Homenaje al vestido

Entre los placeres sencillos que reserva la vida hogareña está el revisar el álbum de la familia. Buena parte del encanto de evocar imágenes del pasado consiste en constatar lo variable de las modas en el vestir. No deja de seguir resultándome divertida aquella fotografía en la que aparecen algunos amigos ataviados con la vestimenta típica de una excursión a la montaña, allá por los años cuarenta: saco y corbata.

La aparición de un hombre en traje de etiqueta en Paso de Cortés resulta hoy casi tan impresionante como la de un habitante de las Islas Fidji en el Paseo de la Reforma vestido con hojas poquísimas hojas. En este último caso, la pronta acción de la policía para impedir que el isleño continuara caminando con su escasísimo atuendo en el primer cuadro de la ciudad de México haría ver a este personaje lo inadecuado de su vestimenta.

Supongamos que el isleño exigiera razones al policía:

<<¿Por qué no puedo caminar con mis hojitas?>>.
<<Está usted yendo contra la costumbre>>.
<Y, ¿Qué costumbre?>>.

Dejemos en paz al isleño y al policía y vayamos al fondo de la cuestión: ¿es la ley de la costumbre la única implicada en el vestido? Nuestro siglo veinte, tan clamorosamente contrario a la aceptación de las cosas no se contenta con una explicación basada en ella.

La relación del hombre con el vestido suele tratarse en términos generales como un asunto sin importancia: cómo hay que vestirse o hasta dónde hay que desvestirse parece trivial. En cambio, en algunos tratados de ética el problema suele reducirse con bastante frecuencia al plano moral: se censura el vestido escaso, especialmente en la mujer. Ahora bien, esta relación, además de ser un problema de orden moral es un asunto antropológico.

Es claro que tampoco agota la comprensión del vestido una mera consideración de orden práctico, como puede ser la protección del cuerpo ante el frío. Esto no da su entera razón de ser al vestido; tratándose de un elemento de uso común, la razón habrá que buscarla en los factores constitutivos de la esencia humana.

Hablar gracias al cuerpo

El ser humano está constituido de un cuerpo material y un alma espiritual. El hombre es una unidad psicosomática. No es que el cuerpo sea algo totalmente distinto del alma y que ésta sea por completo ajena al primero. El hombre es un cuerpo vivo, es decir, un conjunto de materia múltiple y un principio vivificador y unificador que es el alma. Durante su existencia terrena, entre los elementos orgánicos y el principio psíquico, se da una unidad profunda, inesperada, en todas las vertientes del hombre: fisiológica, afectiva, intelectual. Alma y cuerpo, profundamente unidos, constituyen una unidad superior: la persona.

Hablar de un cuerpo humano es hablar también del alma que lo estructura. No hemos de concebirlos como dos cosas, sino como dos realidades íntimamente compenetradas. En nuestro mundo, el alma no actúa sino mediante el cuerpo. El hombre en un espíritu que posee y anima intrínsecamente su propio instrumento de acción: el cuerpo. Resulta necesario al alma aun para los actos más espirituales. Unidos, el cuerpo está dispuesto del mejor modo posible para servir al alma en lo que es necesario al pensamiento (1). La ciencia nos permite conocer cada vez mejor esta excelente disposición (2).

El cuerpo no es sólo medio de acción, sino también de expresión. Mediante él, la vida interior manifiesta externamente: el alma se hace asequible gracias al cuerpo y se establece así la comunicación humana. Como medio de expresión, transparenta al alma. Traduce naturalmente la vida interior; las emociones profundas y los movimientos afectivos que conmueve nuestro ser: angustia y alegría, odio y amor, súplica y triunfo.

Totalmente animado por el espíritu, el cuerpo es, todo él, un signo y, por la convergencia de sus movimientos, a cada instante se convierte en un gran signo único, que tiende a la perfecta coincidencia con el alma.

En este mundo, la comunicación, directa de espíritu no es posible. Entramos en comunión con los demás con todo cuanto somos. El cuerpo es el medio por el que se realiza la presencia de un alma en otra, pues al estar penetrado absolutamente por ella, la refleja con todos los medios con los que cuenta.

Una perspectiva peligrosa

Bajo el influjo del materialismo que domina buena parte de la cultura contemporánea, en nuestros días se identifica con frecuencia al hombre con su cuerpo. Se trata de una perspectiva peligrosamente reduccionista.

Es legítimo que la ciencia se detenga en el estudio de la corporalidad humana: ésta es precisamente, la manera como se ocupa la medicina en análisis. Ahora bien, no deja de resultar curioso el constatar cómo siempre que resulta patente que al ser humano se le está tratando en su mera corporalidad, no han faltado elementos que miren a la protección de su dignidad, que queda al margen cuando se le reduce a lo exclusivamente físico.

Me refiero a todo ese conjunto de normas que vienen exigidas a quien desee fungir como médico: el juramento de Hipócrates, por el cual se compromete a no tratar al enfermo como a una cosa cualquiera, la precisa obligación de guardar celosamente el secreto profesional, etcétera. Siendo el médico un profesional cuya actividad incide directamente sobre la corporalidad, se espera de él un particular desarrollo de la sensibilidad en torno a lo que significa la persona: cuerpo y alma. Quizá en virtud de la convicción de que el ser humano es algo más que la corporalidad afectable por el bisturí o la navaja del galeno, es por lo que tradicionalmente se rodeó al médico de una honorabilidad particular.

Puede que este ejemplo resulte banal; sin embargo, es especialmente importante no perder de vista que el valor absoluto de la persona y su dignidad concreta se encuentran en un serio peligro en la cultura contemporánea, tan propensa a contemplar al hombre bajo la única perspectiva de su corporalidad. Al identificarlo exclusivamente con su cuerpo, se olvida aquella enfática afirmación de Heidegger: <> (3).

Vestido y comunicación personal

El hombre no es un elemento más del cosmos cuya protección corporal le venga ya determinada por la misma naturaleza, como es el caso de los animales. Es una criatura espiritual capaz de dominar su entorno y dar un sentido concreto a lo que le rodea, en virtud de su inteligencia y voluntad libre. El vestido está relacionado con algo que tiene que ver con la inteligencia humana y su relación con el cuerpo: la comunicación interpersonal.

Una de sus necesidades más perentorias es la de comunicarse. Hemos afirmado que el cuerpo sirve al alma para expresarse. Ahora diremos que el vestido tiene una función semejante: es factor de comunicación interhumana, una realidad a través de la cual la manera de ser personal, de una época histórica o de todo un pueblo, se expresa y se da a conocer. No faltará quien tache todo esto de <

>, propio de gente <>. Quien así le considere, que intente presentarse a un velorio con pants de vivos colores.

En la misma línea de expresión de la personalidad, el hombre puede caer en exageraciones recargadas bajo el influjo de la vanidad. Pero sería equivocado acusar al vestido de ser causa de la ostentación, ya que el vestido dice en relación con realidades antropológicas más profundas. Si es usado para exaltación desmedida de la personalidad, lo es sólo accidentalmente, como dicen los filósofos.

Así como el vestido comunica siempre algo, la falta de él también lo hace. La célebre actriz británica que en los años sesenta se presentó descalza ante la reina Isabel II, o estaba muy segura de la belleza de sus pies o se unía con ese gesto a los numerosos actos de protesta de aquellos controvertidos años.

Desnudez = despojo

En una comedia norteamericana muy reciente se narran las peripecias de un niño pequeño que se queda solo en casa. En una escena cargada de humor, el protagonista se topa con una revista pornográfica de su hermano mayor. Después de hojearla rápidamente, la deja a un lado mientras comenta: <<¡Qué aburrido: nadie tiene ropa!>>.

Para un niño de ocho años resulta poco <> no-llevar vestido alguno. Me parece una intuición acertada. En cierto sentido, no somos los mismos con vestido que sin él. Etimológicamente, desnudo deriva del latín desnudarse, es decir, quitar nudos. El hombre des-nudo es el que ha pasado por el proceso de desnudarse, el decir, quitarse la envoltura.

En la cultura postmoderna, imbuida en buena parte de individualismo y hedonismo, el cuerpo humano ya no es percibido como la transparencia de una realidad espiritual al alma; tampoco como la forma concreta de una comunicación interpersonal llena de sentido. Aparece más bien como un mero instrumento al servicio incondicional de un proyecto de bienestar. Se le prefiere ver como cuerpo que necesita ser construido por uno mismo con esfuerzos voluntaristas que calculan cómo poder sacarle el mayor provecho.

La <> nos inclina a pensar que vivimos en una época que ama la belleza, alegando como prueba la infatigable lucha de los ecologistas, la búsqueda por los rostros hermosos, el afán de parecer joven, y tanto horror a la vejez, a la enfermedad, al sufrimiento. Fácilmente olvidamos que detrás de todo eso se está camuflando una relativización muy concreta del concepto de vida humana, igualándola a salud, productividad, placer. Y de la relativización al desprecio aparece hoy en día de formas diversas, entre las cuales la pornografía no es la menos nociva. La <> nos ha detenido en la epidermis del cuerpo ignorado la interioridad del ser humano, soslayando el espíritu. El cuerpo se valora no por lo que es, sino por lo que es capaz de ofrecer (4).

Estamos ahora en condiciones de comprender cómo la pornografía degrada al género humano y particularmente a la mujer. Así como el desnudo clásico resalta la admirable arquitectura del cuerpo, la pornografía no hace otra cosa que ponerlo al servicio de un mercantilismo procaz. De la persona ávida de pornografía podría decirse lo mismo que de un hombre sensual. De éste se dice que anda en busca de una mujer>>. Estrictamente hablando, una mujer es precisamente lo que no quiere. Quiere un placer. Para ese goce, una mujer resulta ser la pieza necesaria de su maquinaria sexual. Lo que le importa la mujer en sí misma puede verse en su actitud con ella cinco minutos después del placer (5). Ojalá surgiera un feminismo en nuestros días que tomara la bandera de la recuperación de la dignidad del cuerpo femenino tan seriamente atacado por la pornografía.

Autor: Carlos Cervantes Blengio
Istmo N°201

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