IX. Los Dones del Espíritu Santo

El sacramento de la Confirmación otorga al bautizado una intensificación de los dones del Espíritu Santo.

Segunda Parte: Estudio del Espíritu Santo.

TEMA 9. LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

9.1 ¿Qué son los dones del Espíritu Santo?

9.2 El don de temor de Dios

9.3 El don de piedad

9.4 El don de fortaleza

9.5 El don de consejo

9.6 El don de entendimiento o inteligencia

9.7 El don de ciencia

9.8 El don de sabiduría

El sacramento de la Confirmación otorga al bautizado una intensificación de los dones del Espíritu Santo. Es para nosotros lo que Pentecostés fue para los Apóstoles. A pesar de que Jesucristo ya les había dado el Espíritu Santo (cf. Juan. 20, 22), los Apóstoles permanecían tímidos, ignorantes e imperfectos. Dios (que todo lo hace bien) procedió por grados sucesivos en la comunicación de sus dones. Los Apóstoles tenían ya el Espíritu Santo, pero aún no habían recibido la dotación que los hacía capaces de manifestar la fuerza del amor de Cristo: ésta la recibieron el día de Pentecostés. También nosotros recibimos por primera vez al Espíritu Santo en el Bautismo, pero es hasta la Confirmación donde recibimos la plenitud de sus dones.

9.1 ¿Qué son los dones del Espíritu Santo?

De acuerdo a la definición de santo Tomás, los dones del Espíritu Santo son “unos hábitos o cualidades sobrenaturales permanentes, que perfeccionan al hombre y lo disponen a obedecer con prontitud a las inspiraciones del Espíritu Santo” (S. Th., I-II, q. 68, a. 3). Son fundamentalmente instrumentos receptivos -al modo de los aparatos que captan las ondas electromagnéticas, inaccesibles para los sentidos naturales-, pero se tornan animados por el soplo actual de Dios, y resultan a un tiempo flexibilidades y energías, docilidades y fuerzas que hacen al alma más pasiva bajo el influjo de Dios y, simultáneamente, más activa para seguirlo y secundar sus obras.

Van surgiendo en el alma como efecto de la caridad sobrenatural o gracia santificante que, por ser amor de amistad, engendra relaciones de reciprocidad, de intercambios, entre Dios y el alma. Como cualidades receptivas, los dones reciben y transmiten las inspiraciones, las mociones, la acción del Espíritu Santo, y permiten de este modo las intervenciones directas y personales de Dios en la vida moral y espiritual de nuestra alma hasta en sus menores detalles. “Eres al modo mío”, podría entonces decir Dios al alma sometida dócilmente a su influjo, porque se ha establecido la connaturalidad.

Estas intervenciones de Dios por los dones del Espíritu Santo no tienen otra finalidad que la de identificarnos con Nuestro Señor Jesucristo, haciéndonos uno con Él. Esto es así porque los dones del Espíritu Santo son, ante todo y sobre todo, una riqueza del alma de Cristo. A nadie puede darse el Espíritu Santo como al alma de Cristo, por la unión íntima del alma de Cristo con el Verbo, del cual procede. Por esta razón san Pablo llama al Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo (Gálatas 4, 6). Si toda alma en estado de gracia santificante es templo de Dios (I Cor 3, 16-17), lo es sobre todo el alma humana de Jesús, porque al estar unida al Verbo, el Espíritu le ha sido dado verdaderamente sin medida. El alma de Jesús vive de Él, se inspira en Él, es guiada y gobernada por Él. Del mismo modo nosotros, los hijos adoptivos de Dios, llamados a ser el mismo Cristo, estamos destinados a ser movidos por las luces santas y por los santos impulsos del Espíritu. Nuestra alma ha de permanecer entonces habitualmente despierta bajo la acción de Dios y cooperar a ella por un suave abandono.

Los siete dones del Espíritu Santo podrían compararse a siete puertas que se abren al infinito y por las que nos llega el suave soplo del santificador que trae consigo la luz y la vida. A nosotros no se nos pide comprender su modo de actuar ni abarcar la inagotable riqueza de su despliegue, pero sí se nos pide mantener abiertas las puertas de acceso a nuestro corazón. El soplo divino se ingeniará para servirse de esas puertas abiertas frente a él y se precipitará en ellas como un torrente, como un ‘río caudaloso’ para enriquecer al alma sobre todos sus méritos. Entonces Dios podrá realizar en ella el querer y el obrar, perfeccionar las virtudes, ejercer su acción progresivamente o de un solo tirón, según el modo y medida de su beneplácito. Santa Teresita del Niño Jesús comprueba un día que Dios la ha tomado y la ha colocado ahí donde está. San Pablo declara, por su parte, que él es lo que es por la acción del Espíritu.

Resulta entonces que el camino hacia la santidad no es sino la solución al problema de cómo atraer el soplo del Espíritu, y cómo entregarse y cooperar después a su acción irruptora. Aunque con la Confirmación se recibe una intensificación del actuar del Espíritu Santo, éste ha de encontrar un alma abierta, dispuesta, receptiva, deseosa y dócil a su acción.

Una hermosa leyenda rabínica en torno al Rey David puede ilustrar esta necesidad de disponer nuestro interior para esa tarea. David fue, para su tiempo, lo que hoy llamaríamos un ‘cantautor’: redactaba los textos de los salmos, les ponía música y los cantaba, acompañándose del arpa.

La leyenda dice que cada noche, antes de acostarse, David templaba cuidadosamente las cuerdas del arpa, que luego colgaba a la cabecera de su lecho. Dejaba entreabierta la ventana que daba al jardín y así, cuando el céfiro del amanecer entraba en la habitación, rozaba las cuerdas del arpa, y al suave son que ese roce producía, el Rey Profeta se despertaba y entonaba jubiloso las alabanzas al Señor.

Así nosotros: templadas por la purificación del corazón las cuerdas del alma y dejando abiertas las ventanas al jardín del recogimiento interior, seremos capaces de extasiarnos con la música inefable del Artista divino. Las disposiciones imprescindibles, pues, para una más intensa acción de los dones del Espíritu Santo consistirán en la limpieza interior y en el cultivo de la vida de oración.

Dios lleva a cabo su plan sin arañar siquiera nuestra libertad, actuando gradualmente, de acuerdo a nuestra naturaleza humana y a la generosidad de nuestra respuesta. Su acción es una y única, pero nosotros -dada la rudeza de nuestra percepción- tenemos que dividirla a fin de vislumbrar un poco menos mal sus variados matices [Como dice santo Tomás, la bondad de Dios, que en Dios existe simpliciter et uniformiter, en lo creado existe multipliciter et divisim (S. Th., I, q. 47, a. 1). Así la acción del Espíritu Santo que de suyo es única adopta en las almas diversas formas, según las necesidades del hombre y en correspondencia con las facultades que ha de perfeccionar. Se le ha por ello comparado al agua, que siendo una produce múltiples efectos: “¿Por qué llamó el Señor agua a la gracia del Espíritu? Porque ella se derrama de una sola manera y en una sola forma, pero produce múltiples efectos: existe de un modo particular en la palmera, y de otro en la vid…” (S. CIRILO DE JERUSALÉN, Cateq., PG 33, 935)]. Sobre la base de la revelación de Isaías [“Brotará -dice el Profeta- un tronco de la raíz de Jessé, una flor nacerá de esta raíz, y descansará en ella el Espíritu de Sabiduría y de Entendimiento, el Espíritu de Consejo y de Fortaleza, el Espíritu de Ciencia y de Piedad, y la llenará el Espíritu del Temor del Señor” (11, 1-3)]. Lo que Isaías llama ‘espíritus’ es lo que en el tecnicismo teológico se llama ‘dones’., la enseñanza de la Iglesia ha distinguido siete dones, y los explica comenzando habitualmente por el citado al final en el Profeta: el don de temor de Dios, para culminar en el más perfecto: el de sabiduría. Los estudiaremos a continuación por separado.

9.2 El don de temor de Dios

En las etapas iniciales de la vida espiritual, las intervenciones personales del Espíritu de Dios se ordenan sobre todo a arrancar el pecado de nuestras almas, y a consolidarlas en el bien. De ahí que el primero de los dones nos lleve a experimentar el contraste entre la santidad de Dios y nuestra miseria de pecadores. Una persona “temerosa de Dios” es aquella que posee la convicción de la infinita grandeza de “Aquel que es”; logrando con dicho don descubrir el sentido de lo sagrado y de postrarse ante él. En otras palabras, el don de temor de Dios nos otorga la especial finura del alma que hace al hombre un ser religioso. Quizá la tremenda despersonalización de nuestra sociedad contemporánea produzca, por una parte, la trivialización de lo realmente importante -es decir, de lo divino- y, por otra, el oscurecimiento de la realidad de Dios como Persona, como interlocutor de tremenda majestad al que todo se le debe, y dejamos entonces de reconocer su trascendencia y su gobierno sobre cada ser y cada cosa.

Nosotros podemos advertir la ausencia de este don, por ejemplo, en nuestras plegarias rutinarias, o cuando transcurre nuestra existencia en una frívola superficialidad, sin advertir la presencia y la importancia de Aquel que es el Creador y Ser Supremo, así como también en la desacralización de los ritos litúrgicos. Podemos también advertir la ausencia de actuación de este don en aquellas personas que, aun estando en gracia, no terminan de ‘despegar’ en su vida espiritual. Carecen de autonomía propia en lo que a la piedad se refiere y, si rezan, lo hacen bien porque lo consideran un deber, bien porque se han estacionado en el mínimo rutinario que les viene de costumbre inveterada. No se da en su interior descubrimiento alguno, ni interés particular, ni afecto de piedad que pueda considerarse estrictamente personal. A pesar de poseer al completo – por la infusión de la gracia santificante- el organismo sobrenatural, éste no funciona debidamente. La falta de correspondencia no ha permitido que el Espíritu divino comience su tarea: se halla como encapsulado. Cuando, por el contrario, el alma abre sus compuertas con una actitud deseosa de búsqueda, el don de temor la introduce en una religiosidad profunda, sincera, en una adoración a Dios que resulta verdaderamente de corazón. Ha logrado la ‘personalización’, el proceso de santificación único, irrepetible e intransferible.

Quizá en este punto nos surja la cuestión referida al término temor de Dios, y nos preguntemos cómo es posible que exista una acción especial del Espíritu Santo referida al temor. ¿No resulta contradictorio hablar del ‘temor’ como don del Espíritu Santo? Si el Espíritu Santo es el Amor Sustancial, ¿puede darse temor en el amor? En realidad sí: hay un temor que procede del amor. En este punto de actuación del don de temor se vislumbra un nuevo matiz, que ha ido más allá del inicial, el que anotábamos antes como punto de arranque de una vida interior propia y autónoma. En este punto se da una actuación más intensa que la señalada arriba. Porque, como dijimos, los dones no son lineales y unívocos, sino que adoptan diferentes coloraciones e intensidades. En este caso, otro de los destellos de este don consistirá precisamente en el temor de perder el amor. Con este don, el Espíritu Santo logra que el alma advierta que es terrible y gravísimo (en realidad, lo más terrible de todo) la pérdida de aquello que constituye el objeto único de su vida y de su amor.

Esto es así porque el alma ha experimentado la dulzura del amor del Amado, y entonces el don le infunde un horror instintivo, profundísimo, que le hace decir: todo menos apartarme de Ti; todo menos perder nuestra unión estrechísima, nuestra mutua intimidad. Es un temor filial, es un temor nobilísimo que brota de las entrañas mismas del amor, y que experimenta todo aquel que ama: Da mihi amantem et sentit quod dico, escribió san Agustín (“Dame uno que haya amado y comprenderá lo que digo”: Tr. 26, sup. Ioann). Y santa Teresa lo refleja en el diálogo entre Dios y el alma:

-Alma, ¿qué queréis de Mí?
-Dios mío, no más que verte.
-¿Y qué temes más de ti?
-Lo que más temo es perderte.
(Poesías: ‘Coloquio de Amor’)

Sometida al don de temor, el alma se abandona a su Dios, entregándose totalmente en sus manos: -Señor, le dice, tómame, apodérate de mí; te pertenezco, átame, estréchame, para que no nos separemos jamás. Todo su afán será agradarlo, y si para ello hace falta –dada su torpeza y la dureza de su corazón- entregarle su libertad, no tendrá reparo alguno en hacerlo: no quiere ser libre de perderlo. La expresión más acabada de esta etapa del don de temor es la respuesta de María al Ángel: He aquí la esclava del Señor. Ella ha hecho entrega de su libre determinación y no busca sino ser un instrumento dócil a cualquier invitación divina: que se haga en mí según tu palabra. Cuando nos abrimos de este modo a la acción del Espíritu Santo, Él se posesiona, se apodera de nuestro yo, porque nuestro yo quiso pertenecerle.

9.3 El don de fortaleza

Juntamente con la gracia santificante recibida en el bautismo, Dios nos otorga las virtudes infusas, teologales y morales. Cuando llegamos al uso de razón no estamos a merced de todos los vientos porque Dios nos ha dado la provisión necesaria para sortearlos. A nosotros no nos toca sino desarrollar eficazmente tal provisión. De modo particular, y en orden a superar las dificultades y esquivar los peligros, Dios nos provee de un conjunto de virtudes que se agrupan en torno a la virtud cardinal de la fortaleza. Son la paciencia, la perseverancia, la fidelidad, la magnanimidad…; virtudes sobrenaturales eficacísimas para acometer empresas arduas.

Pero estas virtudes no son suficientes para la meta más alta de todas las posibles, porque llevan el sello nuestro, es decir, el sello humano, caracterizado por la debilidad y la deficiencia. Entonces interviene Dios dando el don de fortaleza, que no tiene el sello humano sino el divino: es Él ahora quien nos presta su fortaleza y nos lleva a exclamar con el Apóstol: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Filipenses 4, 13). Esta frase sintetiza claramente lo que el don de fortaleza produce en nuestras almas.

A primera vista, la afirmación de san Pablo ‘todo lo puedo’ podría parecer jactanciosa, porque no establece limitación alguna, ya que poderlo todo es lo propio de Dios. Pero el alma en la que actúa este don con lo que cuenta es precisamente con la Fuerza de Dios, que es la que la con-forta, la hace fuerte. Quizá más que en otros, en el don de fortaleza resalta, como contraste para nuestra debilidad, la necesidad de la connaturalidad. El fuerte es Dios, no nosotros. Seremos fuertes porque participamos de su fortaleza, no porque la tengamos nosotros. La nuestra, en todo caso, es prestada (Camino 728: “Toda nuestra fortaleza es prestada”).

Este don nos hará incluso a ser capaces de ofrendar nuestra vida, sin que nos invada el miedo, como ocurría en los primeros siglos del cristianismo con las niñas mártires, que manifestaban una capacidad de padecer los tormentos y la muerte con una entereza muy superior a su edad y a su sexo, tal como se lee en las actas de sus martirios: “Hasta las niñas van a la muerte cantando”. A santa Gema Galgani le otorgaba la capacidad de realizar su propia inmolación: necesito víctimas, le decía Jesús, y en esa petición encontraba ella la fuerza para realizar el holocausto de su vida en cada jornada. Dios está con nosotros y nos da como una parte de sí, una fuerza divina que cumple en cada uno: “lo acaba todo en todos” (Efesios 1, 23).

Otro hermoso ejemplo de la conciencia de este don nos lo ofrece la respuesta de santa Felícitas al guardián de la prisión en que ella se preparaba para el martirio. Al oírla él gemir entre los dolores del parto le dijo: ‘Si tú ahora que estás dando a luz gritas de ese modo, ¿qué será mañana, cuando te despedacen los leones?’ La joven madre replicó: ‘Ahora soy yo la que sufre; mañana, Otro sufrirá por mí’. De modo patente actuó el don de fortaleza en los Apóstoles de Jesucristo: amaban sin duda a su Señor, pero su amor tenía más de humano y natural que de efecto del actuar del Santificador. Por eso, al verlo preso, su amor no fue suficiente y huyeron y lo abandonaron (Marcos 14, 50). Pero cuando el Espíritu Santo encendió sus corazones comunicándoles la intensidad de su don, lo confesarán, intrépidos, hasta dar la vida por Aquel mismo que antes abandonaron. Tal es el motivo formal del don de fortaleza, como de todos los dones del Espíritu Santo. El hombre actúa directamente inspirado y personalmente impulsado por la Inteligencia, la Ciencia, la Sabiduría, el Consejo y el Poder de Dios.

9.4 El don de piedad

El don de piedad actúa dándonos un recogimiento cada vez mayor que garantiza a nuestra vida una oración genuina. Esta oración genuina es una oración superior, iluminada, y no resulta como efecto de la gracia ordinaria. Por la gracia ordinaria deliberamos, de manera discursiva o racional, pongamos por caso, sobre el rezar el rosario o leer el Evangelio a la hora acostumbrada. Nos movemos nosotros mismos, por más o menos explícita deliberación, a ese acto de piedad. Pero si en el rezo o en la lectura algo nos lleva a orar desde lo profundo de modo previo, es decir, anterior a la deliberación discursiva, hemos de comprender agradecidos que el Espíritu Santo actuó por medio del don de piedad.

Este don suple las imperfecciones de la virtud de la religión, la cual busca dar a Dios el culto debido según lo entiende la razón esclarecida por la fe. No traspasaríamos entonces la barrera de la relación distante, formal, genérica. El don de piedad nos hace, por el contrario, interlocutores directos, singulares, rodeados del personalismo y la familiaridad que caracteriza a los íntimos.

Tal oración genuina no es ya la del siervo, sino la del hijo, y el trato con Dios discurre habitualmente por los cauces de una confiadísima familiaridad. Por este don nuestras relaciones con Él van mucho más allá de la mera justicia, y le ofrecemos nuestra vida personal y todas nuestras fuerzas sin reserva alguna al egoísmo. Porque estamos ahora en la viña de nuestro Padre, al que deseamos honrar y engrandecer, sencillamente porque es nuestro Padre.

Así es como el don de piedad nos introduce en el campo de la confianza ilimitada con Dios, a quien reconocemos como Padre infinitamente bueno que despliega sobre cada uno de sus hijos lo infinito de su Amor. Nada puede robar la paz al corazón de los hijos que experimentan el poder y la bondad de un Padre así. Es el camino del abandono en el amor, que Dios quiso recordar al mundo a través de santa Teresa de Lisieux. La confianza ilimitada que ella tenía en Dios era una confianza filial, efecto del don de piedad, era una entrega absoluta por la cual dejaba en las manos de su Padre todo lo que era y poseía [1].

Pero el don de piedad irradia. No permanece en la conciencia de una filiación aislada de la filiación de todos los hijos, sino que el don de piedad proyecta hacia la fraternidad. Comunica la dulzura que hace ver en los demás no a ‘otros’, a extraños, sino a consanguíneos, a familiares, a los hijos muy amados de un Padre común. Surge entonces, como efecto del don de piedad, la caridad fraterna,: si no amamos a los hijos, ¿cómo decimos que amamos al Padre? [2]. Surge también el afán apostólico y redentor: queremos que los hijos del Padre lo sean ‘en espíritu y en verdad’, pues con ello Él será glorificado, encontrará la plenificación de su gozo y su plan.

Un matiz particularmente significativo del don de piedad se manifiesta en el descubrimiento de la bondad del Padre en medio de las pruebas, del dolor, de la contrariedad, e incluso en medio de la aparente ausencia suya y de su Amor. Dios no quiere el sufrimiento por el sufrimiento, sino como un medio corto de acercarnos a nuestro fin, a la manera de un remedio o una operación quirúrgica. Es un medio pasajero que logra resultados de otro orden: eternos, incomparables [“Porque nuestra tribulación momentánea y ligera va labrándonos un eterno peso de gloria cada vez más inmensamente” (II Cor. 4, 17)].

Pero aquí en la vida terrena el sufrimiento es necesario y Dios, dice santa Teresa de Lisieux, sufre con nuestro sufrimiento; Él nos lo envía volviendo a otro lado la cabeza: “El buen Dios, que nos ama tanto, ya tiene bastante con estar obligado a dejarnos cumplir nuestro tiempo de prueba en la tierra, sin que vengamos constantemente a decirle que estamos mal en ella; no hemos de adoptar el aspecto de que nos damos cuenta de ello” (Carta a Celina. Consejos y recuerdos de la hermana Genoveva, n. 58).

El don de piedad hace adivinar que el Dios de los cristianos no es un Dios duro y temible, sino un Amor eterno, educador, prudente y sabio que, lejos de multiplicar las penas, se las ingenia para abreviarlas, suspenderlas y reducirlas, en la medida en que ello es divinamente posible para satisfacer su justicia. Cuando lo vemos así descubrimos que el sufrimiento no es obra de Dios, del Padre bueno, porque de Él procede todo bien: el sufrimiento es fruto de la desgracia original y de todos los pecados sucesivos, pero que la admirable misericordia divina ha transformado el fruto amargo en remedio salvífico.

La finura del alma invadida por el don de piedad descubre un corazón paterno que se conmueve ante cualquier pena de los suyos, por pequeña que sea, y busca el modo de evitársela. Es la doctora de Lisieux renovadora de la ciencia de los dones del Espíritu Santo, pero muy particularmente del don de piedad. Para ella Dios es un padre misericordioso que tiene necesidad (no dudemos en emplear esa palabra), tiene necesidad de amarnos. Dice ella: “Conozco a Dios; es un padre, es una madre que para ser feliz necesita tener a su hijo en sus rodillas, en su seno” (Ms B, 1 r.). Un padre experimenta esa exigencia de amor. Teresa conocía el amor profundo y la dulce ternura de su padre por ella, que necesitaba tener cerca a su hija. Para la santa, ir a estar con Dios, cerca de Dios, era motivado por una audaz intuición: “No estoy aquí por mí, sino por Él. Voy a ver a Dios porque eso le gusta, porque se alegra de verme” (Ms A, 79 v.). Esto es una enorme verdad, pues en los encuentros es siempre más feliz aquel que ama más: es una intuición teologal, basada en la misma naturaleza de Dios, Amor infinito.

Estar como un niño pequeño y muy amado ante un Padre todo bondad: el don de piedad adquiere en Teresa delicadezas admirables dirigidas a un Padre así. Dice ella: “Si por casualidad el cielo no fuera tan bonito como creo, trataría de disimular mi sorpresa para no disgustar a Dios” (Cuaderno Amarillo de la Madre Inés, 15-5-2). O bien, en invierno, cuando tenía frío pensaba: “Dios me ama; no le gusta que yo tenga frío y que sufra así”, y por eso intentaba ocultarle ese sufrimiento, cuando se frotaba las manos, decía: “Lo hago a hurtadillas para que Dios no me vea y no se disguste” (Procés apostolique, 279). Esa manera de tratarlo, esa manera de entenderlo y de ser delicados con Él a tal extremo, no puede ser sino una expresión maravillosa del don de piedad.

9.5 El don de consejo

En la mutua interconexión de los dones interviene el de consejo, que nos hace transitar del plano especulativo al práctico. Hemos logrado movernos de modo más connatural en el mundo de Dios, y buscamos entonces su querer hasta en lo más minúsculo de nuestra existencia, para ajustarnos a él. Porque el don de consejo no consiste en la capacidad de dar nosotros buenos consejos a los demás, sino de recibirlos de Dios. Entonces ya estaremos nosotros en buenas condiciones de darlos a los demás.

Nosotros aceptamos consejos dependiendo de la cualidad de la persona. Los consejos que nos vienen del Espíritu Santo, del Padre y del Hijo, son el fruto del Consejo de la Trinidad. Pero, ¿existen para todos esos consejos, o están reservados sólo a aquellos que tienen un papel de protagonismo en la vida del mundo o de la Iglesia? Y, en caso afirmativo, ¿cómo conocerlos?

La experiencia de los santos asegura la existencia de tales consejos. Si nosotros vamos siendo más y más sensibles a la intimidad divina (es decir, si crece la connaturalidad), los podremos advertir en nuestra propia conciencia.

Santa Juana de Arco lo afirmó explícitamente ante sus jueces: ‘Ustedes se han reunido en su Consejo; yo he tenido también el mío’. Hablaba, es verdad, de sus voces, pero esas voces eran la voz de Dios. Oponía los consejos de Dios a los consejos de los hombres.

En realidad, este auxilio de lo alto no le falta a ningún alma cristiana, aunque a veces nuestra rudeza interior nos impida reconocerlo. Por eso importa abrirse a este don creyendo que Dios está muy interesado en iluminarnos de continuo y que de hecho lo hace. Dios es máximamente comunicable, y se comunica de muchos modos, también con palabras humanas. ¿No nos asegura Nuestro Señor que el Espíritu Santo sería nuestro gran inspirador? Yo les enviaré al Espíritu Santo, que les enseñará todo y les traerá a la memoria todo lo que Yo les he dicho (Juan 14, 26).

Esta seguridad prometió Jesús a sus Apóstoles en el Huerto de Getsemaní, pocos minutos antes de ser apresado. ¿No valdría la pena que nosotros tratáramos de creernos con más frecuencia que nos habla? Más vale que a veces nos equivoquemos en nuestra apreciación a pensar que sólo se dirigirá a nosotros una o dos veces en la vida.

9.6 El don de entendimiento o inteligencia

Los dones contemplativos resultan del todo necesarios para ser introducidos en la intimidad divina. En primer lugar porque nuestra inteligencia requiere una adecuada provisión para adentrarse en este mundo de verdades sublimes y profundas. De aquí surge la necesidad del don de entendimiento o inteligencia, que permite al Espíritu Santo dirigir por Sí mismo esta nueva actividad mental que vamos poseyendo.

Al igual que la virtud de la fe, a la que perfecciona, el don de inteligencia es, sobre todo, contemplativo. Pero, a diferencia de la fe, cuando recibimos el don de entendimiento no sólo asentimos a la verdad propuesta -eso lo hacemos con la fe-, sino que percibimos de algún modo experimentalmente esa verdad. Puede decirse que la sentimos, no con sentimiento sensible sino por adecuación de nuestra mente actuada pasivamente por ese don: “la fe –explica santo Tomás- importa sólo el asentimiento a las cosas que se proponen, pero el don de entendimiento importa cierta percepción de la verdad” (S. Th., II-II, q. 8, a. 5, ad 3).

Por este don el Espíritu Santo nos eleva a la contemplación, que es una mirada singular y profunda de Dios y de las cosas divinas. Se podría decir que la contemplación es la luz bellísima de los que se aman. Con este don somos capaces de ver el orden sobrenatural, de penetrar en lo oculto, como si se nos adaptara un aparato espiritual de Rayos X que nos permitiera descifrar el interior de las verdades. Entonces nuestra alma se fascina contemplando a Dios en la infinitud de sus perfecciones y en los abismos de su Trinidad, y desde ahí descubre el sentido de las intervenciones divinas en las personas y los acontecimientos. No son sino las mismas verdades de fe que hemos creído siempre, pero el don de inteligencia nos hace ahora capaces de penetrarlas de un modo más profundo, con una mayor amplitud visual y con una agudeza de análisis antes desconocida. Es la revelación de los secretos de Jesús, que éste confía a sus íntimos: A ustedes los he llamado amigos, porque les hice conocer todo cuanto oí de mi Padre (Juan 15, 15).

Cuando un bautizado confiesa por la fe a Dios como Padre dice exactamente lo mismo que manifiesta el contemplativo cuando se encuentra arrebatado por la cercanía y la bondad del Padre celestial. El bautizado lo dice impulsado por la fe, y lo mismo el contemplativo. Pero éste tiene además la penetración del misterio por el don de entendimiento, y el arrebato del gozo en el amor del Padre, connaturalidad con lo divino, que le otorga el don de sabiduría. El niño que recibe la hostia por vez primera dice que Jesús está en Él, afirmando lo mismo que san Pablo y que san Juan cuando hablan del vivir Cristo en lugar nuestro. La diferencia entre ambas imágenes es la mayor o menor capacidad de percepción, otorgada por el don de entendimiento, y la mayor o menor connaturalidad con el misterio, otorgada por el don de sabiduría. El objeto contemplado es idéntico en cualquier caso, porque es el misterio de Dios, pero nuestro paladar, sin una ayuda especial del Espíritu Santo, no puede gustar plenamente su dulzura, ni nuestra mirada captar cumplidamente su belleza.

Pongamos otro ejemplo: el de hacer un acto de fe en la presencia de inhabitación de la Trinidad Beatísima que mora en nuestra alma. Cuando nos disponemos a fijar nuestra atención en esa verdad dogmática buscando encontrar en ella materia para nuevas incursiones en esa intimidad, brota, de pronto, en medio de la oscuridad del misterio, un sabor, una luz confusa, un algo que cautiva y que invita a permanecer sosegadamente en la contemplación de esa oscuridad (que, dicho sea de paso, no se disipa nunca del todo). Podemos afirmar entonces que el Espíritu Santo nos ha regalado una moción del don de entendimiento. Otro ejemplo más: la enfermera que, atendiendo maternalmente a un enfermo descubre de pronto, de modo luminoso, concreto y vital, que ese enfermo no es sino un miembro doliente de Cristo. Ya no ve en él sino a su Señor amado y, empujada dulcemente por el hallazgo de un amor que no reconocía apenas, continúa su abnegada misión con una bondad y delicadeza incomparables. El Espíritu Santo volvió a actuar con su don de entendimiento [3].

9.7 El don de ciencia

Con el don de ciencia nuestra alma logra situar en su justa dimensión el orden de las causas segundas. Este don nos impide caer en el deslumbramiento efímero de las criaturas, así como también nos libra del error de despreciarlas como ajenas al plan de Dios. Caminamos entre ellas sin inclinarnos ni a derecha ni a izquierda, sin desorbitarlas, midiéndolas según su orientación al fin. Con el don de ciencia ubicamos el sentido de los medios, sabemos de su vanidad y advertimos su grandeza en cuanto reflejos del semblante divino. Tiene, pues, un doble aspecto: hacernos descubrir que las cosas creadas llevan a Dios (aspecto que podríamos llamar positivo), y otro (calificado como negativo) que nos permite advertir el peligro del mundo como posible obstáculo al plan de Dios, o mejor dicho, que las cosas creadas son nada en comparación a su Creador.

Comencemos por el primer aspecto: las realidades creadas en cuanto escalas que conducen a Dios.

La ciencia es un don contemplativo por el que somos capaces de vislumbrar al Creador a través de lo creado, como cuando Jesús nos invita a descubrir a su Padre en los lirios del campo y las aves del cielo. Con este don, todo es teofanía: advertimos entonces que en el más pequeño átomo del universo se proclama la infinitud de Dios, y que Él está presente también dentro de nosotros, en cada uno de los impulsos de nuestro corazón y de nuestra mente, aun el más mínimo, en cada uno de nuestros prójimos y en los sucesos de nuestra existencia toda, así como en cada cosa y cada acción [Cabodevilla ha escrito un ensayo en el que vislumbra los modos inagotables de estar Dios presente en cada realidad creada. Es su libro póstumo, y lleva el significativo título de Orar con las cosas (BAC, Madrid 2004)].

Gracias a la actuación del Espíritu Santo a través del don de ciencia, cualquier realidad nos habla ahora de Aquel a quien amamos. Ocurre algo semejante a lo que les pasa a los enamorados: para ellos ciertos objetos resultan especialmente evocadores de momentos de especial intensidad o relevancia para su mutuo amor. El contemplativo entiende que existe una ininterrumpida línea de continuidad en el orden del ser, y entonces la minúscula hierba o el soplar del viento será luz indicadora para recordarle a Aquel que ama, porque esas realidades de Él proceden y a Él manifiestan [Observando una noche con su padre el cielo estrellado, santa Teresita de Lisieux señaló la constelación de Orión (que guarda cierto parecido a una T) y dijo: “Mira, papá, Dios escribió mi nombre en el cielo”. Otra actuación del don de ciencia en su alma se refleja en el siguiente episodio: “Me acuerdo un día en que el hermoso cielo azul de la campiña se cubrió de nubes; y muy pronto se empezó a sentir una furiosa tormenta con grandes truenos y relámpagos y rayos. Y yo me volvía a derecha e izquierda, para no perder nada de este espectáculo majestuoso: en fin, vi caer el granizo, y lejos de sentir el menor miedo, estaba encantada: ¡ME PARECÍA QUE DIOS ESTABA MUY CERCA DE MÍ!” (Ms, A 14v)].

En este aspecto primero del don de ciencia, el testimonio de los santos es elocuente: “Una palabra oída de paso, la vista de una flor, de un objeto cualquiera, un sueño, un canto, etc., le descubre a su Dios, envuelto u oculto en esas cosas que le revelan su hermosura, su poder, su grandeza y, sobre todo, su bondad. ¡Más de una vez el canto de un pájaro me ha hecho sentir la presencia de Dios! ¡Triste, infeliz y desgraciado aquel que no encuentra a Dios en todas partes, y no le hablan de Él todas las cosas, ni le muestran su amor, ni le hacen sentir su presencia y oír su voz! Yo no podría vivir; para mí sería insoportable la vida” (M. MAGDALENA DE JESÚS SACRAMENTADO, Carta al P. Arintero, en La mística del amor, BAC, Madrid 1998, pp. 232-3).

Hay quien dijo que antes de que las criaturas tuvieran nombre propio todas se llamaban igual: ‘reflejos de la Bondad divina’; ‘escalas para ir a Dios’. Para el alma en que actúa el don de ciencia todas las criaturas son reflejos de Dios, reflejos de divina Hermosura, medios adecuadísimos para llegar hasta Él. Y lo mismo ocurre no ya con las cosas, sino con nuestra propia actividad, pues de alguna manera lo descubrimos a Él actuando en nosotros y por medio de nosotros, y cada hora de nuestro trabajo será una hora para estar con Él [(“Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración” (Camino, 335)], y la mesa del escritorio o el campo de labranza serán los altares donde se glorifique a Dios. Y lo mismo sucederá en el ámbito familiar y social, pues cada uno de los que nos rodean será manifestación de Cristo, su icono [“En cada niño que nace y en cada hombre que vive y que muere reconocemos la imagen de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo, icono de Jesucristo” (JUAN PABLO II, Ex. Ap. Evangelium vitae, n. 84)]. Y tendrá relevancia incluso cada habitación de nuestra casa, y hasta cada rincón, pues todo nos hace referencia a su inexhausto Amor. Estaremos entonces comprobando que en todo “hay un algo santo, divino, que toca a cada uno de vosotros descubrir” (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Homilía, Campus de la Universidad de Navarra, mayo de 1968. En Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Ed. Rialp, Madrid 1980, n. 114).

La antítesis del don de ciencia aparece en el materialista. A éste las realidades creadas lo aplastan, porque llenan del todo el panorama de su horizonte. A veces quisiera librarse de ese embrujo, y suspira en lo profundo por los bienes verdaderos, pero vuelve pronto a caer en el hechizo y es arrastrado hasta el fondo de ese efímero atractivo. Quisiera librarse de él, pero piensa que ya es demasiado tarde. Lleva muchos años gustando un sabor que le resulta casi asemejado a él: su corazón se ha endurecido, cosificándose.

Nadie está del todo libre de este peligro; nadie es conducido en totalidad por el don de ciencia pues difícilmente alcanzamos a desentrañar plenamente la nada de la criatura. Pero también es cierto que a medida que colaboramos con la acción del Espíritu Santo a base del desprendimiento interior, a base de la liberalización de ataduras en nuestro corazón, la luz del Santificador produce una inmensa decepción de las criaturas, porque vemos de manera distinta la nada de ellas. Cuando éramos niños dábamos mucha importancia a ciertos juguetes, que ahora vemos sólo con la simpatía del recuerdo, pero que carecen ya para nosotros de interés en cuanto tales juguetes. Al alma poseída por el don de ciencia los juguetes materiales, todos ellos, no son sino futilerías.

Hay, pues, un doble aspecto del don de ciencia. Ambos se refieren a las cosas creadas, pero mientras uno de ellos desenmascara su vanidad, su existencia efímera, su señuelo, el otro encuentra la manera de que las criaturas lleven a Dios.

Podemos comprobar la acción de este doble aspecto del don de ciencia en el alma de san Agustín cuando, ya convertido pero todavía catecúmeno, sentado en la Catedral de Milán y escuchando las grandes homilías de san Ambrosio, repasa su vida íntima y ve la miseria en que lo han sumido las criaturas que él buscaba como fin: el placer, la retórica, los honores. Pero también advierte que han sido las criaturas quienes le revelaron a Dios: en primer lugar, Mónica, su santa madre, en la que vislumbra reflejos de la ternura y la solicitud divinas; luego, Ambrosio, que le representa la palabra y la santidad de Dios. Y se pone a llorar copiosamente. ‘Me hacían bien esas lágrimas’, escribe.

En esos grados crecientes de intensidad con que actúan los dones, el de ciencia tiene un efecto hermosísimo y a la vez extraño. Las almas que lo poseen miran los sufrimientos, las enfermedades, las contrariedades, las penas y las humillaciones de una manera distinta. Para ellos ahora el sacrificio es una preciosa realidad que contiene de manera inequívoca el destello de lo divino, porque experimentan de modo personal y vivo que en el sufrimiento y la humillación nos asemejamos a Cristo, y nada hay sobre la tierra tan divino como todo lo que nos asemeja a Él; nada tan eficaz, por tanto, para alejarnos de las vanidades de la tierra.

Es lo que llevaba a santa Teresa a exclamar: “O padecer o morir”. Y a san Juan de la Cruz, aquel día que Jesús le habló y le dijo: “¿Qué recompensa deseas por todo lo que has hecho por Mí?”, él contestó: “¡Señor, padecer y ser despreciado por amor a Ti!”.

Con el don de ciencia el hombre ve y experimenta que toda su razón de ser está en Dios. Es en esta polarización y sólo en ella donde sitúa el atractivo de las cosas, sin que se produzca tensión íntima, sin que se dé el desgarramiento doloroso por presiones contrarias instaladas en su corazón. La única fuerza que se deja sentir, que solicita al hombre, que ‘padece’ el hombre, es Dios.

Santa Teresa lo refiere con frase dura cuando Dios arranca del todo su alma y la lanza hacia Él: “Parece vive contra natura, pues ya no quería vivir en sí, sino en Vos” (Vida 16, 5). Esta tensión irrefrenable se apodera de su alma, como consecuencia de su desasimiento, y aumenta conforme la acción divina se produce a niveles más profundos, hasta hacerle gritar a Dios “con gran furor” (Cuentas de Conciencia 1, 3).

9.8 El don de sabiduría

El don de sabiduría lo concede Dios como cima de la vida espiritual. Si en la base de la pirámide se coloca el don de temor, en la cúspide está la sabiduría. “El principio de la sabiduría es el temor de Yahvé”, enseña el salmo 110. Y san Agustín apostilla: “el temor es el principio de la sabiduría, mas la caridad es su perfección”. Y, en efecto, es al amor mutuo entre Dios y el alma a lo que de modo directo atiende este don.

La sabiduría como don se distingue de la sabiduría teológica porque no proviene, como ésta, por conceptualización y razonamiento discursivo, sino por experiencia de las cosas divinas a través del amor: es la sabiduría de los santos. Ambas proceden de la fe, y están llamadas a ayudarse mutuamente: el cristiano lleno del Espíritu de Dios no desprecia, como los espiritualistas, la ciencia teológica, la enseñanza de los doctores. Sabe que las verdades divinas se someten al conocimiento conceptual, y entiende que en la sana Teología se apoya el don de sabiduría. Pero sabe también que el don añade a la ciencia la afectividad concreta, experimental; conocimiento amoroso, por connaturalidad. Y es que el cristiano, cuando ha sido introducido en la vida íntima de Dios, no recibe sólo una adjudicación extrínseca de los méritos de Cristo, según la concepción protestante, sino que es sujeto pasivo de una fusión amorosa, es decir, experimenta una verdadera transformación interior, realizándose en él una renovación profunda que lo diviniza en su misma esencia y crea en él hábitos nuevos.

Quien posee el don de sabiduría conoce porque ama. Dios y las cosas divinas le son ya no sólo conceptualmente interiorizadas, como le ocurría con las luces provenientes del don de entendimiento, sino que además resultan ahora gustadas en una dulce e íntima experiencia de amor. El don de sabiduría actúa, como todos los demás dones, por connaturalidad, pero alcanzando aquí su grado máximo: Dios es percibido experimentalmente por sus efectos en el alma, a través de una percepción ya no abstracta y por meras nociones, sino penetrada y transfigurada por una inclinación afectiva que hace a Dios el Objeto supremo de la felicidad y de la fruición. Son experiencias de cielo adelantadas.

Pero, ¡cuánto cuesta comprar semejante gozo del Espíritu Santo! Es necesario que nuestro interior se disloque, que sea dilatado hasta distenderse, para tener un instante de contacto divino. Hay en ese proceso momentos terribles, que los místicos llaman gran tiniebla o nube del desconocimiento, pues todo lo que era luz desaparece. Ha sido preciso renunciar a los procedimientos naturales de nuestro espíritu, que se ve constreñido a no razonar, él tan razonador. Esta docilidad total que lleva hasta el extremo del renunciamiento confiere a Dios el homenaje de nuestro yo profundo.

El don de sabiduría conduce al alma a abismarse en Dios, presente en el fondo de ella. Se da entonces el contacto; ya no hay idea o representación que separe, ya no hay –en la indivisibilidad del Espíritu- sino un alma en adoración al Dios infinito presente en su interior, objeto de un contacto y una experiencia inmediata. Se produce entonces la llamada ‘oración de unión’. Santa Teresa salía de esta oración con la certeza de que había estado con Dios, presente en ella.

Es así como gracias a este don, que nos aúna en Dios –nos hace uno en Él-, se nos concede el pensar como Dios, el amar y el obrar a la manera de Dios, a semejanza del Dios hecho carne que habitó entre nosotros. Ha llegado a desplegarse la fuerza del bautismo que nos hace ser otro Cristo, el mismo Cristo, y con ello “vemos por los ojos del Amado”, porque el amor nos ha unido tan estrechamente a Él que a Él nos hemos adherido, y con Él hemos formado un solo espíritu [“El que se adhiere a Dios, se hace un espíritu con Él” (I Cor 6, 17)].

No pensemos que este don se otorga sólo a almas muy avanzadas en el camino de la santidad. Con el estado de gracia poseemos todos los dones, incluido el de sabiduría, con su capacidad de hacernos experimentar dichos goces. Están hechos para nosotros, están dentro de la capacidad de la gracia ordinaria y destinados a desarrollar las virtualidades de esa misma gracia.

Sin embargo, no son sólo los tres dones propiamente contemplativos los que intervienen en el alma dócil a las inspiraciones divinas. Los demás dones y las virtudes teologales y morales crecen siempre proporcionalmente en el alma, como los dedos de una mano, armónicamente, como las notas de una sinfonía, concertadamente, según el dinamismo indisociable de una misma personalidad. Cada uno de nuestros actos sobrenaturales procede a la vez de la actividad convergente de varias virtudes y de varios dones. El don de temor, por ejemplo, facilita nuestra vida contemplativa mediante la convicción profunda de nuestra miseria ante la grandeza de Dios. El don de fortaleza nos asegura la perseverancia en la búsqueda del Amado, así como la capacidad de responder adecuadamente cada vez que Él decida probar lo genuino de nuestro amor. El don de piedad, por su clima de confianza filial, ayuda al despliegue sosegado de los dones contemplativos, siempre en el marco del completo abandono a los inescrutables caminos previstos por un Padre bueno. El don de consejo nos ayuda en la deliberación de los medios para obtener la libertad plena de nuestro corazón, de modo que se conserve entero para Dios. Entonces el don de inteligencia encuentra el camino despejado para alimentar nuestra contemplación con la penetración cada vez más profunda de los misterios divinos; el don de ciencia nos eleva sobre lo efímero dándonos la certeza del actuar de Dios detrás de los más minúsculos acontecimientos y, por fin, la sabiduría nos da la experiencia de un Dios entrañable que lleva al recogimiento de todo nuestro psiquismo en el silencio del Amor.

Terminamos con la síntesis de fray Luis de Granada, que resume en una palabra la acción de cada uno de estos regalos del Paráclito. El vocablo elegido no agota la riqueza del don, pero sí acierta con su matiz esencial. Reza así el dominico español:

“Ven, Oh Espíritu Santísimo, y envíanos desde el cielo un rayo de tu luz…
Ven, Dios mío, y aparéjame para Ti con toda la riqueza de tus dones y misericordias.
Embriágame con el don de sabiduría,
alúmbrame con el de entendimiento,
rígeme con el de consejo,
confírmame con el de fortaleza,
enséñame con el de ciencia,
hiéreme con el de piedad y
traspasa mi corazón con el don de temor”.
(Memorial, tr. 5.)


[1] Este modo de confiada familiaridad que procede del don de piedad parece ser (de acuerdo a las revelaciones que Dios se digna hacer a los santos), de particular agrado para Él. A la Sierva de Dios Benigna Consolata le dirigió estas significativas palabras: “¿Sabes quién disfruta más de esta bondad mía? Aquellos que me tienen más confianza. Las almas confiadas son las ladronas de mis gracias. Me las roban con tanta habilidad, que Yo me quedo mirándolas, y por cierto que no las molesto gritando: ¡ladrón!; al contrario, las animo a que tomen más. Para las almas confiadas, siempre hay gracias” (Revelaciones del Corazón de Jesús a Benigna Consolata, Granada, Misioneras Hijas del Corazón de Jesús, 1952, p. 20)

[2] La Madre Teresa de Calcuta cuenta el asombro de un dirigente del Partido Comunista Chino que, en su visita a ese país en 1989 le preguntó: “-Madre Teresa, ¿qué es un comunista para usted? Yo le contesté: -Un hijo de Dios, un hermano mío. -¡Vaya! Tiene usted una opinión elevada de nosotros. ¿De dónde la ha sacado? –De Dios mismo, le contesté”. En otra ocasión decía ella misma: “No debemos servir a los pobres como si fuesen Jesús. Debemos servirlos porque son Jesús” El don de piedad hace ver en cada hombre un hijo del Padre, es decir, Cristo. (MADRE TERESA DE CALCUTA. Orar. Su pensamiento espiritual. Barcelona 1997, pp. 74 y 58)

[3] La madre Teresa relata de una joven novicia el siguiente suceso: “Los leprosos, los moribundos, los hambrientos, los enfermos de sida: todos son Jesús. Una de nuestras novicias lo sabía muy bien. Acababa de ingresar en nuestra Congregación, tras finalizar los estudios en la Universidad. Al día siguiente tenía que acompañar a otra Hermana a la Casa del Moribundo que tenemos en Kalighat. Antes de irse, les recordé: “Habéis visto durante la misa con qué delicadeza el sacerdote tocaba el cuerpo de Cristo. No olvidéis que ese mismo Cristo es el que vosotras tocáis en los pobres”.
Las dos Hermanas fueron a Kalighat. A las tres horas estaban de vuelta. Una de ellas, la joven novicia, llamó a mi puerta. Me dijo, llena de gozo: “Madre, durante tres horas he estado tocando el cuerpo de Cristo”.
Su rostro estaba radiante: “¿Qué es lo que hiciste?”, le pregunté.
“Nada más llegar nosotras”, contestó, “trajeron a un hombre cubierto de llagas. Lo habían sacado de entre unos escombros. Tuve que ayudar a que le curaran las heridas. Nos llevó tres horas. Es por lo que le digo que estuve en contacto con el cuerpo de Cristo durante ese tiempo. ¡Estoy segura: era Él!”
La joven novicia había comprendido que Cristo no nos puede engañar cuando afirma: “Estaba enfermo y me curasteis” (Mateo 25, 36)” (MADRE TERESA DE CALCUTA, Escritos esenciales, Sal Terrae, Santander 2002, p. 72)
Un ejemplo último: el del campesino de Ars que veía, a través de las paredes del Sagrario, a Aquel que, oculto en la Hostia consagrada, no hacía sino mirarlo a él. Con un acto de fe -sin la ilustración de los dones- podremos afirmar también la presencia real de Jesús en el Sagrario, pero no percibiremos esa realidad de modo personal y vivo.

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13 comentarios

  1. Me apasiona saber q depende d mi misma d alcanzar Gracias de Dios, aunq su practica sea dificil, me esforzare dia a dia y q el Sr me acompañe para ponerlas en practicas.BENDITO SEA EL ESPIRITU SANTO Y BENDITO SEA MI SEÑOR X TANTO AMOR !!!

  2. Soy seminarista y ya guardé en mis páginas preferidas a esta. Verán que usaré muy bien los contenidos que aquí tienen. Que Dios les siga bendiciendo en su misión de cada

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  5. me parece que laIglisia deberia dar a conocer mas este misterio ya que ello nos ayuda a descubrir el verdadero sentido de la iglesia que Cristo fundó con sus discípulos

  6. Es un excelente articulo, pero debido a nuestraignorancia de los dones del E.S. no sabemos cual de ellos podriamos tener. FELICIDADES POR EL ARTICULO.

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