Santa Isabel de Portugal

Isabel siempre estuvo dispuesta a la ayuda del necesitado y en medio de sus deberes de reina, supo estar unida a Dios.

(1270-1336) Hija de Pedro III de Aragón y de Constanza de Sicilia, nació hacia 1270, no se sabe ciertamente si en Zaragoza o Barcelona. A los 12 años fue pedida en matrimonio por los príncipes herederos de Inglaterra y de Nápoles y por don Dionís, rey de Portugal, que fue el aceptado. El 11 febrero de 1282 contrajo matrimonio por poderes en la capilla de Santa María, luego llamada de Santa Águeda, del palacio real de Barcelona. En junio de este mismo año llegó a Portugal y en Troncoso, a donde había salido a recibirla, se encontró con su esposo al que conoció por primera vez.

Los años de reina en la corte portuguesa

La nieta de Jaime I el Conquistador, pese a su corta edad, aparecía ante todos como una mujer adornada de energía tenaz y fuerza de alma no comunes. Además, como quiere la leyenda medieval de su vida, era una mujer dulce y bondadosa, inteligente y bien educada. No obstante estas excepcionales cualidades, bien pronto tuvo que sufrir las infidelidades de su marido, que ella supo disimular con heroico silencio. Nunca quiso enfrentarse con él, sino que con dulzura y amor quería apartarlo de sus ilícitas relaciones. Tan heroica fue su paciencia que hasta llegó a ocuparse con toda solicitud de los hijos bastardos de su esposo. Fuerza para llevar con resignación estos agravios la encontró la reina en su trato con Dios. Bajo la dirección de su confesor, el mercedario fray Pedro Serra, cultivó una intensa vida interior y de entrega a la voluntad divina, sin perder la naturalidad de esposa y reina. Nunca quiso rehuir sus obligaciones, aun aquellas que parecían más mundanas, y siempre, como reina que era, se la halló presente en las solemnidades, banquetes, recepciones y demás fiestas palaciegas. Minuciosa atención prestaba a las audiencias y visitas de sus súbditos, porque, como decía, era responsable de su salvación y bienestar. Pero no por esta actividad su vida espiritual sufría menoscabo alguno. Antes al contrario, supo encontrar a Dios y estar unida a Él en el cotidiano quehacer. Durante toda su vida dedicó largas horas a la oración y a la lectura piadosa. Su espíritu de mortificación fue grande, especialmente en ayunos y abstinencias. Otra gran virtud fue su caridad para con los pobres y enfermos, compensada alguna vez por Dios con prodigios extraordinarios.

Tras seis años sin tener sucesión le nacieron dos hijos: la princesa Constanza y el príncipe Alfonso que fue su cruz y el gran amor de su vida. Crecido el futuro Alfonso IV el Bravo en la Corte portuguesa, no se dejaron sentir en él sus negativas influencias, antes bien su vida fue limpia, pudiendo verse aquí el decisivo influjo de su madre a la que tanto vio sufrir por las infidelidades de su marido. De estos hechos empezó a nacer, en la conciencia del infante don Alfonso, un fuerte odio hacia su padre que con el correr de los años traería días de luto al corazón de Isabel. Ésta hizo cuanto estuvo a su alcance para que el hijo, pese a todo, obedeciera y respetara al rey su padre.

Llevó a cabo una labor pacificadora por su intervención delicada en los asuntos de gobierno, tan difícil en ciertos momentos. Hay que destacar en ella este especial don. Así, merced a su constante y discreta intervención, contribuyó a reconciliar a Portugal con el Papa, reconciliación que se confirmó con la firma de un Concordato y con la fundación de la Universidad de Coimbra. Una alta visión política, a la par que un gran desprendimiento, demostró tener la reina, cuando cedió parte de sus derechos a la dote que le correspondía, en favor de su sobrina la hija de don Alfonso, hermano de don Dionís. Con ella quedó apaciguado el intento de guerra civil que para defender los intereses de su hija se aprestaba a promover don Alfonso. También afianzó la paz entre castellanos y portugueses, mediante la unión matrimonial de sus hijos con los del rey de Castilla. En momentos difíciles para esta paz se entrevistó con la reina castellana María de Molina, siendo eficaz su intervención para los intereses de ambos reinos, amenazados por las discordias promovidas en Castilla por los Infantes de la Cerda, que comprometían no sólo al rey Fernando, su yerno, sino al mismo rey de Portugal, su marido, y al de Aragón, Jaime II, su hermano. Con el mismo efecto pacificador medió entre su hermano don Fadrique, rey de Sicilia, y Roberto de Nápoles, dispuestos a dar solución a sus problemas con las armas.

Si ardua y difícil fue esta labor pacificadora, lo fue mucho más la que tuvo que poner en juego para evitar o aminorar los enfrentamientos entre don Dionís y su hijo Alfonso. Vieja era en el ánimo del príncipe heredero la animadversión hacia su padre que se acrecentó por la envidia que en él despertaban los favores que el rey dispensaba al mayor de sus bastardos. Por tres veces se alzó el príncipe en rebeldía. Estas luchas entre sus dos más grandes amores fueron la gran prueba que tuvo que sufrir durante largos años la reina Isabel. «Vivo vida muito amargosa», dice en una carta a su hermano Jaime II de Aragón. A todos los sacrificios estaba dispuesta con tal de lograr la paz de su reino y la reconciliación del padre con el hijo. Para conseguirlo una vez más, así se expresa en una carta dirigida a su esposo: «No permitáis que se derrame sangre de vuestra generación que estuvo en mis entrañas. Haced que vuestras armas se paren o entonces veréis cómo en seguida me muero. Si no lo hacéis, iré a postrarme delante de vos y del infante, como la leona en el parto si alguien se aproxima a los cachorros recién nacidos. Y los ballesteros han de herir mi cuerpo antes de que os toque a vos o al infante. Por Santa María y por el bendito S. Dionís, os pido que me respondáis pronto para que Dios os guíe». Hasta el mismo campo de batalla llegó sola, montando una mula, cuando empezaba en el llano de Alvalade, cerca de Lisboa, otra lucha parricida entre el rey y su hijo. Allí mismo consiguió, una vez más, de su esposo el perdón para el hijo inquieto y rebelde. Un año después enfermó don Dionís; lo llevan a Santarem y allí su esposa le cuidó con desvelo y abnegación. Murió el 7 de enero 1325. Inmediatamente después, Isabel se retiró a su cámara, se vistió el hábito de las clarisas, cortó por sí misma los cabellos de su cabeza, y volviendo ante el cadáver de su esposo, dijo a los cortesanos presentes: «Daos cuenta de que a la vez que al Rey perdisteis a la Reina».

Su entrega al servicio de los demás

Se ha visto cómo Isabel siempre estuvo dispuesta a la ayuda del necesitado y cómo, en medio de sus deberes de reina, supo estar unida a Dios. Al enviudar, y heredar el trono su hijo Alfonso IV, quedó libre para entregarse más por entero a sus devociones y a sus obras de caridad. Hasta el fin de sus días vivió una vida retirada, vistiendo siempre el hábito de la Tercera Orden franciscana, aunque libre de votos religiosos, pues siempre quiso mantener su patrimonio, como ella dice, para construir iglesias, monasterios y hospitales.

Ya de antiguo tenía tomada esta resolución, que tanto su confesor como su hijo conocían. Liberada, pues, de los deberes de la Corte, no vive sino para ayudar al necesitado. Sus riquezas van a parar a los pobres y enfermos en forma de ropa y alimentos. En los hospitales pasaba largas horas consolando a los allí acogidos. Construyó iglesias y monasterios: ella misma dirigió las obras del monasterio de Santa Clara de Coimbra. No podía faltar en su vida cristiana la peregrinación a Compostela. Allí ofreció, como prueba de devoción al Apóstol Santiago, la corona más noble de su tesoro. De vuelta a Portugal venía con su bordón y esclavina para «aparecer peregrina de Santiago».

Una vez más, e iba a ser la última, tuvo que intervenir la anciana reina ante su hijo Alfonso y su nieto Alfonso XI de Castilla para evitar la guerra entre ambos. Pese a sus muchos años se puso en camino hacia Estremoz, con el fin de parlamentar con su hijo, y disuadirle de aquella empresa. Aquel viaje agitado y presuroso, en medio de los calores veraniegos, significó su muerte, aunque la causa próxima fue una herida en el brazo, acompañada de fuerte dolor y fiebre. Reconociendo que se acercaba el fin de su vida confesó, oyó misa y «con gran devoción y muchas lágrimas recibió el cuerpo de Dios». Puede decirse que desde aquel momento no dejó de rezar. Su lengua, cada vez más débil, recitaba salmos y los versos latinos de himnos litúrgicos, como el Maria, mater gratiae. Junto a su lecho, según ella siempre deseó, estaba su hijo por el que tanto había sufrido. Murió el 4 julio 1336, en el castillo de Estremoz. Su cuerpo fue trasladado hasta el monasterio de Santa Clara de Coimbra, donde recibió el último homenaje y adiós de sus súbditos. Allí reposa envuelto en una aureola de milagros. El pueblo cristiano ha rodeado, a través de los siglos, de una gloria inmortal a esta santa medieval. Fue canonizada por Urbano VIII el 25 mayo 1625.

Fidel G. Cuéllar, Santa Isabel de Portugal, en Gran Enciclopedia Rialp. Madrid, Ediciones Rialp, Tomo XIII, 1973, pp. 108-109.

SANTA ISABEL, REINA DE PORTUGAL

por Mario Martins, s.j.

Según parece más probable, nació a principios de 1270, hija del rey Don Pedro III de Aragón y de la reina Doña Constanza. ¿En qué lugar? ¿En Zaragoza? ¿En Barcelona? No sabemos de fijo. Se casó en 1282 con Don Dionís, rey de Portugal, firmando el diploma matrimonial en latín. Esta frágil criatura de cabellos dorados y doce años incompletos no adivinaba, seguramente, la misión que Dios le reservaba en la agitada vida peninsular de aquellos tiempos, misión religiosa, política, social y humana de primera clase.

Nieta de Jaime I el Conquistador, biznieta de Federico II de Alemania, de ellos heredó la energía tenaz y la fuerza del alma. Pero se caracterizaba, sobre todo, por la bondad inmensa y el espíritu equilibrado y justo de Santa Isabel de Hungría, su pariente cercana. Como dice la leyenda medieval de su vida, escrita por una mano contemporánea de la reina santa, ella era una mujer llena de dulzura y bondad, muy inteligente y bien educada.

El viaje a Portugal fue largo y dificultoso, pues los guerreros rodeaban los caminos de entonces, poco seguros. En junio de 1282 se encontraba en Trancoso con el rey Don Dionís, a quien veía por primera vez. El Libro que habla de la buena vida que hizo la reina de Portugal, Doña Isabel de Portugal, al que llamaremos leyenda primitiva, y las Crónicas de los siete primeros reyes de Portugal, trazan vigorosamente el retrato moral de esta mujer extraordinaria, que al indomable Don Alfonso IV el Bravo, su hijo, tan cariñosamente amó.

Le gustaba la vida interior y el trabajo silencioso. Ayunaba días incontables a lo largo del año, se conmovía por los errantes, rezaba por su Libro de horas, cosía y hacía bordados en compañía de las dueñas y doncellas, y distribuía limosnas a los necesitados, sin olvidarse del gobierno de su casa, la casa de la reina que era un mundo. Todo esto lo hacía intensamente, y esta intensidad nos da medida de su vida.

A los veinte años le nació su hijo Don Alfonso IV el Bravo, que fue su cruz y el gran amor de su existencia. Caso único en la primera dinastía portuguesa, la vida de este hombre fue pura, y no estará descaminado descubrir aquí la influencia de la madre, y tal vez un complejo de repugnancia por las aventuras amorosas, influenciado por los dolores que él veía padecer a Santa Isabel, medio abandonada por el marido.

Pero era discreta esta joven reina. Obligaba al hijo a obedecer a su padre: ¡él era el rey!, fingía no saber nada de lo de Don Dionís y al hablarle de eso cambiaba la conversación o empezaba a rezar y a leer sus libros. El rey se arrepentía o tapaba sus pecados lo más que podía. Y ella, muy mujer, pero cristiana hasta la médula del alma, criaba los hijos ilegítimos del marido. De esta forma todos se maravillaban de ver a esta niña con tanto juicio y dominio de sí misma.

En la política peninsular de entonces su poder moderador se hizo sentir profundamente, ya en las guerras de los reinos cristianos que habían de formar la España moderna, ya en las desavenencias interminables de Don Dionís con su hermano y con el hijo turbulento. Daba a su dueño la razón, procuraba explicarle el derecho y la verdad. Y no siempre era fácil convencerle. En esos momentos sombríos y cargados de destino hacia el alma de esposa, de madre y de reina, aunque dulce en el habla, jugaba heroicamente todo por todo, llegando a ser desterrada lejos del rey.

Un odio fuerte se enraizaba en el alma del infante, a punto de tratar a su padre como a un extraño. Y no era solamente la familia real la que estaba desunida, eran millares de familias divididas por ambos partidos, odiándose implacablemente, quemando casas y talando campos. Para rehacer la paz, deshecha en cada momento, Santa Isabel se puso en camino de Coimbra. Luchaba por lo que modernamente llamamos arbitraje. Nada de guerras. Que la sentencia sea dada por el juez. Éste es su curso. Que las tropas se alejen y, si el infante tuviese alguna razón, que el rey se la dé.

Luego era junto a Lisboa, donde los soldados de Don Dionís y los del infante iban a empezar una guerrilla más sin fruto. Apresuradamente, Santa Isabel subió a una mula y, sin nadie a su alrededor, pasó como una mujer cualquiera entre las huestes enemigas.

Recordó al hijo sus juramentos pasados, le pidió que no hiciese daño a su padre, habló con Don Dionís y volvió al infante por segunda vez. Y la tempestad se apaciguó pausadamente. Es una pena que se haya perdido casi toda la correspondencia, fuera de pocas cartas. De éstas recordamos una que le envió al rey Don Jaime, almirante de la Santa Iglesia de Roma. Otra se destinaba al rey Don Dionís, y nos da la medida exacta de la angustia de esta mujer, que amaba igualmente al marido que al hijo y los veía siempre en guerra: «No permitáis -escribe ella- que se derrame sangre de vuestra generación que estuvo en mis entrañas. Haced que vuestras armas se paren o entonces veréis cómo en seguida me muero. Si no lo hacéis iré a postrame delante de vos y del infante, como la loba en el parto si alguien se aproxima a los cachorros recién nacidos. Y los ballesteros han de herir mi cuerpo antes de que os toque a vos o al infante. Por Santa María y por el bendito San Dionís os pido que me respondáis pronto, para que Dios os guíe».

Los años fueron pasando, Don Dionís enfermó de viejo, como dice el cronista anónimo. Lleváronlo a Santarem, y Santa Isabel, una vez más, fue su humilde enfermera, hasta que el rey entregó su alma a Dios. Entonces la reina se sintió más lejos de este mundo. Volvería a hacer paces, a entrar en relaciones, a encaminar como podía la tormentosa política de la península Ibérica, pero su propósito estaba tomado. Púsose un velo blanco y el hábito de Santa Clara, aunque libre de votos religiosos, conservando lo que era suyo, como dice ella, para construir iglesias, monasterios y hospitales. Era una resolución antigua, ya conocida del hijo y de su confesor, fray Juan de Alcami. Como antes, y todavía más, pues era ahora más libre para darse a Dios y a los pobres, se entregó a la vida interior y dio libre curso a su sentido cristiano de la función social de la riqueza. En sus viajes veía a los pobres sentados a las puertas de las villas y de los pueblos. Distribuía vestidos, visitaba a los enfermos poniendo en ellos sus manos sin darle asco, y los confiaba a los médicos. Frailes menores, dominicos y carmelitas, monjitas medio emparedadas en los conventos religiosos, los que venían desde España pidiendo limosna, a todos ella daba alguna cosa. En suma: no quedaban desamparados ni presos que de su limosna no recibiesen parte. Besaba los pies de las mujeres leprosas. Junto a sí criaba muchas hijas de hidalgos, caballeros y gente más humilde. De ellas, unas se casaban, otras se metían monjas, conforme Dios quería, llevando todas una dote. Y Santa Isabel ponía en todo un cariño especial, un gesto de inefable delicadeza. Por ejemplo, a las novias que ella casaba les prestaba una corona de piedras amarillas, y el tocado y el velo, para que estuviesen más guapas. Era una actividad de estadista competente y de bienhechora social. Por donde pasaba y veía hospitales, iglesias, puentes o fuentes en construcción, en seguida ayudaba. Se interesaba por todas las obras, dirigió la construcción del convento de Santa Clara de Coimbra, hablaba con los operarios, les decía cómo tenían que hacer las cosas, y ellos se quedaban asombrados de sus conocimientos.

Como todos los cristianos de la Edad Media iban a Santiago de Compostela, allí se dirigió ella sin dar explicaciones a nadie, pues su marido ya había muerto. El arzobispo celebró misa y Santa Isabel ofreció al patrono de España la más noble corona de su tesoro, velos, paños bordados, piedras preciosas y la mula con su manto de oro y plata. Al volver a Portugal traía consigo el bordón y la esclavina de los peregrinos, para «aparecer peregrina de Santiago».

En un día caliente de verano la oyeron decir que la guerra iba a estallar entre Don Alfonso IV, rey de Portugal, y el rey de Castilla, cuya madre, Doña Constanza, era hija de Santa Isabel. Eran su hijo y su nieto. El calor era tremendo. Aun así la reina, cansada de años y de trabajo, se puso en camino. Esta vez el camino de Estremoz era como la muerte. Con un dolor agudo apareció una herida en el brazo y tuvo también fiebre. Junto a su cama estaba su nuera doña Beatriz. Entonces vio pasar como una dama con vestiduras blancas. ¿Tal vez Nuestra Señora? ¿Le subió la fiebre? Es posible. Pero revela un alma que pensaba en el otro mundo. El jueves siguiente confesóse, asistió a misa y con gran devoción y muchas lágrimas recibió el cuerpo de Dios. Volvió a la cama. La noche caía. Dijo a Don Alfonso IV que fuese a cenar, siguiendo la costumbre que tienen las madres de cuidar a los hijos como si siempre fuesen pequeños. Sentía que la hora estaba al llegar. ¡Mucho había ya rezado en su vida! Había visitado centenares de iglesias, había asistido a incontables fiestas eucarísticas. Sabía latín, conocía de memoria los himnos litúrgicos, hasta el punto de corregir a los clérigos cuando ellos se equivocaban. No nos extrañemos oyéndola recitar a la hora de la muerte los versos latinos de María, mater gratiae, etc. La voz se consumía cada vez más, pero ella continuaba rezando, hasta que nadie la entendió; y así rezando acabó su tiempo. Cumpliríase lo que ella tanto pedía a Dios: murió junto al hijo. Y nada tan conmovedor como el amor indestructible de esta Santa que nadie vio enfadada con aquel hijo bravo y duro de cerviz. Fue esto en el castillo de Estremoz el 4 de julio de 1336.

En siete jornadas, a través de las planicies abrasadoras de Alemtejo y de Extremadura, llevaron su cuerpo al convento de Santa Clara de Coimbra. Y allí quedó a lo largo de los siglos, rodeado de una aureola de milagros. Algunos de ellos legendarios, como el milagro de las rosas, que no viene en la leyenda primitiva. Otros verdaderos. Al canonizarla el 25 de mayo de 1625, Urbano VIII confirmaba la voz antigua del pueblo rodeando de una gloria inmortal a una de las más perfectas mujeres de la Edad Media.

Mario Martins, S.I., Santa Isabel, Reina de Portugal, en Año Cristiano, Tomo III, Madrid, Ed. Católica (BAC 185), 1959, pp. 73-77.

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