Benedicto XVI: Homilías

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

DURANTE LA MISA POR LOS CARDENALES Y OBISPOS

QUE HAN FALLECIDO A LO LARGO DEL ÚLTIMO AÑO

 

Lunes 5 de noviembre de 2007

 

 

 

Venerados y queridos hermanos:

 

Después de conmemorar a todos los fieles difuntos en su celebración litúrgica anual, nos volvemos a encontrar, siguiendo la tradición, en esta basílica vaticana para ofrecer el sacrificio eucarístico en sufragio de los cardenales y obispos que a lo largo del año, llamados por el Señor, han abandonado este mundo.

 

Con afecto fraterno recuerdo los nombres de los purpurados fallecidos:  Salvatore Pappalardo, Frédéric Etsou-Nzabi Bamungwabi, Antonio María Javierre, Angelo Felici, Jean-Marie Lustiger, Edouard Gagnon, Adam Kozlowiecki y Rosalio José Castillo Lara. Pensando en la persona y en el ministerio de cada uno de ellos, a pesar de la tristeza de la separación, elevamos a Dios una sentida acción de gracias por el don que en ellos hizo a la Iglesia y por todo el bien que con su ayuda pudieron realizar. Asimismo, encomendamos al Padre eterno a los patriarcas, a los arzobispos y a los obispos difuntos, expresando también por ellos nuestro agradecimiento en nombre de toda la comunidad católica.

 

La oración de sufragio de la Iglesia se "apoya", por decirlo así, en la oración de Jesús mismo, que acabamos de escuchar  en el pasaje evangélico:  "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo" (Jn 17, 24). Jesús se refiere a sus discípulos,  en  particular a los Apóstoles, que están junto a él durante la última Cena. Pero la oración del Señor se extiende a  todos los discípulos de todos los tiempos.

 

En efecto, poco antes había dicho:  "No ruego sólo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí" (Jn 17, 20). Y si allí pedía que fueran "uno… para que el mundo crea" (v. 21), aquí podemos entender igualmente que pide al Padre tener consigo, en la morada de su gloria eterna, a todos los discípulos muertos con el signo de la fe.

 

"Los que tú me has dado": esta es una hermosa definición del cristiano como tal, pero obviamente se puede aplicar de modo particular a los que Dios Padre ha elegido entre los fieles para destinarlos a seguir más de cerca a su Hijo. A la luz de estas palabras del Señor, nuestro pensamiento va en este momento, de modo particular, a los venerados hermanos por los que ofrecemos esta Eucaristía. Son hombres que el Padre "dio" a Cristo. Los separó del mundo, del "mundo" que "no lo conoció a él" (Jn 17, 25), y los llamó a ser amigos de Jesús. Esta fue la gracia más valiosa de toda su vida.

 

Ciertamente, fueron hombres con características diversas, tanto por sus vicisitudes personales como por el ministerio que desempeñaron, pero todos tuvieron en común lo más grande:  la amistad con el Señor Jesús. La recibieron por  gracia en la tierra, como sacerdotes, y ahora, más allá de la muerte, comparten en los cielos esta "herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible" (1 P 1, 4). Durante su vida temporal, Jesús les dio a conocer el nombre de Dios, admitiéndolos a participar en el amor de la santísima Trinidad. El amor del Padre por el Hijo entró en ellos, y así la Persona misma del Hijo, en virtud del Espíritu Santo, habitó en cada uno de ellos (cf. Jn 17, 26):  una experiencia de comunión divina que por naturaleza tiende a ocupar toda la existencia, para transfigurarla y prepararla a la gloria de la vida eterna.

 

En la oración por los difuntos, es consolador y saludable meditar en la confianza de Jesús con su Padre y así dejarse envolver por la luz serena de este abandono total del Hijo a la voluntad de su "Abbá". Jesús sabe que el Padre está siempre con él (cf. Jn 8, 29); que ambos son uno (cf. Jn 10, 30). Sabe que su propia muerte debe ser un "bautismo", es decir, una "inmersión" en el amor de Dios (cf. Lc 12, 50) y sale a su encuentro seguro de que el Padre realizará en él la antigua profecía que hemos escuchado hoy en la primera lectura bíblica:  "Dentro de dos días nos dará la vida, al tercer día nos hará resurgir y en su presencia viviremos" (Os 6, 2). Este oráculo del profeta Oseas se refiere al pueblo de Israel y expresa la confianza en la ayuda del Señor:  una confianza que a veces el pueblo, por desgracia, desmintió por inconstancia y superficialidad, llegando incluso a abusar de la benevolencia divina.

 

En cambio, en la Persona de Jesús, el amor a Dios Padre se hace plenamente sincero, auténtico y fiel. Él asume en sí la realidad del antiguo Israel y la lleva a su pleno cumplimiento. El "nosotros" del pueblo se concentra en el "yo" de Jesús, especialmente en sus repetidos anuncios de la pasión, muerte y resurrección, cuando revela abiertamente a los  discípulos lo que le espera en Jerusalén:  deberá ser rechazado por los jefes, arrestado, condenado a muerte y crucificado,  y  al tercer día resucitar (cf. Mt 16, 21).

 

Esta singular confianza de Cristo pasó a nosotros mediante el don del Espíritu Santo a la Iglesia, del que hemos participado con el sacramento del bautismo. El "yo" de Jesús se convierte en un nuevo "nosotros", el "nosotros" de su Iglesia, cuando se comunica a los que son incorporados a él en el bautismo. Y esa identificación se refuerza en los que, por una especial llamada del Señor, han sido configurados a él en el Orden sagrado.

 

El salmo responsorial ha puesto en nuestros labios el anhelo apremiante de un levita que, lejos de Jerusalén y del templo, desea volver a él para estar de nuevo en la presencia del Señor (cf. Sal 41, 1-3). "Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo:  ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?" (Sal 41, 3). Esta sed contiene una verdad que no traiciona, una esperanza que no defrauda. Es una sed que, incluso en medio de la noche más oscura, ilumina el camino hacia el manantial de la vida, como cantó con frases admirables san Juan de la Cruz.

 

El salmista manifiesta las lamentaciones del alma, pero en el centro y al final de su admirable himno pone un estribillo lleno de confianza:  "¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo:  "Salud de mi rostro, Dios mío"" (Sal 41, 6).

A la luz de Cristo y de su misterio pascual, estas palabras revelan toda su maravillosa verdad:  ni siquiera la muerte puede hacer vana la esperanza del creyente, porque Cristo ha penetrado por nosotros en el santuario del cielo, y al cielo quiere llevarnos después de habernos preparado un lugar (cf. Jn 14, 1-3).

 

Con esta fe y esta esperanza, nuestros queridos hermanos difuntos rezaron innumerables veces ese salmo. Como sacerdotes experimentaron toda su resonancia existencial, tomando también sobre sí las acusaciones y las burlas de quienes dicen a los creyentes durante la prueba:  "¿Dónde está tu Dios?". Ahora, al final de su destierro terreno, han llegado a la patria. Siguiendo el camino que les abrió su Señor resucitado, no penetraron en un santuario hecho por mano de hombre, sino en el cielo mismo (cf. Hb 9, 24).

 

En nuestra oración pedimos que allí, juntamente con la santísima Virgen María y con todos los santos, puedan contemplar finalmente el rostro de Dios y cantar por toda la eternidad sus alabanzas. Amén.

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