Sábado Santo: la oscuridad que prepara la luz

El mensaje del sábado santo debe ser que la fe descansa no sobre un sepulcro vacío, sino sobre un encuentro con Cristo vivo

«Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Génesis 1,1) – «Envía tu Espíritu y repuebla la faz de la tierra» (Salmo 103,1). «Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto» (Exodo 14,15). «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más» (Romanos 6,3). «El resucitado va por delante de vosotros a Galilea» (Marcos 16,1)). 6. «Y de pronto tembló fuertemente la tierra, pues un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra del sepulcro, y se sentó encima» Mateo 28,1.

«Al mirar vieron que la piedra estaba corrida y eso que era muy grande. Entraron en el sepulcro y vieron un joven sentado a la derecha, vestido de blanco: «¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde le pusieron» Marcos 16,1.

«Encontraron corrida la piedra del sepulcro. Y entrando no encontraron el cuerpo del Señor Jesús» Lucas 24,1. Con la resurrección de Cristo, el Padre rompe el silencio y expresa su juicio sobre la acción de Cristo, y naturalmente sobre quienes le crucificaron. Estos son algunos de los textos que leemos en la Vigilia Pascual.

La primera consecuencia de la resurrección de Jesús fue la reunificación del grupo de los discípulos. La pequeña comunidad no sólo se había disuelto por la crucifixión de Jesús, sino también por el miedo a sus enemigos y por la inseguridad que deja en un grupo la traición de uno de sus integrantes. Hay que recomponer el cántaro recogiendo uno a uno los pedazos.

Las mujeres, encabezadas por la Magdalena, no se resignaron a convertir a Jesús en un recuerdo lejano. Lo continuaban buscando, aunque fuera en el sepulcro. Afortunadamente, descubrieron que el Maestro, que les había enseñado a vivir como hijos de Dios, no estaba muerto. Él continuaba convocándolos en torno al evangelio y los llenaba de su espíritu. Y se animaron a volver a reunir al grupo en Galilea. Donde todo había comenzado y podía volver a empezar.

Venían todos con el corazón destrozado por la desesperanza, la rabia y la impotencia. Quien no lo había traicionado, lo había abandonado a la hora de la tempestad. Todos habían sido infieles y todos necesitaban el perdón. Humanamente era imposible volver a dar cohesión al pequeño grupo de amigos, y crear entre ellos unidad con él, sin embargo, la presencia y la fuerza interior del resucitado lo consiguió.

La fuerza del Resucitado preside y guía la comunidad peregrina y pecadora. Si ella sabe mantener viva la presencia de Jesús Resucitado, se mantendrá viva y fuerte aun en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios. El cristiano no debe tener miedo a nada ni a nadie; pues su destino no es la muerte, sino la resurrección. A la comunidad cristiana no la preside la muerte sino la vida. Ha sido convocada para vivir, no para morir, Y precisamente a partir de la vida, en cuyo servicio está, es de donde procede su fuerza.

Para nosotros es una fuente de esperanza y de alegría, pues la Escritura nos asegura que lo que Dios hizo con Jesús lo hará con nosotros: un día se acercará a nuestra tumba y nos dirá lo mismo que le dijo Jesús a un muchacho muerto: «Hijo, soy yo quien habla: levántate».

Así también resucitaremos nosotros.

Se lee la historia de dos monjes que habían pasado su vida imaginando como sería la vida eterna después de la muerte. Hicieron un pacto: el primero en morir se le aparecería al amigo y, si la vida en el cielo era como habían pensado, debería decir simplemente «taliter» «así es». Por el contrario, si la eternidad era diferente a lo que habían imaginado, entonces debería decir «aliter». El primero que murió se apareció a su amigo. El otro monje le preguntó inmediatamente: «¿Es como nos lo habíamos imaginado?». El otro movió la cabeza y de sus labios entrecerrados salieron las palabras «totaliter aliter», «es así es pero totalmente distinto».

Pero no tenemos que esperar a encontrarnos con la Trinidad después de nuestra muerte, sino que tenemos que encontrarla en este mundo; y no fuera de nosotros, sino en nuestro interior.

Esta es la meta más profunda que por desgracia alcanzan pocos cristianos en este mundo, y sin embargo debería estar al alcance de todos nosotros. Todos, en esta tierra, deberíamos ser peregrinos en marcha, como en un éxodo, hacia la Trinidad.

Hemos leído los tres textos de los evangelios que nos relatan el hecho del encuentro de las mujeres con el sepulcro de Jesús vacío. Pero ellas aún no creen en la Resurrección. La certeza de la Resurrección de Jesús no se basa, pues, sobre el sepulcro vacío, sino sobre un encuentro con Cristo vivo. Marcos nos relata que el joven vestido de blanco, después de serenar a las mujeres para que no se asusten, les dice que están buscando a Jesús donde no está. A Dios hay que buscarle donde está: En la Eucaristía, en la Iglesia y en los pobres, que somos todos.

Dijo el Papa en la Basílica del Santo Sepulcro: Resplandeciente con la gloria del Espíritu, el Señor Resucitado es la Cabeza de la Iglesia, su Cuerpo Místico. Él la sostiene en su misión de proclamar el Evangelio de la salvación a los hombres y mujeres de todas las generaciones, ¡hasta que vuelva en gloria!

Desde este lugar, donde primero se dio a conocer la Resurrección a las mujeres y luego a los apóstoles, yo insto a todos los miembros de la Iglesia a renovar su obediencia al mandato del Señor de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En el amanecer del nuevo milenio, hay una gran necesidad de proclamar a toda voz la «Buena Nueva» de que «tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16). «Señor, tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Hoy yo, como el indigno sucesor de Pedro, deseo repetir estas palabras mientras celebramos el sacrificio eucarístico en el lugar más sagrado en la tierra. Junto a toda la humanidad redimida, yo hago mías las palabras que Pedro, el Pescador, le dijo a Cristo, el Hijo del Dios Vivo: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna». Christós anésti. ¡Jesucristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!

La fe descansa no sobre un sepulcro vacío, sino sobre un encuentro con Cristo vivo, como el que tuvo Agustín, cuando la voz del niño le invitó en el huerto: «Tolle, lege», a abrir el libro de la Palabra de Dios y a leerlo. O como el que tuvo Santa Teresa, ante la imagen de Cristo muy llagado. O el que ella misma tuvo cuando, leyendo las Confesiones de San Agustín, le pareció que aquella voz se le dio a ella. Hasta que el cristiano no tiene un encuentro con Cristo vivo, seguirá viviendo en la mediocridad. Y ese encuentro sólo se tiene en la oración constante.

Que el Señor nos de su llamada en esta noche al recibirle en la Eucaristía resucitado.

Por Jesús Martí Ballester

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