Jueves. 34 Semana del Tiempo ordinario

Lucas 21, 20-28

Autor: Pablo Cardona

«Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed entonces que se acerca su desolación. En aquella hora, quienes estén en Judea que huyan a los montes, y quienes estén dentro de la ciudad que se marchen, y quienes estén en lo campos que no entren en ella: éstos son días de castigo para que se cumpla todo lo escrito. Ay de las que estén en cinta y de las que estén criando en aquellos días. Porque habrá una gran calamidad sobre la tierra e ira sobre este pueblo. Caerán al filo de la espada y serán llevados cautivos a otras naciones; y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles. Habrá señales en el sol, en la luna y en las es­trellas; y sobre la tierra angustia de las gentes, consternadas por el estruendo del mar y de las olas, perdiendo el aliento los hombres a causa del terror y de la ansiedad que sobrevendrán a toda la tierra. Porque las potestades de los Cielos se conmoverán. Y entonces verán al Hijo del Hombre venir sobre una nube con gran poder y gloria. Cuando comiencen a suceder estas cosas, levantaos, y alzad vuestras cabezas porque se aproxima vuestra redención». (Lucas 21, 20-28) 

1º. Jesús, la destrucción de Jerusalén que profetizas sucedió en el año 70 y es una imagen del fin del mundo.

En un tiempo futuro que no conocemos, Tú vendrás por segunda vez: «Y entonces verán al Hijo del Hombre venir sobre una nube con gran poder y gloría».

Tú te has llamado a Ti mismo muchas veces el «Hijo del Hombre,» que es título de Mesías en las profecías de Daniel.

Ahora te aplicas no ya el título, sino la profecía en si; tu venida gloriosa al final de los tiempos.

Jesús, así como diste a Israel la misión de preparar tu venida, has dado a la Iglesia -nuevo pueblo de Dios- la misión de preparar tu segunda venida al final del mundo.

Por eso, en cada Misa, que es el Sacramento central del cristiano, te pedimos que «ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro salvador Jesucristo» (Rito de la Comunión).

Jesús, también yo, en mi momento histórico, he de vivir en es­pera y en preparación de esta venida gloriosa, sintiendo la respon­sabilidad de mantener al pueblo de Dios -que es la Iglesia- en esta misma esperanza.

Después de dos mil años, los cristianos han mantenido la fe y la han esparcido por toda la tierra.

Yo tengo el deber de ser fiel a esta fe que he recibido, y transmitirla con mi ejemplo y mi palabra a la siguiente generación sin rebajar sus exigen­cias.

2º. «Te has consolado con la idea de que la vida es un gastarse, un quemarla en el servicio de Dios.  Así, gastándonos íntegramente por El, vendrá la liberación de la muerte, que nos traerá la posesión de la Vida» (Surco.-883).

Jesús, en tu venida gloriosa al final de los tiempos, vas a juzgar a vivos y difuntos: es el Juicio Final, en el que la sentencia que cada persona recibió en su juicio particular se hará pública.

Como las virtudes y los pecados tienen consecuencias tanto personales como sociales, es justo que haya un juicio público que revele las influencias positivas y negativas de nuestras acciones en los demás, a lo largo de la historia.

«Siguiendo a los profetas, y a Juan Bautista, Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino. Jesús dirá en el último día: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mime lo hicisteis”» (C. I.C.-678).

El día del Juicio Final causará terror, angustia y ansiedad en aquellos que han vivido para sí mismos.

Sin embargo, para los que han vivido cristianamente será un día de gozo, pues se «aproxima el día de su redención».

Los que han sabido quemar su vida en el ser­vicio de Dios, esperan la muerte con alegría, pues es la puerta que conduce a la posesión de la vida.

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