Nos apremia el amor de Cristo

Apóstol de Cristo Jesús, Pablo se siente totalmente unido a Aquel que le envía y plenamente identificado con El. Cristo ha tomado posesión de Pablo, se ha adueñado de él. Ya no es Pablo el sujeto y protagonista de su propia vida, sino Cristo que vive en él (Gal. 2,20)…

Pablo se siente apremiado por el amor de Cristo. Ya que vive sólo para El, el amor que tiene a Cristo le impele a que «no vivan para sí los que viven, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor. 5,15), «para que así el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vosotros» (2 Tes. 1,12). Encendido en el amor de Cristo, Pablo no busca sus intereses, sino los de Cristo (cf. Fil. 2,21), sólo desea que el Señor sea reconocido y servido por todos, sólo anhela que la gloria de Cristo se manifieste esplendorosa en todos los suyos.

Pero la expresión «nos apremia el amor de Cristo» no indica sólo el amor que Pablo tiene a Cristo , sino sobre todo el amor que Cristo tiene a los hombres, como dice a continuación: «al considerar que uno murió por todos.» Es esta consideración, esta contemplación del misterio de la cruz, lo que apremia a Pablo, y no como una exigencia externa, sino como un impulso que le impele desde dentro. Contemplando el amor de Cristo manifestado en la cruz, contemplando a todo hombre como propiedad de Cristo, que ha dado la vida para rescatarle (Gal. 1,4; 2,20), Pablo se siente irresistiblemente apremiado. La caridad del apóstol encuentra su raíz y su fuente en la contemplación de Cristo crucificado.

De aquí brotará toda su «caridad pastoral». Pablo es testigo del amor de Dios, manifestado en Cristo, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Ti. 2,4). Ha hecho suyas las intenciones y deseos de Cristo y está dispuesto a «gastarse y desgastarse totalmente» por ellos (2 Cor. 12,15). Toda su entrega apostólica, sus viajes, sus luchas y fatigas, su insistir a todos «a tiempo y a destiempo» (2 Tim.4,2)…sólo encuentran su explicación en un corazón invadido por el amor de Cristo a los hombres. Es Cristo mismo, que viviendo en Pablo (Gal. 2,20) ama también en él a los hombres con su mismo amor.

De hecho, la actitud tan característica de la vida y de la entrega de Jesús (resumida en la expresión «por vosotros»; v. Lc. 22,19; 1 Cor. 11,24) san Pablo la recoge aplicándola a sí mismo en relación con sus comunidades: Pablo está dispuesto a dar la vida por sus cristianos (Fil. 2,17).

En su predicación del evangelio Pablo no ha sido un mero funcionario que ha cumplido con exactitud una tarea encomendada. Toda su acción evangelizadora ha brotado del inmenso amor que tenía a aquellos a quienes evangelizaba. Cuando escriba a los Tesalonicenses les dirá: «amándoos a vosotros, queríamos daros no solo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestras propias vidas, porque habíais llegado a sernos muy queridos» (1 Tes. 1,8); y explica a continuación cómo ese amor, lejos de reducirse a un simple sentimiento, se expresó de hecho en «trabajos y fatigas», «trabajando día y noche», evitando ser gravoso a nadie, exhortando a cada uno en particular…En su acción apostólica cotidiana el apóstol reproduce la actitud de Cristo de dar la vida (lo cual tendrá una expresión particular en los innumerables padecimientos sufridos por las comunidades: 2 Cor. 6,4-5; 11,23-27…y alcanzará su culmen en el martirio).

«Como una madre con sus hijos…» (1 Tes. 2,7)

Este amor de Pablo reviste rasgos paternos y maternos a la vez. No se trata de una simple metáfora o comparación. Es que él se sabe comunicando vida, una vida nueva, divina, eterna, de un valor incomparablemente más grande que la física y natural: «aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien por el Evangelio os engendré en Cristo Jesús» (1 Cor. 4,15). Y cuando escriba a Filemón lo hará empapado de amor paternal: «Te ruego a favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo» (Flm. 12); toda esta carta rezuma amor de padre hacia este esclavo convertido en la cárcel a quien llega a llamar «mi propio corazón» (Flm. 13).

No solamente tiene conciencia de «engendrar» a la fe por medio del anuncio del Evangelio. Toda la tarea de crecimiento en la fe de sus comunidades es concebida por Pablo como una gestación: sufre por sus hijos «hasta que Cristo se forme en ellos» (Gal. 4,19). Su amor materno, sus desvelos y sufrimientos apostólicos acompañan a cada nuevo cristiano hasta su transformación plena y total en Cristo.

El apóstol se siente madre que amamanta con afecto y ternura (1 Tes. 2, 7): las expresiones indican la nodriza que amamanta o alimenta con su propia leche, y la actitud de ternura y cariño de la madre que acuna a su niño contra su propio seno (son las mismas palabras que en Ef. 5,29 se usan para indicar lo que Cristo hace por su Iglesia y cómo la trata).

De hecho, este amor paterno-maternal se expresa de múltiples formas. Pablo atiende a los suyos con el amor de un padre que educa, tratando y formando a los hijos uno a uno, exhortando y animando a cada uno (1 Tes. 2, 11). El afecto hacia sus hijos es tan real que suscita en él un intenso deseo de verlos (1 Tes. 2,17; 3,6). El apóstol sufre, se inquieta y preocupa por los peligros de una comunidad que es aún inestable (1 Tes. 3,5; 2,18) y literalmente «no vive» ante el temor de que el tentador derrumbe la fe de ellos: al recibir buenas noticias siente un gran alivio y consuelo (1 Tes. 3,7) y exclama: «Ahora sí que vivimos, pues permanecéis firmes en el Señor» (1 Tes. 3,8).

Pablo derrocha ternura y afecto para con sus cristianos y no tiene reparo en manifestarles abiertamente cuánto les quiere: «os amo a todos en Cristo Jesús» (1 Cor. 16,24); «testigo me es Dios de cuánto os quiero en las entrañas de Cristo Jesús» (Fil. 1,8); «vosotros sois nuestra gloria y nuestro gozo» (1 Tes 2, 20)…

Pero tampoco se echa atrás, en nombre de este mismo amor, si hay que reprenderles porque es necesario para su bien (2 Cor. 7,8-9). Precisamente porque los ama como a hijos les corrige, pues «¿qué hijo hay a quien su padre no corrija?» (Heb. 12,7; ver toda la perícopa: vv. 5-13). Incluso cuando tiene que «entristecerlos» con una reprensión lo hace «no para entristeceros, sino para que conocierais el amor desbordante que sobre todo a vosotros os tengo» (2Cor. 2, 4). En todo caso lo hace con delicadeza y sin humillar: «No os escribo estas cosas para avergonzaros, sino más bien para amonestaros como a hijos míos queridos» (1 Cor. 4,14). Y cuando se vea obligado a rehusar los donativos de los corintios, exclamará: «¿Por qué? ¿Por qué no os amo? Bien lo sabe Dios» (2 Cor 11,11).

«Con celo de Dios…» (2 Cor. 11,2)

Ante las infidelidades de los corintios a Cristo y a su mensaje, Pablo deja aparecer algunos de sus más profundos sentimientos de apóstol, con unas expresiones un tanto sorprendentes: «Celoso estoy de vosotros con celo de Dios».

Para entender estas expresiones hemos de recurrir al A.T., donde el amor de Dios se revela como «fuego devorador» (Dt. 4,24), como amor celoso que exige un amor exclusivo como respuesta. Dios es «un Dios celoso» (Ex. 20,5) y su celo subraya el carácter absoluto de Dios mismo, que ha de ser amado incondicionalmente, totalmente, exclusivamente, que es exigente porque no puede compartir un lugar en el corazón del hombre con criatura alguna. Y, a la vez, este celo de Dios nos habla de un amor apasionado que no tolera ninguna imperfección, engaño o defecto en aquel a quien ama.

Pues bien, Pablo comparte los sentimientos divinos respecto a los corintios y a los demás cristianos, participa del amor apasionado que Dios tiene por su pueblo. Como amigo del Esposo (cf. Jn. 3,29), testigo del amor nupcial de Cristo, participa de los celos de Dios, del deseo ardiente y apasionado que Cristo tiene de que la Esposa -la comunidad de Corinto en este caso- pertenezca total y exclusivamente a su esposo: «os tengo desposados con un solo Esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo» (2 Cor. 11,2).

Es este amor ardiente y violento el que le impulsa a no tolerar ninguna infidelidad en la esposa y el que le mueve a prevenirla ante el temor de que tal infidelidad pueda ocurrir: «me temo que, al igual que la serpiente engañó a Eva con su astucia, se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceridad con Cristo» (2 Cor. 11,3). La adhesión a doctrinas erróneas constituiría ciertamente una infidelidad (v. 4), pues alejarían del Cristo real, el único verdadero.

Por otra parte, estas expresiones nos hablan del desinterés del amor de Pablo, pues él no pretende de ningún modo vincular los cristianos y las comunidades a sí mismo, sino a Cristo. Lo que le hace arder es el deseo de que sean fieles al Señor y lo que le duele y le hace temer es el temor de la infidelidad a Cristo. Pero para sí mismo no busca nada. No pretende adhesiones a su persona. En todo caso reclama la adhesión a sí mismo en cuanto apóstol auténtico frente a los falsos apóstoles; en consecuencia, para provocar la adhesión a Cristo y a su mensaje. Como Juan Bautista, podía decir: «yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de El», se alegraba de que el Esposo poseyera a la Esposa, y se apartaba sinceramente dejando que Cristo creciera y él fuera progresivamente disminuyendo (cf. Jn. 3,28-30).

Es este amor ardiente y desinteresado a la vez el que llevará a Pablo a dirigirse con «gran aflicción y angustia de corazón, con muchas lágrimas» (2 Cor. 2,4) a aquellos que están tentados de ser infieles al Evangelio. En virtud de este amor les rogará, les exhortará, les amenazará…

«Todo para todos» (1 Cor. 9,22)

La caridad y el desinterés de Pablo alcanzan otra de sus expresiones más intensas en el texto de 1 Cor. 9,19-23, sumamente revelador de su espíritu y de sus deseos.

En efecto, es significativo que en estos breves versículos aparezca cinco veces la palabra «ganar», precedida de la conjunción final: el objetivo de Pablo es ganar, ganar a los judíos, ganar a los gentiles, ganar a los que están sin ley… «ganar a los más que pueda». Pero evidentemente no se trata de una ganancia interesada, pues no pretende ganar para sí, sino a favor de los que son ganados: «para salvar a toda costa a algunos».

Toda la vida y las energías de Pablo están canalizadas hacia un único objetivo, el de manifestar y comunicar a todos los hombres el amor salvador de Dios manifestado en Cristo Jesús. A este fin subordina todo lo demás.

Para eso, dice, «me he hecho esclavo de todos». Se ha puesto al servicio de Cristo y de su Evangelio para la salvación de los hombres. Ha hipotecado su libertad personal -ya hemos visto que el término «esclavo» tenía un significado muy fuerte en la época- para llevar el amor de Dios a todos. Pues tomar en serio su labor de evangelizador significaba, en la práctica, subordinar cualquier otro interés a la tarea de la evangelización y renunciar por completo y para siempre a todo lo que pudiera servir de obstáculo en la misión de ayudar a los hombres a acoger el Evangelio. Vió muy claro que para llevar a Cristo a todos él debía ser «todo para todos». Todo para el quedaba subordinado a la obra de salvar a todos los hombres: «todo lo hago por el Evangelio».

De hecho, se hizo «judío con los judíos, para ganar a los judíos». Estaba dispuesto a soportar cualquier padecimiento personal antes que permitir el más ligero obstáculo en la conversión de sus hermanos judíos a Cristo. Prefiere renunciar al ejercicio de la libertad respecto de la Ley en atención a los hermanos a quienes se podría escandalizar (1 Cor. 8,9-13; Rom. 14,13.15. 20s). Y en todas sus relaciones con los judíos le vemos usar el mayor respeto por la observancia de la Ley (cf. He. 16,3; 18,18; 20,16; 21,21-27), aunque es consciente de que en esto no hace más que seguir el ejemplo del propio Jesús (Rom. 15,2-3. 7-8). Y cuando se pronuncie contra la Ley no irá contra los judíos o los judeo-cristianos, sino contra la porfía en seguir esas observancias como si fuesen necesarias para sus conversos gentiles, a los cuales se estorbaba seriamente su entrada en la Iglesia.

Igualmente se hizo «gentil con los gentiles». Vió con claridad que sólo el Evangelio tenía fuerza para hacer volver los hombres a Dios y renovarlos, y que la Buena Nueva podía fermentar cualquier cultura o civilización. En consecuencia, no exigía a los gentiles ninguna conducta o práctica que no brotase del mensaje cristiano en sí (cf. el caso de las carnes sacrificadas a los ídolos: 1 Cor. 8,1-6). Tenía siempre presentes a los paganos, hasta el punto de usar la lengua griega y asumir conceptos y expresiones tomadas de la filosofía griega y de las religiones mistéricas…

Y llega a hacerse incluso «débil con los débiles». Para él lo único importante era salvar «al hermano débil por quien Cristo murió» (1 Cor. 8,11), y ninguna otra consideración debía estorbar esto jamás. Para él era evidente que cualquier interés personal debía quedar subordinado al supremo propósito de Dios al enviar a su Hijo: la salvación de los hombres. Es esta la temática que subyace en 1 Cor. 8-9, aduciendo como razón de peso su testimonio personal, pues esta actitud y este modo de actuar habían llegado a formar parte de su propia vida (1 Cor. 9,4-15).

Podemos decir que esto es lo que da a Pablo autoridad para ponerse a sí mismo como modelo y pedir que le imiten (cosa que hace repetidas veces en sus cartas). Sólo quien se ha hecho previamente «todo para todos» y «esclavo de todos» puede reclamar ser imitado. Pues en definitiva no es a Pablo a quien se imita, sino a Cristo, cuya vida y actitudes se han reproducido fielmente en su apóstol (1 Cor. 11,1).

«Desearía ser yo mismo anatema por mis hermanos» (Rom. 9,3)

La caridad pastoral de Pablo encuentra su expresión suprema en las palabras que encontramos al inicio del cap. 9 de la Carta a los Romanos. Con una fórmula particularmente solemne («digo la verdad en Cristo, no miento, testifica conmigo mi conciencia en el Espíritu Santo») nos hace una confidencia personal: el dolor inmenso y la tristeza continua que experimenta por el hecho de que sus hermanos judíos no hayan acogido al Mesías ni su Evangelio (vv. 1-2).

En el versículo 3 tiene esta afirmación impresionante: «desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne». De tal manera le importa -y le duele- la situación de sus hermanos que se manifiesta dispuesto a cualquier sacrificio por ellos, para alcanzarles la salvación.

La palabra «anatema» en la Biblia puede indicar algo entregado a Dios para serle consagrado como ofrenda agradable, o bien para ser destruido como cosa maldita (sentido del «jerem» en el A.T.). En San Pablo la palabra está tomada siempre en este último sentido (cf. Gal. 1, 8-9). Y es este el sentido que tiene aquí: Pablo se muestra dispuesto a atraer sobre sí la maldición divina, a ser convertido el mismo en objeto de maldición, y a experimentar definitivamente la separación de Cristo, si esto pudiese ayudar a la conversión de sus hermanos.

La expresión nos habla de un amor ardiente, y recuerda las palabras de Moisés tras el pecado del pueblo: «¡Ay! Este pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse un dios de oro. Con todo, si te dignas perdonar su pecado…y si no, bórrame del libro que has escrito» (Ex. 32,31-32). Más aún, estas palabras recuerdan, reproducen y prolongan la actitud del mismo Cristo, que aceptó ser hecho «pecado» por nosotros para que nosotros llegásemos a ser «justicia de Dios» (2 Cor. 5,21), y se hizo a sí mismo «maldición por nosotros» para rescatarnos de la maldición (Gal. 3,13).

Reproducido con permiso del Autor,

Enrique Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es

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