8,6): «uno es Dios y Padre de quien proceden todas las cosas, un solo el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas (Cc. de Constantinopla II: DS 421). Son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las personas divinas.

259 Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae (cf. Jn 6,44) y el Espíritu lo mueve (cf. Rom 8,14).

260 El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad (cf. Jn 17,21-23). Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama -dice el Señor- guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).

Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora (Oración de la Beata Isabel de la Trinidad).

RESUMEN

 

261 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

262 La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es consubstancial al Padre, es decir, que es en él y con él el mismo y único Dios.

263 La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo (cf. Jn 14,26) y por el Hijo «de junto al Padre» (Jn 15,26), revela que él es con ellos el mismo Dios único. «Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria».

264 «El Espíritu Santo procede del Padre en cuanto fuente primera y, por el don eterno de este al Hijo, del Padre y del Hijo en comunión» (S. Agustín, Trin. 15,26,47).

265 Por la gracia del bautismo «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna (cf. Pablo VI, SPF 9).

266 «La fe católica es esta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad» (Symbolum «Quicumque»).

7 Las personas divinas, inseparables en lo su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo.

Párrafo 3 EL TODOPODEROSO

 

268 De todos los atributos divinos, sólo la omnipotencia de Dios es nombrada en el Símbolo: confesarla tiene un gran alcance para nuestra vida. Creemos que es esa omnipotencia universal, porque Dios, que ha creado todo (cf. Gn 1,1; Jn 1,3), rige todo y lo puede todo; es amorosa, porque Dios es nuestro Padre (cf. Mt 6,9); es misteriosa, porque sólo la fe puede descubrirla cuando «se manifiesta en la debilidad» (2 Co 12,9; cf. 1 Co 1,18).

«Todo lo que El quiere, lo hace» (Sal 115,3)

269 Las Sagradas Escrituras confiesan con frecuencia el poder universal de Dios. Es llamado «el Poderoso de Jacob» (Gn 49,24; Is 1,24, etc.), «el Señor de los ejércitos», «el Fuerte, el Valeroso» (Sal 24,8-10). Si Dios es Todopoderoso «en el cielo y en la tierra» (Sal 135,6), es porque él los ha hecho. Por tanto, nada ale es imposible (cf. Jr 32,17; Lc 1,37) y dispone a su voluntad de su obra (cf. Jr 27,5); es el Señor del universo, cuyo orden ha establecido, que le permanece enteramente sometido y disponible; es el Señor de la historia: gobierna los corazones y los acontecimientos según su voluntad (cf. Est 4,17b; Pr 21,1; Tb 13,2): «El actuar con inmenso poder siempre está en tu mano. ¿Quién podrá resistir la fuerza de tu brazo?» (Sb 11,21).

«Te compadeces de todos porque lo puedes todo» (Sb 11,23)

270. Dios es el Padre todopoderoso. Su paternidad y su poder se esclarecen mutuamente. Muestra, en efecto, su omnipotencia paternal por la manera como cuida de nuestras necesidades (cf. Mt 6,32); por la adopción filial que nos da («Yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor todopoderoso»: 2 Co 6,18); finalmente, por su misericordia infinita, pues muestra su poder en el más alto grado perdonando libremente los pecados.

271. La omnipotencia divina no es en modo alguno arbitraria: «En Dios el poder y la esencia, la voluntad y la inteligencia, la sabiduría y la justicia son una sola cosa, de suerte que nada puede haber en el poder divino que no pueda estar en la justa voluntad de Dios o en su sabia inteligencia» (S. Tomás de A., s.th. 1,25,5, ad 1).

El misterio de la aparente impotencia de Dios

272. La fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento. A veces Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal. Ahora bien, Dios Padre ha revelado su omnipotencia de la manera más misteriosa en el anonadamiento voluntario y en la Resurrección de su Hijo, por los cuales ha vencido el mal. Así, Cristo crucificado es «poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres» (1 Co 2, 24-25). En la Resurrección y en la exaltación de Cristo es donde el Padre «desplegó el vigor de su fuerza» y manifestó «la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes» (Ef 1,19-22).

273. Sólo la fe puede adherir a las vías misteriosas de la omnipotencia de Dios. Esta fe se gloría de sus debilidades con el fin de atraer sobre sí el poder de Cristo (cf. 2 Co 12,9; Flp 4,13). De esta fe, la Virgen María es el modelo supremo: ella creyó que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37) y pudo proclamar las grandezas del Señor: «el Poderoso ha hecho en mi favor maravillas, Santo es su nombre» (Lc1,49).

274. «Nada es, pues, más propio para afianzar nuestra Fe y nuestra Esperanza que la convicción profundamente arraigada en nuestras almas de que nada es imposible para Dios. Porque todo lo que (el Credo) propondrá luego a nuestra fe, las cosas más grandes, las más incomprensibles, así como las más elevadas por encima de las leyes ordinarias de la naturaleza, en la medida en que nuestra razón tenga la idea de la omnipotencia divina, las admitirá fácilmente y sin vacilación alguna» (Catech. R. 1,2,13).

RESUMEN

275. Con Job, el justo, confesamos: «Sé que eres Todopoderoso: lo que piensas, lo puedes realizar» (Job 42,2).

276. Fiel al testimonio de la Escritura, la Iglesia dirige con frecuencia su oración al «Dios todopoderoso y eterno» («omnipotens sempiterne Deus…»), creyendo firmemente que «nada es imposible para Dios» (Gn 18,14; Lc 1,37; Mt 19,26).

277. Dios manifiesta su omnipotencia convirtiéndonos de nuestros pecados y restableciéndonos en su amistad por la gracia («Deus, qui omnipotentiam tuam parcendo maxime et miserando manifestas…» -«Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia…»- : MR, colecta del Dom XXVI).

278. De no ser por nuestra fe en que el amor de Dios es todopoderoso, ¿cómo creer que el Padre nos ha podido crear, el Hijo rescatar, el Espíritu Santo santificar?


Párrafo 4 EL CREADOR

279. «En el principio, Dios creó el cielo y la tierra» (Gn 1,1). Con estas palabras solemnes comienza la Sagrada Escritura. El Símbolo de la fe las recoge confesando a Dios Padre Todopoderoso como «el Creador del cielo y de la tierra», «del universo visible e invisible». Hablaremos, pues, primero del Creador, luego de su creación, finalmente de la caída del pecado de la que Jesucristo, el Hijo de Dios, vino a levantarnos.

280 La creación es el fundamento de «todos los designios salvíficos de Dios», «el comienzo de la historia de la salvación» (DCG 51), que culmina en Cristo. Inversamente, el Misterio de Cristo es la luz decisiva sobre el Misterio de la creación; revela el fin en vista del cual, «al principio, Dios creó el cielo y la tierra» (Gn 1,1): desde el principio Dios preveía la gloria de la nueva creación en Cristo (cf. Rom 8,18-23).

281 Por esto, las lecturas de la Noche Pascual, celebración de la creación nueva en Cristo, comienzan con el relato de la creación; de igual modo, en la liturgia bizantina, el relato de la creación constituye siempre la primera lectura de las vigilias de las grandes fiestas del Señor. Según el testimonio de los antiguos, la instrucción de los catecúmenos para el bautismo sigue el mismo camino (cf. Aeteria, pereg. 46; S. Agustín, catech. 3,5).


I LA CATEQUESIS SOBRE LA CREACIÓN

282 catequesis sobre la Creación reviste una importancia capital. Se refiere a los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana: explicita la respuesta de la fe cristiana a la pregunta básica que los hombres de todos los tiempos se han formulado: «¿De dónde venimos?» «¿A dónde vamos?» «¿Cuál es nuestro origen?» «¿Cuál es nuestro fin?» «¿De dónde viene y a dónde va todo lo que existe?» Las dos cuestiones, la del origen y la del fin, son inseparables. Son decisivas para el sentido y la orientación de nuestra vida y nuestro obrar.

283 La cuestión sobre los orígenes del mundo y del hombre es objeto de numerosas investigaciones científicas que han enriquecido magníficamente nuestros conocimientos sobre la edad y las dimensiones del cosmos, el devenir de las formas vivientes, la aparición del hombre. Estos descubrimientos nos invitan a admirar más la grandeza del Creador, a darle gracias por todas sus obras y por la inteligencia y la sabiduría que da a los sabios e investigadores. Con Salomón, estos pueden decir: «Fue él quien me concedió el conocimiento verdadero de cuanto existe, quien me dio a conocer la estructura del mundo y las propiedades de los elementos…porque la que todo lo hizo, la Sabiduría, me lo enseñó» (Sb 7,17-21).

284 El gran interés que despiertan a estas investigaciones está fuertemente estimulado por una cuestión de otro orden, y que supera el dominio propio de las ciencias naturales. No se trata sólo de saber cuándo y cómo ha surgido materialmente el cosmos, ni cuando apareció el hombre, sino más bien de descubrir cuál es el sentido de tal origen: si está gobernado por el azar, un destino ciego, una necesidad anónima, o bien por un Ser transcendente, inteligente y bueno, llamado Dios. Y si el mundo procede de la sabiduría y de la bondad de Dios, ¿por qué existe el mal? ¿de dónde viene? ¿quién es responsable de él? ¿dónde está la posibilidad de liberarse del mal?

285 Desde sus comienzos, la fe cristiana se ha visto confrontada a respuestas distintas de las suyas sobre la cuestión de los orígenes. Así, en las religiones y culturas antiguas encontramos numerosos mitos referentes a los orígenes. Algunos filósofos han dicho que todo es Dios, que el mundo es Dios, o que el devenir del mundo es el devenir de Dios (panteísmo); otros han dicho que el mundo es una emanación necesaria de Dios, que brota de esta fuente y retorna a ella ; otros han afirmado incluso la existencia de dos principios eternos, el Bien y el Mal, la Luz y las Tinieblas, en lucha permanente (dualismo, maniqueísmo); según algunas de estas concepciones, el mundo (al menos el mundo material) sería malo, producto de una caída, y por tanto que se ha de rechazar y superar (gnosis); otros admiten que el mundo ha sido hecho por Dios, pero a la manera de un relojero que, una vez hecho, lo habría abandonado a él mismo (deísmo); otros, finalmente, no aceptan ningún origen transcendente del mundo, sino que ven en él el puro juego de una materia que ha existido siempre (materialismo). Todas estas tentativas dan testimonio de la permanencia y de la universalidad de la cuestión de los orígenes. Esta búsqueda es inherente al hombre.

286 La inteligencia humana puede ciertamente encontrar ya una respuesta a la cuestión de los orígenes. En efecto, la existencia de Dios Creador puede ser conocida con certeza por sus obras gracias a la luz de la razón humana (DS: 3026), aunque este conocimiento es con frecuencia oscurecido y desfigurado por el error. Por eso la fe viene a confirmar y a esclarecer la razón para la justa inteligencia de esta verdad: «Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no aparece» (Hb 11,3).

287 La verdad en la creación es tan importante para toda la vida humana que Dios, en su ternura, quiso revelar a su pueblo todo lo que es saludable conocer a este respecto. Más allá del conocimiento natural que todo hombre puede tener del Creador (cf. Hch 17,24-29; Rom 1,19-20), Dios reveló progresivamente a Israel el misterio de la creación. El que eligió a los patriarcas, el que hizo salir a Israel de Egipto y que, al escoger a Israel, lo creó y formó (cf. Is 43,1), se revela como aquel a quien pertenecen todos los pueblos de la tierra y la tierra entera, como el único Dios que «hizo el cielo y la tierra» (Sal 115,15;124,8;134,3).

288 Así, la revelación de la creación es inseparable de la revelación y de la realización de la Alianza del Dios único, con su Pueblo. La creación es revelada como el primer paso hacia esta Alianza, como el primero y universal testimonio del amor todopoderoso de Dios (cf. Gn 15,5; Jr 33,19-26). Por eso, la verdad de la creación se expresa con un vigor creciente en el mensaje de los profetas (cf. Is 44,24), en la oración de los salmos (cf. Sal 104) y de la liturgia, en la reflexión de la sabiduría (cf. Pr 8,22-31) del Pueblo elegido.

289 Entre todas las palabras de la Sagrada Escritura sobre la creación, los tres primeros capítulos del Génesis ocupan un lugar único. Desde el punto de vista literario, estos textos pueden tener diversas fuentes. Los autores inspirados los han colocado al comienzo de la Escritura de suerte que expresa, en su lenguaje solemne, las verdades de la creación, de su origen y de su fin en Dios, de su orden y de su bondad, de la vocación del hombre, finalmente, del drama del pecado y de la esperanza de la salvación. Leídas a la luz e Cristo, en la unidad de la Sagrada Escritura y en la Tradición viva de la Iglesia, estas palabras siguen siendo la fuente principal para la catequesis de los Misterios del «comienzo»: creación, caída, promesa de la salvación.

II LA CREACION: OBRA DE LA SANTISIMA TRINIDAD

290 «En el principio, Dios creó el cielo y la tierra»: tres cosas se afirman en estas primeras palabras de la Escritura: el Dios eterno ha dado principio a todo lo que existe fuera de él. El solo es creador (el verbo «crear» -en hebreo «bara»-tiene siempre por sujeto a Dios). La totalidad de lo que existe (expresada por la fórmula «el cielo y la tierra») depende de aquel que le da el ser.

291 «En el principio existía el Verbo… y el Verbo era Dios…Todo fue hecho por él y sin él nada ha sido hecho» (Jn 1,1-3). El Nuevo Testamento revela que Dios creó todo por el Verbo Eterno, su Hijo amado. «En el fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra…todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo y todo tiene en él su consistencia» (Col 1, 16-17). La fe de la Iglesia afirma también la acción creadora del Espíritu Santo: él es el «dador de vida» (Símbolo de Nicea-Constantinopla), «el Espíritu Creador» («Veni, Creator Spiritus»), la «Fuente de todo bien» (Liturgia bizantina, tropario de vísperas de Pentecostés).

292 La acción creadora del Hijo y del Espíritu, insinuada en el Antiguo Testamento (cf. Sal 33,6;104,30; Gn 1,2-3), revelada en la Nueva Alianza, inseparablemente una con la del Padre, es claramente afirmada por la regla de fe de la Iglesia: «Sólo existe un Dios…: es el Padre, es Dios, es el Creador, es el Autor, es el Ordenador. Ha hecho todas las cosas por sí mismo, es decir, por su Verbo y por su Sabiduría» (S. Ireneo, haer. 2,30,9), «por el Hijo y el Espíritu», que son como «sus manos» (ibid., 4,20,1). La creación es la obra común de la Santísima Trinidad.


III “EL MUNDO HA SIDO CREADO PARA LA GLORIA DE DIOS”

293 Es una verdad fundamental que la Escritura y la Tradición no cesan de enseñar y de celebrar: «El mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Cc. Vaticano I: DS 3025). Dios ha creado todas las cosas, explica S. Buenaventura, «non propter gloriam augendam, sed propter gloriam manifestandam et propter gloriam suam communicandam» («no para aumentar su gloria, sino para manifestarla y comunicarla») (sent. 2,1,2,2,1). Porque Dios no tiene otra razón para crear que su amor y su bondad: «Aperta manu clave amoris creaturae prodierunt» («Abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas») (S. Tomás de A. sent. 2, prol.) Y el Concilio Vaticano primero explica:

En su bondad y por su fuerza todopoderosa, no para aumentar su bienaventuranza, ni para adquirir su perfección, sino para manifestarla por los bienes que otorga a sus criaturas, el solo verdadero Dios, en su libérrimo designio , en el comienzo del tiempo, creó de la nada a la vez una y otra criatura, la espiritual y la corporal (DS 3002).

294 La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado. Hacer de nosotros «hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,5-6): «Porque la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios: si ya la revelación de Dios por la creación procuró la vida a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo procurará la vida a los que ven a Dios» (S. Ireneo, haer. 4,20,7). El fin último de la creación es que Dios , «Creador de todos los seres, se hace por fin `todo en todas las cosas» (1 Co 15,28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad» (AG 2).

IV EL MISTERIO DE LA CREACIÓN


Dios crea por sabiduría y por amor

295 Creemos que Dios creó el mundo según su sabiduría (cf. Sb 9,9). Este no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Creemos que procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad: «Porque tú has creado todas las cosas; por tu voluntad lo que no existía fue creado» (Ap 4,11). «¡Cuán numerosas son tus obras, Señor! Todas las has hecho con sabiduría» (Sal 104,24 «Bueno es el Señor para con todos, y sus ternuras sobre todas sus obras» (Sal 145,9).

Dios crea “de la nada”

296 Creemos que Dios no necesita nada preexistente ni ninguna ayuda para crear (cf. Cc. Vaticano I: DS 3022). La creación tampoco es una emanación necesaria de la substancia divina (cf. Cc. Vaticano I: DS 3023-3024). Dios crea libremente » de la nada» (DS 800; 3025):

¿Qué tendría de extraordinario si Dios hubiera sacado el mundo de una materia preexistente? Un artífice humano, cuando se le da un material, hace de él todo lo que quiere. Mientras que el poder de Dios se muestra precisamente cuando parte de la nada para hacer todo lo que quiere (S. Teófilo de Antioquía, Autol. 2,4).

297 La fe en la creación «de la nada» está atestiguada en la Escritura como una verdad llena de promesa y de esperanza. Así la madre de los siete hijos macabeos los alienta al martirio:

Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes…Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia (2 M 7,22-23.28).

298 Puesto que Dios puede crear de la nada, puede por el Espíritu Santo dar la vida del alma a los pecadores creando en ellos un corazón puro (cf. Sal 51,12), y la vida del cuerpo a los difuntos mediante la Resurrección. El «da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean» (Rom 4,17). Y puesto que, por su Palabra, pudo hacer resplandecer la luz en las tinieblas (cf. Gn 1,3), puede también dar la luz de la fe a los que lo ignoran (cf. 2 Co 4,6).

Dios crea un mundo ordenado y bueno

299 Porque Dios crea con sabiduría, la creación está ordenada: «Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso» (Sb 11,20). Creada en y por el Verbo eterno, «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), la creación está destinada, dirigida al hombre, imagen de Dios (cf. Gn 1,26), llamado a una relación personal con Dios. Nuestra inteligencia, participando en la luz del Entendimiento divino, puede entender lo que Dios nos dice por su creación (cf. Sal 19,2-5), ciertamente no sin gran esfuerzo y en un espíritu de humildad y de respeto ante el Creador y su obra (cf. Jb 42,3). Salida de la bondad divina, la creación participa en esa bondad («Y vio Dios que era bueno…muy bueno»: Gn 1,4.10.12.18.21.31). Porque la creación es querida por Dios como un don dirigido al hombre, como una herencia que le es destinada y confiada. La Iglesia ha debido, en repetidas ocasiones, defender la bondad de la creación, comprendida la del mundo material (cf. DS 286; 455-463; 800; 1333; 3002).


Dios transciende la creación y está presente en ella

300 Dios es infinitamente más grande que todas sus obras (cf. Si 43,28): «Su majestad es más alta que los cielos» (Sal 8,2), «su grandeza no tiene medida» (Sal 145,3). Pero porque es el Creador soberano y libre, causa primera de todo lo que existe, está presente en lo más íntimo de sus criaturas: «En el vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Según las palabras de S. Agustín, Dios es «superior summo meo et interior intimo meo» («Dios está por encima de lo más alto que hay en mí y está en lo más hondo de mi intimidad») (conf. 3,6,11).

Dios mantiene y conduce la creación

301 Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término. Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sa­biduría y de libertad, de gozo y de confianza:

Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces pues, si algo odiases, no lo hubieras creado. Y ¿cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido? ¿Cómo se conservaría si no la hubieses llamado? Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida (Sb 11, 24?26).

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18 comentarios

  1. Gracias por el contenido, muchos quieren predicar sin antes discernir invocando al espíritu santo predicando solo emociones y sentimientos sin siquiera saber en que realmente creemos los cristianos.

  2. Que interesante y profunda es nuestra fe que se expresa en un pequeño volumen donde aunque este todo no es posible manifestar todo el misterio de Dios Padre Uno y Trino.
    Leyendo esta primer parte y reflexionando siento que me falta mucho por creer en Dios vehementemente por eso pido a Él mismo y a Ustedes que oren por mi para conseguir tal propósito en la vida. Se que no es fácil pero tampoco imposible, es proceso que debemos comenzar día a día para llegar a un conocimiento pleno en Dios.

  3. Bueno esto es uno de los retos mas grandes que es realmente creer sin ver es como santo tomas es una enseñanza sobre el credo y que podemos aprender cada día mas si lo hacemos acompañados de la oración la meditación y el ayuno y lo reforzamos con el arrepentimiento de corazón esto realmente alimentamos el alma reconfortamos el espíritu y le damos fuerzas al cuerpo y vida al espíritu

  4. BUENO, ES MUY BELLA TODO RESPECTO AL CREDO, CREO EN DIOS, SINCERAMENTE LLEGAR A CREER EN NUESTRO DIOS CON TODO EL CORAZON, ME FALTA MUCHO Y CREO QUE ES UN RETO Y PIDO A CADA UNO DE UDS. PARA QUE ME CONSIDEREN EN VUESTRAS ORACIONES PARA QUE CRESCA MI FE Y LLEGAR A CREER EN DIOS QUE ES TODO AMOR.

  5. TODO LO QUE LEI HASTA AHORA ES MUY ENRIQUECEDOR, HE TOMADO NOTA DE VARIAS COSAS HASTA AHORA…
    CREO EN DIOS, PADRE TODOPODEROSO.
    CREO SEÑOR, PERO AUMENTA MI FE …

  6. LA FE…. MOTOR DE MI VIDA, SIN ELLA, NADA SOY, NADA VALGO, NADA TENGO…. LA FE., ES DIOS ENLAZADO EN MI ALMA, ES LA ESPERANZA, ES MI AMOR INFINITO E INCONDICIONAL POR JESÚS…

  7. Esta exposicion tiene mucha importancia porque nos ayuda a conocer el proceso de Dios en la vida del hombrey da las herramientas para aclarar muchas dudas a cerca de la Fe y como creer y conocer a Dios.

  8. o garcias estoy en septim ode primaria lo tenia q hacer para un tarbajo amano lo lei lo resumi y me parecio bonito Dios los bendiga

  9. Muchas gracias por invitarnos a reflexionar sobre nuestra fe, a través de este documento. Me ha sido muy valioso este ejercicio personal e íntimo con Dios. Saludos.

  10. creer es abandono, confianza en Aquel que no puede fallar y que estamos seguros, de una u otra forma, nos ayudará

  11. creer es saber lo que se esta viviendo y en realidad tenemos la certeza de que Dios es nuestro creador y todos nosotros los cristianos católicos profemos eso.

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