La ley del celibato sacerdotal en la Iglesia Latina

Compendio histórico

Para hacerse una idea concreta del celibato sacerdotal en los orígenes de la Iglesia, sería necesario poder entrevistar a algunas de las grandes figuras de sacerdotes o de obispos casados de los primeros siglos y preguntarles a ellos cómo han vivido su matrimonio después de la ordenación.

Un Félix III, por ejemplo, Papa del 483 al 492, esposo de una cierta Petronia, de la cual había tenido al menos dos hijos, y que tendrá por bisnieto al ilustre Gregorio el Grande. O más aún, al Papa Ormisdas, en el siglo VI, cuyo hijo Silverio se convertirá, a su vez, en sucesor del trono de Pedro. Entre los obispos, Gregorio el Iluminador, primer catholicos armeno (+ ca. 328), que, casándose cuando era joven, había tenido dos hijos: el menor Aristakes, que le sucederá inmediatamente, y el mayor Verthanes, que, sucediendo al menor, será el tercer catholicos de la dinastía gregoriana. En Galia un Eucherio de Lión (+ ca. 449), esposo de Galla y padre de dos futuros obispos, Salonio de Ginebra y Verano de Vence. En Italia san Paulino de Nola (+ 431), que de su esposa Terasia había tenido un hijo fallecido a temprana edad. Y en Irlanda, un sacerdote de nombre Potitus, que la historia habría olvidado hace ya mucho tiempo si no hubiese sido el abuelo de san Patricio. Sería larga la lista de todos aquellos cuyo testimonio habría sido muy útil para revelarnos como fueron las cosas y el por qué.

En los orígenes de la ley

Pero si es imposible interrogar las voces que ahora callan, tenemos en cambio, un cierto número de textos que nos informan de manera clara. A partir del siglo IV, en efecto, una legislación escrita toma nota de dos obligaciones complementarias: no sólo el matrimonio está prohibido después de la admisión a los grados superiores del clericato, sino el mismo uso del matrimonio está prohibido a los miembros del clero superior que podían haber estado casados antes de su ordenación. Para facilitar tal distinción con una terminología apropiada, convengamos en llamar a la primera de estas obligaciones «»ley del celibato en sentido estricto» y a la segunda «»ley del celibato-continencia«.

Se sabe bien que, en orden de tiempo, el primero de los concilios de la Iglesia universal en exigir la continencia perfecta de los clérigos casados, es el Concilio de Elvira, al inicio del siglo IV, del cual el Papa Pío XI dirá un día que él presupone una prehistoria y «no hace otra cosa que reforzar y unirse a una cierta exigencia, por así decirlo, que tiene su origen en el Evangelio y en la predicación de los Apóstoles«. Regresaremos sobre el tema.

En primer lugar, será conveniente tomar conocimiento de los numerosos documentos públicos que, desde aquella época, hacen remontarse la disciplina del «celibato-continencia» a los tiempos apostólicos. En orden cronológico éstos son:

La Decretal Directa, del 10 de febrero de 385, enviada por el Papa Siricio al obispo español Himerio, Metropolita del área de Tarragona.

La Decretal Cum in unum, enviada por Siricio a los episcopados de diversas provincias para comunicarles las decisiones tornadas en enero de 386 en Roma por un Concilio de 80 obispos.

La Decretal Dominas inter, en respuesta a algunas preguntas de los obispos de Galia.

El canon 2 del Concilio celebrado en Cartago, en junio de 390.

La decretal Directa es una respuesta del Papa Siricio a una consulta hecha a su predecesor Dámaso por el obispo español Himerio acerca de la continencia de los clérigos. A las noticias dolorosas que le llegaban desde España acerca del estado del clero, el jefe de la Iglesia reacciona con un llamado al deber de la continencia perfecta, cuyo principio está contenido en el Evangelio de Cristo, y añade: .,Es por la ley indisoluble de estas decisiones que todos nosotros, sacerdotes y diáconos, nos encontramos atados desde el día de nuestra ordenación (y obligados) a poner nuestro corazón y nuestro cuerpo al servicio de la sobriedad y de la pureza …».

Un año después, en 386, Siricio envía a diversos episcopados la decretal Cum in unum para comunicarles las decisiones tomadas en Roma por un Concilio de 80 obispos. El documento insiste sobre la fidelidad a las tradiciones procedentes de los Apóstoles, ya que «»no se trata de ordenar nuevos preceptos, sino de hacer observar aquellos que a causa de la apatía y de la indolencia de algunos han sido descuidados, Entre estas diversas cosas «establecidas por una constitución apostólica y por una constitución de padres» se encuentra también la obligación a la continencia para los clérigos superiores.

Una tercera decretal -la Dominus inter– es una respuesta de Siricio (o quizá de Dámaso) a una serie de preguntas enviadas por los obispos de Galia. El Papa anuncia ante todo que retomará en orden las preguntas hechas haciendo conocer las tradiciones» (singulis itaque propositionibus sito ordine reddendae sunt traditiones) y en este contexto habla también de los obispos, de los sacerdotes y de los diáconos, respecto a los cuales dice expresamente: «No sólo nosotros, sino también la Escritura divina hacen del ser casto una obligación«.

Estas tres decretales son de una importancia fundamental para la historia de los orígenes del celibato de los clérigos. Ellas presuponen como cosa normal y legítima, la ordenación de numerosos hombres casados. Estos últimos, a partir del diaconado, no están menos obligados a la continencia perfecta con sus esposas, en caso que ellas estén todavía en este mundo, y la infracción a esta disciplina, frecuente en aquel tiempo en algunas provincias lejanas de Roma, como España y Galia, se censura en cuanto contraria a la tradición apostólica.

Los impugnadores de estas regiones invocan el Antiguo Testamento como apoyo a su causa, pero la continencia temporal de los levitas de Israel prueba que a fortiori los sacerdotes de la Nueva Alianza deben observar una continencia perpetua. Una objeción sacada de la carta de san Pablo les parece decisiva a algunos: ¿acaso el Apóstol no ha solicitado que el obispo, el presbítero o el diácono sea «el hombre de una sola mujer» (unius uxoris vir) autorizando de tal modo la elección de candidatos casados? Sin duda, responde Siricio, pero esta consigna ha sido dada propter continentiam futuram, en vista de la continencia que estos hombres casados debían haber practicado desde el día de su ordenación. Si ellos deben ser los hombres de una sola mujer, es porque la experiencia de fidelidad a la propia esposa representa una garantía de castidad para el futuro. Esta exégesis de 1Tim 3,2 y Tt 1,6 se olvida generalmente en nuestros días; ella es, sin embargo, una piedra angular de la argumentación de Siricio y de numerosos escritores patrísticos para fundamentar la disciplina del «celibato-continencia» con las Escrituras.

Si se quiere apreciar adecuadamente la importancia de estas tres decretales, no hay que olvidar que la Iglesia de Roma ha gozado muy pronto de una posición absolutamente única como testigo de la Tradición procedente de los Apóstoles. San Ireneo lo ha expresado con una fórmula inolvidable: «Con esta Iglesia, en consideración de su origen excelente, debe necesariamente concordar toda la Iglesia, vale decir, los fieles de todo lugar; en ella, a beneficio de esta gente de todo lugar, ha sido siempre conservada la Tradición que viene de los Apóstoles». Admitir esta posición privilegiada de la Sede «apostólica«, significa al mismo tiempo reconocer que los Pontífices romanos de fines del siglo IV se han hecho garantes en nombre de toda la Iglesia de una tradición de «celibato-continencia» para el clero superior que se remonta a los Apóstoles, y han conservado en esta afirmación toda su credibilidad.

Las cartas decretales que apenas hemos visto no son de ningún modo los únicos documentos que atestiguan la antigüedad de la continencia perfecta de los clérigos casados. En la misma época, el 16 de junio de 390, un Concilio en Cartago votaba un canon con el texto siguiente:

Epigone, obispo de Bulla la Real dice: «En un Concilio precedente, se ha discutido acerca de la regla de la continencia y de la castidad. Que se enteren pues (ahora) con más energía los tres órdenes que, en virtud de su consagración, están vinculados por la misma obligación a la castidad, quiero decir, el obispo, el sacerdote y el diácono, y que se les enseñe a ellos a conservar la pureza«.

El obispo Genethlius dice: «Como habíamos dicho anteriormente, es oportuno que los santos obispos y sacerdotes de Dios, así como los levitas, o sea aquellos que están al servicio de los sacramentos divinos, observen continencia perfecta, a fin de poder obtener con toda naturalidad aquello que ellos piden a Dios; aquello que enseñaron los Apóstoles y aquello que la misma antigüedad ha observado, veamos nosotros mismos el modo de atenernos a ello«.

En unanimidad, los obispos han declarado: «Se ha admitido con agrado el hecho que el obispo, el sacerdote y el diácono, guardianes de la pureza, se abstengan de sus esposas, a fin de que aquellos que están al servicio del altar conserven una castidad perfecta«.

Este canon confirma indirectamente, a su vez, la presencia de numerosos hombres casados en las filas del clero. Los sujetos de la ley son los diáconos, los sacerdotes y los obispos, a saber, los miembros de las tres órdenes superiores del clericato a las cuales se accede mediante consagraciones. Estas últimas colocan al hombre aparte, para el desarrollo de las funciones que conciernen a lo divino. El servicio de la eucaristía es aquí el fundamento específico de la continencia exigida a los ministros. A esto se añade un segundo motivo que evidencia la finalidad de la obligación: «A fin de que puedan obtener con toda naturalidad aquello que ellos piden a Dios» (quo possint simpliciter quod a Deo postulant impetrare).

Aquel que está al servicio de los misterios cristianos es un mediador entre Dios y los hombres y, en cuanto tal, debe asegurarse las condiciones necesarias para una oración de intercesión eficaz. Sin la castidad el ministro estaría privado de una cualidad esencial en el momento de presentar a Dios el pedido de sus hermanos y se privaría en cierto sentido de la libertad de palabra. Con ella, en cambio, entra en relaciones muy «sencillas» con el Señor, relaciones que son una garantía de que su pedido sea escuchado. El mejor comentario sobre este canon lo ha hecho el gran canonista bizantino del siglo XII, Juan Zonaras: «Estos son, en efecto, intercesores entre Dios y los hombres, que, instaurando un vínculo entre la divinidad y el resto de los fieles, piden para todo el mundo la salvación y la paz. Por eso, si ellos se ejercitan, como dice el canon, en la práctica de todas las virtudes y dialogan así con toda confianza con Dios, obtendrán sin dificultad aquello que han pedido. Pero si estos mismos hombres se privan, por su culpa, de la libertad de palabra, ¿en qué modo podrán desvincularse de su oficio de intercesores por los otros?» .

Es importante esta motivación teológica inspirada directamente en la carta a los Hebreos, que ve en el ministro de la eucaristía un mediador al servicio de los hombres, llamado en cuanto tal a una santidad de vida caracterizada por la castidad perfecta. Ella coloca en una perspectiva adecuada las otras razones adoptadas en aquella época para justificar el celibato-continencia y en modo particular la «pureza» requerida a aquellos que están al servicio del altar, servicio que consiste particularmente en el ejercicio privilegiado de la mediación sacerdotal .

Por esta clara referencia a «aquello que enseñaban los Apóstoles y [a] aquello que la antigüedad misma ha observado, el Concilio de Cartago tiene un gran peso en la historia de los orígenes del celibato sacerdotal. Que no se trata aquí de una afirmación hecha a la ligera, de una especie de estereotipo mediante el cual los africanos habrían querido revestir una ley difícil de una falsa autoridad, es prueba suficiente la fidelidad del África cristiana a sus tradiciones y a la Tradición universal de la Iglesia.

El caso de Apiario de Sicca, en particular, es esclarecedor. Este sacerdote de la provincia proconsular, excomulgado por su obispo, fue rehabilitado por el Papa Zósimo que había hecho valer a su favor supuestos cánones del Concilio de Nicea. Los obispos africanos que poseían en sus archivos las actas auténticas del primer Concilio ecuménico, impugnaron por no haber encontrado allí aquellas decisiones que se querían contraponer a las suyas. Por otro lado, ellos buscaron en Alejandría y en Constantinopla otros verissima exemplaria del Concilio de Nicea, que confirmaban los suyos. Se descubrió finalmente que los cánones controvertidos invocados por Roma no eran de Nicea, sino de un Concilio particular que se desarrolló en Sárdica, y el Papa dio la razón a los africanos. No se puede encontrar un ejemplo más grande de fidelidad a la Tradición que aquel que la Iglesia de África ha ofrecido en esta ocasión. Afirmar una cosa contraria a la autoridad incontestable del Concilio de Nicea es totalmente impensable de parte de ellos. Al declarar que la disciplina del «celibato-continencia» se remonta a los Apóstoles, no se contentaron con avalar las cartas romanas, sino garantizaron en nombre de su propia tradición, en completo acuerdo con los cánones de Nicea, que tal era precisamente la realidad de la historia.

No sólo los pocos Padres reunidos en Cartago en 390, sino la totalidad del episcopado africano, hasta la invasión musulmana del siglo VII admiten esta convicción. Y es así que en mayo de 419, un Concilio general de la Iglesia africana en el cual participaron 217 obispos (entre ellos san Agustín), promulgó nuevamente el canon que hemos leído, al cual fue dada la aprobación oficial de Roma por intermedio del delegado Faustino.

Se explica así como el decreto de Cartago, en el curso de la historia, ha servido de referencia en varias ocasiones, para verificar o consolidar el vínculo tradicional del celibatoo con la «enseñanza de los Apóstoles». Los primeros en recurrir a él oficialmente fueron los Padres bizantinos del Concilio Quinisexto en Trullo de 692, del cual volveremos a hablar pronto. En el siglo XI, los promotores de la reforma gregoriana retomaron más de una vez un argumento histórico que ellos juzgan fundamental.

San Raimundo de Peñafort, el autor de los Decretal di Gregorio IX, en el siglo XIII, está también convencido del origen apostólico del celibato, especialmente por el canon de Cartago.

En el Concilio de Trento, los expertos de la comisión teológica encargada de estudiar las tesis luteranas sobre el matrimonio de los clérigos lo introdujeron en sus informes. Pío IV, por su lado, piensa no poder hacer mejor cosa que citarlo para explicar a los príncipes alemanes su rechazo a renunciar a la ley del celibato.

En seguida, numerosos teólogos e historiadores del periodo post-tridentino lo mencionan en sus estudios . En el «siglo de las luces» el jesuita F.A. Zaccaria, basa entre otros, también sobre este texto una investigación profunda que se remonta al origen apostólico del celibato de los clérigos . Lo mismo hace el continuador del P. Bollando de Amberes Jean Stiltinck . Agustín de Roskovany y Gustavo Bickell, en el siglo XI, recurrirán en su oportunidad al documento africano del año 390 para sostener las mismas conclusiones . Todos están íntimamente persuadidos que sea legítimo y necesario pasar por Cartago para proceder son seguridad en la búsqueda histórica del origen de la disciplina del celibato sacerdotal. Y veremos también a Pío XI, en los tiempos modernos, hacernos todavía una autorizada referencia en la Encíclica Ad catholici sacerdotii fastigium, del 20 de diciembre de 1935.

En esta óptica se puede comprender mejor por qué Pío XI, precisamente, no había dudado en decir que el Concilio de Elvira, lejos de ser un principio absoluto en la historia de la disciplina del celibato, demuestra «que el asunto estaba sin duda desde hace mucho tiempo en las costumbres» y que la ley española tenía su principio en el Evangelio y en la enseñanza de los Apóstoles. Leamos nuevamente este texto: «Ha parecido bien prohibir en modo absoluto a los obispos, a los sacerdotes y a los diáconos, a saber (también) a todos los clérigos comprometidos en el ministerio, tener relaciones (conyugales) con sus esposas y procrear hijos; si alguno lo hace que sea excluido del clericato».

Un examen atento del documento muestra claramente una pre-historia, contrariamente a aquello que se han apresurado en afirmar los historiadores que querían encontrar la prueba de un origen tardío de la disciplina del celibato-continencia . En efecto, nada se dice sobre la libertad de servirse del matrimonio que habrían tenido hasta ahora los clérigos casados. Ahora bien, en la reflexión sobre la naturaleza de las exigencias impuestas, el silencio de los legisladores en este punto se comprende más fácilmente en el caso en que ellos repitan y confirmen una práctica ya en vigor antes que en el caso contrario. No se impone bruscamente a dos esposos la ruda ascesis de la continencia perfecta, sin decir por qué eso que hasta ahora estaba permitido se prohíbe de improviso. Sobre todo, como en este caso, si se preveen penas canónicas para los contraventores. En cambio, si se trata de remediar las infracciones de una regla ya antigua, se comprende que los obispos españoles no hayan sentido la necesidad de justificar una medida tan severa . Suponiendo también que el decreto de Elvira sea el primero cronológicamente hablando, esto no significa que la práctica anterior de la Iglesia haya sido diferente.

Numerosísimos puntos concernientes a la doctrina y a la disciplina no han sido al inicio objeto de una explicación. Es tan sólo con el correr del tiempo, y bajo la presión de circunstancias inéditas, que las verdades de la fe inicialmente admitidas por todos fueron objeto de definiciones dogmáticas y que las tradiciones observadas desde los orígenes de la Iglesia asumieron una forma canónica. Este principio clarísimo de la metodología general sobre la formación de las normas jurídicas de la Iglesia puede aclarar correctamente la historia precedente al Concilio de Elvira.

El primer Concilio ecuménico que se tiene en Nicea en 325 para expresar un juicio sobre el arrianismo, votó una lista de veinte cánones disciplinarios. El tercero de estos cánones titulado «Mujeres que conviven con los clérigos«, trata un argumento que examina la historia del celibato eclesiástico: «El gran Concilio ha prohibido absolutamente a los obispos, a los sacerdotes y a los diáconos, y en pocas palabras a todos los miembros del clero, tener consigo una mujer introducida con él para el servicio, a menos que se trate de una madre, una hermana, una tía o en fin sólo aquella persona que se sustrae a cualquier sospecha«.

Obsérvese que el Concilio no menciona la esposa entre las mujeres que los miembros del clero están autorizados a admitir bajo el mismo techo, lo que es quizá una señal indicadora que la decisión de Nicea sobrentiende la disciplina de la continencia perfecta. Eso es todavía más plausible si se piensa que los obispos nombrados en primer lugar, han estado siempre sometidos a la ley del celibato-continencia, ya sea en Oriente o en Occidente, sin ninguna excepción. Otro indicio es que el tercer canon de Nicea ha sido permanentemente interpretado de la misma manera por los Papas y por los concilios particulares: colocar a los obispos, los sacerdotes y los diáconos, obligados a la continencia perfecta, al abrigo de las tentaciones femeninas y asegurar su reputación. Cuando mencionan el caso de la esposa, es generalmente para autorizarla a vivir con el marido ordenado, pero con la condición que también ella haya hecho voto de continencia. En este caso ella reingresa a la categoría de mujeres «que se sustraen a cualquier sospecha».

Es necesario detenerse un instante en un episodio que, según el historiador griego Sócrates, habría ocurrido durante el Concilio de Nicea y en el cual algunas personas sin espíritu crítico continúan creyendo aún hoy.

Según tal narración, los padres del Sínodo habrían querido prohibir a los obispos, a los sacerdotes y a los diáconos tener relaciones con sus esposas; sobre este argumento, un padre por nombre Pafnuzio, obispo de la Alta Tebaida, habría intervenido animadamente para disuadir a la asamblea a votar una ley similar, del todo nueva, aseguraba, y que habría acarreado daño a la Iglesia. Por lo cual el Concilio habría abandonado el proyecto y dejado a cada uno libre de actuar como quisiera.

La primera pregunta que se plantea el historiador moderno respecto a este episodio es aquella de su proveniencia. «»¿De dónde viene? ¿Quién es su autor? ¿Cuál es su fecha?».

A ninguna de estas preguntas es posible encontrar una respuesta satisfactoria. Sócrates, que concluye su Historia Eclesiástica alrededor del año 440, es decir, más de cien años después del primer Concilio ecuménico, es el primero (y prácticamente el único) que menciona esta anécdota; él, normalmente ávido de referencias, no cita aquí ninguna fuente, a pesar de tratarse de un hecho muy importante. Basta mucho menos, en general, para suscitar la desconfianza justificada de los críticos.

A esta narración tardía se opone por otra parte el testimonio de numerosos representantes de la época post-nicena. Para todo el período que va del 325 al 440, se busca inútilmente, en la inmensa literatura patrística, una referencia a la intervención de Pafnuzio. Sin embargo no faltan las personas que deberían haber sabido y deberían haber tenido todo el interés de hablar. Además, vemos personalidades bien informadas sobre el Concilio de Nicea y sobre la vida de la Iglesia, y cuya sinceridad no puede ser puesta en duda a priori, no sólo ignorar este episodio, sino también atestiguar la gran antigüedad de la disciplina celibato-continencia, mostrando siempre un respeto incondicional por el primer Concilio ecuménico que a sus ojos era la regla fundamental. Es en particular el caso de Ambrosio, Esteban, Jerónimo, Siricio e Inocencio I. Es también y sobre todo, el caso del episcopado africano, en la época de san Agustín: con la voluntad de actuar en plena conformidad con las decisiones de Nicea, como hemos visto, ellos votan y transfieren de Sínodo en Sínodo un decreto sobre la continencia perfecta de los clérigos, afirmando que se trata de una decisión proveniente de los Apóstoles. No podemos imaginar un desmentido más claro respecto a la veracidad de la historia de Pafnuzio.

Otro argumento importante de crítica externa ha sido desarrollado recientemente; éste pretende demostrar de modo decisivo que el personaje de Pafnuzio puesto de relieve en el relato de Sócrates es «el producto de una progresiva fabulización hagiográfica». Eso ha sido afirmado en 1968 por el profesor F. Winkelmann, partiendo de la constatación que el nombre de Pafnuzio no figura entre aquellos obispos firmantes del Concilio de Nicea en las mejores listas de firmas que nos han llegado. Estas conclusiones del profesor Winkelmann son hoy generalmente bien acogidas en los ambientes científicos.

Además es necesario observar que, contrariamente a aquello que se ha sostenido algunas veces, la anécdota de Sócrates no está absolutamente en armonía con la práctica de la Iglesia griega respecto al matrimonio de los clérigos.

Ningún Concilio precedente al de Nicea ha autorizado jamás a los obispos y sacerdotes a contraer matrimonio, ni a servirse del matrimonio que podrían haber contraído antes de su ordenación. El Concilio Quinisexto que fijará de modo definitivo la legislación bizantina respetará estrictamente la ley de la continencia perfecta para el obispo, mientras los otros miembros del clero superior, autorizados a vivir con su esposa, estarán obligados a la continencia temporal. No es sorprendente, por tanto, dadas estas condiciones, que el Concilio de 691, citando entre otros el tercer canon de Nicea, no haga ninguna referencia a las decisiones que los padres del año 325 habrían tomado acerca de la propuesta de Pafnuzio, dado que esta decisión dejaba a los obispos libres para servirse del matrimonio, con el mismo derecho de los sacerdotes y de los diáconos, y no pretendía de ninguno de ellos una continencia temporal. La historia de Pafnuzio está en tan poca armonía con la disciplina oriental que los bizantinos han continuado ignorándola -o descartándola en cuanto legendaria- aún por largo tiempo después de finales del siglo VII. En la polémica que en el siglo XI opuso al hermano Nicetas Pectoratus y a los latinos, la cuestión del celibato ocupa un lugar importante. Sin embargo, a Pafnuzio no se le menciona . El mismo silencio, aún más digno de resaltar, se vuelve a encontrar en los grandes comentarios del Syntagma canonum (compuesto en Bizancio en el siglo XII) de los canonistas Aristene, Zonaras y Balsamon, «cuyas decisiones han sido leyes por largo tiempo y continúan siendo tomadas en consideración» . También cuando comentan el decimotercer canon del Concilio Trulano, mediante el cual, afirman, se ha querido corregir «quod ea de causa fit in Romana Ecclesia», los tres eruditos bizantinos no hablan de la historia de Pafnuzio en el Concilio de Nicea.

Los críticos hoy refutan casi unánimemente por falso el episodio reportado por Sócrates en la forma en la que nosotros lo conocemos, y es necesario complacerse de este progreso de la ciencia histórica.

El testimonio de los Padres del siglo IV

Al lado de los documentos públicos emanados de los Pontífices y de las asambleas conciliares, también los escritores patrísticos aportan un importante testimonio. El fascículo de los textos de los Padres de la Iglesia concernientes a la disciplina del celibato en los primeros siglos se ha constituido progresivamente desde la época del Concilio de Trento, y ha sido objeto de un examen crítico más profundo en la época moderna. Es necesario, en efecto, descartar las partes no atendibles y que tienen sólo una lejana relación con el argumento, e interpretar con la ayuda de la filología aquellas que presentan una ambigüedad, permaneciendo atentos al contexto histórico general del periodo. Recordemos aquí cuatro de los testimonios más significativos:

San Epifanio de Salamina (ca. 315-403), obispo de Chipre, en su Panarion, refuta a los montanistas que desacreditan el matrimonio; nada más contrario a la intención del Señor que, en efecto, ha elegido a sus Apóstoles no sólo entre vírgenes sino también entre monógamos. Sin embargo, añade Epifanio, estos Apóstoles casados practicaron de inmediato la continencia perfecta y siguiendo la línea de conducta que Jesús, norma de la verdad, les había trazado, fijaron a su vez la norma eclesiástica del sacerdocio. Además ellos reconocen que en algunas regiones hay clérigos que continúan teniendo hijos, pero eso no está conforme a los verdaderos cánones eclesiásticos. En el Panarion, se puede leer aún una alusión muy clara a la disciplina general de la época: «… en carencia de vírgenes (el sacerdocio se recluta) entre los religiosos; si no hay religiosos en número suficiente para el ministerio (se recluta) entre los esposos que practican la continencia con su esposa, o entre los viudos ex-monógamos; pero en ella (la Iglesia) no está permitido admitir al sacerdocio al hombre que se haya vuelto a casar; aún si él observa la continencia o si es viudo (queda descartado) del orden de los obispos, de los sacerdotes, de los diáconos y de los subdiáconos«.

El Ambrosiaster (ca. 366-384) trata en dos oportunidades la continencia de los clérigos. En un comentario de la primera carta a Timoteo , desarrolla una argumentación similar a aquella de Siricio y que volveremos a encontrar en Ambrosio y Jerónimo; pidiendo que el futuro diácono, o el futuro obispo, sea unius uxoris vir, el Apóstol no le ha reconocido sin embargo la libertad de las relaciones conyugales; al contrario «que ellos sepan bien que podrán obtener aquello que piden a condición de que de ahora en adelante no se sirvan más del matrimonio«. La misma idea está expresada en las Quaestiones Veteris et Novi Testamenti. Es necesario citar, en este segundo texto, un pasaje que muestra con claridad cuál era el pensamiento teológico del autor y de los Padres en su conjunto, acerca de la jerarquía de valores entre la continencia perfecta de los ministros de Cristo y el matrimonio cristiano.

Se dirá quizá: si está permitido y es bueno casarse, ¿por qué no está permitido a los sacerdotes tomar una mujer? Dicho con otras palabras, ¿por qué los hombres que han sido ordenados ya no pueden unirse (a una esposa)?

En efecto, existen cosas que no están permitidas a nadie, sin excepción alguna; pero hay de otro lado algunas que están permitidas a unos pero no a los otros, y hay algunas cosas que están permitidas en ciertos momentos pero no en otros… Y es por esto que el sacerdote de Dios debe ser más puro que los otros; en efecto, él pasa por su representante personal, es efectivamente su vicario; de modo que aquello que está permitido a los otros no lo está a él… Debe ser tanto más puro porque santas son las cosas de su ministerio. En efecto, comparadas con la luz de la lámpara, las tinieblas no son sólo oscuras, sino también sórdidas; comparada con las estrellas, la luz de la lámpara sólo es bruma, mientras que comparadas con el sol, las estrellas son oscuras, y comparado a la luminosidad de Dios, el sol no es sino una noche. De la misma manera, las cosas que, respecto a nosotros son lícitas y puras, se convierten en ilícitas e impuras respecto a la dignidad de Dios; en efecto, por muy buenas que ellas sean, no se avienen a la persona de Dios. Es por esto que los sacerdotes de Dios deben ser más puros que los otros, dado que ocupan el lugar de Cristo… .

Este texto testimonia una visión sana de la sensualidad ennoblecida por el Creador, que contrasta con el pesimismo maniqueo y con la desconfianza… de «la obra de la carne». Las exigencias del sacerdocio son excepcionales, porque están basadas sobre el carácter excepcional de sus funciones. Ministro de Cristo, del cual «ocupa diariamente su lugar, está consagrado «a la causa de Dios» y debe poder acudir a la oración y a su ministerio de modo constante. La antropología subyacente, de inspiración paulina, está completamente dominada por un profundo sentido de la trascendencia de Dios.

San Ambrosio de Milán (ca. 333-397) comenta también el unius uxoris vir de san Pablo del mismo modo que Siricio: «No debe procrear hijos durante (su carrera) sacerdotal aquél al cual lo invita la autoridad apostólica; (el Apóstol) ha hablado efectivamente de un hombre que (ya) tiene hijos, y no de cualquiera que procrea (otros) o que contrae un nuevo matrimonio«.

En otro texto responde a la objeción hecha por los levitas del Antiguo Testamento, justificando como sus contemporáneos, con un a fortiori la continencia perfecta requerida de los sacerdotes de la Nueva Alianza.

San Jerónimo (ca. 347-419) ha vuelto repetidas veces sobre el problema de la continencia de los clérigos.

Es sobre todo la polémica contra los detractores de la castidad sacerdotal Joviniano y Vigilancio, la que ha proporcionado reflexiones particularmente importantes. En el Adversus Jovinianum, él comenta a su vez el unius uxoris vir de la primera carta a Timoteo, siguiendo la misma línea de Siricio; se trata de un hombre que ha podido tener hijos antes de su ordenación, y no de alguno que continúa procreando . La carta a Pammachio, de parte suya, evidencia el vínculo de dependencia entre la continencia de los clérigos y aquella de Cristo y de su Madre: «El Cristo virgen y la Virgen María han representado para ambos sexos los inicios de la virginidad; los Apóstoles fueron o vírgenes o castos después del matrimonio. Los obispos, los sacerdotes y los diáconos son elegidos vírgenes o viudos; en cualquier caso, una vez recibido el sacerdocio, ellos observan la perfecta continencia» .

La Adversus Vigilantium, en conclusión, es justamente célebre por la referencia a las vastas regiones del imperio: «¿Qué harían las Iglesias de Oriente? ¿Qué harían aquellas de Egipto y de la Sede Apostólica, esas que aceptan clérigos sólo si son vírgenes o castos o (en caso hayan tenido) una esposa, han renunciado a la vida matrimonial?«.

Por lo tanto, la disciplina del celibato en sentido estricto, que prohibía el matrimonio después de la ordenación, y la disciplina del celibato-continencia, que imponía a los clérigos casados después de su ordenación la continencia perfecta con la propia esposa están, como acabamos de ver, ampliamente testificados desde el siglo IV por los mejores representantes de la época patrística.

De otro lado, numerosos documentos confirman el origen apostólico de ambas disciplinas. Algunos en términos explícitos, como las decretales de Siricio o los concilios africanos; otros, como Epifanio, el Ambrosiaster, Ambrosio o Jerónimo, en modo indirecto, pero no menos seguro. Ahora bien, si no poseemos algún otro texto relativo a esta obligación del celibato para los primeros tres siglos, tampoco tenemos aquellos que nieguen su existencia. Por esto es legítimo y conforme a los principios de un buen método histórico tener en cuenta la reivindicación de un origen de la ley que se remonta a los Apóstoles, tal como ella se revela en el siglo IV. Los textos que hemos leído proporcionan una clave de investigación seria y pueden proyectar una luz decisiva sobre la débil claridad de los siglos precedentes.

Muchas personas se maravillan aún hoy del hecho de que se pueda proponer la hipótesis de un origen apostólico del celibato sacerdotal. Se piensa que tal disciplina ha sido introducida más tarde en la Iglesia latina y que únicamente las tradiciones de las Iglesias orientales se remontan al tiempo de los Apóstoles. Sin embargo, en el curso de los siglos, más de un historiador y de un teólogo católicos han admitido que esta disciplina tradicional se remonta a los Apóstoles, y han sostenido en sus escritos aquello que reputaban una certeza histórica. Citemos sólo los nombres de Bellarmino, César Baronio, Estanislao Osio, en el siglo XVI, de Louis Thomassin y de Jean Stiltinck, en el siglo XVII; de F.A. Zaccaria, en el siglo XVIII; y de Agustín de Roskovany y de Gustavo Bickell, en el siglo XIX, entre los más notables. El cardenal John Henry Newman también reconocía que «la doctrina y la regla del celibato» eran apostólicas.

Todos estos trabajos cayeron práticamente en el olvido a consecuencia de una controversia que, a fines del siglo XIX, tuvo lugar entre dos eruditos alemanes y cuya conclusión ejerció una profunda influencia sobre la opinión de la época.

Gustavo Bickell, profesor en Innsbruck, y experto en literatura siria y hebraica, publicó en 1878 un primer artículo titulado «El celibato, una decisión apostólica«, en el cual se ingeniaba en demostrar dos tesis contemporáneas: en Occidente, la obligación a la continencia, incluso aquella para los sacerdotes y los diáconos, no se remonta a Siricio sino a los Apóstoles; en Oriente, la misma obligación existía también desde los tiempos apostólicos, pero en estas regiones, a partir del siglo IV se descuida poco a poco.

Al año siguiente le replicó F.X. Funk, profesor de historia y de teología en Tubinga. Declarando arrancar de las conclusiones a las cuales habían llegado los «más eminentes teólogos alemanes de la época moderna, el eminente patrólogo refutaba la idea de un origen apostólico: si de hecho el celibato ha sido observado por un inmenso número de clérigos desde los primeros siglos de la Iglesia, fue siempre en virtud de una elección libre y personal. Ha sido necesario esperar el siglo IV para ver aparecer en Occidente una legislación capaz de transformar la costumbre en derecho. En Oriente, en cambio, se ha permanecido firmemente fieles a los orígenes.

Bickell respondió a estas objeciones, pero la controversia concluyó después de un nuevo «no, el celibato no es una decisión apostólica» de Funk, que pareció haber tenido así la última palabra, aunque no fue acogida unánimemente en los ámbitos científicos alemanes . Sus conclusiones terminaron poco a poco por imponerse, gracias a dos historiadores franceses que las divulgaron entre el gran público . Sin aportar razones nuevas o sin ahondarlas más, difundieron la opinión según la cual las ideas de Funk eran resolutivas, un punto de vista compartido todavía en nuestros días por algunos autores.

Quien tiene el tiempo de releer los artículos de Bickell y de Funk, tendrá empero la impresión de que la cuestión no se puede considerar como concluida, sin que sea sin embargo necesario dar íntegramente la razón a Bickell. Funk demuestra en efecto, en numerosas ocasiones, una sorprendente carencia de espíritu crítico, especialmente a propósito de la supuesta intervención de Pafnuzio en el Concilio de Nicea y una confusión entre derecho y ley escrita.

Más allá de la controversia Bickell-Funk, parece hoy siempre más augurable reanudar de alguna manera los contactos con los teólogos y los historiadores católicos que en el curso de los siglos han sostenido el origen apostólico del celibato-continencia, y colocarse en la misma perspectiva de ellos. En su Encíclica sobre el celibato, Pablo VI deseaba promover los estudios mediante los cuales la virginidad y el celibato pudieran ver confirmados su verdadero sentido espiritual y su valor moral. Entre todas las disciplinas idóneas para aportar su contribución a esta renovación, la historia tiene también su espacio, y la cuestión de la apostolicidad del celibato-continencia de los clérigos puede legítimamente convertirse otra vez en un asunto de actualidad.

San Agustín es contemporáneo de los Papas, de los obispos y de los escritores patrísticos que, en los siglos IV y V, han defendido el origen apostólico de la disciplina tradicional relativa al celibato-continencia de los miembros superiores del clericato. El mismo ha participado en Sínodos de la Iglesia en África que han confirmado las resoluciones precedentes, y especialmente en el gran Concilio general del año 419, presidido por el legado pontificio, que promulgó nuevamente la ley votada en Cartago en el año 390 sobre la continencia perfecta de los obispos, de los sacerdotes y de los diáconos. Es de él que podemos obtener un principio de teología histórica convertido en clásico después que lo formuló claramente en el curso de su controversia con los donatistas: «Aquello que es observado por toda la Iglesia y que siempre se ha mantenido sin haber sido fijado por los concilios, se tiene rectamente por un hecho que pudo haber sido transmitido sólo por la autoridad apostólica».

La aplicación de este principio en su justa perspectiva puede ser resumida del modo siguiente:

a) La tradición del celibato-continencia de los clérigos ¿ha sido observada por toda la Iglesia?

Con la máxima certeza histórica podemos responder afirmativamente, porque vemos hombres que gozan de una gran autoridad moral e intelectual hacerse garantes para toda la Iglesia de su tiempo: no sólo un Jerónimo sino muchos otros con él: Eusebio de Cesarea, Cirilo de Jerusalén, Efrén, Epifanio, Ambrosio, el Ambrosiaster, los obispos africanos. Por el contrario, ninguna voz competente pronuncia un desmentido seguro. Aún más notorio es el testimonio prioritario de la Sede Apostólica que, mediante las tres decretales que conocemos, tiene un peso definitivo. Están también las Iglesias de Oriente y de Egipto, de las que habla Jerónimo, y las Iglesias de África, de España y de Galia que testimonian todas en el mismo sentido. Aún en este caso, ningún Concilio en comunión con Roma atestigua tradiciones distintas.

b) Observada por toda la Iglesia de los primeros siglos, la tradición del celibato-continencia de los clérigos ¿se ha mantenido siempre?

Observamos en primer lugar que entre los orígenes de la Iglesia y el período donde vemos la disciplina mantenida por toda la Iglesia», ninguna decisión emanada por una instancia jerárquica competente logra probar la existencia de una práctica contraria. En efecto, los documentos auténticos del Concilio ecuménico de Nicea, contrariamente a aquello que la leyenda de Pafnuzio ha hecho creer con frecuencia, no implican decisión alguna que admita suponer que la ley del celibato-continencia no existía antes de 325. Por otra parte, ninguna Iglesia apostólica, ni en Oriente ni en Occidente, durante los primeros siglos de la Iglesia, propone una tradición distinta para impugnar las decretales de Siricio (mientras la cuestión de la fecha de la Pascua, por ejemplo, dio lugar a una famosa controversia). Finalmente, es oportuno verificar si la disciplina del celibato-continencia no es refutada por los textos de la Escritura, en cuyo caso sería inútil pretender que ella haya sido siempre observada. Ahora bien, no sólo los textos de la Escritura que exhortan a la continencia «por el reino de los cielos» muestran una conexión real entre el celibato y el sacerdocio ministerial, sino también la consigna paulina del unius uxoris vir -interpretada de manera clara por el magisterio de la Iglesia en la persona de Siricio y de sus sucesores como una norma apostólica destinada a asegurar la continencia futura de los obispos y de los diáconos (propter continentiam futuram)- señala la presencia de tal disciplina desde los orígenes de la Iglesia.

El conjunto de las condiciones necesarias se presentan consecuentemente reunidas, permitiéndonos afirmar con razón que la disciplina del celibato-continencia para los miembros del clero superior era, en los primeros siglos, «observada por toda la Iglesia» y «fue mantenida siempre».

El principio agustiniano que autoriza reconocer una tradición como realmente de origen apostólico encuentra aquí su aplicación.

Del siglo V al siglo VII

Durante este largo período de tres siglos, caracterizado por el derrumbe del Imperio Romano de Occidente, los invasores bárbaros y el avance del arrianismo, el rompimiento nestoriano, la aparición del Islam y el fin trágico del África cristiana -por lo tanto, período de grandes trastornos- la disciplina del celibato se conservó gracias especialmente a lo obrado por los concilios y los Papas.

En España, los nueve concilios que se tuvieron en Toledo del año 400 al 675, así como los sínodos de Gerona (517) y de Braga (572), mostraron la fidelidad de la península ibérica a la legislación de Elvira.

En las diócesis de Galia y de las Siete provincias se desarrollaron en el siglo V el Concilio de Orange (441), el segundo Concilio de Arles (442-506) y el primer Concilio de Tours (461), bajo la influencia de Hilario de Arles. Durante la primera mitad del siglo VI, la reforma del clero libre fue obra de los concilios promovidos por san Cesáreo de Arles , «uno de los fundadores de la Iglesia francesa». Muerto Cesáreo, el impulso que él había dado continuó inspirando los sínodos episcopales que reforzaron la disciplina del celibato .

En lo que respecta al África, basta mencionar el Concilio general del año 419 -el décimo sexto tenido en Cartago en menos de un siglo- para constatar la determinación de la multitud de obispos que participó en él de conservar y restablecer la institución heredada de los tiempos apostólicos. La Breviatio del diácono Ferrand, en el siglo VI, y más tarde, la Concordia Cresconii, testimonian la misma fidelidad.

En Italia, el Concilio de Turín del año 389 (ó 401) y sobre todo las intervenciones de los Pontífices romanos siguieron la misma línea. Inocencio I (401/2-417), san León Magno (440-461) y san Gregorio Magno (590-604), de manera particular, han dejado documentos de gran importancia para la historia del celibato. Su obra, como aquella de sus predecesores del siglo IV, se caracteriza por la voluntad de hacer remontar la continencia de los clérigos a los orígenes mismos de la Iglesia y de definir los fundamentos teológico-escriturísticos mediante la exégesis de las prescripciones del Levítico y de las consignas de san Pablo a Timoteo y a Tito. Esta intención no se desmiente en el curso de las vicisitudes históricas de la época.

Para el Oriente, el testimonio de san Jerónimo que, a la vuelta del siglo V, se hace garante de la conformidad de las Iglesias «de Oriente» y «»de Egipto» al resto de la cristiandad, es corroborado en Antioquía y después en Constantinopla por san Juan Crisóstomo . En Cirene, la defensa de Sinesio de Tolemaida atestigua también la existencia en esta provincia de una obligación al celibato-continencia para los clérigos superiores . La Doctrina Addaei y el Testamentum Domini Nostri Jesu Christi, en los ambientes de Siria, hablan también de la castidad perfecta de los ministros del altar y en términos que implican tal obligación .

La colección apócrifa de los 85 cánones apostólicos tiene un papel importante a partir de su aparición en Siria (¿o en Palestina?) hacia fines del siglo IV o principios del V. El sexto de estos cánones decreta «que ningún obispo, sacerdote o diácono aleje a su esposa con el pretexto de la piedad; si la rechaza que sea excomulgado y si persiste, depuesto» .

De este canon se hicieron dos lecturas distintas. La primera parece ser la del Papa san León en su carta a Rústico Narbonense. Acogiendo el pedido «apostólico» de no alejar a la esposa, el Pontífice romano pide, sin embargo, a los clérigos casados vivir con la propia esposa como si no la tuviesen, de modo que sea salvo el amor conyugal y que cese la actividad nupcial» .

Este modus vivendi seguirá en vigor en los siglos V, VI y VII no sólo en Roma sino también en las provincias de Galia, de España y de África . Una lectura diferente del sexto «canon apostólico» será hecha mucho más tarde por los padres del Concilio Quinisexto, a fines del siglo VII, para justificar el uso del matrimonio de parte de los sacerdotes y diáconos. Los legisladores bizantinos serán los primeros en adoptar esta interpretación y limitarán la validez del canon así entendido sólo a las órdenes mencionadas, manteniendo para el obispo la obligación de separarse de su esposa.

El Concilio Quinisexto o Trulano II en 691 es, como se ha subrayado oportunamente, la última palabra de la disciplina eclesiástica para la Iglesia griega» . En una época agitada, marcada por una decadencia profunda, en la que «parece que el mundo cristiano estuviera a punto de sucumbir arrollado por la terrible tempestad del Islam», los 215 padres orientales reunidos por Justiniano II «bajo la cúpula» del palacio imperial, en un clima de desacuerdo con Roma, votaron un conjunto de 102 cánones disciplinarios. Muchos de ellos legislaban sobre el matrimonio y sobre la continencia de los clérigos. Son los cánones 3, 6, 12, 13, 30 y 48. Los cánones 12 y 48 pidiendo que el obispo se separe de su consorte, y los cánones 3 y 6 concernientes a la elección de los candidatos monógamos, cuya esposa debe haber sido virgen, de condición libre y de costumbres honestas, están conformes a aquellos que han sido observados en todo tiempo en la Iglesia primitiva, y revelan un gran afán de fidelidad a la tradición apostólica.

Más allá de estos cánones, el Concilio Quinisexto votó un largo decreto que, esta vez a diferencia de la disciplina preconizada por Roma, limitaba a una continencia sólo temporal el deber de castidad de los diáconos y de los sacerdotes casados. He aquí el texto:

Canon. 13: Los sacerdotes y los diáconos pueden conservar a sus esposas. Porque hemos sabido que en la Iglesia de Roma se ha fijado como regla que antes de recibir la ordenación como diácono o sacerdote, los candidatos prometen públicamente no tener ya más relación con sus esposas; nosotros, ajustándonos a la antigua regla de la observancia. estricta y de la disciplina apostólica, queremos que los matrimonios legítimos de los hombres consagrados a Dios permanezcan vigentes también en el futuro, sin disolver el vínculo que los une a sus esposas, ni privarlos de la mutua relación en los momentos oportunos. De tal modo, si alguno es juzgado digno de ser ordenado subdiácono, diácono o sacerdote, que no sea obstaculizado en el camino hacia tal dignidad por el hecho de tener una esposa legítima, ni se exija de él que prometa en el momento de la ordenación abstenerse de relaciones legítimas con su esposa, porque de tal manera ofenderemos el matrimonio instituido por la ley de Dios y bendecido por su presencia, mientras la voz del Evangelio nos grita: «Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre» y el apóstol enseña: » El matrimonio sea respetado por todos y el lecho conyugal sin oprobio»; y aún más: «¿Estás ligado a una mujer por el vínculo del matrimonio? No busques romperlo». Sabemos por otra parte que los padres reunidos en Cartago, corno medida de prevención por la gravedad de las costumbres de los ministros del altar, han decidido «que los subdiáconos, que se ocupan de los santos misterios, y también los diáconos y los sacerdotes, se abstengan de sus esposas durante los períodos que están específicamente (asignados) a ello», «así conservaremos, también nosotros, aquello que nos ha sido transmitido por los Apóstoles y observado desde toda la antigüedad, sabiendo que hay un tiempo para cada cosa, sobre todo para el ayuno y la oración: en efecto, es necesario que aquellos que se acercan al altar, en los momentos en los cuales se ocupan de las cosas santas, sean castos en todo, a fin de que puedan obtener aquello que han pedido en toda sencillez a Dios». Si alguno, pues, actuando contra los cánones apostólicos se atreve a privar a un clérigo de las órdenes sagradas, eso es, un sacerdote, un diácono o un subdiácono, de las relaciones conyugales y de la relación con su esposa legítima, que él sea depuesto; de la misma manera, «si un sacerdote o un diácono alejan a su esposa con el pretexto de la piedad, que sean excomulgados, y si persisten, depuestos» .

El canon trulano está dirigido abiertamente contra la regla fijada por la Iglesia latina de exigir de los hombres casados una profesión de continencia perfecta antes del subdiaconado, el diaconado y el sacerdocio. Sabemos que la legislación occidental no consideraba el matrimonio como un obstáculo para el acceso a las ordenes sagradas; el vínculo conyugal, indisoluble, conservaba toda su fuerza después de la consagración y justificaba también a los ojos de un san León la convivencia de los esposos, obligados ahora a vivir como hermano y hermana. Exigiendo de los clérigos casados la castidad perfecta, la Iglesia latina no pretendía «separar lo que Dios ha unido», sino elevar el estilo de vida al nivel que ella estimaba conforme a las exigencias del ministerio. Matrimonio y sacerdocio eran juzgados como totalmente compatibles. Parece que los Orientales de 691 no habían destacado este aspecto esencial. Sobre el problema específico del grado de continencia, por el contrario, ellos se separan clara y distintamente. Este es el verdadero y -es importante subrayarlo- el único punto de divergencia entre las dos Iglesias en materia de matrimonio y de celibato de los clérigos.

La reivindicación de los obispos de Bizancio hace un llamado a la «antigua regla de la estricta observancia y de la disciplina apostólica», fórmula explicitada a petición a dos autoridades tradicionales: el Concilio de Cartago y el sexto de los cánones llamados «apostólicos» (una colección conocida hoy como apócrifa).

La referencia al Concilio de Cartago del año 390 (a través de las citas tomadas del Codex canonum Ecclesiae Africanae del año 419) es de un interés enorme. Utilizándolo como eslabón de la cadena que se remonta al tiempo de los Apóstoles, los padres del año 691 señalan la importancia de este documento como prueba testimonial de la disciplina primitiva. Mencionándolo confirman a su vez su papel particular en la historia de la ley sobre la continencia de los clérigos.

Dos puntos fundamentales constituyen, sin embargo, la originalidad del decreto bizantino respecto a su fuente africana: la referencia a los obispos ha desaparecido y la continencia demandada a los clérigos no es sino temporal, limitada sólo a los períodos de su servicio litúrgico. Allí donde los padres de Cartago decían: «Es necesario que los santos obispos y los sacerdotes de Dios, así como los levitas, observen una continencia perfecta, como conviene a su estado (secundum propria statuta», los bizantinos sostenían que «dos subdiáconos… los diáconos y también los sacerdotes se abstengan de sus esposas durante los períodos que son específicamente indicados a ellos (katà toùs idíous órous). El principal responsable de esta interpretación es sin duda el autor desconocido de la traducción griega del Codex canonum Ecclesiae Africanae, que ha puesto la expresión latina secundum propria statuta con katá tofs idíous drous, una construcción griega que se puede entender como la han entendido los Padres del Concilio Quinisexto.

Teniendo en cuenta esta diferencia, es digno de observar el hecho que las tradiciones de Bizancio y de Roma concuerdan en el contenido: de un lado el origen apostólico del deber de la continencia (temporal o perpetua) para los ministros del altar, y del otro, el fundamento teológico-escriturístico de esta obligación. Es en cuanto «servidores de los misterios divinos» e intermediarios del pueblo mediante la oración, que los clérigos de las órdenes mayores están obligados a abstenerse de las relaciones sexuales.

Esta convergencia de puntos de vista sobre cuestiones tan fundamentales amerita ser reconocida más de lo que habitualmente se hace. Ella prueba que a despecho de algunas divergencias, el Oriente bizantino y el Occidente no han creído jamás poder justificar la difícil disciplina de la castidad sacerdotal sino a través de la voluntad positiva de los Apóstoles, sin explicarla con la evolución que habría llevado muy lentamente a la transformación de un consejo evangélico en un precepto. Roma y Bizancio muestran de esta manera, con su acuerdo, la fuerza de la motivación que ambas sacan de los principios de la Escritura. De nuevo, y sólo sobre el fundamento de la Palabra de Dios es que ellos aceptan garantizar el vínculo entre la pureza sexual y el ministerio litúrgico. Este último no es puesto en discusión por la legislación trulana, pero, en cierto modo, nuevamente se hace patente la evidencia del carácter periódico de la obligación a la continencia . Es porque se aproximan -y en el momento en el cual se aproximan- a los misterios sagrados, que los levitas de la Nueva Alianza deben privarse de las relaciones con sus esposas. Podemos suponer que, si la práctica de la celebración cotidiana se había instaurado en la Iglesia de Oriente, el argumento a fortiori desarrollado por Siricio provocó sin duda efectos similares en la legislación bizantina del siglo VII; o al contrario, que haya resultado difícil a los latinos mantener el principio de una continencia cotidiana si, de un modo o de otro, la oración de los intercesores del pueblo de Dios no hubiera estado concebida de parte de ellos como una misión ininterrumpida.

Este fondo común a las dos tradiciones, que con demasiada frecuencia se tiene la tendencia a referir como independientes la una de la otra, se hace ahora más interesante porque se alimenta del testimonio de un mismo patrimonio, el Concilio tenido en Cartago en 390, considerado como un eslabón fundamental a lo largo del camino que une la conciencia viva de la Iglesia a la época apostólica. Se puede esperar que una toma de conciencia más viva de esta herencia común promueva el presagiado acercamiento entre las dos Iglesias.

Del siglo VIII al X: la reforma carolingia

Los efectos consecuentes a la caída del Imperio Romano y la invasión de Europa de parte de los bárbaros se hacen sentir todavía en todos los campos. La crisis moral y religiosa golpea de modo particular al clero. Se asiste a una decadencia progresiva y continua de la disciplina y de la práctica de la continencia y del celibato, a la cual los reformadores buscan poner remedio con una constante firmeza. La principal iniciativa de reforma está representada por la obra de los carolingios, por Pipino el Breve y Ludovico el Pío, que entre los años 749 y 840 actuaron sobre este plano en total conformidad con la Sede Apostólica. Después del desmoronamiento del Imperio de Carlo Magno y del surgimiento del feudalismo se asiste a una nueva decadencia general. El laxismo en la observancia de la ley de la continencia se acrecienta por el regionalismo y por la ausencia de una autoridad central, distinta a la investidura de los laicos que a menudo elegían sacerdotes y obispos sin una verdadera vocación, si no indignos por añadidura.

Las grandes colecciones de normas disciplinarias nos las proveen los textos patrísticos y conciliares de los primeros siglos relativos a la disciplina. He aquí una lista de los mismos: la Dionysiana, conocida después con el nombre de Dionyso-Adriana, luego simplemente Hadriana , la Hispana y la Dacheriana (combinación de las dos anteriores).

En la reforma carolingia desplegaron un rol muy importante: los libros penitenciales, una especie de manual de pastoral que atestiguan la perseverancia de la Iglesia en la conservación de la disciplina tradicional ; los capitulares reales y episcopales ; las varias colecciones de normas disciplinares, como la Pseudo-isidoriane y el Decretum Burchardi; los concilios regionales y los sínodos diocesanos ; finalmente, las intervenciones papales, sobre todo las de Zacarías, de Eugenio II (Concilio romano del año 826), de León IV (Concilio romano del año 853), de Nicolás I, de León VII y de Benedicto VIII (Concilio de Pavia).

Siglo XI: la reforma gregoriana

El siglo X, llamado con justicia el «siglo de hierro por razón de la creciente corrupción de las costumbres y de la violencia innominable que caracterizaron el fin del milenio, presenció también el abandono casi general de la práctica del celibato entre el clero. La debilidad, y algunas veces los vicios, de la autoridad eclesiástica se demostraron incapaces de poner remedio a los desórdenes que afligían a la Iglesia: simonía, nicolaísmo, investidura por obra de los laicos. Con el Papa León IX (1048-1054) comienza finalmente a manifestarse una fuerte toma de conciencia de estos males aparentemente sin remedio, junto a la voluntad radical de hacerlos cesar. Pero será Gregorio VII (1073-1085) quien proyectará y llevará a buen término la reforma detectada indispensable. Basándose en la Tradición y en los Padres, sin pretender en absoluto innovar, la reforma gregoriana apunta a restaurar la auténtica disciplina.

Los instrumentos directos de la reforma gregoriana son las colecciones de las leyes eclesiásticas: colección de Anselmo de Lucques (año 1080 ca.), el Liber de Vita Christiana de Bonizzo da Sutri (1089-1095); colección de Yves de Chátres (1094-1095 ca.).

Se puede decir que la reforma se desarrolló en dos planos:

a) El plano de la controversia, en el cual defensores y detractores del celibato se enfrentaban en los escritos polémicos que enumeraban el conjunto de los argumentos pro y contra. Entre los opositores: la Epístola Pseudo-Uldarici de continentia clericorum y la Apología contra eos qui calumniantur missas coniugatorum sacerdotum, de Segiberto de Gembloux . Entre los defensores; san Pedro Damiano, Bernoldo de Constanza , Manegoldo de Lautenbach, Honorio de Autun . Estos últimos apelan a la tradición antigua que se remonta a Jesucristo y a los orígenes de la Iglesia; es oportuno citar el II Concilio de Cartago de 390, que hace referencia precisa a los Apóstoles y a la antigüedad cristiana , como el de Nicea.

b) El plano de las medidas legislativas. Este examina tanto el matrimonio de los clérigos mayores como la práctica del matrimonio contraído antes de la ordenación. Los sumos Pontífices, cuya autoridad suprema en la Iglesia se afianza siempre más, sin amedrentamiento ante los obstáculos, toman las medidas decisivas que se imponen . El principal artífice de la reforma, Gregorio VII, convocó en Roma, en marzo de 1074, un Sínodo que se hizo eco de toda la tradición anterior relativa al celibato. Este Concilio promulgó cánones que las cartas pontificias y los concilios regionales atravesando Europa lograron pacientemente hacer aplicar en toda la Iglesia.

El primer Concilio ecuménico de Letrán, bajo Calixto II en 1123, exige la observancia muy estricta del celibato, poniendo de alguna manera el punto conclusivo a la reforma gregoriana. El segundo Concilio ecuménico de Letrán (1139) renovó estas decisiones y declaró nulo el matrimonio contraído después de la ordenación.

Del siglo XII al XIV: la edad de oro del derecho canónico

La gran época medieval (siglos XII-XIV) es también la edad de oro del Derecho Canónico. Al día siguiente de la reforma gregoriana, la Iglesia recobra vida y entra en un período de cerca de tres siglos caracterizado por una nueva juventud. En el plano del derecho, la escuela de Bolonia, de Francia-Renania y de Inglaterra-Normandía, entre las más influyentes, elaboran importantes obras que retoman y perfeccionan la herencia del pasado. Documentos conciliares y decretales pontificias se juntan en colecciones de carácter científico que sirven como base a las instituciones y apoyan a la autoridad eclesial en su obra legislativa. Papas y concilios de un lado , expertos en derecho canónico del otro, se asocian para dar a la Iglesia un código sistemático de derecho canónico, el Corpus Juris Canonici , que será el manual de referencia del derecho eclesiástico hasta el Código de 1917.

La disciplina del celibato sacerdotal, restaurada por la vigorosa reforma del siglo XI, se consolida y se expresa en los textos que forman una síntesis destinada a convertirse en clásica. Ella se encuentra principalmente en las Decretali de Gregorio IX y en el Decreto de Graciano . En síntesis: los clérigos menores pueden casarse, pero en tal caso pierden sus beneficios: si quieren acceder a las órdenes mayores deben renunciar a las relaciones conyugales a partir del prediaconado, con el consentimiento formal de su esposa. La mujer de un obispo, por su parte, debe entrar en un monasterio. Para garantizar la observancia de la ley de la continencia, se prohíbe a los sacerdotes la cohabitación con personas del otro sexo, salvo aquellas que están más allá de toda sospecha. Los hijos legítimos de los sacerdotes (o bien aquellos nacidos antes de su ordenación sacerdotal) no pueden sucederles ni heredar sus beneficios. Por lo que respecta a las condiciones de admisión a las órdenes, el candidato casado puede haber contraído matrimonio una sola vez, con una mujer virgen y de costumbres honestas; renunciando a las relaciones conyugales después de la ordenación, el clérigo debe asegurar la subsistencia de su esposa. Finalmente, el matrimonio que se contrae después de la ordenación se declara nulo.

Hay que tener en cuenta que Graciano y la mayoría de los Decretistas no ponen en duda la autenticidad de los documentos por ellos examinados. Ellos dan prueba de escaso espíritu crítico y no verifican sus fuentes. En ausencia de una ciencia de la historia del derecho, como la veremos desarrollarse en el siglo XVI, ellos aceptan sin ninguna desconfianza documentos fuertemente dignos de sospecha, como los Falsi decretali o la historia de la supuesta intervención de Pafnuzio en el Concilio de Nicea . Es claro que la inclusión de esta anécdota legendaria en el Decretum no confiere a este último ningún valor intrínseco ; sin embargo, aunque fuese privada, la colección canónica del maestro de Bolonia sirve a la larga como base para la enseñanza del derecho eclesiástico, y, a través de él, se diluye la idea de que la historia de Pafnuzio justificase también la disciplina particular de las Iglesias de Oriente.

Graciano y el conjunto de los canonistas medioevales son, por otro lado, los ardientes defensores de la ley de la continencia en la Iglesia latina.

Algunos la hacen remontarse a los Apóstoles, como Raimundo de Peñafort, el autor de las Decretalia Gregorii IX, cuya competencia en materia de derecho canónico era ampliamente reconocida: «Obispos, sacerdotes y diáconos -escribe- deben observar la continencia, también con su esposa. Es lo que los Apóstoles han enseñado con su ejemplo, y con un reglamento, como afirman algunos, y según los cuales la expresión «han enseñado» (Dist. 84, c. 3) se interpreta de manera diversa.

Esta idea fue afirmada después en el Concilio de Cartago, en el canon ya citado cum in praeterito, y por el Papa Siricio». Dos razones esenciales, siempre según Raimundo, están al origen de esta ley de la continencia: «»La primera es la pureza sacerdotal, de modo que ellos puedan obtener en toda sencillez cuanto piden a Dios en la oración (cfr. Dist. 84, c. 3 y dict. p. c. 1, Dist. 31). La segunda es darles la posibilidad de rezar y de cumplir su ministerio sin obstáculos, dado que es imposible hacer las dos cosas al mismo tiempo, o sea servir a la esposa y a la Iglesia» .

Siglos XV y XVI: el Concilio de Trento (1545-1563)

El gran cisma de Occidente (1378-1417) y el debilitamiento del poder pontificio que de ello resultó fueron el origen de un nuevo período de decadencia que, durante casi dos siglos, sacude profundamente a la Iglesia. La crisis de autoridad y de unidad, acrecentada por una crisis espiritual, moral y religiosa que atropella la totalidad del mundo cristiano, se traduce en el clero en el restablecimiento de la discusión, al mismo tiempo práctica y teórica, de la ley del celibato. Un decreto del Concilio de Basilea (14311437), el decreto De concubinarii que numerosos concilios regionales pretendieron aplicar en seguida, permaneció prácticamente sin ejecutarse. En el siglo XVI la impugnación asume un cariz más virulento con la entrada en escena de los Reformadores, que se opusieron al celibato en nombre de la Sagrada Escritura y de una concepción diferente del sacerdocio.

Mientras algunos soberanos, como Carlos V, Fernando I y Maximiliano I, algunos humanistas, como Erasmo, o hasta teólogos de evidente fama, como Gaetano De Vio, se muestran favorables a un ablandamiento de la disciplina y favorecen con empeño compromisos, los episcopados, por el contrario, se oponen categóricamente y conservan las posiciones tradicionales. Algunos excelentes teólogos, como José Clichtove, se las ingenian para refutar los argumentos de los Reformadores, justificando la ley en el plano de la historia y de la doctrina.

Es el Concilio ecuménico de Trento el que restaurará la disciplina del celibato, tomando un cierto número de decisiones importantes destinadas a delinear la fisonomía del sacerdocio para los siglos venideros.

La primera de estas decisiones es el noveno de los cánones sobre el sacramento del matrimonio, votados en el curso de la sesión XXIV, el 11 de noviembre de 1563: «Si alguno pretende que los clérigos constituidos en órdenes sagradas, o los regulares que han profesado solemne castidad, pueden contraer matrimonio y que el contraído es válido no obstante la ley eclesiástica o el voto; y que lo contrario no es otra cosa que condenar el matrimonio, y que pueden contraer matrimonio todos los que, aún cuando hubieren hecho el voto de castidad, no sienten tener el don de ella, sea anatema«.

La comisión de expertos, cuyas discusiones sirvieron de preparación a la redacción del decreto , examinó el asunto desde un perfil histórico, por cuanto las objeciones de Lutero y de los Reformadores obligaban a preguntarse si la prohibición del matrimonio para los sacerdotes no fuese contraria a la Escritura o a la tradición apostólica. Se hizo una distinción entre el caso de los célibes hechos sacerdotes y el de los esposos admitidos a la ordenación. Para los primeros, para los cuales la prohibición de casarse jamás había gozado de excepciones, algunos teólogos lo consideran como que fuese de origen apostólico; otros llegan a concluir que es de derecho divino, mientras muchos retienen que se trata simplemente de una norma sujeta al derecho eclesiástico. En lo que respecta a la continencia perfecta exigida a los hombres casados admitidos a las órdenes, hay dos opiniones presentes al mismo tiempo puesto que algunos expertos la hacen remontarse a los Apóstoles, pero la mayoría de ellos la ve tan sólo como una decisión eclesiástica. Conviene subrayar que todos los consultores, cuando afrontan la cuestión del matrimonio de los Apóstoles, afirman sin titubear que Pedro y aquellos Apóstoles que estaban casados antes de seguir a Cristo han practicado después la continencia perfecta, conforme a sus propias declaraciones: «Sabes que nosotros lo dejamos todo para seguirte…» (Mt 19,27).

El extenso e importante decreto Cum adolescentium aetas votado durante la sesión XXIII, ha proporcionado asimismo una orientación decisiva al futuro sacerdocio por intermedio del establecimiento de los seminarios. Gracias al reclutamiento y a la formación de jóvenes célibes, se hace siempre menos necesario hacer un llamado a los casados. Un giro considerable se realizó en la Iglesia postconciliar respecto a lo que había sido la situación del clero en los primeros siglos y hasta la época misma del Concilio de Trento. El clero célibe se convierte en la regla y el clero casado (sujeto a la continencia perfecta) en la excepción.

Otras medidas tomadas por el Concilio de Trento contribuyeron de modo decisivo al éxito de la reforma disciplinar concerniente al celibato, en particular el restablecimiento del ministerio episcopal y la insistencia sobre las responsabilidades pastorales del sacerdote, siendo éste último no sólo ministro del culto, sino «el ejemplo viviente» propuesto al pueblo de Dios para ser imitado.

Del Concilio de Trento al Concilio Vaticano II

Siglos XVI y XVII

La Iglesia sale rejuvenecida del Concilio de Trento y, frente a la Reforma protestante, sólidamente estructurada tanto en el plano doctrinal como en el disciplinar. Gracias a las medidas prescritas para restablecer y favorecer la observancia del celibato sacerdotal, se proporcionaba una orientación que no dejaba duda alguna sobre las intenciones de la Iglesia y poco espacio a los movimientos de impugnación. Era necesario, naturalmente, esperar un poco según tiempos y lugares para qué los resultados de la acción de Trento se hicieran sentir plenamente. Numerosos sínodos diocesanos y concilios extraordinarios, especialmente en el curso de los siglos XVI y XVII, se esforzaron en poner en acción el programa del Concilio ecuménico: los seminarios se multiplicaron y el estilo de vida del clero llega a ser caracterizado por una voluntad clara de fidelidad al celibato.

Paralelamente a la acción de los concilios, a los serios esfuerzos de innumerables obispos y sacerdotes conquistados por la Reforma tridentina, a la eficaz actividad de órdenes religiosas como los jesuitas, la causa del celibato le debe mucho a algunos trabajos eruditos que opusieron a la crítica de Lutero y de sus sucesores una sólida apologética. En lo que respecta a este período recordaremos en particular los nombres del obispo Estanislao Osio (15041579) , del jesuita Roberto Bellarmino (1542-1621) y del oratoriano César Baronio (1538-1607) , los cuales inmediatamente después del fin del Concilio de Trento, reforzaron las posiciones oficiales a través de sus sabios estudios.

Entre la gran cantidad de opúsculos y libros contra el celibato que continuaron difundiéndose, especialmente en los ambientes evangélicos, una importante obra merece nuestra atención: aquélla del teólogo luterano Georgius Calixtus (1586-1656), De Conjugio clericorum liber , publicada en Helmstadt en 1631, que busca demostrar la fragilidad de los fundamentos escriturísticos, históricos y doctrinales sobre los cuales se apoya, según él, la legislación concerniente al celibato de los sacerdotes. Se trata sin duda de la obra más consistente producida por la Reforma protestante contra el celibato eclesiástico. Muchos la recogerán en tiempos futuros, con frecuencia y abundantemente. Será reeditada en 1783 por Heinrich Henke y continuará ejerciendo una fuerte influencia en la Alemania de la Aufklärung.

Siglo XVIII

El movimiento de las ideas que partiendo de Descartes sostenía una legítima autonomía de la razón en la búsqueda de la verdad condujo a la inteligencia, a través de un fatal concatenamiento, no sólo a hacer caso omiso de la fe sino a oponérsele, viendo en ella al enemigo de su emancipación. El siglo XVIII, el «siglo de las luces» bajo la influencia de su élite profundamente antirreligiosa, llevó adelante un trabajo de debilitamiento contra la Iglesia y sus instituciones que, obviamente, no dejó pasar por alto el celibato. Pero ni las voces más agresivas, ni las nuevas defecciones sacerdotales, ni algunos escándalos de amplia repercusión, ni la persecución sanguinaria de la Revolución francesa lograron modificar la actitud general del clero que, en su conjunto, permaneció fiel al ideal trazado por el Concilio de Trento.

Hay que señalar en el curso de este período algunas intervenciones pontificias: con una carta fechada 6 de noviembre de 1730, el Papa Clemente VIII aprobó la fundación de seminarios en el reino de Aragón y recordó que la pureza de Cristo constituye el modelo y la fuente de la castidad sacerdotal ; un largo capítulo está consagrado a esta última en otra carta del mismo Pontífice, fechada 22 de marzo de 1736; además la Encíclica A quo die, del mismo Clemente VIII, publicada en 1758, privilegia la castidad entre los criterios de selección de los candidatos al sacerdocio.

Una abundante literatura con miras a desacreditar el celibato se propaga abiertamente o a escondidas. Los ataques más insidiosos, cuya influencia se hace sentir por mucho tiempo, fueron conducidos por Pierre Bayle en el Dizionario storico e critico de 1697 frecuentemente reeditado, y por la Enciclopedia de Denis Diderot cuyo primer volumen aparece en 1751.

Las obras apologéticas más importantes del siglo XVIII son las de Francisco Antonio Zaccaría, jesuita italiano que, después de la supresión de la Compañía de Jesús (1773), se convierte en profesor de historia eclesiástica en el Colegio de la Sabiduría en Roma. El primer trabajo publicado en 1774 se titula: Storia polemica del celibato sacro da contrapporsi ad alcune detestabili opera uscite a questi tempi; el segundo, once años más tarde, lleva por título: Nuova giustificazione del celibato sacro dagli inconvenienti oppostogli anche ultimamente in alcuni infamissimi libri. Disertazioni quattro. Con un tono polémico, necesario por las circunstancias, trata a fondo la historia del celibato eclesiástico haciendo remontar el origen a los tiempos de los Apóstoles .

Siglo XIX

La «crisis de la conciencia europea» iniciada en el siglo XVI se prolonga más allá del siglo de las luces y de la Revolución francesa, en aquello que muy apropiadamente ha sido llamado «»el drama del humanismo ateo». El siglo XIX -el siglo de Hegel, Feuerbach, Carlos Marx, Augusto Comte, Nietzsche- es radicalmente antirreligioso y hostil a la Iglesia. Como todo aquello que concierne al catolicismo, el celibato sacerdotal representa el blanco de ataques violentos y sistemáticos. En su primera encíclica, Pío IX llega a afirmar: «,El celibato sagrado es víctima de una conspiración» . Se puede quizás identificar el síntoma del éxito del que continúa gozando la obra de Georgius Calixtus, reeditada por Heinrich Henke en 1783, porque «nadie ha escrito de manera más profunda y más sabia a favor del matrimonio de los sacerdotes» , así como en la voluminosa obra de los hermanos Theiner, aparecida en 1828 y sucesivamente reeditada en 1897, violenta requisitoria que se proponía nada menos que «secar una vez por todas la fuente de tantos males en el plano moral» o sea el celibato , o en el «best-seller» vulgarizante de Henry Charles Lea (1867), que conoció numerosas reediciones , para no hablar de la Enciclopedia de Diderot, que sigue siendo un libro predilecto.

La Iglesia sale debilitada y dividida de la tormenta revolucionaria, pero, paradójicamente, fortificada por el heroísmo con el cual ella misma la había atravesado . Reorganizando las propias instituciones según el espíritu del Concilio de Trento, ella adquiere nueva fuerza y conoce, en el curso del siglo XIX una vitalidad sorprendente. Este siglo irreligioso es también un siglo de santos, con el Cura de Ars, Juan Bosco, José Cottolengo, Jeanne Jugan y otros miles. El clero, tras el impulso del pontificado y de algunos obispos ejemplares, traza el camino de una auténtica renovación. A pesar de los ataques de los que viene siendo objeto, el celibato sacerdotal se mantiene en conformidad con los cánones tridentinos y el Corpus Juris Canonici.

No parece que los concilios extraordinarios de Occidente, que se hicieron menos frecuentes después de las regulaciones tridentinas han debido preocuparse de la cuestión. Las intervenciones pontificias recuerdan a los sacerdotes el deber de la castidad, pero sin volver sobre una legislación que se supone sea conocida por todos . Se sabe que el Concilio Ecuménico Vaticano I (8 de diciembre de 1869 – 20 de octubre 1870) se proponía entre otras cosas «examinar con el mayor cuidado y establecer aquello que conviene hacer… para la disciplina y la sólida instrucción del clero regular y secular». Forzado a interrumpir prematuramente sus trabajos, le quedaban todavía por votar 51 esquemas, de los cuales 28 eran de naturaleza disciplinar. El celibato de los sacerdotes debía ser tratado en el marco de una constitución De vita et honestate clericorum, cuyo esquema , sometido al examen de los padres, ya había sido objeto de un cierto número de observaciones . Estos documentos preparatorios reservados en los archivos sirvieron, como se ha señalado, para la elaboración del Código de Derecho Canónico de 1917 y de las encíclicas de los Papas sucesivos.

En el plano de la apologética conviene subrayar la colección monumental del obispo húngaro Agostino di Roskovany , que recoge todos los textos relativos al celibato eclesiástico a fin de combatir «el error de aquellos que pretenden que la ley del celibato sagrado haya estado ignorada en los primeros cuatro siglos de la Iglesia…» y de demostrar que » es con justo merecimiento que se califica esta ley como «apostólica» …».

La importante controversia del fin de siglo, de la cual ya se ha tratado más arriba, entre Gustavo Bickell y F.X. Funk, llamará la atención más aún de cuanto haya sucedido en el pasado, sobre el problema crucial de los orígenes de la ley del celibato.

La gran figura de John Henry Newman (1801-1890), que ilumina todo el siglo XIX, proyecta sobre este problema un testimonio que, sin hacer recurso de la erudición, no por esto debe considerarse menos importante: Existía también el celo con el cual la Iglesia romana conservaba la doctrina y la ley del celibato, que yo reconozco como apostólica, junto a su fidelidad a muchas otras costumbres de la Iglesia primitiva, que me eran queridas; todo esto constituía un argumento en favor de la gran Iglesia romana» .

Del inicio del siglo XX al Concilio Vaticano II

La crisis modernista, sobre la cual se abre el siglo XX, pone en debate todas las instituciones de la Iglesia, inclusive, naturalmente, la ley del celibato . Pío X hará una breve pero clara referencia a la encíclica Pascendi . Oponiendo el conocido veto al «concentrado de todas las herejías» que el modernismo representa a sus ojos, el Papa ponía al mismo tiempo un freno a un fuerte crecimiento de la impugnación del celibato. Hasta una época recientísima no se sentirán sino raramente voces que piden la abolición de la disciplina tradicional. Por otra parte, de manera trágica las dos guerras mundiales dirigirán las mentes a otras preocupaciones.

Daremos aquí, en orden cronológico, los textos que hacen referencia al celibato eclesiástico y que provienen de los Sumos Pontífices durante el período que va del inicio del siglo al Vaticano II. Se trata efectivamente de sólo documentos oficiales de la Iglesia latina sobre el tema.

Documentos de Pío X (1903-1914):

Encíclica Pascendi (8 de setiembre de 1907).

Exhortación Apostólica Haerent animo (4 de agosto de 1908) al clero católico sobre la santidad sacerdotal. El documento no emplea la expresión «celibato» pero insiste en la «castidad ejemplar» que representa el deber ser sacerdotes conformados a la imagen del Hijo».

Documentos de Benedicto XV (1914-1922):

Codex Juris Canonici (1917): cánones 132 y 1072.

Carta a Frantisek Kordac, arzobispo de Praga (29 de enero de 1920). El Papa asegura al episcopado de Bohemia, frente a la defección de una parte de su clero, que «la Sede Apostólica… no aprobará jamás una abolición o una mitigación de la ley del celibato, de la cual la Iglesia latina se jacta como de un ornamento insigne».

Alocución al Consistorio (16 de diciembre de 1920). Benedicto XV retorna sobre el tema del clero checo. Aprovecha la disolución de la asociación sacerdotal Iednota, muchos miembros de la cual eran activamente favorables a la abolición del celibato. Después de haber subrayado que «si la Iglesia latina es vigorosa y floreciente, ella debe su fuerza y su gloria en gran parte al celibato de los sacerdotes, afirma que «por esta razón debe ser conservado en su integridad». El Papa cita la carta de Siricio a Himerio de Tarragona, y concluye afirmando «solemnemente» una vez más que «la Sede Apostólica no mitigará nunca la ley santísima y muy saludable del celibato eclesiástico, y menos aún la abolirá».

Documentos de Pío XI (1922-1939)

Encíclica Ad catholici sacerdotii (20 de diciembre de 1935). Se trata de la primera encíclica que desarrolla exhaustivamente la cuestión del celibato de los sacerdotes. No se aprecia entre líneas una situación de impugnación como en el caso de la encíclica Pascendi de Pío X o en las exhortaciones de Benedicto XV. Pero, por primera vez, se advierte en un documento pontificio la preocupación de situar la disciplina de la Iglesia latina confrontándola con aquella de la Iglesia de Oriente. El Papa cita a san Epifanio, san Efrén y san Juan Crisóstomo, que testifican la «excelencia del celibato católico y no duda en escribir que «también en esta materia la armonía reinaba, en aquella época, entre la Iglesia latina y la oriental, donde sí se sometían a una estrecha disciplina».

No obstante ello, concluye el Pontífice, «Nosotros no deseamos que cuanto hemos afirmado para recomendar el celibato se interprete como si fuera nuestra intención censurar o desaprobar de alguna manera la distinta disciplina legítimamente en vigor en la Iglesia oriental.

Hay que subrayar otros dos puntos: una referencia al canon XXXIII del Concilio de Elvira, al inicio del siglo IV «que esboza los primeros lineamientos del celibato sagrado, cuando arreciaba todavía la persecución del nombre cristiano, lo que constituye una prueba del hecho que la cosa formaba parte desde hacía tiempo de las costumbres» . Esta ley, comenta el Papa, «no hace otra cosa que reforzar y agregarse a una cierta exigencia, por decirlo así, que tiene su origen en el Evangelio y en la predicación de los Apóstoles». Una segunda referencia llega entonces de modo natural a la mente del Pontífice, aquella del canon II del Concilio de Cartago del año 390: » Ut quod apostoli docuerunt, et ipsa servavit antiquitas, nos quoque custodiamus».

Todo este pasaje de la encíclica, redactado con un cuidado extremo por el ex-prefecto de la Biblioteca Apostólica Vaticana, o sea Pío XI, muestra bien su perspectiva: la ley del celibato en la Iglesia latina, formulada por primera vez en el siglo IV, tiene una pre-historia: ella se remonta a los Apóstoles y a Cristo mismo, cuyo ejemplo y cuya estima por la castidad han estimulado a los ministros de la Nueva Alianza a auto imponerse espontáneamente la sumisión respetuosa a este modo de vida, el que habría sido sancionado después por una ley eclesiástica. El testimonio de los padres griegos y sirios va en la misma dirección, aunque no se trata de criticar la disciplina «legítima» de la Iglesia oriental .

Documentos de Pío XII (1939-1958)

Exhortación Apostólica Menti nostrae (23 de setiembre de 1950), para promover la santidad de la vida sacerdotal. Con el ejemplo de su predecesor, Pío XII hace derivar la obligación del celibato de la «excelente dignidad del sacerdote», que hace de este último un alter Christus. La imitación de Cristo humilde, obediente, casto y pobre, debe ser la línea de conducta de aquél que, a través de la ordenación, se ha convertido en «ministro de Dios y padre de las almas». De aquí la ley del celibato (en conexión con las grandes virtudes crísticas), que lo libera de las solicitudes del siglo y hace que se consagre íntegramente al servicio divino.

Encíclica Sacra virginitas (25 de marzo de 1954), sobre la virginidad consagrada. El ejemplo de Cristo virgen representa la razón suprema que fundamenta la virginidad consagrada, así como la castidad perfecta del sacerdote.

Imponiendo a sus sacerdotes el celibato, la Iglesia les permite acceder al más alto grado de libertad espiritual y de caridad, para donarse íntegramente a Dios y al servicio del prójimo. También en las Iglesias orientales, como recordaba Pío XI, el celibato es ensalzado y los obispos le están obligados por ley. El ofrecimiento cotidiano del sacrificio eucarístico, añade la encíclica, constituye también una razón esencial que justifica el celibato. Finalmente, este último no priva al sacerdote de una posible paternidad, le ofrece en cambio la posibilidad de engendrar a la vida eterna y, de esta manera, vivir una paternidad inmensamente superior a la primera.

Documentos de Juan XXIII (1958-1963)

Encíclica Sacerdotii nostri primordia (1 de agosto de 1959), sobre san Juan María Vianney. Juan XXIII invita a los sacerdotes a meditar el ejemplo del Cura de Ars. La castidad perfecta es «el ornamento más excelente de nuestro orden, más necesario aún hoy en que los sacerdotes deben vivir en el seno de una sociedad de costumbres muy libres. La castidad no hace que el sacerdote se repliegue sobre sí mismo, al contrario le hace amar a los otros con el mismo amor de Dios.

Alocución al Sínodo romano (26 de enero de 1960). Juan XXIII hace alusión a algunas defecciones que han causado escándalo y a algunas críticas contra la ley del celibato -cosa que no había sucedido jamás a un Papa desde los tiempos de Benedicto XV- y afianza la posición de la Iglesia: «Aquello que aflige particularmente es ver… a algunos dejarse llevar por quimeras (allucinationi cuidam indulgentes) e imaginar que la Iglesia católica tenga intención o considere oportuno renunciar a la ley del celibato eclesiástico, que ha sido en el curso de los siglos y sigue siendo siempre el ornamento resplandeciente y brillante del sacerdocio. Sin ninguna duda, la ley del celibato sagrado y la energía que hay que gastar para hacerla observar escrupulosamente constituyen una advertencia permanente de la lucha memorable y gloriosa de estas épocas, en que la Iglesia de Dios es llamada a duras batallas y obtiene un triple triunfo: en efecto, constituye un signo de la victoria de la Iglesia de Cristo luchar para que ella sea libre, casta y universal».

La bibliografía sobre el celibato eclesiástico resulta escasa hasta la vigilia del Concilio Vaticano II. Los estudios más importantes de este período son tratados históricos, uno de Elphége-Florent Vacandard , aparecido en 1905, el otro del P. Henri Leclercq , de 1908. Ambos aceptan sin revisión las conclusiones de Funk y sostienen el origen tardío de la ley en la Iglesia latina. La tesis de ellos, que ha gozado de la confianza de diversos autores, en particular en los artículos en los diccionarios, condiciona las investigaciones históricas sobre el argumento para toda la primera mitad del siglo XX, y se impone todavía como un fondo a las reflexiones sobre el celibato sacerdotal que caracterizaron el Concilio y el período postconciliar.

Del Concilio Vaticano II hasta nuestros días

Durante el Concilio Vaticano II (1962-1965) en dos documentos se trata formalmente del celibato sacerdotal . Cronológicamente el primero de ellos es el decreto Optatam totius, sobre la formación de los sacerdotes, promulgado el 28 de octubre de 1965; el segundo es el decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes, promulgado el 7 de diciembre del mismo año.

Sabemos que con una carta dirigida al cardenal Eugenio Tisserant el 10 de octubre de 1965, Pablo VI pedía que los padres no discutiesen públicamente acerca del celibato de los sacerdotes y anunciaba la intención de tratar él mismo ampliamente aquel asunto de tanta importancia. «No es oportuno debatir públicamente este argumento que requiere la más grande prudencia y reviste una gran importancia. Tenemos el propósito no sólo de conservar mientras dependa de Nosotros esta antigua ley, santa y providencial, sino además de reforzar su observancia, volviendo a llamar a los sacerdotes de la Iglesia latina al conocimiento de las causas y de las razones que hoy, precisamente hoy en modo especial, hacen que se considere muy adecuada esta misma ley, gracias a la cual los sacerdotes pueden consagrar todo su amor únicamente a Cristo y donarse totalmente y generosamente al servicio de la Iglesia y de las almas«.

Esta medida de prudencia fue probablemente dictada a Pablo VI por la orquestación, a través de los medios de comunicación masiva, de voces reclamantes de una revisión de la ley sobre el celibato que buscaban influenciar los debates conciliares y por el eco desproporcionado que las intervenciones de algunos padres en favor de un clero casado provocaban en la opinión pública.

El decreto Optatam totuis. En este documento, dedicado a la formación sacerdotal, el Concilio pide que «los alumnos que, conforme a las santas y firmes leyes de su propio rito, siguen la venerable tradición del celibato sacerdotal, sean educados cuidadosamente para este estado». Sigue un breve enunciado de las razones teológicas que justifican el celibato, la afirmación de la superioridad de la virginidad consagrada y el llamado a «los oportunos auxilios divinos y humanos» que ayudan a aceptar el celibato con gozo y madurez.

El decreto Presbyterorum ordinis. Este importante documento que ha sido llamado con justicia la «carta sacerdotal del Concilio» es el resultado de prolongadas discusiones a lo largo de dos años. Del esquema original De clericis, enviado a los padres el 25 de marzo de 1963, al decreto actual, promulgado el 7 de diciembre de 1965, el texto ha pasado a través de diversos estadios de revisión . En lo que respecta al celibato, el De clericis no contenía sino una breve recomendación: «Por cuanto concierne a la castidad, los sacerdotes ténganla en muy alta estima y tengan cuidado de observarla en la práctica según las tradiciones y las indicaciones del rito al cual pertenecen» . En poco tiempo, numerosos padres solicitaron una redacción a fin de que «apareciese más claramente el fundamento doctrinal, el significado positivo y la altísima conveniencia de la castidad perfecta en la vida del sacerdote«.

De enmienda en enmienda, el texto fue finalmente votado con consenso general . Se articula en tres párrafos:

a) La continencia perfecta y perpetua por el reino de los cielos, recomendada por el Señor y tenida en alta estima en la Iglesia, no es exigida por la naturaleza del sacerdocio. Es esto lo que indican «la práctica de la Iglesia primitiva y las tradiciones de las Iglesias orientales». El Concilio «no pretende absolutamente modificar la disciplina distinta que está en vigor legítimamente en las Iglesias orientales».

b) Empero, el celibato «tiene múltiples conveniencias con el sacerdocio» (multimodam convenientiam cum sacerdotio habet). El Concilio expone aquí las motivaciones eclesiológicas, cristológicas y escatológicas de la disciplina impuesta a los sacerdotes, las que serán ampliamente desarrolladas en 1967 por Pablo VI en la Encíclica Sacerdotalis coelibatus.

c) De aquí la ley en vigor en la Iglesia latina: «Es pues por motivos basados en el misterio de Cristo y en su misión que el celibato, primeramente recomendado a los sacerdotes, haya sido después impuesto con una ley en la Iglesia latina a todos aquellos que se presentan a las Ordenes sagradas». El Concilio confirma a continuación esta legislación para los candidatos al presbiterado y exhorta a los sacerdotes a ser generosamente fieles a su celibato, pidiendo a Dios con humildad tal «don precioso» y empleando los medios naturales y sobrenaturales necesarios.

Si las razones teológicas justificantes del celibato sacerdotal son explicitadas con mucha fuerza y claridad, el argumento histórico en cambio es tratado sólo sumariamente. Al respecto podemos hacer las siguientes observaciones.

Evocando «la práctica de la Iglesia primitiva y la tradición de las Iglesias orientales», el Concilio se muestra sobre todo solícito, como había sido Pío XI, en apoyar el ecumenismo en las comunidades eclesiales de Oriente, en el mismo espíritu de los dos decretos Unitatis redintegratio y Orientalium ecclesiarum votados el año anterior «. Reconoce la existencia de un clero casado ya desde los tiempos apostólicos, como indica la referencia a 1 Tm 3,2 y Tt 1,6, pero no se pronuncia sobre la cuestión de la continencia que podía ser exigida a los hombres casados después de la ordenación. No hace tampoco ninguna alusión a la continencia temporal de los sacerdotes casados prevista en la legislación oriental.

El celibato tratado en los documentos conciliares es el de los hombres que no han estado jamás casados, como se manifiesta claramente, a propósito del clero oriental, la distinción entre «los sacerdotes que eligen, con el don de la gracia, conservar el celibato -como hacen los obispos y los sacerdotes casados cuyo mérito es grande». En estas condiciones, diciendo más adelante que «el celibato» primeramente recomendado a los sacerdotes, ha sido impuesto después con una ley en la Iglesia latina a todos aquellos que se presentan a las órdenes sagradas», los padres se desentienden de la cuestión ocasionada por los documentos pontificios y por los textos conciliares de los primeros siglos sobre el origen apostólico de la ley del «celibato-continencia». Esto se manifiesta también del hecho que esta legislación la aprueba y la confirma de nuevo este santo Concilio…», puesto que aquello que es aprobado y confirmado hoy no es otra cosa que el celibato en sentido estricto, y no una ley sobre el celibato-continencia como se la conocía durante un tiempo.

Retomando a grandes líneas los términos de la Encíclica Ad catholici sacerdotii, los padres quieren afirmar que no pretenden «absolutamente modificar la disciplina distinta que está legítimamente en vigor en las Iglesias orientales». Como para Pío XI, el adjetivo «legítimo» aquí empleado se refiere genéricamente a la legislación propia de las Iglesias orientales, y no podría ser interpretado como un reconocimiento de la anterioridad de su disciplina respecto a aquella de la Iglesia latina.

Encíclica «Sacerdotalis coelibatus» (24 de.junio de 1967)

Con esta encíclica, Pablo VI cumple la promesa hecha a los padres conciliares dos años antes. Tomando nota del hecho que » en nuestro tiempo, caracterizado por una profunda transformación de mentalidad y de estructura… se ha manifestado también la tendencia, más bien la expresa voluntad de solicitar a la Iglesia volver a examinar esta institución característica [el sagrado celibato]», el Papa analiza las objeciones levantadas en las confrontaciones de la ley, expone ampliamente las razones teológicas, históricas, espirituales y las otras que motivan aún hoy el mantenimiento de la disciplina, y traza en una última parte un programa de formación y de vida sacerdotal adecuado a nuestra época. Es la primera vez en toda la historia de la Iglesia, es necesario subrayarlo, que un documento de tal importancia esté dedicado exclusivamente a la cuestión tan frecuentemente discutida del celibato sacerdotal. Por supuesto no es parte del ámbito limitado de nuestro estudio analizar ni siquiera sumariamente su rico contenido. Nosotros nos proponemos sólo subrayar su profunda continuidad con la tradición de los orígenes.

Observemos primeramente que el celibato del cual habla el documento pontificio es aquél que hemos llamado «celibato en sentido estricto», como aparece claramente en el párrafo en que es recogida la objeción del Nuevo Testamento . La idea que una ley de continencia perfecta podía haber estado vigente en los orígenes de la Iglesia para los clérigos de las Ordenes superiores comprometidos en el vínculo del matrimonio está ausente en las perspectivas de la Encíclica. Pablo VI dedica a la historia del celibato eclesiástico en la antigüedad un párrafo bastante largo, pero, como él mismo dice, son sólo «breves indicaciones» que exhortan a la investigación . Ahora bien, algunos autores patrísticos, como san Jerónimo y san Epifanio, a los cuales se remite el texto para atestiguar «la difusión que había adquirido entre los ministros consagrados, tanto en Oriente como en Occidente, la práctica libremente asumida del celibato» son en realidad testimonios de una disciplina general del «celibato-continencia» que se remonta al nacimiento de la Iglesia. Por otra parte, no se hace referencia en el documento a las importantes decretales del Papa Siricio, que interpreta el unius uxoris vir de las cartas paulinas no en el sentido de un derecho a usar del matrimonio después de la ordenación, sino como un reglamento propter continentiam futuram, estableciendo así que la ley del «celibato-continencia» tiene su fundamento en la Escritura.

Recordemos que la documentación empleada por la Encíclica proporciona una base sólida para probar que la práctica del «celibato en sentido estricto» había sido primero libremente asumida por un buen número de clérigos, después corroborada y extendida por la autoridad eclesiástica a partir del siglo IV, antes de ser luego «solemnemente sancionada por el Concilio ecuménico Tridentino e introducida finalmente en el Código de Derecho Canónico»: una base histórica más amplia y más crítica nos daría la posibilidad de evidenciar sin lugar a dudas la ley del «celibato-continencia», y de empalmarla a los tiempos apostólicos. Haciendo eso, la historia habría también manifestado el propio profundo acuerdo con la teología del sacerdocio desarrollada en la Encíclica. Efectivamente, «el sacerdocio cristiano, que es nuevo, puede ser comprendido sólo a la luz de la novedad de Cristo, Sumo Pontífice y Sacerdote Eterno, el cual ha instituido el sacerdocio ministerial como participación real en su único sacerdocio». Ahora bien, Cristo Mediador y Sacerdote eterno «permanece durante toda la vida en el estado de virginidad, que significa su total dedicación al servicio de Dios y de los hombres». El vínculo entre sacerdocio y virginidad en Cristo «se refleja, más tarde en los sacerdotes que participan en su misión de mediador y de sacerdote eterno. Es por esto, prosigue la Encíclica, que Jesús, que elige los primeros ministros de la salvación y los quiere entendidos en la comprensión de los misterios del reino de los cielos… y los llamó amigos y hermanos… promete recompensa sobreabundante a quien haya abandonado casa, familia, mujer e hijos por el reino de Dios…».

No podemos menos que pensar que escribiendo estas líneas de gran alcance teológico, Pablo VI haya querido sugerir claramente que la documentación sobre la historia de los primeros siglos que le servía ahora de hilo conductor no le permitía afirmar con certeza, aquello que los Apóstoles, esos primeros «amigos y hermanos» de Cristo, colmados del Espíritu Santo el día de Pentecostés, han sido también los primeros en tener la comprensión de este gran misterio de la novedad del sacerdocio de Cristo y del vínculo que comportaba la castidad perfecta. Puesto que, si es verdad que la exigencia del amor, propia del sacerdocio ministerial, empuja a «participar no sólo en su oficio sacerdotal [de Cristo] , sino [a] compartir también con él su mismo estado de vida» ¿podemos acaso pensar por un solo instante que los primeros depositarios del Espíritu de Cristo, los Apóstoles, hayan sido tan lentos en comprender, que los que entre ellos podrían estar casados habrían de dejarlo todo, incluidas sus esposas, para responder al llamado del Maestro? ¿No han sido los primeros en estar «atentos sólo a las cosas de Dios y de la Iglesia como Cristo»? Poniendo el acento sobre los fundamentos cristológicos del celibato, la Encíclica de Pablo VI sale al encuentro de la historia y confirma a su modo aquello que el estudio de los documentos de los primeros siglos nos enseñan sobre los orígenes del «celibato-continencia»

Observemos todavía el paso en la legislación oriental, que se refiere en modo preciso al Concilio Trulano del año 692 . Por primera vez en la historia, un documento pontificio identifica positivamente las fuentes del derecho canónico de las Iglesias de Oriente. Retrospectivamente, Pablo VI atribuye la misma intención al Concilio Vaticano II, que había admitido la «diferente disciplina… legítimamente en vigor en las Iglesias orientales». Así vuelve a enlazar a las decisiones del Concilio Quinisexto, y aprobadas como tales por el Sumo Pontífice, la legislación oriental fijada definitivamente en el siglo VII, nacida «de circunstancias históricas diversas y propias de aquella parte tan noble de la Iglesia. No diversamente a Pío IX o a los padres del Vaticano II, la Encíclica no se pronuncia sin embargo sobre la cuestión de los orígenes de esta legislación particular del derecho bizantino y no la hace remontarse a los tiempos apostólicos.

Sínodo de los obispos (setiembre-noviembre 1971)

Seis años después de concluido el Concilio, los obispos reunidos en Sínodo en Roma pusieron de nuevo en el orden del día el celibato sacerdotal. Ni el decreto Presbyterorum ordinis, ni la Encíclica Sacerdotalis coelibatus han puesto fin efectivamente a los pedidos que muchos continúan haciendo sobre la oportunidad de la ley vigente en la Iglesia latina, o sobre la posibilidad de adaptación. El Concilio mismo, como dirá Pablo VI a los Padres sinodales, preconizando felizmente una apertura más grande al mundo, ha hecho nacer al mismo tiempo nuevas dificultades para los sacerdotes, que ahora quieren sentirse más cercanos al pueblo de Dios.

De las intervenciones hechas en el Sínodo surgen sobre todo dos temas de discusión: de una parte se constata que la afinidad entre el sacerdocio y el celibato es objeto de disputa (entre los mismos católicos algunos piden que no se extienda la obligación del celibato a todos aquellos que aspiran al sacerdocio); de la otra, diversos episcopados, en particular los de Holanda , Canadá y Bélgica piden expresamente que se autorice la ordenación de hombres casados.

El consenso general de la asamblea sinodal fue, como se podía esperar, por el mantenimiento del celibato . En lo que concierne a la ordenación de hombres casados, los obispos debieron elegir entre las dos fórmulas siguientes:

Fórmula A: «Dejando a salvo el derecho del Sumo Pontífice, la ordenación sacerdotal de hombres casados no es aceptable, tampoco en casos particulares».

Fórmula B: «Compete sólo al Sumo Pontífice, en casos particulares, por razones de necesidades pastorales y teniendo en cuenta el bien de la Iglesia universal, permitir la ordenación sacerdotal de hombres casados, de edad madura y de probidad comprobada».

La primera fórmula obtuvo 107 votos; la segunda 87 con 2 abstenciones y 2 cédulas nulas.

Las conclusiones del Sínodo fueron aprobadas y confirmadas por Pablo VI y publicadas con un documento el 30 de noviembre de 1971 . Allí volvemos a encontrar expuestas y resumidas las grandes ideas del Concilio y de la Encíclica Sacerdotalis coelibatus. Hay que reparar, sin embargo, en la brevedad de la referencia que se hace a la disciplina de las Iglesias orientales ; el documento del Sínodo habla de «tradiciones» y ya no de «legislaciones» de aquellas Iglesias, como lo había hecho la Encíclica Sacerdotalis coelibatus, sin que a pesar de ello se pueda asegurar que en esto haya habido una intención especial. Pero como siempre aquí nada se dice de la antigüedad de aquellas tradiciones respecto a la disciplina de la Iglesia latina.

Código de Derecho Canónico (25 de enero 1983)

El nuevo Código de Derecho Canónico que es, según la divisa de Juan Pablo II el «Código del Concilio» fija la legislación sobre el celibato en la Iglesia latina según las normas y el espíritu del Vaticano II y de los sucesivos documentos oficiales. Puede ser suficiente citar aquí el texto:

Can. 277, par. 1. Los clérigos están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el reino de los cielos y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato, que es un don peculiar de Dios mediante el cual los ministros sagrados pueden unirse más fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres.

Par. 2. Los clérigos han de tener la debida prudencia en relación con aquellas personas cuyo trato puede poner en peligro su obligación de guardar la continencia o ser causa de escándalo para los fieles.

Par. 3. Corresponde al obispo diocesano establecer normas más concretas sobre esta materia y emitir un juicio en casos particulares sobre el cumplimiento de esta obligación.

A los cánones 1394 y 1395 les están previstas sanciones canónicas para los clérigos que violan la ley del celibato con un intento de matrimonio, aunque sea sólo civilmente, que viven en concubinato causando público escándalo o si persisten en un otro delito público contra el sexto mandamiento del Decálogo.

Código de los cánones de las Iglesias orientales (1990-1991)

El 18 de octubre de 1990, el Papa Juan Pablo II promulgó el Codex canonum Ecclesiarum Orientalium , el primer código de derecho canónico para uso de las Iglesias orientales católicas en toda la historia de la Iglesia.

Al presentarlo al Sínodo de los obispos que se llevaba a cabo en ese mismo período en Roma, el Santo Padre quiso subrayar que este conjunto legislativo formaba ahora parte del patrimonio de la Iglesia universal, así como el Codex Iuris Canonici promulgado en 1983 para la Iglesia latina . Si bien normalmente destinado a las Iglesias orientales católicas, el nuevo Código se inspira en una sincera actitud ecuménica oportuna para favorecer la vía de la unidad con las «Iglesias hermanas» ortodoxas, ya «casi en total comunión» con la Iglesia romana.

He aquí el orden en el cual aparecen en el Codex los cánones relativos al celibato y al matrimonio de los clérigos en las Iglesias orientales católicas:

Can. 180. Para que alguien sea considerado idóneo para el episcopado ha de ser: 3. no ligado por el vínculo matrimonial (vinculo matrimonii non ligatus).

Can. 373. El celibato de los clérigos, elegido por el reino de los cielos y tan coherente con el sacerdocio, ha de ser tenido en gran estima, (ubique permagni fadendus est), como atestigua la tradición de toda la Iglesia; asimismo ha de ser apreciado el estado de los clérigos unidos en matrimonio, atestiguado por la práctica de la Iglesia primitiva y de las Iglesias orientales a través de los siglos (in honore habendus est).

Can. 374. Los clérigos célibes y los casados deben brillar por el decoro de la castidad; corresponde al derecho particular establecer los medios oportunos a poner en práctica para alcanzar este fin.

Can. 376. Foméntese, dentro de lo posible, la laudable vida común entre los clérigos célibes, para que se ayuden mutuamente en el cultivo de la vida espiritual e intelectual y puedan cooperar mejor en el ministerio.

Can. 758 (Requisitos en los candidatos a la sagrada ordenación).

Par. 3. Sobre la admisión de las órdenes sagradas de los casados obsérvese el derecho particular de la propia Iglesia sui iuris o las normas especiales establecidas por la Sede Apostólica.

Can. 762. Impedimentos para recibir o ejercer órdenes sagradas.

Par. 1. Está impedido para recibir órdenes sagradas:

3. Quien haya atentado matrimonio, aun sólo civil, estando impedido para contraerlo, bien por el vínculo matrimonial o por el orden sagrado o por voto público perpetuo de castidad, bien por hacerlo con una mujer ya unida en matrimonio válido o ligada por ese mismo voto.

Can. 769, par. 1. La autoridad que admite al candidato a la sagrada ordenación debe obtener:

2. certificado del matrimonio, si el candidato está unido en matrimonio, y consentimiento de la esposa dado por escrito.

Sínodo de los obispos (octubre 1990)

El tema del Sínodo La formación de los sacerdotes en las actuales circunstancias, elegido personalmente por el Papa, refleja el interés prioritario que Juan Pablo II nunca ha dejado de brindar al sacerdocio desde el inicio de su pontificado. Como había subrayado el Concilio, el Orden de los sacerdotes «tiene obligaciones de máxima importancia y cada día por cierto más difíciles de desarrollar en el ámbito de la renovación de la Iglesia de Cristo» por lo que «ha parecido cosa muy útil tratar más despacio y más a fondo acerca de los presbíteros» . Después del Vaticano II, numerosos documentos pontificios o episcopales han estado dedicados a este problema, pero la crisis que continúa golpeando al clero exige una reflexión posterior sobre la formación sacerdotal en el mundo moderno, a la cual los Padres reunidos en Roma se han dedicado durante un mes. Sin ser el argumento principal de discusión el celibato eclesiástico ha sido objeto de numerosas intervenciones en el Sínodo.

Muchos relatores han manifestado el deseo expreso de sus grupos de ver a la Asamblea reafirmar el valor del celibato sacerdotal en la Iglesia latina, sostenido por un lenguaje más positivo: se trata de un carisma, la manera de conformarse más completamente a Jesús y de un signo profético fuertemente contrastante con la permisividad sexual de nuestra época. Una minoría de obispos hace notar por su parte que el celibato no siempre es apreciado en la cultura local por lo que pretende representar o también que la dramática escasez de sacerdotes en ciertas regiones debería conducir a reexaminar el problema.

Las 41 «proposiciones» o «recomendaciones» votadas en muy grande mayoría y sometidas al finalizar el Sínodo a Juan Pablo II, fueron reservadas al Sumo Pontífice y a los miembros de la Asamblea episcopal. Sabemos, sin embargo, que ellas comportan una clara reafirmación del celibato sacerdotal en la Iglesia latina: los obispos piden al Santo Padre confirmar nuevamente la disciplina y presentarla a los candidatos al sacerdocio «en todo el esplendor de su contenido bíblico, teológico y pastoral». Juan Pablo II satisfará esta solicitud en 1992, con la publicación de la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis, que puede ser considerada el resultado real de este Sínodo al cual el Papa ha querido conferirle una importancia especial asistiendo personalmente a todas las sesiones generales. Respecto a la ordenación de hombres casados, el Sumo Pontífice ha querido precisar lo que sigue: «No se puede tomar en consideración esta solución. Es necesario responder a este problema con otros métodos. Lo sabemos, la posibilidad de apelar a los viri probati es recordada con demasiada frecuencia en el cuadro de una propaganda sistemática hostil al celibato sacerdotal. Esta propaganda encuentra el apoyo y la complicidad de algunos medios de comunicación social».

El 18 de octubre, hacia la mitad del Sínodo, el cardenal Christian Tumi, presidente delegado de la Asamblea episcopal, había hecho de parte suya una declaración a la prensa para puntualizar la posición de la Iglesia sobre la admisión de hombres casados a la ordenación:

En los poquísimos casos en los cuales la Santa Sede ha concedido la dispensa al impedimento del vínculo para poder acceder al sacerdocio, ha puesto las siguientes condiciones:

1. Aceptación de la vida célibe de parte del ordenando hecha libre y conscientemente.

2. Consenso explícito de la esposa y eventualmente de los hijos dado por escrito, y jurídicamente válido para que el marido pueda recibir las órdenes.

3. Separación total de la esposa en lo que respecta a la habitación.

Estas condiciones confirman que la ley del celibato vale y debe ser observada también en estos casos. Muy distinto es el asunto de algunos pastores ya casados miembros de una cierta denominación cristiana, admitidos en la Iglesia católica.

A propósito de este caso existen declaraciones de la Santa Sede que confirman la ley del celibato en la Iglesia latina.

Se trata, podemos notarlo, de una precisión importante que testimonia aún hoy la fidelidad de la Iglesia latina a la antigua ley de lo que hemos llamado «celibato-continencia».

«Exhortación apostólica Post-sinodal «Pastores dabo vobis«

Esta Exhortación Apostólica (25 de marzo 1992) del Papa Juan Pablo II es cronológicamente el último de los documentos del Magisterio dedicado a la formación y el celibato de los sacerdotes. A manera de una fiel realización práctica del mismo, el Jueves Santo de 1994, la Congregación para el Clero ha publicado el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros en el cual se trata también el tema del celibato en el capítulo de la espiritualidad sacerdotal (cfr. cap. II, nn 57-60). Próximos al final de nuestra breve investigación histórica desde los orígenes de la Iglesia, es profundamente emocionante escuchar nuevamente a Pedro, a través de la voz de su sucesor en el Sillón Apostólico, afirmar con firmeza, después de dos mil años, el valor del celibato para el sacerdocio católico. Atravesada la tempestad en el curso de los siglos, el sufrimiento causado por las defecciones, pero también la innumerable fidelidad y la indestructible constancia de la jerarquía en el mantenimiento de una disciplina que hace honor a la Esposa de Cristo, confieren a este texto de gran riqueza teológica un tono de serena e intensa gravedad.

La Pastores dabo vobis se coloca en la continuidad de los documentos del Concilio Vaticano II sobre el sacerdocio y la formación de los sacerdotes, en particular sobre los trabajos del Sínodo de obispos de octubre de 1990 que estuvo dedicado íntegramente a este tema. El Papa retoma ahora el conjunto de las reflexiones y de las orientaciones sinodales para elaborar una obra colegial en respuesta a la cuestión fundamental: «¿Cómo formar sacerdotes que estén verdaderamente a la altura de estos tiempos, capaces de evangelizar el mundo de hoy?».

Manifestando el «vínculo ontológico» que une el sacerdote a Cristo, Sacerdote Supremo y Buen Pastor, el Sínodo ha redescubierto en cierto sentido la profundidad de la identidad sacerdotal. Una teología cabal del sacerdocio efectivamente es la llave de la formación de los sacerdotes a través la aclaración de la naturaleza del sacramento del Orden que «configura [el ministro] a Cristo Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia». Ofrecido íntegramente a Cristo a través de la Iglesia y a través de Cristo a la Iglesia, el sacerdote acepta libremente este don con la caridad pastoral que le hace continuar en medio de los hombres la vida y la obra de Cristo mismo, Esposo de la Iglesia, junto al cual, sacramentalmente, él es todo uno. En este contexto el celibato aparece como una exigencia de radicalismo evangélico que favorece de modo especial el modo de vida «esponsal» que brota lógicamente de la configuración del sacerdote a Jesucristo a través del sacramento del Orden. Juan Pablo II hace suya una importante «proposición» de los Padres sinodales, que es, por así decirlo, la última palabra del Magisterio eclesiástico sobre la cuestión del celibato:

Quedando en pie la disciplina de las Iglesias orientales, el Sínodo, convencido de que la castidad perfecta en el celibato sacerdotal es un carisma, recuerda a los presbíteros que ella constituye un don inestimable de Dios a la Iglesia y representa un valor profético para el mundo actual. Este Sínodo afirma nuevamente y con fuerza cuanto la Iglesia latina y algunos ritos orientales determinan, a saber, que el sacerdocio se confiera solamente a aquellos hombres que han recibido de Dios el don de la vocación a la castidad célibe (sin menoscabo de la tradición de algunas Iglesias orientales y de los casos particulares del clero casado proveniente de las conversiones al catolicismo, para los que se hace excepción en la encíclica de Pablo VI sobre el celibato sacerdotal [n. 42]. El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal del rito latino. El Sínodo solicita que el celibato sea presentado y, explicado en su plena riqueza bíblica, teológica y espiritual, como precioso don dado por Dios a su Iglesia y como signo del Reino que no es de este mundo, signo también del amor de Dios a este mundo, y del amor indiviso del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios, de modo que el celibato sea visto como enriquecimiento positivo del sacerdocio.

El largo trozo de la exhortación Pastores dabo vobis dedicado al celibato sacerdotal concluye luego sobre la necesidad de recurrir a una «oración humilde y confiada», a los sacramentos y a la ascesis para vivir el celibato de modo positivo y típicamente sacerdotal y perseverar en él con valentía y confianza no obstante las eventuales dificultades.

La historia bimilenaria del celibato sacerdotal en la Iglesia latina está caracterizada de manera impresionante por una increíble firmeza en mantener y perfeccionar una disciplina que exige una renuncia particularmente difícil a la naturaleza humana tanto más que numerosos obstáculos teóricos y prácticos no cesan de oponérsele. Joviniano y Vigilancio en el siglo IV daban señales de la impugnación, seguida e imitada en todas las épocas por numerosos clérigos y disidentes. La reforma carolingia, la reforma gregoriana, la reforma del Concilio de Trento, la renovación del ministerio y de la vida de los sacerdotes en el Vaticano II, encíclicas y exhortaciones de los pontífices, desde Pío X hasta Juan Pablo II, todos estos grandes momentos de la vida de la Iglesia son momentos de crisis del celibato, atravesados y superados con la asistencia del Espíritu de Cristo que guía a su Esposa en la fidelidad a su misión Redentora.

Sólo motivaciones fuertes han podido y pueden desplegar de parte del pueblo de Dios y de sus pastores una constancia similar. No vuelve a entrar en el ámbito de este estudio tratarlos en su totalidad. La lectura de los documentos que hemos examinado proporciona una idea suficiente del resto. Sólo subrayamos las dos razones principales que, después del Vaticano II, se imponen a la reflexión de toda la Iglesia:

a) La primera es un argumento de tradición, ya que es deber del sacerdocio cristiano permanecer fiel a sí mismo y a la alta conveniencia del celibato con el sacramento del Orden, que se ha afirmado muy pronto en la Iglesia y que en el curso de los siglos ha suscitado innumerables vidas de sacerdotes ejemplares y desde hace tanto tiempo forma parte de la espiritualidad sacerdotal, de modo que no vemos como se puede abjurarlo sin renegar una herencia esencial.

b) La segunda razón es de orden teológico, el acento puesto por prioridad sobre aquello que constituye la verdadera identidad del sacerdote, el vínculo ontológico con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor. «Configurado con Cristo Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia según las palabras de Juan Pablo II, el sacerdote es llamado a vivir una vida «de imitación de Cristo que lo eleva al nivel de los consejos evangélicos; la continencia perfecta, en particular, en el ejemplo de la virginidad de Cristo, le permite practicar más claramente «la caridad pastoral» al punto que se está en derecho de ver en él nada menos que un alter Christus.

Parece que difícilmente se pueden encontrar motivaciones más justas y más profundas. La reflexión eclesial ha alcanzado aquí una especie de vértice; aquello que ha sido dicho a partir del Vaticano II, en la línea de los siglos precedentes, no requiere otra cosa que ser profundizado y enriquecido por consideraciones secundarias.

Pero podemos quizá hacer una última pregunta: reforzando el vínculo con toda la tradición, y después con los primeros testimonios de la disciplina del celibato en el siglo IV, ¿la Iglesia de hoy no está quizás invitada a solidarizarse con esos mismos testimonios, teniendo también en cuenta su convicción de ser la custodia de una tradición que se remonta a los Apóstoles? Y si la teología del sacerdocio pone de esta manera convenientemente a la luz el valor de la castidad perfecta como medio de identificación con Cristo Sacerdote y Esposo de la Iglesia, ¿no es quizás reconocer que, encontrándose el principio del celibato en el Evangelio, es completamente posible que se haya manifestado desde los orígenes de la Iglesia, bajo el impulso del Espíritu de Pentecostés, sin esperar necesariamente una evolución de muchos siglos?

La teología, ciertamente no puede afirmarlo, pero ella crea hoy condiciones favorables a fin de que se haga escuchar, con la misma seguridad que en los primeros siglos, la voz de san Agustín y de sus colegas de Cartago: Ut quod apostoli docuerunt, et ipsa servavit antiquitas, nos quoque custodiamus.

P. Christian Cochini, S.J

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15 comentarios

  1. Y qué hizo San Pedro con su mujer? En el evangelio habla de su suegra, pero no habla de qué pasó con su mujer. La abandonó? La repudió? Imaginamos, que siguió con ella y le siguió por todas partes donde él fue. ¿o no? Es que eso no se remonta a los apóstoles? Pues eso…que lo del celibato, no es de derecho divino para los sacerdotes, sino una disciplina eclesiástica que la Iglesia ha creído ir adaptando a los tiempos y hoy está como está.Eso no es ni malo ni bueno. La obligatoriedad del celibato es así hoy, pero no es de derecho divino que tenga que ser así siempre, como no lo fue en el pasado.

  2. Bellisimo este articulo sobre el celibato. Me fasinó el fundamento histórico que presenta para explicar cómo la Iglesia fue madurando esta legislación. Actualmente estoy elaborando un estudio básico sobre el celibato sacerdotal. Se me ha confiado la formación de un grupo de jovenes que desean ingresar al seminario. Si es posible, me gustaría saber sobre la bibliografia de este documento. Gracias por compartir este articulo. Dios le bendiga.

  3. Soy un simple laico que había estado tratando de investigar para poder contestar a aquellos que argumentan en contra del celibato, pero no había encontrado mucha documentación. Históricamente muchos reducen el tema a Carlomagno. Muchísimas gracias por toda esta información. Realmente es edificante.

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  6. Padre, muy interesante su articulo sobre la legislación del celibato, me gustaría saber sobre la bibliografia de este documento, ya que estoy elaborando un estudio sobre el celibato sacerdotal para tesis de grado . muchas gracias

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  9. Como puedo obtener material o documentación para la dispensa de las obligaciones del orden sagrado. Gracias

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