Reformas al clero

La reforma propuesta consistía en dar relieve a la castidad sacerdotal, para impedir que los presbíteros se casaran y dejaran a sus pretendientes los cargos obtenidos.

Sergio IV

 

Pedro, conocido por el desagradable sobrenombre de «hocico de cerdo», originario de Luni y obispo de Albano, fue nombrado papa, el 31 de julio del año 1009, por Juan Crescencio que, desde que los emperadores alemanes se desinteresaran de Roma y del papado, dominaba por completo la política romana.

 

En el 1010 el califa Hakim destruyó la iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén. Parece que Sergio intentó levantar una cruzada contra él. Pero no fue escuchado. Murió el 12 de mayo del 1012.

 

Benedicto VIII

 

La muerte de Juan Crescencio III, en mayo del 1012, puso fin temporalmente a la hegemonía de su familia, y los condes de Túsculo volvieron a tomar el poder que habían ejercido un siglo atrás, en los tiempos tristemente célebres de las Teodoras y de Marozia.

 

El 18 de mayo de 1012 eligieron para el trono pontificio a uno de ellos, el conde Teofilacto, cardenal de Porto, mientras que un hermano de éste, Alberico, se atribuía el título de cónsul y duque de la ciudad. Sus rivales, los Crescencios, intentaron oponerle un antipapa, un tal Gregorio, pero no logró éste de Enrique II el reconocimiento que fue a implorar a Alemania. El monarca sostuvo a Benedicto, que, agradecido, el 14 de febrero del año 1014, les envió -a él y a su esposa Cunegunda- la corona imperial.

 

Hombre de Estado de indudable categoría, Benedicto VIII consiguió, respaldado por el nuevo emperador, desvincularse de la influencia familiar y afirmar su poder personal sobre Roma y sobre los Estados Pontificios. La reforma de la Iglesia le interesaba mucho menos. Como también era un buen capitán, consciente del peligro que suponían los sarracenos, indujo a Génova y a Pisa para que armaran contra ellos una flota que, efectivamente, logró aniquilarlos. Desde entonces, la península y la isla de Cerdeña quedaron liberadas de las incesantes incursiones de aquellos piratas musulmanes.

 

En el 1018 los normandos hicieron su primera aparición en el sur de Italia. Las tropas de Bizancio los habían vencido en Canna, ahorrando así a los italianos una presión que soportaban muy mal. Pero los italianos se alzaron contra los griegos, extranjeros también al fin. El papa apoyó a los revoltosos y en el año 1020 fue personalmente a Alemania para entrevistarse con el emperador y pedirle asistencia militar. En 1022, el pontífice y el emperador marcharon juntos contra los bizantinos de Italia, mas no lograron quebrantar del todo su dominio. El emperador aprovechó entonces aquel descalabro militar y político para recordar al papa que era, ante todo, un jefe religioso y que, por tanto, debía dedicarse más activamente a la reforma de la Iglesia.

 

Acaso siguiendo el consejo, Benedicto VIII, en el sínodo de Pavía, en 1022, se pronunció resueltamente contra la simonía y contra el matrimonio de los sacerdotes. Como ya se ha dicho en otro lugar, ambas cuestiones, la simonía y el matrimonio de los clérigos, estaban más ligadas de lo que pudiera parecer: los presbíteros se casaban con gran frecuencia para poder dejar a sus descendientes unos cargos a tan alto precio conseguidos. Y ambos aspectos debieron preocupar al papa: el valor místico de la castidad sacerdotal y el hecho de que los herederos legítimos de los sacerdotes casados se fueran repartiendo, poco a poco, los bienes de la Iglesia. Por vez primera se adoptaron medidas disciplinarias contra los eclesiásticos que contrajeran matrimonio, a los que se amenazó de deposición. Pero tales medidas tuvieron escaso eco. Las costumbres estaban demasiado enraizadas.

 

Del paso de Benedicto VIII por la sede de San Pedro quedó un trazo que ha llegado hasta el presente: la definitiva incorporación a la liturgia de la Misa del Credo formulado en el año 381 por el concilio de Constantinopla.

Benedicto VIII murió en Roma el 9 de abril del año 1024. Le sucedería su propio hermano.

 

Juan XIX

 

Al morir Benedicto Vlll se apoderó del papado un hermano suyo y de Alberico, llamado Romano, un Túsculo por tanto, que ya ejercía el poder político sobre Roma, al que añadió el poder eclesiástico al hacerse elegir pontífice. Era un simple laico, pero eso no iba a ser obstáculo que frustrara su ambición: el 4 de mayo de¡ 1024 recibió de un golpe todas las órdenes sagradas y escaló la cumbre de la jerarquía hasta convertirse en soberano pontífice.

 

Naturalmente, hacerse elegir por la mayoría del pueblo y buena parte del clero -haciendo caso omiso de la normativa acostumbrada- le costó una fortuna. Pero era una inversión rentable. Una vez que fuera papa, ¿no dispondría acaso, como dueño absoluto, de todos los cargos eclesiásticos, que podría ceder al mejor postor? Tal sería el sencillo razonamiento de Juan XIX, que no dejó de ser en ningún momento -ni sentado en la silla de Pedro- un hábil financiero. Llegado el caso, no habría titubeado en vender al patriarca de Constantinopla el derecho supremo, el primado universal de la Iglesia de Roma, reivindicado desde hacía siglos por todos los pontífices. Nada en el mundo habría logrado disuadirle. El cronista benedictino Raúl Glaber ha afirmado que Juan XIX casi llegó a cometer tamaña tropelía. Fuera como fuera, es lo cierto que desde aquellos años dejó Bizancio de inscribir el nombre de los papas en los Dípticos, lo que significaba una efectiva separación de Roma. El cisma no tardaría en hacerse definitivo.

 

El 26 de marzo del año 1027, día de la Pascua, Juan XIX coronó emperador a Conrado II, quien asumiría la dirección de los asuntos eclesiásticos que el pontífice, desde una actitud de soberbia, daba la impresión de ignorar o descuidar.

Juan XIX falleció el 6 de noviembre del 1032. La simonía había alcanzado cotas vertiginosas durante su pontificado. Pero su sucesor iría mucho más lejos todavía.

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