7 de Enero

Mateo 4, 12-17

Autor: Pablo Cardona

«Cuando oyó que Juan había sido encarcelado, se retiró a Galilea. Y dejando Nazaret se fue a vivir a Cafarnaún, ciudad marítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí en el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles, el pueblo que yacía en tinieblas ha visto una gran luz; para los que yacían en región y sombra de muerte una luz ha amanecido.
Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: Haced penitencia, porque está al llegar el Reino de los Cielos». (Mateo 4, 12-17) 

1º. «La Galilea de los gentiles, el pueblo que yacía en tinieblas ha visto una gran luz». 
Jesús, aún puedo seguir considerando la fiesta de ayer: la Epifanía, que quiere decir la Manifestación.
La adoración de los Magos venidos de Oriente fue la manifestación de tu realeza y, a la vez, la manifestación de que la salvación se extendía también a los extranjeros, a los gentiles.
Los gentiles, que yacían en las tinieblas, han recibido una gran luz: todo el mundo, como los Magos, ha recibido la luz de la estrella, la llamada personal a seguirte.
Porque la llamada a la santidad no es para unos pocos; es una llamada universal: «todos estamos llamados a la santidad; para todos hay las gracias necesarias y suficientes; nadie está excluido» (Juan Pablo II).
Ayer veía que esta llamada no me saca del mundo, de mis circunstancias familiares, sociales y de trabajo.
Lo que me hace es mirarlas con una mirada nueva, una mirada de fe, que les da un sentido profundo, un sentido de misión: esos quehaceres diarios son mi camino hacia el Belén eterno; son mi camino para encontrarte a Ti y, contigo, a tu madre y a San José.
En este camino hay constantes peligros: desiertos, tempestades, cansancio propio del viaje.
Mientras, veo a otros que se quedan tranquilamente en sus mundos llenos de placeres.
Pero ésos no van camino de encontrarte.
El peor peligro es el desaliento cuando, a veces, desaparece la estrella que me guía hacia Belén.
En ese caso, como los Magos, lo más prudente es dejarse guiar por el que tiene la ciencia, la formación adecuada: por el director espiritual.

2º. Narra el Evangelista que los Magos, «videntes stellam» -al ver de nuevo la estrella-, se llenaron de una gran alegría.
Se alegran, hijo, con ese gozo inmenso, porque han hecho lo que debían; y se a legran porque tienen la seguridad de que llegarán hasta el Rey; que nunca abandona a quienes le buscan» (Forja 239).
Jesús, si me dejo ayudar y sigo caminando, entonces la estrella aparece de nuevo.
Y qué alegría da volver a saborear aquella luz del alma que me ilumina y me impulsa, aún con mayor fuerza que antes, a seguirte por el camino de la vocación cristiana que me conduce a Ti.
Porque la estrella no había desaparecido; estaba oculta por una nube que, tal vez, se había formado por mi falta de lucha en el plan de vida o por mis flaquezas.
Una vez a tus pies, Jesús, quiero ofrecerte, como los Magos, oro, incienso y mirra.
El oro de mi trabajo hecho con responsabilidad, sabiendo que he de hacer rendir los talentos que Tú me has dado.
El incienso de mi vida de piedad, de mi devoción al Santísimo Sacramento del altar.
La mirra de mi afán apostólico, que calme esa sed -sed de almas- que tuviste en la Cruz, cuando te ofrecieron «vino con mirra» (Marcos 15,23).
Y no quiero abandonar el portal de Belén sin mirar a María, mi madre: hoy estás más guapa que nunca; joven -niña, casi-, radiante de alegría.
También quiero saludar a José.
José, tú no le das regalos al Niño: te has dado a ti mismo, por entero, con todo tu corazón joven y enamorado. Ayúdame a enamorarme también de Jesús ahora que es fácil; ahora que es un Niño pequeño, y aún no sabe ni caminar, ni hablar.

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