Lunes Santo: Meditación

De los Sermones de San Agustín, obispo

Gloriémonos también nosotros en la cruz del Señor

Cristo crucificado es nuestra gloria y, al igual que San Pablo, no podemos gloriarnos sino en él. Dentro de tres días, en el Introito de Jueves Santo, cantaremos la melodía del «Nos autem», una de la piezas más sublimes del canto gregoriano. Éste es también su sentido, esto mismo transmite: «Confesemas intrépidamente y declaremos bien a las claras que Cristo fue crucificado por nosotros: y hagámoslo no con miedo, sino con júbilo, no con vergüenza, sino con orgullo.» Jesús, habiendo elegido tener con nosotros una misma comunidad de destino, nos ha hecho partícipes de su vida. Ha tomado de lo nuestro, la muerte y nos ha dado de lo suyo, la vida.

La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es origen de nuestra esperanza en la gloria y nos enseña a sufrir. En efecto, ¿qué hay que no puedan esperar de la bondad divina los corazones de los fieles, sí por ellos el Hijo único de Dios, eterno como el Padre, tuvo en poco el hacerse hombre, naciendo del linaje humano, y quiso además morir de manos de los hombres, que él había creado?

Mucho es lo que Dios nos promete; pero es mucho más lo que recordamos que ha hecho ya por nosotros. ¿Dónde estábamos o qué éramos, cuando Cristo murió por nosotros, pecadores? ¿Quién dudará que el Señor ha de dar la vida a sus santos, siendo así que les dio su misma muerte? ¿Por qué vacila la fragilidad humana en creer que los hombres vivirán con Dios en el futuro?

Mucho más increíble es lo que ha sido ya realizado: que Dios ha muerto por los hombres.

¿Quién es, en efecto, Cristo, sino aquella Palabra que existía al comienzo de las cosas, que estaba con Dios y que era Dios?

Esta Palabra de Dios se hizo carne y puso su morada entre nosotros. Es que, si no hubiese tomado de nosotros carne mortal, no hubiera podido morir por nosotros. De este modo el que era inmortal pudo morir, de este modo quiso darnos la vida a nosotros, los mortales; y ello para hacernos partícipes de su ser, después de haberse hecho él partícipe del nuestro. Pues, del mismo modo que no había en nosotros principio de vida, así no había en él principio de muerte. Admirable intercambio, pues, el que realizó con esta recíproca participación: de nosotros asumió la mortalidad, de él recibimos la vida.

Por tanto, no sólo no debemos avergonzarnos de la muerte del Señor, nuestro Dios, sino, al contrario, debemos poner en ella toda nuestra confianza y toda nuestra gloria, ya que al tomar de nosotros la mortalidad, cual la encontró en nosotros, nos ofreció la máxima garantía de que nos daría la vida, que no podemos tener por nosotros mismos. Pues quien tanto nos amó, hasta el grado de sufrir el castigo que merecían nuestros pecados, siendo él mismo inocente, ¿cómo va ahora a negarnos, él, que nos ha justificado, lo que con esa justificación nos ha merecido? ¿Cómo no va a dar el que es veraz en sus promesas el premio a sus santos, él, que, sin culpa alguna, soportó el castigo de los pecadores?

Así, pues, hermanos, reconozcamos animosamente, mejor aún, proclamemos que Cristo fue crucificado por nosotros; digámoslo no con temor sino con gozo, no con vergüenza sino con orgullo.

El apóstol Pablo se dio cuenta de este título de gloria y lo hizo prevalecer. Él, que podía mencionar muchas cosas grandes y divinas de Cristo, no dijo que se gloriaba en estas grandezas de Cristo -por ejemplo, en que es Dios junto con el Padre, en que creó el mundo, en que, incluso siendo hombre como nosotros, manifestó su dominio sobre el mundo-, sino: En cuanto a mí dice, líbreme Dios de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

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Un comentario

  1. SOLO HAY UN SOLO AMOR TAN GRANDE COMO EL DE NUESTRO DIOS Y SEÑOR QUE NOS DEMOSTRO QUE DA LA VIDA POR SUS OVEJAS.

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  4. Felicitaciones por esta gran obra. Siento que nuestro Padre me habla a traves de estas meditaciones permitiendome revivir profundamente la semana Santa.

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