La gracia de Dios, protagonista del ecumenismo

Habla el profesor de Navarra Juan Luis Lorda

PAMPLONA, jueves, 2 febrero 2006 (ZENIT.org).- Todo es gracia. Sin embargo, la historia de la teología ha reservado la palabra «gracia» para la acción «sobrenatural» de Dios en la historia humana.

Esta gracia se entiende de modos diversos desde el catolicismo, el protestantismo y la Ortodoxia. El profesor Juan Luis Lorda, docente de Teología Dogmática y Antropología Cristiana en la Universidad de Navarra revela en esta entrevista cuales son estas comprensiones diferentes de la gracia y relata por que razón «la gracia es un tema de altísimo valor ecuménico».

Juan Luis Lorda es sacerdote, ingeniero industrial y teólogo. Es autor de varios libros como «Juan Pablo II», «Para una idea cristiana del hombre» o «Antropología cristiana».

Acaba de publicar «La gracia de Dios», un manual al que ha dedicado varios años y en el que recorre la historia de la teología sobre la gracia y explica que es la inhabitación del Espíritu Santo y sus efectos.

El libro consta de bibliografía comentada y está pensado para ser un manual útil a estudiantes de teología. Lo ha editado Ediciones Palabra.

— La gracia es uno de los misterios más delicados de la historia de la teología. ¿Por qué?

–Lorda: Porque es un tema muy bello y muy profundo. Expresa nuestras relaciones con Dios y nuestra transformación en Cristo por la acción del Espíritu Santo. Por eso mismo es difícil. Es lo propio del misterio. Es más fácil de vivir que de pensar. Y hay que acercarse a él con humildad y con veneración, aprovechando lo que ha pensado la Iglesia en su historia. Y ha pensado mucho en este tema. También porque han surgido graves malentendidos

— La gracia tiene un «altísimo valor ecuménico», sostiene usted. ¿Cuáles son los puntos divergentes entre la tradición católica y las demás tradiciones cristianas?

–Lorda: Muchos de los problemas históricos se deben a que, cuando hablan de la gracia, cada tradición piensa en un aspecto distinto.

Los católicos nos fijamos, sobre todo, en la gracia santificante, en el efecto interior.

Los ortodoxos, en la acción santificadora que viene de Dios.

Los protestantes, sobre todo luteranos, en la decisión de Dios que quiere salvarnos.

Pero también hay algunos malentendidos. A Lutero no le gustaba la idea de «gracia santificante», como hábito interior. En realidad, no la entendía bien y le parecía un concepto inútil. Decía que la justificación es sólo perdón de Dios. No algo interior en nosotros.

Pero, según el mensaje evangélico, el cristiano está santificado por la presencia del Espíritu Santo. Hay, por tanto, algo interior, algún cambio en el hombre. Dicho así también lo creen los luteranos. Y es lo que quiere indicar la tradición católica al hablar de gracia santificante. Santo Tomás de Aquino lo entendía así.

Gracias a Dios, se ha avanzado mucho en el diálogo con los protestantes. La declaración sobre la justificación del año 1999 fue un hito histórico, una solución a un problema de siglos. Recientemente la han aceptado también muchas confesiones metodistas.

— ¿Y con los ortodoxos?

–Lorda: Las diferencias con la teología ortodoxa son más accidentales. Se trata del uso de un vocabulario y unas imágenes distintas. También destacamos aspectos distintos. Los ortodoxos se centran en la gracia en cuanto viene de Dios, en la acción santificadora, que les gusta representar como un rayo de luz. Les gusta esta imagen evangélica y patrística que, a veces, despista a los católicos por su realismo casi físico.

Por su parte, a los ortodoxos también se les hace raro el concepto de «gracia santificante»; sobre todo cuando se le llama «gracia creada». Pero es que la expresión puede confundir. Esa «gracia creada» no es una «cosa creada», sino la transformación que el Espíritu Santo produce en el hombre. Es el cambio real, interior, que nos identifica con Cristo y nos convierte en hijos de Dios. Le podemos llamar «gracia santificante» o «santificación» o «conversión» o «divinización», como le gusta a los Padres de la Iglesia y a la teología oriental.

Cuando se entienden bien las cosas, se ve que las dos tradiciones dicen lo mismo con diversas expresiones. A veces, puede haber alguna exageración o una manera de decir menos afortunada. Es inevitable cuando se habla de Dios. Pero hay una real coincidencia en las dos tradiciones. Procuro mostrarlo en el libro.

— La gracia, ¿es el modo con el cual Dios salva a la humanidad?

–Lorda: Se puede definir así. Es verdad que todo es gracia, en el sentido de que todo lo que hace Dios por nosotros es don y regalo. En ese sentido, la creación también es gracia, porque es don gratuito. También las montañas y los ríos o la vida humana son dones de Dios en sentido amplio.

Pero la historia de la teología ha reservado la palabra «gracia» para la acción «sobrenatural» de Dios en la historia humana. Todo lo que Dios ha obrado en la historia para salvar al hombre y convertirlo en hijo suyo. Eso son gracias y efectos de la gracia.

Así la teología distingue entre naturaleza y gracia. Es naturaleza lo que Dios nos dio en la creación. Es gracia, lo que nos ha dado en la historia de la salvación: la Alianza con Israel, la encarnación y pascua de Jesucristo, y el Espíritu Santo con todos sus dones.

 

–¿Así se distinguen claramente naturaleza y gracia?

–Lorda: Sobre esto ha habido un importante debate en la teología del siglo XX. Un debate muy difícil pero también muy fructífero.

Como hemos dicho, naturaleza es el mundo creado por Dios. Gracia es todo lo que Dios hace en la historia para salvarlo. El hombre ha sido creado con una naturaleza. Pero su fin ha sido revelado y realizado en la historia, en Jesucristo. Es sobrenatural, es por gracia.

Algunos decían: tiene que haber un fin natural y otro sobrenatural. Pero no es así. Sólo hay un fin y es el sobrenatural, que se nos ha revelado en Jesucristo. Esto es muy importante, porque significa que todos los hombres están destinados a Jesucristo y no hay una plenitud humana fuera de él. Sólo existe ese fin para todos, aunque no lo sepan.

San Ireneo dice bellamente que cuando Dios formó al hombre estaba pensando en Jesucristo. En esta intuición está la solución. El Papa Juan Pablo II lo puso de relieve. Dios creó al hombre pensando en su plenitud en Cristo. Para nosotros, primero es la creación y después, la historia de la salvación. Pero cuando Dios creó al hombre ya pensó en Cristo, en nuestra plenitud.

Si nosotros investigamos la naturaleza humana no podemos adivinar cuál va a ser su fin. Sólo nos damos cuenta de que desea una felicidad infinita. Cuando conocemos el mensaje cristiano sabemos dónde esta el fin y cómo se consigue. Sabemos que el fin del hombre es Jesucristo. Y que por la acción del Espíritu Santo, podemos identificarnos con él y alcanzar la felicidad de la contemplación de Dios.

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