Educar juntos en la Escuela Católica: misión compartida de personas consagradas y fieles laicos

CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA
(para los Seminarios e Institutos de Estudio)
8 de septiembre de 2007

Introducción

I. La comunión en la misión educativa

La Iglesia: misterio de comunión y misión

Educar en comunión y a la comunión

Personas consagradas y fieles laicos juntos en la escuela

II. Un camino de formación para educar juntos

Formación profesional

Formación teológica y espiritual

La aportación de los consagrados a la formación compartida

La aportación de los laicos a la formación compartida

Formación al espíritu de comunión para educar

Testimonio y cultura de la comunión

Comunidad educativa y pastoral vocacional

III. La comunión para abrirse a los otros

Fundamentos antropológicos y teológicos

Constructores de comunión abierta

Conclusión

 


INTRODUCCIÓN

1. La rápida y, en ocasiones, contradictoria evolución de nuestro tiempo suscita desafíos educativos que interpelan al mundo de la escuela. Ellos inducen a encontrar respuestas adecuadas no sólo a nivel de los contenidos y de los métodos didácticos, sino también a nivel de la experiencia comunitaria que caracteriza la acción educativa. La relevancia de estos desafíos emerge del contexto de complejidad social, cultural y religiosa en el cual crecen, en concreto, las jóvenes generaciones, y que influye significativamente en sus vivencias. Se trata de fenómenos ampliamente difusos, como el desinterés por las verdades fundamentales de la vida humana, el individualismo, el relativismo moral y el utilitarismo, que permean sobre todo las sociedades ricas y desarrolladas. A ellos se suman los rápidos cambios estructurales, la globalización y la aplicación de las nuevas tecnologías en el campo de la información que inciden, cada vez más, en la vida cotidiana y en los itinerarios formativos. Además, con el proceso de desarrollo, crece la diferencia entre países ricos y países pobres y aumenta el fenómeno de las migraciones, acentuándose la diversidad de las identidades culturales en el mismo territorio con las subsiguientes consecuencias relativas a la integración. En una sociedad global y diversificada al mismo tiempo, local y planetaria, que alberga modos diversos y contrastantes de interpretar el mundo y la vida, los jóvenes se encuentran ante diferentes propuestas de valores y contravalores cada vez más estimulantes, pero también cada vez menos compartidos. A esto, se añaden las dificultades derivadas de los problemas de estabilidad de la familia, o bien de situaciones de malestar y pobreza, que crean un sentido difuso de desorientación a nivel existencial y afectivo en un período delicado de su crecimiento y maduración, exponiéndoles al peligro de ser «sacudidos por las olas y llevados aquí y allá por cualquier viento de doctrina» (Ef 4, 14).

2. En este contexto, resulta particularmente urgente ofrecer a los jóvenes un itinerario de formación escolar que no se reduzca a la fruición individualista e instrumental de un servicio sólo en vista a conseguir un título. Además del aprendizaje de los conocimientos, es necesario que los estudiantes hagan una experiencia fuerte de coparticipación con los educadores. Para conseguir la feliz realización de esta experiencia, los educadores deben ser interlocutores acogedores y preparados, capaces de suscitar y orientar las mejores energías de los estudiantes hacia la búsqueda de la verdad y el sentido de la existencia, hacia una construcción positiva de sí mismos y de la vida, en el horizonte de una formación integral. Por otra parte, no «es posible […] una verdadera educación: sin la luz de la verdad»[1].

3. Esta perspectiva interpela a todas las instituciones escolares, pero aún más directamente a la escuela católica, ya que presta constante atención a las instancias formativas de la sociedad, en cuanto «el problema de la instrucción siempre ha estado estrechamente ligado a la misión de la Iglesia»[2]. La escuela católica participa de esta misión, como auténtico sujeto eclesial, por medio del servicio educativo, vivificado por la verdad del Evangelio. Ella, en efecto, fiel a su vocación, se presenta «como lugar de educación integral de la persona humana a través de un claro proyecto educativo que tiene su fundamento en Cristo»[3], orientado a obrar una síntesis entre fe, cultura y vida.

4. El proyecto de la escuela católica sólo es convincente si es realizado por personas profundamente motivadas, en cuanto testigos de un encuentro vivo con Cristo, en el que «el misterio del hombre solo se esclarece»[4]. Personas que se reconocen, por tanto, en la adhesión personal y comunitaria al Señor, asumiéndolo como fundamento y referencia constante de la relación interpersonal y de la colaboración recíproca entre educador y educando.

5. La realización de una verdadera comunidad educativa, construida sobre la base de valores de proyectos compartidos, representa para la escuela católica una ardua tarea a realizar. En efecto, la presencia en ella de alumnos, e incluso de enseñantes, procedentes de contextos culturales y religiosos diversos requiere un empeño de discernimiento y acompañamiento aún mayor. La elaboración de un proyecto compartido se convierte en un llamamiento imprescindible que ha de impulsar la escuela católica a definirse como lugar de experiencia eclesial. Su fuerza conectiva y las potencialidades relacionales derivan de un cuadro de valores y de una comunión de vida arraigada en la misma pertenencia a Cristo y en el reconocimiento de los valores evangélicos, asumidos como normas educativas e impulso motivacional y, a la sazón, como meta final del recorrido escolar. Ciertamente, el grado de participación podrá ser diferente en razón de la propia historia personal, pero ello exige de los educadores la disponibilidad a un empeño de formación y autoformación permanente, de acuerdo a una opción de valores culturales y vitales, que es necesario hacer presentes en la comunidad educativa[5].

6. La Congregación para la Educación Católica, después de haber tratado ya en dos documentos el tema de la identidad y de la misión, por una parte del laico católico, y por otra de las personas consagradas en la escuela, en el presente documento, considera los aspectos pastorales relativos a la colaboración entre fieles laicos y consagrados[6], en la misma misión educativa. En ella, se encuentran la opción de los fieles laicos de vivir el trabajo educativo «como una vocación personal en la Iglesia y no sólo como el ejercicio de una profesión»[7], y la elección de las personas consagradas, en cuanto llamadas «a vivir los consejos evangélicos y a llevar el humanismo de las bienaventuranzas al campo de la educación y la escuela»[8].

7. Este documento se sitúa en continuidad con textos anteriores de la Congregación para la Educación Católica referentes a la educación y a la escuela[9], y tiene en cuenta claramente las distintas situaciones en que se encuentran las instituciones escolares católicas en las diversas regiones del mundo. En él se quiere llamar la atención sobre tres aspectos fundamentales que conciernen a la colaboración entre fieles laicos y consagrados en la escuela católica: la comunión en la misión educativa, el camino necesario de formación a la comunión para la misión educativa compartida y, finalmente, la apertura hacia los otros como fruto de la comunión.

 

I. LA COMUNIÓN EN LA MISIÓN EDUCATIVA

8. Cada ser humano está llamado a la comunión en razón de su naturaleza creada, a imagen y semejanza de Dios (cfr Gén 1, 26-27). Por tanto, en la perspectiva de la antropología bíblica, el hombre no es un individuo aislado, sino una persona: un ser esencialmente relacional. La comunión a la que el hombre está llamado implica siempre una doble dimensión: vertical (comunión con Dios) y horizontal (comunión entre los hombres). Resulta esencial reconocer la comunión como don de Dios como fruto de la iniciativa divina realizada en el misterio pascual[10].

La Iglesia: misterio de comunión y misión

9. El proyecto original de Dios se ha visto comprometido por el pecado que ha dañado todo tipo de relación: entre el hombre y Dios, entre el hombre y el hombre. Sin embargo, Dios no ha abandonado al hombre en la soledad y, en la plenitud de los tiempos, ha mandado a su Hijo, Jesucristo, como Salvador[11], para que el hombre pudiera recobrar, en el Espíritu, la plena comunión con el Padre. A su vez, la comunión con la Trinidad, hecha posible por el encuentro con Cristo, une a los hombres entre sí.

10. Cuando los cristianos hablan de comunión, se refieren al misterio eterno, revelado en Cristo, de la comunión de amor que es la vida misma de Dios-Trinidad. Al mismo tiempo, también se dice que el cristiano es copartícipe de esta comunión en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cfr Flp 1, 7; Ap 1, 9). La comunión es, pues, «esencia» de la Iglesia, fundamento y fuente de su misión de ser en el mundo «la casa y la escuela de la comunión»[12], para conducir a todos los hombres y mujeres a entrar cada vez más profundamente en el misterio de la comunión trinitaria y, juntos, extender y consolidar las relaciones en el interior de la comunidad humana. En este sentido, «la Iglesia es como una familia humana, pero también es, al mismo tiempo, la gran familia de Dios, mediante la cual Él forma un espacio de comunión y unidad entre todos los continentes, las culturas y las naciones»[13].

11. Consecuencia de ello es, pues, que en la Iglesia, en cuanto icono del amor encarnado de Dios, «la comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión»[14].

Educar en comunión y a la comunión

12. La educación, precisamente porque aspira a hacer al hombre más hombre, puede realizarse auténticamente sólo en un contexto relacional y comunitario. No es casual que el primer y originario ambiente educativo venga constituido por la comunidad natural de la familia[15]. La escuela, a su vez, se sitúa junto a la familia como un espacio comunitario, orgánico e intencional que acompaña su empeño educativo, según la lógica de la subsidiariedad.

13. La escuela católica, que se caracteriza principalmente como comunidad educativa, se configura, también, como escuela para la persona y de las personas. En efecto, mira a formar la persona en la unidad integral de su ser, interviniendo con los instrumentos de la enseñanza y del aprendizaje allí dónde se forman «los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida»[16]. Pero, sobre todo, implicándola en la dinámica de las relaciones interpersonales que constituyen y vivifican la comunidad escolar.

14. Por otra parte, esta comunidad, en razón de su identidad y su raíz eclesial, debe aspirar a constituirse en comunidad cristiana, o sea, comunidad de fe, capaz de crear relaciones de comunión, educativas por sí mismas, cada vez más profundas. Y es, precisamente, la presencia y la vida de una comunidad educativa en la que todos los miembros son partícipes de una comunión fraterna, nutrida por la relación vital con Cristo y con la Iglesia, lo que hace de la escuela católica un ámbito propicio para una experiencia auténticamente eclesial.

Las personas consagradas y los fieles laicos juntos en la escuela

15. «Uno de los frutos de la doctrina de la Iglesia como comunión, en estos últimos años, ha sido la toma de conciencia de que sus diversos miembros pueden y deben aunar esfuerzos, en actitud de colaboración e intercambio de dones, con el fin participar más eficazmente en la misión eclesial. De este modo, se contribuye a presentar una imagen mejor articulada y completa de la Iglesia, a la vez que resulta más fácil dar respuesta a los grandes retos de nuestro tiempo con la aportación coral de los diferentes dones»[17]. En tal contexto eclesial, la misión de la escuela católica, vivida por una comunidad constituida de personas consagradas y de fieles laicos, asume un significado completamente particular y manifiesta una riqueza que es necesario saber reconocer y valorar. Esta misión exige de todos los miembros de la comunidad educativa la conciencia de que una responsabilidad ineludible de fomentar el estilo cristiano original corresponde a los educadores, como personas y como comunidad. Requiere de ellos que sean testigos de Jesucristo y que manifiesten que la vida cristiana es portadora de luz y sentido para todos. Al igual que la persona consagrada está llamada a testimoniar su específica vocación a la vida de comunión en el amor[18], para ser en la comunidad escolar signo, memoria y profecía de los valores del Evangelio[19], así también, el educador laico es llamado a realizar «su ministerio en la Iglesia viviendo desde la fe su vocación secular en la estructura comunitaria de la escuela»[20].

16. Lo que hace de veras eficaz este testimonio es la promoción, también dentro de la comunidad educativa de la escuela católica, de aquella espiritualidad de la comunión que ha sido señalada como la gran perspectiva que se le abre a la Iglesia del tercer milenio. Espiritualidad de la comunión significa «capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como «uno que me pertenece»»[21]; «capacidad de la comunidad cristiana de hacer espacio a todos los dones del Espíritu»[22], en una relación de reciprocidad entre las diversas vocaciones eclesiales. También en aquella particular expresión de la Iglesia que es la escuela católica, la espiritualidad de la comunión tiene que convertirse en el respiro de la comunidad educativa, el criterio para la plena valorización eclesial de sus miembros y el punto de referencia esencial para la realización de una misión auténticamente compartida.

17. Así, en las escuelas católicas nacidas de las familias religiosas, o bien de las diócesis, de las parroquias o de los fieles, y que hoy cuentan con la presencia de movimientos eclesiales, esta espiritualidad de comunión tendrá que traducirse en una actitud de máxima fraternidad evangélica entre las personas que se identifican, respectivamente, en los carismas de los Institutos de vida consagrada, en aquellos de los movimientos o de las nuevas comunidades, o bien en los demás fieles que actúan en la escuela. De este modo, la comunidad educativa hace espacio a los dones del Espíritu y reconoce esta diversidad como riqueza. Una auténtica madurez eclesial, alimentada en el encuentro con Cristo en los sacramentos, permitirá valorizar que «tanto [las] modalidades más tradicionales como […] las más nuevas, los movimientos eclesiales, siguen dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios»[23], para la entera comunidad escolar y para el mismo itinerario educativo.

18. Las asociaciones católicas que agrupan a operarios del ámbito educativo, constituyen otra instancia de «comunión», una ayuda estructurada a la misión educativa, y son un espacio de diálogo entre las familias, las instituciones del territorio y la escuela. Tales asociaciones, con su organización a nivel local, nacional e internacional, son una riqueza que ofrece una contribución particularmente fecunda en el campo educativo, a nivel de las motivaciones y de la profesionalidad. Muchas de ellas agrupan a maestros y responsables presentes, tanto en la escuela católica, como en otras realidades escolares. Gracias al pluralismo de las procedencias, pueden desarrollar una importante función de diálogo y cooperación entre instituciones diversas, pero unidas por las mismas finalidades educativas. Estas realidades asociativas están llamadas a tener en cuenta el continuo cambio de las situaciones, adaptando, eventualmente, su estructura y su modo de actuar, para seguir siendo una presencia eficaz e incisiva en el sector educativo. Deben, además, intensificar la colaboración recíproca, sobre todo para garantizar el logro de los objetivos comunes, respetando plenamente la identidad y la especificidad de cada asociación.

19. Además, es de fundamental importancia que el servicio desarrollado por dichas sociaciones tome impulso de la plena participación en la actividad pastoral de la Iglesia. A las Conferencias Episcopales y a sus expresiones a nivel continental se les confía un papel de promotores para valorar las particularidades de cada asociación, favoreciendo y animando un trabajo más coordinado en el sector escolar.

 


II. UN CAMINO DE FORMACIÓN PARA EDUCAR JUNTOS

20. Educar las jóvenes generaciones en comunión y a la comunión, en la escuela católica, es un empeño serio que no se improvisa. Ha de ser preparado oportunamente y sostenido a través de un proyecto de formación, inicial y permanente, capaz de captar los desafíos educativos del momento presente y de aportar los instrumentos más eficaces para poder afrontarlos, en la línea de la misión compartida. Esto implica, en relación a los educadores, una disponibilidad al aprendizaje y al desarrollo de los conocimientos, a la renovación y a la puesta al día de las metodologías, pero también a la formación espiritual, religiosa y a la misión compartida. En el contexto actual, esto es particularmente necesario para responder a las instancias que vienen de un mundo en continuo y rápido cambio, en el que se hace cada vez más difícil educar.

Formación profesional

21. Uno de los requisitos fundamentales del educador de la escuela católica es la posesión de una sólida formación profesional. La poca calidad de la enseñanza, debida a la insuficiente preparación profesional o al inadecuado uso de los métodos pedagógicos, repercute inevitablemente en perjuicio de la eficacia de la formación integral del educando y en el testimonio cultural que el educador debe ofrecer.

22. La formación profesional del educador no sólo exige un vasto abanico de competencias culturales, psicológicas y pedagógicas, caracterizados por la autonomía, la capacidad proyectiva y estimativa, la creatividad, la apertura a la innovación, a la actualización, a la investigación y a la experimentación, sino que también exige la capacidad de hacer una síntesis entre competencias profesionales y motivaciones educativas, con una particular atención a la disposición relacional requerida hoy por el ejercicio, cada vez más colegial, de la profesionalidad docente. Por otra parte, en las expectativas de los alumnos y de las familias, el educador es visto y deseado como un interlocutor acogedor y preparado, capaz de motivar a los jóvenes a una formación integral, de suscitar y orientar sus mejores energías hacia una construcción positiva de sí mismos y de la vida, de ser un testigo serio y creíble de la responsabilidad y la esperanza de las cuales la escuela es deudora ante la sociedad.

23. La continua y acelerada transformación que afecta al hombre y a la sociedad de nuestro tiempo en todos los campos, produce el rápido envejecimiento de los conocimientos adquiridos y requiere nuevas aptitudes y métodos. Ello exige del educador una constante actualización de los contenidos de las materias que enseña y de los métodos pedagógicos que utiliza. La vocación de educador requiere por tanto una capacidad disponible y constante de renovación y adaptación. No es suficiente alcanzar sólo inicialmente un buen nivel de preparación, es necesario mantenerlo y elevarlo mediante un camino de formación permanente. Además, la formación permanente, por la variedad de los aspectos que abraza, exige una constante búsqueda personal y comunitaria de sus formas de actuación; sin olvidar la necesidad de un itinerario formativo compartido y alimentado por el intercambio y el concierto entre educadores consagrados y laicos de la escuela católica.

24. La sola atención a la puesta al día profesional en sentido estrecho, no es suficiente. La síntesis entre fe, cultura y vida que los educadores de la escuela católica están llamados a realizar, se logra, en efecto, «mediante la integración de los diversos contenidos del saber humano, especificado en las varias disciplinas, a la luz del mensaje evangélico, y mediante el desarrollo de las virtudes que caracterizan al cristiano»[24]. Esto exige en los educadores católicos la maduración de una particular sensibilidad respecto a la persona que hay que educar para saber captar, además de las exigencias de crecimiento en conocimientos y competencias, también la necesidad de crecimiento en humanidad. Ello requiere del educador la dedicación «al otro con una atención que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad»[25].

25. Por esto, los educadores católicos «necesitan también y sobre todo una “formación del corazón”: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5,6)»[26]. En efecto, también «la cura de la instrucción es amor» (Sb 6, 17). Sólo así, ellos podrán hacer que su enseñanza sea una escuela de fe, es decir, una transmisión del Evangelio, como se pide del proyecto educativo de la escuela católica.

Formación teológica y espiritual

26. La transmisión del mensaje cristiano a través de la enseñanza implica dominio en el conocimiento de las verdades de la fe y de los principios de la vida espiritual lo cual requiere un continuo perfeccionamiento. Por esto, es necesario que los educadores de la escuela católica, consagrados y laicos, recorran un adecuado itinerario formativo teológico[27]. Ello ayuda a articular mejor la inteligencia de la fe con el empeño profesional y el actuar cristiano. Junto a la formación teológica es necesario que los educadores también cultiven su formación espiritual para hacer crecer la relación con Jesucristo y configurarse a Él que es el Maestro. En este sentido, el camino formativo, tanto de los laicos como de los consagrados, debe integrarse en el camino de construcción de la propia persona buscando siempre una mayor configuración a Cristo (cf. Rm 8, 29) y de la comunidad educativa entorno a Cristo Maestro. Por otra parte, la escuela católica es consciente de que la comunidad que ella constituye debe nutrirse y confrontarse continuamente con las fuentes de donde deriva su razón de ser: la palabra salvadora de Dios en la Sagrada Escritura y la Tradición, sobre todo litúrgica y sacramental, iluminadas por el Magisterio de la Iglesia[28].

La aportación de los consagrados a la formación compartida

27. Las personas consagradas, por la profesión de los consejos evangélicos manifiestan vivir para Dios y de Dios. De esta forma se convierten en testimonios concretos del amor trinitario, para que los hombres puedan advertir el atractivo de la belleza divina. Por tanto, la primera y original contribución a la misión compartida es la radicalidad evangélica de la vida de las personas consagradas. En razón de su camino vocacional, poseen una preparación teológico-espiritual que, basada en el misterio de Cristo viviente en la Iglesia, necesita progresar incesantemente en sintonía con la Iglesia que camina, en la historia, hacia «la verdad plena» (Jn 16, 13). Siempre en esta dinámica exquisitamente eclesial, las personas consagradas son invitadas, también, a compartir los frutos de su formación con los laicos, sobre todo con aquellos que se sienten llamados «a vivir aspectos y momentos específicos de la espiritualidad y de la misión del instituto»[29]. De este modo, los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica ocupados en la educación lograrán asegurar la indispensable apertura a la Iglesia y conservar vivo el espíritu de las Fundadoras y los Fundadores, renovando además un aspecto particularmente precioso de la tradición de la escuela católica. Desde su origen, en efecto, las Fundadoras y los Fundadores han puesto una particular atención en la formación de los formadores y a ella han dedicado a menudo las mejores energías. Una tal formación, hoy como ayer, debe mirar no solamente a consolidar las competencias profesionales, sino, sobre todo, a reforzar la dimensión vocacional de la profesión docente, favoreciendo la maduración de una mentalidad inspirada en los valores evangélicos, según los rasgos específicos de la misión del Instituto. Por tal motivo, «resultan muy provechosos aquellos programas de formación que comprenden cursos periódicos de estudio y reflexión orante sobre el Fundador, el carisma y las constituciones»[30].

28. En muchos Institutos religiosos, la misión educativa compartida con los laicos existe desde hace mucho tiempo, dado que nació con la misma comunidad religiosa presente en la escuela. El desarrollo de las «familias espirituales», de los grupos de «laicos asociados» u otras formas que permiten a los fieles laicos de encontrar fecundidad espiritual y apostólica en el carisma original, se presenta como un elemento positivo y de gran esperanza para el futuro de la misión educativa católica.

29. Resulta superfluo observar que, en la perspectiva de la Iglesia-comunión, estos programas de formación a saber compartir la misión y la vida con los laicos, a la luz del carisma propio, deben ser pensados y activados también allí donde las vocaciones a la vida consagrada son numerosas.


La aportación de los laicos a la formación compartida

30. También los laicos, mientras son invitados a profundizar su vocación como educadores de la escuela católica en comunión con los consagrados, al mismo tiempo, son llamados a ofrecer al itinerario formativo común la aportación original e insustituible de su propia identidad eclesial. Esto comporta, ante todo, que ellos descubran y vivan en su «vida laical […] una vocación específica «admirable» dentro de la Iglesia»[31]: la vocación a «buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales»[32]. En cuanto educadores, ellos son llamados a vivir «desde la fe su vocación secular en la estructura comunitaria de la escuela, con la mayor calidad profesional posible y con una proyección apostólica de esa fe en la formación integral del hombre»[33].

31. Es útil subrayar que la contribución peculiar que los educadores laicos pueden aportar al camino formativo, brota justamente de su índole secular, que los hace particularmente capaces de captar «los signos de los tiempos»[34]. Ellos, en efecto, viviendo su fe en las condiciones ordinarias de la familia y de la sociedad, pueden ayudar la entera comunidad educativa a distinguir con más precisión los valores evangélicos y los contravalores que estos signos encierran.

32. Con la progresiva maduración de su vocación eclesial, los laicos son cada vez más conscientes de participar en la misión educativa de la Iglesia. Al mismo tiempo, son impulsados a desarrollar un papel activo también en la animación espiritual de la comunidad que construyen junto a los consagrados. «La comunión y la reciprocidad en la Iglesia no son nunca en sentido único»[35]. Si, en efecto, en otros tiempos han sido sobre todo los sacerdotes y los religiosos quienes han nutrido espiritualmente y dirigido a los laicos, hoy puede suceder que sean «los mismos fieles laicos [quienes] pueden y deben ayudar a los sacerdotes y religiosos en su camino espiritual y pastoral»[36].

33. En el contexto de la formación, los fieles laicos y las personas consagradas, compartiendo la vida de oración y, en las formas oportunas, también de comunidad, podrán nutrir su propia reflexión, el sentido de la hermandad y de la dedicación generosa. En este camino formativo común catequético-teológico y espiritual, podemos ver el rostro de una Iglesia, que presenta el de Cristo, orando, escuchando, aprendiendo y enseñando en comunión fraterna.

Formación al espíritu de comunión para educar

34. Por su misma naturaleza, la escuela católica exige la presencia y la vinculación de educadores no sólo cultural y espiritualmente formados, sino también intencionalmente orientados a crecer en su empeño educativo comunitario en un auténtico espíritu de comunión eclesial.

35. Los educadores son invitados, a través del itinerario formativo, a construir sus relaciones, tanto en el plano profesional como también en el personal y espiritual, según la lógica de la comunión. Esto comporta, para cada uno, la asunción de actitudes de disponibilidad, de acogida y profundo intercambio, de convivialidad y vida fraterna, dentro de la misma comunidad educativa. La parábola de los talentos (Mt 25, 14-30) puede ayudar a entender como cada uno es llamado a hacer fructificar sus dones personales y a acoger las riquezas de los demás en la misión educativa compartida.

36. Por otra parte, la misión compartida es enriquecida por las diferencias de que son portadoras las personas consagradas y los laicos, cuando convergen en la unidad de expresiones de los diferentes carismas. Estos carismas no son otra cosa que los diferentes dones con los que el mismo Espíritu enriquece la Iglesia y el mundo[37]. En la escuela católica, por tanto, «la reciprocidad de las vocaciones, evitando, ya sea la contraposición que la homologación, se sitúa como perspectiva de especial fecundidad para enriquecer el valor eclesial de la comunidad educativa. En ésta, las diversas vocaciones […] son caminos correlativos, diversos y recíprocos, que concurren a la plena realización del carisma de los carismas: la caridad»[38].

37. Articulada en la diversidad de personas y vocaciones, pero vivificada por el mismo espíritu de comunión, la comunidad educativa de la escuela católica aspira a crear relaciones de comunión, por sí mismas educativas, cada vez más profundas. Y, precisamente en esto, «expresa la variedad y la hermosura de las diversas vocaciones y la fecundidad, en el plano educativo y pedagógico, que ello aporta a la vida de la institución escolar»[39].


Testimonio y cultura de la comunión

38. Esta fecundidad se expresa, ante todo, en el testimonio ofrecido por la comunidad educativa. En la escuela, ciertamente, la educación se despliega en modo completo mediante la enseñanza, que es el vehículo a través del cual se comunican ideas y convicciones. En este sentido, «la palabra es la vía maestra en la educación de la mente»[40]. Eso no quita que la educación se desenvuelva también en otras situaciones de la vida escolar. Así los maestros, como toda persona que vive y trabaja en un ámbito escolar, educan o pueden también deseducar, con su comportamiento verbal y no verbal. «En la obra educativa, y especialmente en la educación a la fe, que es la meta de la formación de la persona y su horizonte más adecuado, es central, en concreto, la figura del testigo»[41]. «Hoy más que nunca esto exige que el testimonio, alimentado por la oración, sea el medio principal de toda escuela católica. Los maestros, en cuanto testigos, deben dar razón de la esperanza que nutre su vida (cfr 1 P 3, 15), viviendo la verdad que proponen a sus alumnos, siempre en referencia a Aquel con quien se han encontrado y cuya gran bondad han experimentado con alegría. Y así, por tanto, con San Agustín dicen: «Tanto nosotros, que hablamos, como vosotros, que escucháis, somos discípulos y seguidores de un solo Maestro» (Discursos, 23, 2)»[42]. En la comunidad educativa, por tanto, el estilo de vida tiene un gran influjo, sobre todo si las personas consagradas y los laicos obran conjuntamente, compartiendo plenamente el empeño de construir, en la escuela, «un ambiente comunitario escolástico, animado por el espíritu evangélico de libertad y de caridad»[43]. Ello exige que cada uno aporte el don específico de su propia vocación, para construir una familia animada por la caridad y el espíritu de las bienaventuranzas.

39. Dando testimonio de comunión, la comunidad educativa católica es capaz de formar a la comunión, la cual, como don que viene de lo alto, anima el proyecto de formación a la convivencia y a la acogida. No sólo cultiva en los alumnos los valores culturales propios de la visión cristiana de la realidad, sino que también implica a cada uno de ellos en la vida de la comunidad, dónde los valores son mediados por relaciones interpersonales auténticas entre los distintos miembros que la componen y por la adhesión individual y comunitaria a dichos valores. De este modo, la vida de comunión de la comunidad educativa asume el valor de principio educativo, de paradigma que orienta su acción formativa como servicio para la realización de una cultura de la comunión. Por tanto, la comunidad escolar católica, a través de los instrumentos de la enseñanza y el aprendizaje, «no transmite […] la cultura como medio de poder y de dominio, sino como un medio de comunión y de escucha de la voz de los hombres, de los acontecimientos y de las cosas»[44]. Este principio informa toda actividad escolar, la didáctica y también todas aquellas actividades extra-escolares como el deporte, el teatro y el empeño en lo social, que favorecen la aportación creativa de los alumnos y su socialización.

Comunidad educativa y pastoral vocacional

40. La misión compartida vivida por una comunidad educativa de laicos y consagrados, con una viva conciencia vocacional, hace de la escuela católica un lugar pedagógico favorable a la pastoral vocacional. En efecto, por su misma composición, la comunidad educativa de la escuela católica resalta la diversidad y complementariedad de las vocaciones en la Iglesia[45], de la cual también ella es expresión. En este sentido, la dinámica comunitaria de la experiencia formativa se convierte en el horizonte dentro del cual el educando puede experimentar qué significa ser miembro de la más amplia comunidad que es la Iglesia. Hacer experiencia de la Iglesia significa encontrarse personalmente con Cristo viviente en ella. Además, «solo en la medida en que hace una experiencia personal de Cristo, el joven puede comprender en verdad su voluntad y por lo tanto su propia vocación»[46]. En esta línea, la escuela católica se siente interpelada a guiar a los alumnos hacia el conocimiento de sí mismos, de sus propias aptitudes y de los propios recursos interiores, para educarlos a emplear la vida con sentido de responsabilidad, como respuesta cotidiana a la llamada de Dios. Obrando así, la escuela católica acompaña a los alumnos a opciones de vida conscientes: a seguir la vocación al sacerdocio o a una vida de especial consagración, o bien a realizar la propia vocación cristiana en la vida familiar, profesional y social.

41. En efecto, el diálogo cotidiano y la confrontación con educadores, laicos y consagrados, que ofrecen un alegre testimonio de su propia llamada, orientará con más facilidad al joven en formación a considerar la vida misma como una vocación, como un camino para vivir juntos, aprovechando los signos a través de los cuales Dios conduce a la plenitud de la existencia. Análogamente, le hará comprender cuánto es necesario saber escuchar, interiorizar los valores, aprender a asumir compromisos y tomar opciones de vida.

42. De tal manera, la experiencia formativa de la escuela católica constituye un formidable muro de contención contra el influjo de una difusa mentalidad que induce, sobre todo a los más jóvenes, «a considerar la propia vida y a sí mismo como un conjunto de sensaciones que hay que experimentar, más bien que como una obra a realizar»[47]. Y, al mismo tiempo, contribuye a «formar personalidades fuertes, capaces de resistir al relativismo debilitante y a vivir coherentemente las exigencias del propio bautismo»[48].

 


III. LA COMUNIÓN PARA ABRIRSE A LOS OTROS

43. La comunión vivida por los educadores de la escuela católica contribuye a que todo el ambiente educativo sea espacio para una comunión abierta a la realidad externa y no replegada sobre sí misma. Educar en comunión y a la comunión significa orientar a los estudiantes a crecer auténticamente como personas, capaces de «abrirse progresivamente a la realidad y de formarse una determinada concepción de la vida»[49], que les ayude a ampliar su mirada y su corazón al mundo que los rodea, con capacidad de lectura crítica, sentido de corresponsabilidad y voluntad de empeño constructivo. Dos órdenes de motivaciones, antropológicas y teológicas, fundamentan esta apertura al mundo.


Fundamentos antropológicos y teológicos

44. El ser humano, en cuanto persona, es unidad de alma y cuerpo que se realiza dinámicamente a través de la apertura de sí a la relación con el otro. Así pues, constitutivo de la persona es el ser-con y para-los-otros, que se actúa en el amor. Es precisamente el amor el que impulsa a la persona a dilatar progresivamente el radio de sus relaciones más allá de la esfera de su vida privada y de los afectos familiares, hasta asumir el respiro de la universalidad y abrazar – al menos como deseo – la humanidad entera. En este mismo impulso viene contenida también una fuerte exigencia formativa: aquella de aprender a leer la interdependencia de un mundo que está cada vez más asediado por similares problemas de carácter global, como un signo ético fuerte para el hombre de nuestro tiempo; es decir, interpretar todo ello como una llamada a salir de aquella visión del hombre que tiende a concebir a cada ser humano como un individuo aislado. Se trata, en definitiva, de la exigencia de formar al hombre como persona: un sujeto que, en el amor, construye la propia identidad histórica, cultural, espiritual y religiosa, poniéndola en diálogo con otras personas, en una dinámica de dones recíprocamente ofrecidos y recibidos. En el contexto de la globalización, es necesario formar sujetos capaces de respetar la identidad, la cultura, la historia, la religión y, sobre todo, los sufrimientos y las necesidades ajenas, con la conciencia que «todos somos verdaderamente responsables de todos»[50].

45. Esta exigencia asume aún mayor importancia y urgencia, en la perspectiva de la fe católica, vivida en la caridad de la comunión eclesial. En efecto, en la Iglesia, lugar de comunión a imagen del amor trinitario, «late el dinamismo del amor suscitado por el Espíritu de Cristo»[51]. El Espíritu actúa como «potencia interior» que armoniza el corazón de los creyentes con el corazón de Cristo y «transforma el corazón de la Comunidad eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre»[52]. Por tanto, «a partir de la comunión intraeclesial, la caridad se abre por su naturaleza al servicio universal, proyectándonos hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano»[53]. En este sentido, la Iglesia no es fin en sí misma, sino que existe para mostrar Dios al mundo; esto es, existe para los otros.

46. Del mismo modo, en cuanto sujeto eclesial, la escuela católica se sitúa como fermento cristiano en el mundo: en ella, el alumno aprende a superar el individualismo y a descubrir, a la luz de la fe, que está llamado a vivir de manera responsable una específica vocación a la amistad con Cristo y a la solidaridad con los demás hombres. En definitiva, la escuela está llamada a ser testimonio vivo del amor de Dios entre los hombres. Además, ella puede convertirse en un medio a través del cual es posible discernir, iluminados por el Evangelio, cuanto hay de positivo en el mundo, aquello que es conveniente transformar y también las injusticias que se deben superar. De igual manera, la acogida prudente de las aportaciones del mundo en la vida de la escuela nutre y favorece una comunión abierta, particularmente en algunos ámbitos educativos cuales son: la educación a la paz, al convivir juntos, a la justicia y a la fraternidad.


Constructores de comunión abierta

47. El poder compartir la misma misión educativa en la pluralidad de personas, de vocaciones y de estados de vida es, sin duda, un aspecto importante de la escuela católica en su participación en la dinámica misionera de la Iglesia, y en la apertura de la comunión eclesial hacia el mundo. En esta óptica, una primera y preciosa aportación viene dada por la comunión entre laicos y consagrados en la escuela.

Los laicos que, por razón de sus relaciones familiares y sociales, viven inmersos en el mundo, pueden favorecer la apertura de la comunidad educativa a una relación constructiva con las instituciones culturales, civiles y políticas, así como con las distintas asociaciones sociales – desde aquellas más informales hasta las más organizadas – presentes en el territorio. La escuela católica asegura, también, su presencia en el territorio, mediante la colaboración activa con las demás instituciones educativas, ante todo, con los centros católicos de estudios superiores, con los cuales comparte una comunión eclesial especial. Pero también, con los entes locales y las distintas agencias sociales. Ella, en todo este ámbito, fiel a su propia inspiración, contribuye a construir una red de relaciones que ayuda a los alumnos a madurar el sentido de pertenencia y a la misma sociedad a crecer y desarrollarse de manera solidaria.

También las personas consagradas participan, como «un signo verdadero de Cristo en el mundo»[54], en esta apertura al exterior para compartir los bienes de los que son portadoras. A ellas corresponde, en particular, mostrar que la consagración religiosa puede decir mucho a cada cultura, en cuanto ayuda a desvelar la verdad del ser humano. A partir de su testimonio de vida evangélica se debe evidenciar con claridad que «la santidad es la propuesta de más alta humanización del hombre y de la historia: es proyecto que cada cual en esta tierra puede hacer suyo»[55].

48. Otro pilar de la comunión abierta está constituido por la relación entre la escuela católica y las familias que la han elegido para la educación de sus hijos. Tal relación se configura como plena participación de los padres en la vida de la comunidad educativa, no sólo en razón de su primordial responsabilidad en la educación de los hijos, sino también en virtud del compartir la identidad y el proyecto que caracterizan la escuela católica y que ellos deben conocer y aprobar, con disponibilidad interior. Precisamente por este motivo, la comunidad educativa especifica el espacio decisivo de colaboración entre escuela y familia en el proyecto educativo, que debe ser dado a conocer y actuado con espíritu de comunión, mediante la contribución de todos, de acuerdo a las distintas responsabilidades, roles y competencias de cada uno. A los padres, en particular, corresponde enriquecer la comunión entorno a este proyecto, haciendo vivo y explícito el clima familiar que debe caracterizar la comunidad educativa. Por esta razón, la escuela católica, acogiendo con agrado la colaboración de los padres, considera también como un momento esencial de su propia misión el servicio orgánico de formación permanente ofrecido a las familias, para apoyarlas en su tarea educativa y para promover una coherencia cada vez más estrecha entre los valores propuestos por la escuela y aquéllos propuestos en familia.

49. Las asociaciones y los grupos de inspiración cristiana, que reúnen a los padres de las escuelas católicas, representan otro puente entre la comunidad educativa y la realidad circundante. Tales asociaciones y grupos pueden consolidar los lazos de reciprocidad entre escuela y sociedad, manteniendo la comunidad educativa abierta a la más amplia comunidad social y, al mismo tiempo, desarrollando una acción sensibilizadora de la sociedad y de sus instituciones, en consonancia con la presencia y la acción desarrollada por la escuela católica en el territorio.

50. También a nivel eclesial, la experiencia de comunión vivida dentro de la escuela católica puede y debe abrirse a un intercambio enriquecedor en un ámbito mayor de comunión con la parroquia, la diócesis, los movimientos eclesiales y la Iglesia universal. Ello exige que los laicos (educadores y padres) y los consagrados pertenecientes a la comunidad educativa tomen parte, de manera significativa, también fuera de los muros de la escuela católica, en la vida de la Iglesia local. Los miembros del clero diocesano y los laicos de la comunidad cristiana local, que no siempre poseen un adecuado conocimiento de la escuela católica, deben redescubrirla como escuela de la comunidad cristiana, expresión viva de la misma Iglesia de Cristo a la que pertenecen.

51. La dimensión eclesial de la comunidad educativa de la escuela católica, si es vivida y experimentada con autenticidad, no puede limitarse a la relación con la comunidad cristiana local. Casi por expansión natural, ella tiende a abrirse a los horizontes de la Iglesia universal. En esta perspectiva, la dimensión internacional de muchas familias religiosas ofrece a los consagrados el enriquecimiento de la comunión con cuantos comparten la misma misión en las distintas partes del mundo. Al mismo tiempo, ofrece el testimonio de la fuerza viva de un carisma que une más allá de las diferencias. La riqueza de esta comunión en la Iglesia universal puede y debe ser participada también por los laicos (educadores y padres), por ejemplo mediante momentos de formación y de encuentros a nivel regional o mundial, ya que, respetando su propio estado de vida, ellos también comparten la misión educativa propia de los respectivos carismas.

52. Entendida así, la escuela católica se presenta como una comunidad educativa en la cual la comunión eclesial y misionera madura en profundidad y crece en extensión. En ella puede vivirse una comunión que resulta un eficaz testimonio de la presencia de Cristo, viviente en la comunidad educativa reunida en su nombre (cf. Mt 18, 20) y que, precisamente por esto, abre a una comprensión más profunda de la realidad y a un empeño más convencido de renovación del mundo. En efecto, «si pensamos y vivimos en virtud de la comunión con Cristo, entonces se nos abren los ojos»[56], y comprendemos que «sólo de Dios viene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo»[57].

53. La comunión experimentada en la comunidad educativa, animada y sostenida por laicos y consagrados plenamente unidos en la misma misión, convierte la escuela católica en un ambiente comunitario permeado del espíritu del Evangelio. Por tanto, este ambiente comunitario se configura como un lugar privilegiado para la formación de las jóvenes generaciones con miras a la construcción de un mundo basado en el diálogo y la búsqueda de la comunión más que en el enfrentamiento; más en la convivialidad de las diferencias, que en su oposición. De este modo, la escuela católica, inspirando su proyecto educativo en la comunión eclesial y en la civilización del amor, puede contribuir en medida notable a iluminar las mentes de muchos, “de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad»[58].

 

CONCLUSIÓN

54. «En un mundo en el cual el desafío cultural ocupa el primer puesto, el más provocador y portador de más efectos»[59], la escuela católica es consciente de la tarea tan empeñativa que está llamada a afrontar y, por ello, conserva su gran importancia también en las circunstancias actuales.

55. Ella, cuando está animada por personas laicas y consagradas que viven en sincera unidad la misma misión educativa, muestra el rostro de una comunidad que tiende hacia una comunión cada vez más profunda. Esta comunión sabe hacerse acogedora respecto a las personas en crecimiento, haciéndoles sentir, a través de la solicitud materna de la Iglesia, que Dios lleva en el corazón la vida de cada uno de sus hijos. Ella sabe implicar a los jóvenes en una experiencia formativa global, para orientar y acompañar, a la luz de la Buena Nueva, la búsqueda de sentido que ellos viven, en formas inéditas y a menudo tortuosas, pero con una urgencia inquietante. Una comunión, en definitiva, que, basándose en Cristo, lo reconoce y lo anuncia a todos y a cada uno de los hombres como al único y verdadero Maestro (cfr Mt 23, 8).

56. Al entregar el presente documento a cuantos viven la misión educativa en la Iglesia, le confiamos a la Santísima Virgen María, madre y educadora de Cristo y de los hombres, todas las escuelas católicas para que, como los sirvientes en la bodas de Caná, sigan dócilmente Su cariñosa invitación: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5) y sean así, junto con toda la Iglesia, «la casa y la escuela de la comunión»[60] para los hombres de nuestro tiempo.

El Santo Padre, durante la audiencia concedida al Prefecto, ha aprobado el presente documento y ha autorizado su publicación.

Roma, 8 de septiembre de 2007, fiesta de la Natividad de la Virgen María.

Zenon Card.Grocholewski                        Mons. Angelo Vincenzo Zani

           Prefecto                                                    Subsecretario

 

Notas

[1] Benedicto XVI, Discurso con ocasión de la apertura del Congreso eclesial de la diócesis de Roma sobre la familia y la comunidad cristiana (6 de junio de 2005): AAS 97 (2005), 816.

[2] Juan Pablo II, Discurso a la Unesco (2 de junio de 1980), n. 18: AAS 72 (1980), 747.

[3] Congregación para la Educación Católica, La escuela católica en los umbrales del tercer milenio (28 de diciembre de 1997), n. 4.

[4] Concilio Ecuménico VaticanoII, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et spes (7 de diciembre de 1965), n. 22: AAS 58 (1966), 1042.

[5] Cf. Sagrada Congregación para la Educación Católica, La escuela católica (19 de marzo de 1977), n. 32.

[6] El presente documento se refiere a los sacerdotes, religiosos, religiosas y a las personas que con diversas formas de consagración eligen el camino del seguimiento de Cristo y dedicarse a Él con corazón indiviso (Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata, (25 de marzo de 1996), nn. 1-12: AAS 88 (1996), 377-385.

[7] Sagrada Congregación para la Educación Católica, El laico católico, testigo de la fe en la escuela (15 de octubre de 1982), n 37.

[8] Congregación para la Educación Católica, Las personas consagradas y su misión en la escuela, n. 6; Cfr. Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata, n. 96: AAS 88 (1996), 471-472.

[9] La escuela católica(19 de marzo de 1977); El laico católico, testigo de la fe en la escuela (15 de octubre de 1982); Orientaciones educativas sobre el amor humano. Pautas de educación sexual (1 de noviembre de 1983); Dimensión religiosa de la educación en la escuela católica (7 de abril de 1988); La escuela católica en los umbrales del tercer milenio (28 diciembre 1997); Las personas consagradas y su misión en la escuela. Reflexiones y orientaciones (28 de octubre de 2002).

[10] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica Communionis notio, (28 de mayo de 1992), n. 3b: AAS 85 (1993), 836.

[11] Cf. Misal Romano, Plegaria eucarística IV.

[12] Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001), n. 43: AAS 93 (2001), 297.

[13] Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia de oración en Marienfeld (20 de agosto de 2005): AAS 97 (2005), 886.

[14] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), n. 32: AAS 81 (1989), 451-452.

[15] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Declaración sobre la educación cristiana Gravissimum educationis (28 de octubre de 1965), n. 3: AAS 58 (1966), 731; C.I.C., cann. 793 y 1136.

[16] Pablo VI, Exhortación apostólica post-sinodal Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), n. 19: AAS 68 (1976), 18.

[17] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata, n. 54: AAS 88 (1996), 426-427. Para la colaboración entre fieles laicos y personas consagradas, ver también los nn. 54-56: AAS 88 (1996), 426-429.

[18] Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Caminar desde Cristo (14 de junio de 2002), n. 28.

[19] Cf. Congregación para la Educación Católica, Las personas consagradas y su misión en la escuela, n. 20.

[20] Sagrada Congregación para la Educación Católica, El laico católico, testigo de la fe en la escuela, n. 24.

[21] Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, n. 43: AAS 93 (2001), 297.

[22] Ibíd., n. 46: 299.

[23] Ibíd., n. 46: 300.

[24] Sagrada Congregación para la Educación Católica, La escuela católica, n. 37.

[25] Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), n.31: AAS 98 (2006), 244.

[26] Ibíd.

[27] Cf. Sagrada Congregación para la Educación Católica, El laico católico, testigo de la fe en la escuela, n. 60.

[28] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Divina Revelación Dei Verbum ( 18 de noviembre de 1965), n. 10: AAS 58 (1966), 822.

[29] Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Caminar desde Cristo, n. 31.

[30] Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, La vida fraterna en comunidad (2 de febrero 1de 994), n. 45 .

[31] Sagrada Congregación para la Educación Católica, El laico católico, testigo de la fe en la escuela, n. 7.

[32] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium (21 de noviembre de 1964), n. 31: AAS 57 (1965), 37.

[33] Sagrada Congregación para la Educación Católica, El laico católico, testigo de la fe en la escuela, n. 24.

[34] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral de la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et spes, n. 4: AAS 58 (1966), 1027.

[35] Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Caminar desde Cristo, n. 31.

[36] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici, n. 61: AAS 81(1989), 514.

[37] Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, La vida fraterna en comunidad, n. 45.

[38] Congregación para la Educación Católica, Las personas consagradas y su misión en la escuela, n. 21.

[39] Ibíd., n. 43.

[40] Benedicto XVI, Discurso a los representantes de algunas comunidades musulmanas (20 de agosto de 2005): AAS 97 (2005), 918.

[41] Benedicto XVI, Discurso con ocasión de la apertura del Congreso eclesial de la diócesis de Roma sobre la familia y la comunidad cristiana (6 de junio de 2005): AAS 97 (2005), 815.

[42] Benedicto XVI, Discurso a los obispos de Ontario, Canadá, en visita ad limina Apostolorum (8 de septiembre de 2006): L’Osservatore Romano(9 septiembre 2006), 9.

[43] Concilio Ecuménico Vaticano II, Declaración sobre la educación cristiana Gravissimum educationis, n. 8: AAS 58 (1966), 734.

[44] Sagrada Congregación para la Educación Católica, La escuela católica, n. 56.

[45] Cf Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici, n. 20: AAS 81 (1989), 425.

[46] Benedicto XVI, Discurso a los seminaristas (19 de agosto de 2005): AAS 97 (2005), 880.

[47] Juan Pablo II, Carta encíclica Centesimus annus (1 de mayo de 1991), n. 39: AAS 83 (1991), 842.

[48] Congregación para la Educación Católica, La escuela católica, n. 12.

[49] Ibíd., n. 31.

[50] Juan Pablo II, Carta encíclica Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987), n. 38: AAS 80 (1988), 566.

[51] Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est, n. 28b: AAS 98 (2006), 240.

[52] Ibíd., n. 19: 233.

[53] Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, n. 49: AAS 93 (2001), 302.

[54] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata, n. 25: AAS 88 (1996), 398.

[55] Congregación para la Educación Católica, Las personas consagradas y su misión en la escuela, n. 12.

[56] Benedicto XVI, Homilía durante la celebración eucarística en Marienfeld (21 de agosto de 2005): AAS 97 (2005), 892.

[57] Benedicto XVI, Vigilia de oración en Marienfeld (20 de agosto de 2005): AAS 97 (2005), 885.

[58] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et spes, n. 30: AAS 58 (1966), 1050.

[59] Juan Pablo II, Discurso a padres, estudiantes y docentes de las escuelas católicas (23 noviembre 1991), n. 6: AAS 84 (1992), 1136.

[60] Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, n. 43: AAS 93 (2001), 296

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13 comentarios

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