Mostrar a Jesucristo como la Buena Noticia que ilumina, unifica y da sentido a la existencia humana

OBJETO DE LA CATEQUESIS:

Mostrar a Jesucristo como la Buena Noticia que ilumina, unifica y da sentido a la existencia humana. El Reino de Dios que anuncia es la felicidad de los que, sabiéndose débiles, confían en Él y de los pecadores que se acogen a su misericordia. Los milagros son signos de liberación que invitan a acoger con fe el Reino de Dios pleno y definitivo. Hoy nos hace Jesucristo a nosotros el ofrecimiento del Reino de Dios.

OBJETIVOS

1. Descubrir a Jesucristo como la Buena Nueva que da plenitud a mi vida.

2. Aceptar el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios.

3. Interrogarse sobre las condiciones de acceso a él.

4. Orar juntos: alabar a Dios, darle gracias, pedirle ser acogidos en su Reino.

SÍNTESIS:

1. Nos sentimos interiormente atraídos a lo mejor, pero a menudo nos cansamos de buscarlo e incluso consentimos a lo malo. Somos contradictorios.

2. La persona misma de Jesús es la Buena Noticia del Reino de Dios: agua para el sediento, pan de vida, luz del mundo, descanso para los fatigados. El amor misericordioso de Dios se revela en sus palabras y obras

3. El Reino de Dios -comunión con Él- es oferta. Es don. Es como una semilla que crece en nosotros. Alcanza su plenitud definitiva en la vida eterna.

4. Con el perdón de los pecados y los milagros ofrece Jesús los signos de la presencia activa del Reino de Dios.

TEXTO:

1. Una mirada a la realidad

A medida que vamos creciendo y madurando, nos damos cuenta de que hay algo en lo más hondo de nosotros mismos, que es lo que nos motiva para vivir, trabajar, hacer proyectos. Nadie puede vivir sin ese "algo" que tira de su vida. Aunque no sepamos explicarlo bien, el sentirnos a salvo, la satisfacción y la felicidad que no dejamos de perseguir en la vida tienen que ver con esa realidad, más o menos identificada, que nos impulsa. Es lo que más nos merece la pena. Nos gustaría que toda nuestra vida quedara unificada en torno a esa fuerza.

Pero nos damos cuenta también de que estamos como divididos por dentro: queremos lo bello, lo bueno, lo verdadero, todo lo mejor, y, al mismo tiempo, experimentamos la parcialidad y la finitud. Buscamos apasionadamente autenticidad, afecto, relaciones personales gratificantes, horizontes amplios, libertad, pero a menudo nos sentimos heridos por el bienestar y el confort, engañados por las ideologías, confusos por la desorientación moral. Aspiramos sinceramente a construir un mundo más justo y solidario, pero cuántas veces en la práctica no terminamos de saber bien qué queremos, ni cómo queremos ser, ni por qué caminos queremos avanzar.

Somos contradictorios. Ponemos todo nuestro interés en conseguir unas metas en las que esperamos encontrar la felicidad, pero, conseguidas las metas, sentimos que lo que buscábamos era mucho más que lo que hemos logrado. Somos más felices por lo que deseamos que por lo que poseemos. Sentimos una sed imperiosa de más, una sed insaciable; soñamos lo infinito, pero los logros son siempre finitos. Hay que buscar otra vez, comenzar siempre de nuevo. La vida es una continua tensión.

2. El anuncio de la Buena Noticia

"Jesús, lleno de la fuerza del Espíritu, regresó a Galilea, y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todo el mundo hablaba bien del él.

Llegó a Nazaret, donde se había criado. Según su costumbre, entró en la sinagoga un sábado y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, al desenrollarlo, encontró el pasaje donde está escrito.

El espíritu del Señor está sobre mí,

porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres;

me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos

y a dar la vista a los ciegos, a libertar a los oprimidos

y a proclamar un año de gracia del Señor.

Después enrolló el libro, se lo dio al ayudante y se sentó. Todos los que estaban en la sinagoga tenían sus ojos clavados en él. Y comenzó a decirles.

Hoy se ha cumplido el pasaje de Escritura que acabáis de escuchar" (Lc 4, 14-21).

La Buena Noticia es Jesús

El pasaje de la Escritura se cumple en Jesús. La Buena Noticia es Jesús mismo. Es la gran noticia para los deseos de plenitud, de bienaventuranza y alegría que anidan en nuestro corazón.

"Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas" (Mt 11,28-2). "El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba" Jn 7,37). "Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre" (Jn 6,35), "Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8,12).

A los discípulos que están viendo los milagros de Jesús, y están acogiendo con fe los signos de la compasión y la misericordia de Dios, Jesús les dice: "¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron" (Lc 10,23-24).

La Buena Nueva es la persona misma de Jesús. En sus palabras y sus obras se nos manifiesta la oferta de salvación que hace Dios a los hombres de todos los tiempos. Todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras se ha revelado que "en él reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente". Su humanidad aparece como el signo e instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo. Lo visible de su vida terrena conduce al misterio invisible de Dios. "La vida entera de Cristo fue una continua enseñanza: su silencio, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación total del sacrificio en la cruz por la salvación del mundo, su resurrección, son la actuación de su palabra y el cumplimiento de la revelación" (Catecismo de la Iglesia Católica, 561). "Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,9).

Si el cristianismo, como se dice en tantas ocasiones, es en primer lugar una Persona, Jesús, y no una doctrina, todo comienza por conocerle a Él. El conocimiento es lo que abre camino en el corazón a todo lo demás: conocer a Jesús para amarle y seguirle. No es un conocimiento teórico y abstracto; es conocimiento concreto de sus dichos y hechos, de su vida, muerte y resurrección, que se pueden llamar "misterios" porque en ellos se manifiesta Dios, porque en ellos Dios ofrece la salvación a toda la humanidad. Por eso es tan importante meditar con atención la vida de Jesús, embeberse hasta de los menores detalles, con la luz y profundidad que nos conceda el Espíritu Santo. No se ama lo que no se conoce, y si no se ama, ni se busca ni se goza.

"Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz, pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo" (Catecismo de la Iglesia Católica, 517). Su pobreza, sus parábolas, sus milagros, su obediencia, su hambre y su sed, sus lágrimas por el amigo, sus noches de oración, su compasión por el hombre, todo en su vida tiene fuerza redentora. Por eso, redime y salva también la comunión con su vida.

Jesús predica el Reino de Dios

El centro de la vida de Jesús es el mensaje de la llegada del reino de Dios. La predicación de Jesús gira en torno al anuncio del Reino de Dios. La frase "ha llegado a vosotros el reino de Dios" es el corazón de la predicación de Jesús.

Cuando decimos "reino de Dios" nos referimos a "señorío de Dios". Es Dios mismo. La venida del reino de Dios significa la venida del mismo Dios que, con su cercanía, nos invita a participar de su vida divina. Jesús muestra el reino de Dios como un banquete al que el Padre del cielo nos invita a todos. Cada uno somos responsables de aceptar o rechazar la invitación. Quienes acogen la invitación con disponibilidad y confianza, entran a la fiesta; fuera sólo hay llanto y tinieblas. La predicación de Jesús sobre el reino, más que proclamar los derechos de Dios, proclama la dicha del hombre que acoge su oferta. Jesús anuncia la mejor noticia para el hombre.

Los anhelos de la humanidad, los deseos más hondos del corazón humano, se ven infinitamente colmados en el encuentro con Jesús. Ahí se ve con claridad que el cumplimiento de las aspiraciones más auténticamente humanas no es resultado de nuestro empeño, sino acción de Dios, don de Dios que nosotros acogemos agradecidos. El reino de Dios no pueden traerlo los hombres ni mediante acciones violentas, como pretendían en tiempo de Jesús ni mediante lucha contra la injusticia, por muy loable que sea esta lucha. No es una fuerza intramundana (política, social, cultural) ni un programa de reforma, ni una utopía que nos remita sólo al futuro. Contiene una promesa que no podemos planificar, ni organizar, ni construir con nuestras exclusivas fuerzas; es un regalo, un don que se nos ofrece gratuitamente. Sólo podemos pedirlo, que es a lo que nos invita Jesús: "Venga a nosotros tu reino".

Supone un proceso. Sólo alcanzará su forma plena y definitiva en la vida eterna, que ha comenzado ya. Es como el grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas, que crece en lo escondido hasta convertirse en un árbol en el que los pájaros del cielo hacen sus nidos. Aunque se desarrolle y realice en este mundo, alcanza su plenitud en los cielos: "Los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre" (Mt 13, 41-43).

La esperanza en la plenitud del reino de Dios, que ya ahora acogemos como un don, no nos hace indiferentes. Muy al contrario, nos hace más sensibles si cabe ante los problemas de la libertad, la justicia y la paz en el mundo. La certeza de la presencia cercana de Dios es una fuerza transformadora. Cambia al ser humano desde dentro, sanando todas sus enfermedades y liberando todas sus posibilidades. Hace un hombre nuevo. Como la levadura que transforma toda la masa, el reino de Dios transforma la vida entera de las personas, renovándola. Podría parecer utópico, pero quien lo acoge con fe y confianza, experimenta el gozo incontestable del amor de Dios que perdona y reconcilia.

Jesús ofrece los signos del Reino

El perdón de los pecados

La presencia del reino de Dios entre los hombres se manifiesta primordialmente en el perdón que, de palabra y de obra, proclama Jesús, como buena noticia que trae para los pecadores y los pobres que confían en Dios. Nos lo muestra mediante el gesto repetido de sentarse a la mesa con publicanos y pecadores. Así anuncia Jesús anuncia que son acogidos y perdonados por Dios, que también ellos están llamados a participar del reino de Dios, invitados a entrar en el ámbito donde Dios cumple definitivamente y de un modo insospechado los anhelos del corazón humano. No ha venido a llamar a justos, sino a pecadores (Mc 2,17). Incluso al publicano Mateo le hace discípulo suyo. Y presenta como modelo de verdadera actitud de oración no al fariseo, supuestamente bueno y cumplidor, sino al publicano, que se declara pecador delante de Dios. Jesús mismo es la misericordia de Dios hecha carne. Y eso produce escándalo. Tan fuerte fue el escándalo que Jesús proclama bienaventurado al que no se escandaliza de él, por anunciar el evangelio a los pobres.

Esa buena nueva del perdón se expresa del modo más sencillo y entrañable en las parábolas que el evangelista san Lucas reúne en el capítulo 15 de su evangelio. En ellas se nos muestra qué padre es Dios. Un hijo puede ser frágil y abandonarse a la seducción de bienes pasajeros; puede rebelarse contra su propio padre, despreciarle y marcharse de casa; puede extraviarse y caer en lo más bajo. Dios es un padre que respeta la libertad del hijo, por más que éste decida alejarse de él y despilfarre la herencia recibida como un don. Dios es un padre que sabe esperar la conversión del hijo extraviado, que corre a su encuentro cuando vuelve y lo abraza sin reproches ni castigo; es un padre que perdona y celebra el regreso: ropa nueva, anillo, banquete, música y baile. Así es Dios.

El amor misericordioso de Dios acoge siempre a todo hombre. Dios Padre se compadece del pecador y lo atrae hacia sí con un amor sin límites. Este anuncio de la misericordia de Dios que hace Jesús es, si cabe, más apremiante en nuestro tiempo: "La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende, además, a orillar de la vida y a arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de misericordia parece producir una cierta desazón en el hombre" (JUAN PABLO II, Dives in Misericordia, n. 2).

Jesús vive toda su existencia en el nombre del Padre. En ningún momento, en ningún lugar de su peregrinación terrena está Jesús fuera del Padre. "El Padre y yo somos uno" (Jn 10,30). En las oraciones de Jesús incluidas en los evangelios vemos que se dirigió siempre a Dios con una invocación que constituía una novedad dentro del judaísmo: "Abbá". Con ella manifiesta la especial confianza y familiaridad que, como Hijo, le unen con Dios. Con la misma invocación comenzaba la oración que Jesús enseñó a sus discípulos, el padrenuestro. Nos revela que podemos invocar a Dios con la misma confianza que él, como miembros de la misma familia en la que él es el hermano mayor. Nos hallamos ante Dios con una cercanía y familiaridad semejante a la de Jesús, somos hijos de Dios al modo de Jesús.

Los milagros

"Jesús recorría todas las ciudades y pueblos, proclamando la Buena Nueva del reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia" (Mt 9,35). Los milagros forman parte de la proclamación del reino de Dios. Son signos de que el reino de Dios, con toda su fuerza misteriosa, está ya realizándose en medio de los hombres.

Cuando Jesús libera a algunos hombres de males como el hambre, la injusticia, la enfermedad o la muerte, quiere hacernos ver que él ha venido para liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el mayor obstáculo a la vocación de hijos de Dios y la causa de todas las servidumbres humanas. Sólo unos ojos y oídos creyentes pueden comprender bien las acciones de Jesús. Los milagros son signos de su amor y de su poder y los hace para atraer a la fe. No sólo muestran que el reino ha llegado, sino que nos iluminan y nos invitan a creer y convertirnos.

Ciertamente en la vida terrena de Jesús irrumpe el reino de Dios en la historia humana: es el centro del tiempo. En la vida de Jesús, en su predicación, sus milagros, su muerte y resurrección, Dios ha visitado y redimido a su pueblo. Después, el Señor Resucitado da el Espíritu Santo a los discípulos y les encarga que sigan haciendo presente el reino con palabras y obras, como lo hizo él. Los mismos signos los vemos hoy en tantas personas a los que se sigue proclamando la Buena Nueva y manifestando sus signos. "Les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda criatura. Ellos salieron a predicar por todas partes y el Señor cooperaba con ellos, confirmando la palabra con las señales que la acompañaban" (Mc 16, 15.20).

3. La Buena Noticia se nos anuncia hoy a nosotros

Si no hubiéramos escuchado nunca el Evangelio y no lo conociéramos, no tendríamos que decidirnos a favor o en contra. Pero aunque sea en medio del ruido, la confusión, las dudas, los deseos más nobles y las contradicciones personales, el anuncio del Evangelio nos alcanza hoy también a nosotros.

Jesús nos revela en él la cercanía de Dios. Quedamos fascinados, atraídos por el "Maestro bueno" en quien, lo presentimos, podemos encontrar lo que más necesitamos. Al ser alcanzados por el Evangelio, también quedan patentes nuestras limitaciones, las distintas formas de egoísmo que nos bloquean y esclavizan. Pero justamente de esto, lo sabemos, el Señor puede librarnos.

Él nos dice: "Está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia" (Mc 1,15). Si lo tomamos en serio y dejamos que resuene en nuestro interior, resulta ser una propuesta que desafía nuestra libertad. No podemos sustraernos; tenemos que rechazarlo o atrevernos a acogerlo. Jesús es el único que puede colmar nuestras aspiraciones. El mismo que nos llama, nos da el valor y la fuerza para convertirnos a Él.

¿Buscamos realmente liberarnos de las ataduras que nos impiden el bien? ¿Qué ataduras nos retienen, impidiéndonos avanzar por el camino de libertad que nos propone Jesucristo?

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