Persecución y martirio

Los primeros mártires dan testimonio de su fe, junto a ellos, la Iglesia lucha por mantener su unidad y estabilidad.

San Ponciano

 

Cuando en julio del año 230 fue elegido Ponciano obispo de Roma, su ciudad natal, proseguía Hipólito su resistencia apoyado por una buena parte de la población. El emperador Alejandro Severo se había mantenido al margen del conflicto. En el 235 tomó el poder Maximino Tracio, lo que significó el principio de la anarquía militar y la reanudación de las persecuciones. Ponciano e Hipólito fueron deportados a Cerdeña. Y, como ya se ha visto, aquella situación reconcilió a ambos adversarios. El 28 de septiembre del año 235, Ponciano renunció oficialmente a su cargo e Hipólito a su rebeldía. En la historia del papado esta fecha fue la primera que se pudo determinar con seguridad absoluta.

 

El 30 de octubre siguiente murió Ponciano. Su cuerpo, llevado a Roma, fue sepultado en la catacumba de san Calixto el 13 de agosto del 236, el mismo día en que también fue inhumado el cuerpo de san Hipóiito.

 

San Antero

 

El 21 de noviembre del 235, griego verosímilmente, sucedió a Ponciano que, deportado a Cerdeña, había renunciado el 28 de septiembre de aquel año. Apenas le quedaban seis semanas de vida. En tan escaso tiempo bastante hizo con mandar que se recopilaran las actas de los mártires. Murió el 3 de enero del 236 y fue el primer obispo de Roma que se inhumó en la cripta preparada para los papas en la catacumba de san Calixto.

 

San Fabián

 

El 10 de enero del 236 daba Roma un sucesor a Antero. un desconocido. Fabián era todavía un simple laico, casi según una leyenda, cuando se hallaba entre los romanos reunidos para elegir su obispo, una paloma se posó sobre su cabeza. El pueblo vio en ello una señal y escogió a Fabián.

 

La persecución del 235 se apaciguó pronto. Entre el 238 y el 249 los cuatro sucesores de Maximino Tracio estuvieron demasiado ocupados en disputarse el imperio como para hostigar a los cristianos. Fabián aprovechó aquel período de bonanza para restaurar en la Iglesia el orden y la disciplina, tan quebrantados por el largo cisma de Hipólito. Eminente organizador, puso las bases administrativas de una Roma cristiana. Dividió la ciudad en siete distritos, confiando cada uno de ellos a un diácono. Se ocupó de la conservación y cuidado de las catacumbas. Una de sus primeras preocupaciones consistió en que se repatriaran los cuerpos de su predecesor Ponciano y del infortunado Hipólito. Mandó proseguir la redacción de las actas de los mártires, comenzada por Antero. Y actuó con energía contra Privat, un obispo africano culpable de diversas faltas. Su prestigio desbordó con creces los límites de Roma. Tanto, que Orígenes, el célebre escritor y teólogo, desterrado de Alejandría por el patriarca Demetrios, recurrió a Fabián para justificarse. A fines del año 249 se apoderó Decio del poder y desencadenó una de las más violentas persecuciones.

 

El 10 de enero del 250 fue Fabián una de las primeras víctimas. Le enterraron en la catacumba de san Calixto. Su sarcófago se volvió a hallar en 1915.

 

San Cornelio

 

Durante todo el año 250 Decio desató su odio contra los cristianos. Pasarían dieciséis meses sin que pudieran reunirse para elegir un nuevo obispo de Roma. Y fue en esa circunstancia hostil cuando la reforma administrativa realizada por Fabián demostró su eficacia y utilidad. El clero designado por él gobernó la Iglesia colectivamente en espera de que terminara el período de sede vacante.

 

Sin embargo, el primado de la Iglesia de Roma era ya un hecho incontrovertible, hasta el punto de que, incluso en aquel tiempo en que estuvo sin obispo, las demás Iglesias recurrían a Roma para resolver sus problemas. Y había que contestar. Se confíó tal tarea a Novaciano, que, entre los eclesiásticos de la urbe, era un escritor prestigioso que ya había desempeñado numerosas misiones. Esta nueva responabilidad aumentó su influencia todavía más. No había duda: el próximo obispo no podía ser nadie más que él.

 

Grande y amarga tuvo, por tanto, que ser su decepción cuando en marzo del año 251 la mayoría de los votos recayeron sobre el sacerdote Comelio. Y no sin razón: Cornelio era partidario de adoptar una actitud indulgente hacia aquellos desgraciados cristianos que, torturados por Decio, terminaron por doblegarse. Habían permanecido renegados durante algún tiempo y solicitaban ahora volver al seno de la Iglesia. Novaciano, en cambio, prefería aplicar medidas rigurosas. La minoría de intransigentes que le apoyaba le enfrentó a Cornelio, el legítimo obispo ya elegido, y hasta encontró tres obispos italianos con suficiente inconsciencia como para consagrar a Novaciano. Surgía así un nuevo cisma, como había sucedido poco antes con Hipólito.

 

En este caso, sin embargo, Cornelio contaba con el firme apoyo de todas las Iglesias. En el otoño del 251, más de sesenta obispos, entre los que estaban Dionisio de Alejandría y Cipriano de Cartago, reunidos en sínodo, aprobaron sus medidas magnánimas en relación con los arrepentidos y excomulgaron a Novaciano. El patriarca de Antioquía, Fabiano, no estuvo presente en la asamblea. Se sabía que era partidario del uso del rigor, como otros obispos orientales que no habían visto de cerca los horrores de la persecución. Cornelio le escribió una carta para exponerle y defender su criterio. Se han hallado fragmentos de esta epístola, gracias a los cuales se ha podido conocer que en aquella época contaba Roma con 46 sacerdotes, 7 diáconos, 7 subdiáconos, 42 acólitos y 52 exorcistas, lectores y ostiarios.

 

En el transcurso de aquellos altercados y tensiones se forjó una profunda amistad entre el obispo de Roma y su colega Cipriano de Cartago, quien quedó consternado al conocer la noticia, en el año 252, de que Cornelio había sido apresado. El emperador Galo le hizo deportar a Centumcellae (Civita Vecchia): allí murió Cornelio de muerte natural, -parece- algún día del mes de junio. Trasladado el cadáver a Roma, fue depositado en la catacumba de san Calixto.

 

Hasta el siglo XIX san Cornelio fue objeto de un culto muy vivo, particularmente en Renania y en determinadas regiones de Bélgica. Era el patrono protector de los rebaños y el Santo al que se recurría para que curara las enfermedades nerviosas. ¿Qué hechos hubo en su vida para que se le adjudicara esa doble misión?

 

Vale la pena relatar relación tan curiosa.

 

En Bretaña, los ganaderos paganos adoraban a un tal Corneno, un horrible ídolo con cuernos. Los misioneros de la región de Carnac no lograban alejarlos de esa superchería y que se convirtieran al catolicismo. Basándose en el sabio principio de que nunca se termina de suprimir lo que no se reemplaza, eligieron de entre la relación de santos cristianos el nombre que tenía más posibilidades de sustituir a Corneno. Y el escogido fue Comelio: no eran tiempos para que los bravos bretones se fijaran en cuestiones de ortografía… aunque quedaba el problema de los cuernos, que, como es natural, no cabían en la figura de un papa. La solución consistió en que, en lugar de ponerlos en su cabeza, se los pusieron en las manos. De ese modo aceptaron los bretones a san Cornelio y le confiaron sus ganados. En cuanto al segundo patronazgo del santo, surgiría en la Edad Media.

 

En aquella época se intentaba calmar a los epilépticos haciéndoles oler aromas imposibles, como por ejemplo la de cuerno quemado. Siendo así que a san Cornelio se le representaba con un cuerno en la mano, se hizo de él una especie de caja mágica para sanar toda clase de enfermedades nerviosas. Sin investigar con mayor detenimiento la telación entre ambas cosas se le «confió» la mencionada especialización suplementaria. Y todavía hoy, en el día de la fiesta, el 16 de septiembre, los cristianos de la región llevan a sus familiares afectados de convulsiones para que sean bendecidos por los sacerdotes de la parroquia. (El bueno de Cornelio, sin duda rendido ante la fe de los que invocan su favor ante Dios, les corresponde con su intercesión).

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