Un largo y penoso ocaso

La obediencia, norma suprema. –Actividad incesante. –Una pesada cruz para el Papa. –La última misa. –Plácida agonía y triunfo póstumo.

El padre Clemente presentó al Padre Pío, de parte del cardenal Ottaviani, un escrito preparado por monseñor Parente, cardenal secretario de la Suprema Congregación del Santo Oficio, que debía copiar de puño y letra y firmar. En él declaraba públicamente que eran falsas las coacciones y persecuciones sufridas, y que disfrutaba de completa libertad en su ministerio. Y otras cosas más.

El texto fue manuscrito por duplicado y firmado «por el bien de la Orden y de la Iglesia». Sus promotores creyeron que con esto se lavaba la cara a tan sucio asunto. Se hizo público el 16 de diciembre de 1964, y sorprendió a propios y extraños, pues era la primera vez que el Padre sentía la necesidad de dirigirse a la prensa y sacar a la luz de la calle asuntos internos de la Orden capuchina. Monseñor Angelo Dell’Acqua, sustituto de la Secretaría de Estado, quiso asegurarse y mandó un emisario, Mario Cinnelli, redactor jefe de L’Osservatore Romano:

–Padre Pío, me manda monseñor Angelo Dell’Acqua; desea que usted le diga la verdad. ¿Ha escrito el manifiesto por voluntad propia? Dígame, Padre, ¿le han obligado?

–Sí, hijo, sí, me han obligado.

La obediencia, norma suprema

Las cosas estaban claras. El Padre Pío había consentido en virtud de la santa obediencia. L’Osservatore Romano no publicó la declaración. Como siempre, el Padre prefirió obedecer a sus superiores a costa de su propia humillación.

A primeros de febrero de 1965 moría Brunatto, su más antiguo, perseverante y ardiente defensor. Diez días antes, el 31 de enero, en una entrevista al periódico Il Tempo, había declarado:

«El Padre Pío ha obedecido siempre y obedecerá más que nunca en la hora actual en la que la indisciplina de los clérigos y de los fieles amenaza con dividir la Iglesia».

Descubierta la intriga, el Papa tuvo que intervenir de nuevo, y por medio del cardenal Ottaviani, el 12 de febrero de 1965, ordenó «que en adelante no se forzara al Padre Pío con la obligación a la santa obediencia». Tal era la confianza que le tenía S.S. Pablo VI.

También el Papa accedió a la petición del Padre de poder continuar con el rito tridentino en sus celebraciones eucarísticas hasta su muerte. Fue el cardenal Bacci quien con gran gozo comunicó esto personalmente al anciano capuchino, que se sintió aliviado, pues las innovaciones del Concilio se le hacían cuesta arriba. Después de agradecérselo, le dijo al cardenal:

–El Concilio, por piedad, terminadlo pronto.

Actividad incesante

El Padre Pío tenía setenta y ocho años. Era un anciano tullido por los dolores y los sufrimientos morales que habían dejado sus secuelas. Comía unas cucharadas de verdura o de pasta, un trozo de fruta y un vaso de vino, una sola vez al día. Los estigmas continuaban sangrando –lo habían hecho durante casi cincuenta años– y una dolorosa artrosis no le dejaba dormir. Los médicos le atiborraban de pastillas y barbitúricos. El 19 de marzo tuvo que guardar cama durante tres días, asistido día y noche por alguno de sus hermanos.

El padre Raffaele visitó a su viejo hermano y amigo. El Padre Pío «se puso a llorar como un niño»; ya no podía seguir arrastrándose y ser una carga para sus hermanos:

–Ya es hora de que el Señor me llame –dijo.

Corrió la voz y la inquietud se apoderó del ánimo de los fieles, y hasta el 3 de mayo no llegó una cierta tranquilidad al saberse que el Padre había superado «el estado subsiguiente a una gripe», y volvía a sus actividades de apostolado, confesiones, ángelus, misa… como un milagro, dando testimonio de los misterios divinos. Continuaba leyendo las almas y repartiendo sabios consejos:

–Si conseguís vencer la tentación, ésta produce el efecto de un lavado en la ropa sucia.

–Padre, ¿qué es la misa para usted?

–Una unión completa entre Jesús y yo.

Y es que al celebrar, también él se ofrecía como hostia. Esto llenaba a los fieles, igual que su constante comunión con ellos, y encontraban respuesta.

El 5 de mayo de 1966, muy débil, celebró el décimo aniversario de la Casa di Sollievo asistiendo a la misa solemne oficiada por el cardenal Lercaro. Estaban presentes miles de miembros pertenecientes a los Grupos de Oración.

El 25 de mayo de 1967 cumplía 80 años. Celebró, como de costumbre, misa a las cinco de la mañana, con asistencia de los representantes de más de mil Grupos de Oración, fruto de su intenso apostolado. Al terminar se leyó el telegrama de felicitación de S.S. Pablo VI. Confesó durante toda la mañana y rezó el ángelus. Por la tarde dirigió un saludo a los peregrinos reunidos en la explanada colindante. Éstos veían, en esos últimos años, a un capuchino que a pesar de irse apagando día a día, no sabían de dónde sacaba fuerzas para tratar de recibirlos como antaño y ser todo para ellos. Las piernas ya no le sustentaban y tenía que celebrar misa sentado.

El 14 de octubre de 1967 comunica a su sobrina Pía Forgione-Pennelli que morirá antes de dos años. Ésta, muy afectada, deja constancia de ese mensaje en sobre cerrado en poder de un notario. Sin embargo, él seguía al pie del confesonario con un promedio diario de setenta personas que lavaban su ropa espiritual.

A partir de marzo de 1968 ya sólo le desplazaban en una silla de ruedas, lo sentaban en una silla especial contra el altar y sólo movía las manos, lo indispensable, para la consagración y la comunión… Nos cuenta Ennemond Boniface, que se hallaba en San Giovanni Rotondo aquellos días que precedieron a la muerte del Padre:

«…En realidad su muerte terminó con una agonía que duraba desde hacía años y que se iba agravando cada día. Yo tuve la impresión de que era un moribundo el que llevaban por en medio de los fieles en la silla de ruedas…»

Una pesada cruz para el Papa

S.S. Pablo VI sentía la necesidad de «confirmar en la fe a nuestros hermanos». El 30 de junio de 1968, en plena rebelión de fe y de costumbres, que afectaba a fieles y clero, reafirmó el Credo católico completo, manifestando solemnemente:

«…Tenemos muy presente las confusiones con las que se ven agitados ciertos medios modernos en lo que se refiere a la fe. No se han librado de ser arrastrados por un mundo en el que tantas verdades son radicalmente criticadas o discutidas…»

Tres semanas después publicaba la encíclica Humanæ Vitæ. En ella reafirmaba la doctrina católica sobre la vida conyugal, y la total oposición a los métodos artificiales de la contracepción y al aborto. Aplaudida por unos, fue públicamente criticada por ciertos sectores, en ciertos países e incluso con una hostilidad abierta de numerosos teólogos y obispos. Todo ello entristeció profundamente a Su Santidad, que ya venía llevando una pesada cruz en silencio.

El Padre Pío, antes de morir, quería dejar constancia públicamente de su fidelidad a la Iglesia y al Papa. El 12 de septiembre escribió a S.S. una larga carta llena de amor y de obediencia:

«Sé que en estos días vuestro corazón sufre mucho por el destino de la Iglesia, por la paz del mundo, por las necesidades tan numerosas de los pueblos, pero sobre todo a causa de la falta de obediencia de algunos… Os ofrezco mi oración y mi sufrimiento cotidiano (…) con el fin de que el Señor os conforte con su gracia para seguir el recto y difícil camino de la verdad eterna que no cambia nunca aunque los tiempos cambien.»

Esta carta fue su último acto público.

20 de septiembre de 1968, viernes, quincuagésimo aniversario de su estigmatización y día señalado para el IV Congreso Internacional de los Grupos de Oración. El Padre celebró misa a las cinco de la mañana y pasó el resto de la mañana en el confesonario. ¡Admirable don! Por la noche, procesión de antorchas en la explanada, pero el Padre no apareció en su ventana. El sábado guardó cama a causa de una crisis bronquial con complicaciones. Por la noche asiste al cierre del primer día del Congreso y bendice a sus hijos espirituales desde la tribuna de la iglesia.

La última misa

El domingo, cincuenta ramos de rosas rojas envuelven el altar y recuerdan otros tantos años de ininterrumpido sangrar, de crucificado sin cruz, de participación en la Pasión de Cristo, traídos por los delegados de setecientos Grupos de Oración llegados de todas partes. A éstos se sumaron un sinnúmero de peregrinos.

–Padre, celebre usted una misa solemne y cantada –le pidió el padre guardián.

Como era de esperar, obediente, sin fuerzas, no se sabe cómo, pero lo hizo, ayudado por sus hermanos Honorado, Valentona y Guglielmo. Su última misa. Testigos cuentan que le vieron moribundo, intentó cantar, pero no pudo… al terminar, se habría desplomado si el padre Guglielmo no lo hubiese sujetado, y por primera y última vez tuvieron que recogerlo en el altar con la silla de ruedas. Al alejarse, dirigió una impresionante mirada a los fieles, y tendiéndoles los brazos como si quisiera abrazarlos, se despidió con un susurro:

–Hijos míos, queridos hijos míos.

El fiel Pagnossin, presente aquel día, bien situado arriba en la tribuna, hizo unas cuantas fotografías. Cuál no sería su sorpresa al revelarlas:

–Mirad, el Padre Pío ya no tiene los estigmas.

Efectivamente, habían desaparecido. Los hermanos no se dieron cuenta hasta el momento de su muerte y también tomaron fotografías:

–Hermano, mira, ya no tiene las llagas.

–Sí, hermano, fíjate, en su lugar qué piel más suave y lisa…

–Como la de un recién nacido.

Se supone que habían desaparecido el mismo día 20, cuando cumplían los cincuenta años. Era el anuncio de que la misión del Padre había terminado.

Plácida agonía y triunfo póstumo

Aquel día 22 de septiembre, después de una breve aparición saludando con el pañuelo y bendiciendo con la mano, se retiró a su celda. A las seis de la tarde asistió a misa desde la tribuna y volvió a retirarse. El padre Pellegrino le acompañaba, él lloraba en silencio. Pasada la medianoche, quiso confesarse y dirigió un ruego al padre Pellegrino:

–Escucha, si el Señor me llama hoy, pide perdón por mí a mis hermanos por todas las molestias que les he causado. Pídeles, y también a mis hijos, que recen por mi alma.

Después quiso renovar su profesión religiosa y consagración de sí mismo y de su vida al Señor.

A la una y cuarto, el padre Pellegrino decidió llamar a sus hermanos y al doctor Sala. Se le administraron los últimos sacramentos, que recibió con plena lucidez.

A las 2’30 de aquel día, 23 de septiembre de 1968, dulcemente, con el rostro sereno lleno de paz y un rosario entre las manos, el Padre Pío de Pietrelcina entregó su alma a quien ya se la había ofrecido junto con su vida entera.

Con el doctor Sala presente, los hermanos descubrieron la desaparición de los estigmas; en su lugar, ni una cicatriz, ni una señal quedaba del calvario padecido para gloria de Dios y salvación de los hombres. Durante toda su vida, sólo había buscado una cosa, cumplir la Voluntad de Dios.

El 26 de septiembre de 1968, el padre Clemente de Wlissingen, ministro general de los capuchinos, presidió los funerales. Se leyó el telegrama de S.S. Pablo VI, y el administrador apostólico, padre Clemente de Santa Maria in Punta, pronunció el elogio fúnebre. El cuerpo del Padre Pío fue bajado a la cripta en cumplimiento de su deseo manifestado en 1923. Aún tenía que sorprender gratamente a sus hijos espirituales con un último hecho extraordinario. Nos lo cuenta un testigo, Henri Bourdeau:

«En sus funerales, cuando ya su cuerpo descansaba en la cripta, la multitud se dirigió a la explanada. Luego de una oración, se entonaron los cánticos que le gustaban al Padre. De pronto, se oyeron exclamaciones de alegría: el Padre Pío aparecía, sonriente, en el cristal de su celda. Se veía con claridad su hábito hasta la cintura y el cordón tal y como yo los había visto. A los gritos de «¡Miracolo!» de la muchedumbre, el padre guardián envió un hermano al lugar. Y éste volvió con la increíble información: el Padre aparecía en el cristal. Entonces, para dar una lección de realismo a todos los que podían ser considerados como exaltados, fanáticos, dio orden de abrir la ventana de la celda y extender en ella una tela blanca. Pues bien, después de un "Ah" de decepción, resonaron unos "¡Oh! ¡Oh!" jubilosos y divertidos: la "foto viviente" del Padre aparecía al mismo tiempo en todos los cristales de esa fachada del convento de Santa Maria delle Grazie».

S.S. Pablo VI pondrá al Padre Pío como ejemplo a los capuchinos:

«Seguid el ejemplo de vuestro santo hermano fallecido hace poco, el Padre Pío. ¡Mirad qué fama ha tenido! ¡Qué multitud de todo el mundo ha reunido a su alrededor! ¿Y por qué? ¿Era filósofo, sabio? ¿Disponía de medios enormes? No. Decía misa humildemente, confesaba desde la mañana a la noche y era –es difícil decirlo –el representante de Nuestro Señor, marcado por las llagas de nuestra Redención. Un hombre de oración y sufrimiento. Esa es la razón por la que sentimos hacia él un agradecido afecto».

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