II Domingo despues de Navidad, Ciclo B

Juan 1, 14-18

Autor: Pablo Cardona

«Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y clama: Este era de quien yo dije: el que viene después de mí ha sido antepuesto a mí porque existía antes que yo. Pues de su plenitud todos hemos recibido, y gracia por gracia.

Porque la Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Juan 1, 14-18)

1º. Jesús, Tú eres el Hijo «Unigénito» -único- de Dios, el Verbo, hecho carne.

¡Dios se ha hecho hombre y habita entre nosotros!

¿Por qué te has abajado tanto?

¿Qué mayor prueba me podrías haber dado para demostrarme que no te olvidas de mí, que me quieres cerca?

«Ninguna prueba de la caridad divina hay tan patente como el que Dios, creador de todas las cosas, se hiciera criatura, que nuestro Señor se hiciera hermano nuestro, que el Hijo de Dios se hiciera hijo de hombre» (Santo Tomás).

Jesús, te has hecho hijo de hombre para que yo pueda llegar a ser hijo de Dios.

Tú te has «humanizado» para que yo me «divinice» mediante la gracia que me has ganado en la cruz, y que me das con los sacramentos: «la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo».

¿Qué es la gracia, para que haya requerido que el mismo Dios nazca como hombre, viva como hombre y muera en una cruz?

La gracia es la vida divina que adquirimos con el Bautismo.

Es la capacidad de amar como amas Tú, con amor de Dios.

La gracia es la participación en la vida de Dios, y por eso procede de Dios mismo: «de su plenitud todos hemos recibido, y gracia por gracia.»

Esta gracia puede crecer por la oración, la recepción de sacramentos y las buenas obras: trabajo santificado, detalles de servicio a los demás, etc.

Pero también puede perderse por el pecado.

Por el pecado mortal, el cristiano pierde lo más precioso que tiene: pierde a Dios, que estaba en su propia alma: pierde ese amor que le hacía capaz de querer a Dios sobre todas las cosas y a los demás como a uno mismo, y se queda vacío.

Porque el corazón que, ensanchado por el Bautismo, es capaz de amar como ama Dios, no puede llenarse con ningún amor egoísta.

Es el momento de volver cuanto antes a Dios por medio del sacramento de la Penitencia.

2º. «Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar «pietistas», coinciden en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encamación de Cristo, ignorar que «el Verbo se hizo carne», hombre, «y habitó en medio de nosotros».

Nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien.

Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que quiere –insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a El, que es «perfectus Deus, perfectus hamo» (Amigos de Dios.-74-75).

Jesús, ¡qué importantes son las virtudes humanas!

Cuanto mejor viva como hombre, tanto más fruto dará en mí tu gracia, y al revés: ¡qué poco puede hacer la gracia, si no lucho por adquirir las virtudes humanas!

Te has hecho perfecto hombre para recordarme que yo también debo luchar por serlo, mejorando en virtudes como la capacidad de trabajo, la sinceridad, el optimismo, la fortaleza, la sobriedad, la humildad, el orden, la pureza, la alegría.

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