Identidades que matan

La identidad no se puede compartimentar, no se divide ni en mitades ni en tercios, ni por zonas separadas.

Por Amín Malouf MALOUF

Introducción:

Desde que me fui del Líbano en 1976 para instalarme en Francia, muchas veces, con las mejores intenciones del mundo, me preguntan si me siento "francés" o "libanés", y siempre respondo lo mismo: "¡Las dos cosas a la vez!". No es por un deseo de equilibrio o de equidad, sino porque si respondiera otra cosa mentiría. Si soy quien soy y no otro es porque me encuentro en la frontera de dos países, de dos o tres lenguas, de múltiples tradiciones culturales. Eso es precisamente lo que define mi identidad. ¿Sería más auténtico si me amputara una parte de mí mismo?

A aquellos que me hacen esta pregunta les explico, pacientemente, que nací en el Líbano, que viví allí hasta los veintisiete años, que el árabe es mi lengua materna, que fue en una traducción al árabe que descubrí por primera vez a Dumas y a Dickens y Los viajes de Gulliver, y que es en mi pueblo de la montaña, el pueblo de mis antepasados, donde tuve mis primeras alegrías de niño y donde sentí ciertas historias que inspirarían más tarde mis novelas. ¿Cómo podría olvidarlo? ¿Cómo podría desligarme de ello? Pero, por otra parte, hace veintidós años que vivo en tierra francesa, bebo el agua y el vino, mis manos acarician cada día sus viejas piedras, escribo mis libros en su lengua: para mí ya no será nunca una tierra extranjera.

¿Medio francés y medio libanés? ¡En absoluto! La identidad no se puede compartimentar, no se divide ni en mitades ni en tercios, ni por zonas separadas. No tengo diferentes identidades, sólo tengo una, hecha de todos los elementos que le han dado forma, en una "mezcla" especial que no es nunca la misma para otro.

A veces, cuando he acabado de explicar, con mil y un detalles, por qué razones precisas reivindico plenamente pertenecer a ambos lugares, alguien se me acerca para murmurar, poniéndome la mano encima la espalda: "Habéis hecho bien hablando así, pero en el fondo del fondo, ¿qué te sientes más?

Durante mucho tiempo, esta interrogación insistente me ha hecho sonreír. Hoy ya no me hace tanta gracia. Porque me parece que revela una visión de los hombres bastante extendida y a mi parecer peligrosa. Cuando me preguntan qué soy "en el fondo del fondo de mí mismo", se da por supuesto que hay, "en el fondo del fondo" de cada uno, una sola pertenencia importante, su "verdad profunda", para decirlo así, su "esencia", determinada una vez por todas al nacer, y que permanecerá invariable; como si el resto, todo el resto -su trayectoria de hombre libre, las convicciones que ha adquirido, sus preferencias, la propia sensibilidad, sus afinidades, su vida, en definitiva- no contase para nada. Y cuando se incita a nuestros contemporáneos a "afirmar su identidad", como tan a menudo se hace hoy, lo que se les está diciendo es que han de encontrar en el fondo de sí mismos esta… pertenencia fundamental, que a menudo es de carácter religioso, o nacional, o racial, o étnico, y exponerla orgullosamente delante de los otros.

Si alguien reivindica una identidad más compleja se encuentra marginado. Un joven nacido en Francia de padres argelinos lleva en su interior dos pertenencias evidentes, y habría de ser capaz de asumir las dos. He dicho dos para simplificar, pero los componentes de su personalidad son mucho más numerosos. Tanto si se trata de la lengua como de las creencias, la manera de vivir, las relaciones familiares, los gustos artísticos o culinarios, resulta que las influencias francesas, europeas, occidentales, se mezclan en su interior con influencias árabes, bereberes, africanas, musulmanas… Una experiencia enriquecedora y fecunda si este joven se siente libre de vivirla plenamente, si se le anima a asumir toda su diversidad; de lo contrario, su desarrollo puede ser traumático si cada vez que se afirma como francés hay quien le mira como un traidor, hasta como un renegado, y si cada vez que defiende sus uniones con Argelia, su historia, su cultura, su religión, topa con la incomprensión, la desconfianza o la hostilidad.

Al otro lado del Rin la situación todavía es más delicada. Pienso por ejemplo en el caso de un turco nacido hace treinta años cerca de Frankfurt y que siempre ha vivido en Alemania, y habla y escribe la lengua alemana mejor que la de sus padres. A los ojos de su sociedad de adopción, no es alemán; a los ojos de su sociedad de origen, ya no es realmente turco. Lo más razonable sería que pudiera reivindicar plenamente esta doble pertenencia. Pero ni las leyes, ni las mentalidades le permiten en estos momentos asumir armónicamente esta identidad compuesta.

He puesto los primeros ejemplos que me han venido a la cabeza. Habría podido citar muchos otros. El de una persona nacida en Belgrado de madre serbia pero de padre croata. El de una mujer hutu casada con un tutsi, o a la inversa. El de un americano de padre negro y de madre judía…

Son casos bien especiales, pensaran algunos. Sinceramente, no lo creo. Las personas que he mencionado no las únicas que poseen una identidad compleja. En todo ser humano se encuentran pertenencias múltiples a menudo opuestas y que lo fuerzan a tomar decisiones que hacen daño. En algunos casos eso es evidente a primera vista; en otros, hace falta hacer el esfuerzo de mirarlo más de cerca.

En la Europa de hoy todos percibimos una rigidez que no parará de crecer, entre su pertenencia a una nación tradicionalmente secular -Francia, España, Dinamarca, Inglaterra…- y su pertenencia al conjunto continental en proceso de construcción. ¿Y cuántos europeos no sienten también, comenzando por el País Vasco y acabando por Escocia, una pertenencia poderosa, profunda, a una región, a su pueblo, a su historia y a su lengua? ¿Hay alguien, en los Estados Unidos, que pueda todavía considerar su lugar en la sociedad sin tener en cuenta sus conexiones anteriores -africanos, hispánicos, irlandeses, judíos, italianos, poloneses o de otras procedencias?

He de admitir que los primeros ejemplos que he escogido son un poco especiales. Todos ellos hacen referencia a individuos que llevan en su interior identidades que hoy están violentamente enfrentadas; individuos fronterizos, para decirlo así, atravesados por líneas de fractura étnicas, religiosas o de otro tipo. En virtud de esta situación, que no me atrevería a calificar de "privilegiada", tienen un papel fundamental para establecer uniones, disipar malentendidos, hacer entrar en razón a unos, moderar a los otros, preparar el terreno, hacer las paces… Su vocación es ser elementos de unión, pasarelas, mediadores entre las diferentes comunidades, las diferentes culturas. Y es justamente por eso que su dilema es tan significativo: si estas personas no pueden asumir sus pertenencias múltiples, si se ven obligadas constantemente a escoger un lado y se les ordena volver a las filas de su tribu, eso quiere decir que tenemos derecho a estar preocupados por cómo funciona el mundo.

"Obligadas a escoger", acabo de decir. ¿Obligadas por quién? No sólo por los fanáticos y los xenófobos de todo tipo, sino también por usted y por mí, por todos nosotros. A causa, justamente, de estos hábitos de pensamiento y de expresión que tenemos tan arraigados, a causa de esta concepción estrecha, exclusiva, falsa y simplista que reduce la identidad entera a una sola pertenencia proclamada con furor.

Me vienen ganas de gritar: ¡es así como "fabricamos" los asesinos! Una afirmación un poco brusca, lo admito, pero es lo que me propongo explicitar en las páginas que siguen.

El autor (Líbano 1949- ) es economista, político y sociólogo. Trabajó en el diario An Nahar como responsable de la sección de Internacional. De la mano de este medio viajó por países como Etiopía, Somalia, Bangladesh o Vietnam, en donde fue testigo de la batalla de Saigón. Entre las entrevistas que realizó es de resaltar la que mantuvo con la primera ministra hindú Indira Gandhi. En 1975, cuando estalló la guerra de Líbano, se exilió en Francia en donde trabajó como redactor-jefe de la revista Jeune Afrique.

www.cartadelapaz.org

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