Le envolvió en pañales

Hay «infinitas formas de pobreza». El silencio. La Navidad podría ser para alguno la ocasión de redescubrir la belleza de momentos de silencio, de calma, de diálogo consigo mismo o con las personas.

HACIA BELÉN

En Palestina, lo mismo que en Egipto, las formalidades del censo exigían que los que habían de inscribirse se trasladasen al lugar de su origen, cosa sumamente fácil para un oriental, que conserva con especial tenacidad las noticias geográficas y demográficas de sus antepasados. Descendiente de la casa de David, José tuvo que abandonar su aldea de Nazaret para inscribirse con María en los registros de la ciudad de David, de Belén. Un camino de treinta leguas separaba las dos poblaciones; un camino que los peatones tardan todavía en recorrer tres o cuatro días. Atravesaron primero la llanura de Esdrelón, saturada de recuerdos bíblicos y salpicada de pueblecitos quietos y silenciosos. Después de Sulam, en la que los dos peregrinos recogerían con emoción los ecos del Cantar de los Cantares, aparecían los montes de Samaria, el Hebal y el Garizim, alturas sagradas en otro tiempo y reductos todavía de cismas y rencores. En la boca misma de un valle profundo y estrecho, al borde de camino, se detienen a probar el agua del pozo de jacob, y poco después recuerdan a José, hijo de jacob, al cruzardelante de su tumba. Pasan al lado de las torres de Sión, divisan el templo de Herodes, sin concluir todavía, pero aun así resplandeciente de oro y de mármoles, y algo más tarde pisan ya los campos betlemitas, donde mil años antes había apacentado sus ovejas el más famoso de sus antepasados.

 

LA CIUDAD DE DAVID

Si Nazaret es una aldea desconocida de los autores de la antigua literatura hebrea, Belén, en cambio, tenía una historia brillante. Al asentarse los israelitas en Tierra Santa cambió su nombre cananeo de Beth Lahamu, «casa del dios Lahamus», por el de Beth Lehem, «casa del pan». Se la llamó también Efratá, apellido de uno de los principales linajes que se fijaron en ella y que se hizo famoso en la rama de Jessé, padre de David. Era una ciudad pequeña, y así la llamaba el profeta Miqueas en el siglo VII, pero le daban cierta vida las caravanas que iban de Egipto a Jerusalén. Un tal Camaan, hijo de un contemporáneo de David, había construido allí una posada, que en tiempos de Jeremías, y acaso en tiempos de jesús, seguía llamándose la hospedería, el Khan o Geruth de Camaan.

Jerusalén y Belén distan entre sí dos horas apenas de camino, pero forman parte de dos regiones geográficamente distintas. Al dejar la cima plana que las separa, el paisaje cambia súbitamente; es otro el ambiente, otro el clima, otra la dirección de las aguas. Es el valle que se extiende con melodiosa policromía hasta la meseta situada sobre el Jordán; campos de labor, áridas parameras, terraplenes, donde crecen olivos centenarios, hondonadas pintorescas, defendidas del viento por las montañas del Oeste, donde los pastores tienen sus estaciones, y, en el centro, una hermosa llanura de pan llevar de la cual ha tomado su nombre la histórica población de Bethlehem, es decir, tierra de pan.

Con el alma sacudida por la emoción y el recuerdo atravesaron los dos esposos de Nazaret aquellos lugares donde cada arroyo, cada piedra traía a sus mentes algún suceso de la historia del pueblo de Dios íntimamente relacionada con la de su familia; el campo donde estuvo en otro tiempo el dominio de Booz; las rastrojeras en que podían adivinarse todavía las huellas de Ruth, la espigadora; el bosque entre cuya espesura se había encontrado David con el león. Subieron la colina blanca y suave que conducía a las primeras casas, y en el momento en que agonizaba la tarde se detuvieron delante del Khan, tal vez la vieja construcción de Camaam, restaurada a través de los siglos, un edificio rodeado de soportales, con un gran patio central, donde se amontonaban las caballerías. La gente gritaba, discurría ligera de un lado a otro, se saludaba a voz en cuello, cantaba, bromeaba, gesticulaba. Algunos maldecían de los caprichos del César y murmuraban contra aquella disposición que les imponía toda suerte de privaciones, molestias, gastos y exacciones: la aspereza de los caminos, la incomodidad de las posadas, el trato desdeñoso de los empleados, la preocupación de encontrar un alojamiento en tierras en donde tal vez habían tenido un ascendiente ilustre, pero donde ahora eran enteramente desconocidos.

 

BUSCANDO POSADA

Este era el caso de José. Abrióse paso entre la multitud, no sin prever una acogida desagradable. Pero su mayor angustia no era tal vez no encontrar casa donde pasar la noche, sino el temor de que no hubiese un rincón donde estar a solas. San Lucas nos dice que José llevaba consigo a María, «la mujer desposada con él, que estaba encinta». Ella, en realidad, no tenía obligación de ir, no se hallaba incluida en la ley; pero era imposible dejarla sola en aquel estado, y puede imaginarse también que, dadas las circunstancias prodigiosas de la concepción, los dos esposos hubiesen resuelto establecerse en el lugar de origen del linaje de David, ya que, según el ángel Gabriel, Dios había de dar al fruto que esperaban el trono de David su padre. Ahora bien: aquel hijo que María llevaba en sus entrañas y que de una manera tan extraordinaria había sido concebido, debía nacer también de una manera maravillosa, y era mortificante pensar que no podían sustraer el misterio a las miradas curiosas de las gentes. Esto es lo que se desprende de la expresión de San Lucas. No dice sencillamente que no había lugar en la posada, sino que no había lugar para ellos, aludiendo a las exigencias especiales que se presentaban con el parto inminente de María. Los temores de José se convirtieron en realidad; una y otra vez se le dijo «que no había lugar para ellos en la posada», un lugar recogido, decoroso, solitario. Insistió, suplicó, pero todo fue inútil.

 

LA GRUTA

Cerca de allí, abierta en la montaña calcárea, le señalaron una especie de gruta que estaba habilitada para establo, y en la cual se veía, como único mobiliario, un pesebre móvil, suspendido en el muro, o colocado en el suelo, para echar en él pienso a los animales. Tal es el refugio que pudieron encontrar en su penoso viaje los dos aldeanos de Nazaret. «Y sucedió que mientras estaban allí llególe a María la hora de dar a luz. Y parió a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales, y le reclinó sobre el pesebre, pero el pesebre exige el establo, y el establo, en las costumbres de aquel tiempo, supone una gruta, una pequeña caverna, abierta en una colina cercana a la población. Un albergue pobre, destartalado y lleno de telarañas fue el primer palacio dé Jesús en la tierra; un pesebre sucio, su primera cuna; un asno y un buey, según la vieja tradición, de la cual nada se nos dice en el Evangelio, los que le calentaron con su aliento en aquella noche fría. María, que le había dado a luz sin dolor, pudo ocuparse de prodigarle personalmente los primeros cuidados. Es un pormenor que no quiere omitir el evangelista, para darnos a entender que si fue concebido milagrosamente, nació más milagrosamente todavía. «Jesús, dice San Jerónimo, se desprendió de ella como el fruto maduro se separa de la rama que le ha comunicado su savia, sin esfuerzo, sin angustia, sin agotamiento.»

Y en otra parte dice: «No hubo allí auxilio ninguno de otra mujer, como luego supusieron los Evangelistas apócrifos. María envolvió al Niño en pañales. Ipsa mater et obstetrix fuit.» No sin motivo había buscado cuidadosamente un lugar solitario y tranquilo.

Más tarde, el mundo irá a venerar la gruta donde acababa de realizarse aquel prodigioso nacimiento. Apenas habrá pasado un siglo cuando ya un escritor nacido en aquella tierra de Palestina, San Justino, nos hablará de ella con respeto, y algo más tarde el gran Orígenes afirmará que hasta los mismos paganos conocen la cueva en que había nacido Jesús, adorado por los nazarenos. Después, los reyes de la tierra la adornarán de oro, y de plata, y de telas preciosas; humillarán en ella su grandeza y besarán aquel suelo, que besan todavía constantemente, con lágrimas de amor y agradecimiento, miles y miles de peregrinos. Todavía se ve allí, llena a todas horas de multitudes piadosas y llorosas, entre otras cuevas o excavaciones naturales, que sirvieron también, o sirven todavía, de establos, la cueva milagrosa, la que fue el primer refugio de Dios cuando vino a la tierra.

 

LOS PASTORES

Hoy, aquella colina resuena de hormigueros y rumor de multitudes; entonces, todo el mundo ignoraba que allí acababa de realizarse el mayor acontecimiento de la historia. Es el cielo quien vino a revelárselo con un nuevo prodigio. Al oriente de Belén, camino del mar Muerto, se extiende la verde llanura donde antaño se elevaba aquella torre del rebaño, junto a la cual plantó su tienda Jacob para llorar a su amada Raquel. Una iglesia, escondida entre olivos, señala allí el lugar sobre el cual se abrieron las nubes para dejar ver una nueva luz: «Un grupo de pastores dice San Lucas guardaba sus ganados y velaba durante la noche. De pronto, el ángel del Señor se les apareció, los rodeó una gloria celeste y fueron poseídos de un santo temor.»

Al otro lado de Belén se extendía una vasta paramera, tierra inculta y abandonada, por donde erraban numerosos rebaños con sus respectivos pastores, lo mismo en invierno que en verano, lo mismo de día que de noche. Aunque mal mirados por los doctores de Israel, porque se preocupaban muy poco de conocer sus enseñanzas sobre las abluciones y los diezmos y los alimentos impuros, y sobre la observancia del sábado, estos pastores eran los continuadores de los patriarcas bíblicos. Llevaban la misma vida que ellos, y como ellos contemplaban todas las noches el cielo cuajado de estrellas, negro, profundo, aterciopelado.

Sus descendientes de hoy siguen llevando sus rebaños sin rumbo fijo por aquellos páramos y llanuras, y las gentes los conocen con su nombre, que significa: «Los que viven al raso.» Hombres nómadas, libres, con una libertad ganada a fuerza de fatigas, privaciones y desprecios, conservaban mejor que los habitantes de las ciudades la fe sencilla, la piedad sincera y las antiguas tradiciones de Israel. La visita del ángel, interrumpiendo sus charlas nocturnas en torno a la hoguera, los llenó de espanto. Un israelita no podía ver un rayo de gloria que caía del cielo sin recordarle los rayos de Jahvé, portadores de muerte. Pero el ángel los tranquilizó, diciendo: «No temáis. Os anuncio una gran alegría, para vosotros y para todo el pueblo. Cerca de aquí, en la ciudad de David, acaba de naceros un Salvador, el Cristo, el Señor; y ésta es la señal que os doy: encontraréis un Niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.»

 

EL CANTO DE LA PAZ

La noticia era extraña: el Mesías que aguardaba Israel, el descendiente de David, el restaurador de su trono, yacía recostado en el heno de una caverna. «Quitadme esos lienzos vergonzosos y ese pesebre, indigno del Dios a quien yo adoro», dirá Marción, uno de los primeros herejes. Y Tertuliano le contestará: «Nada es más digno de Dios que salvar al hombre y pisotear las grandezas transitorias, juzgándolas indignas de Sí y de los hombres.» Pero no era a los potentados de la tierra, no era a los doctores del templo a quienes se dirigía el mensaje, sino a los pobres pastores del desierto, gente despreciable y sospechosa para los escribas, que los excluían de los tribunales y rechazaban su testimonio en los juicios, y habían inventado este proverbio despectivo: «No dejes que tu hijo sea ni apacentador de asnos, ni conductor de camellos, ni buhonero, ni pastor, porque son oficios de ladrones.» ¿Cómo iba a poder someterse esta gente ambulante, que ante todo debía pensar en vivir, a las mil prescripciones con que se había complicado la Ley? Pero la vida de Cristo está impregnada, desde este primer momento, de una profunda ironía contra los sabios y los poderosos.

Cuando comience su actividad misional dará como signo de su misión divina la evangelización de los pobres. Y he aquí que apenas nacido, los Pobres son ya evangelizados. Y los pobres comprendieron y creyeron: creyeron que el Mesías había nacido. Pronto se dieron cuenta de que el mensajero no estaba solo: un coro de espíritus resplandecientes le rodeaba cantando el himno cuyo eco resuena en todas las iglesias del mundo: «¡Gloria a Dios en las alturas y paz sobre la tierra a los hombres amados del Señor!». He aquí el anuncio prodigioso: la paz. Cristo había querido nacer en un momento señalado por la paz que las veinticinco legiones de Roma mantenían en todas las fronteras. Pero la paz que Él traía era mucho más honda y duradera.

Era la paz que unía al hombre con Dios, la que beatificaría a las almas, que por sus actos se hiciesen dignas del beneplácito divino. Es la traducción exacta del término que usa San Lucas: «Paz sobre la tierra en los hombres del beneplácito.» Maravillados de este misterioso concierto, miraban hacia la altura, y cuando los últimos ecos se perdieron ya en la lejanía, echaron a andar, diciendo: «Vayamos a Belén y veamos este prodigio que el Señor nos anuncia.» Esta escena sigue inmediatamente al relato del nacimiento de jesús, sin duda el evangelista los junta para darnos a entender que entre los dos hechos no transcurrió apenas una hora. Por eso la tradición ha supuesto, con razón, que el nacimiento de Jesús sucedió de noche, lo mismo que la aparición a los pastores.

 

LA MADRE

Aquellos adoradores nocturnos fueron los primeros peregrinos de los millones y millones que, a través de los siglos, habían de traspasar los umbrales del portalillo de Belén. Y adoraron al Niño entre transportes de gozo, y felicitaron a la Madre, y le ofrecieron sus dones perfumados de campo y de fe, «y se volvieron alabando y glorificando a Dios por todas las cosas que habían visto y oído, según les fuera anunciado». Y en medio de aquel ingenuo alborozo, mientras ellos repetían una y otra vez su relato de luces, de ángeles y de músicas, «llenando de admiración a cuantos les escuchaban», la Madre de jesús callaba. Sonriente, sin dudar, y agradecida a aquellos homenajes, callaba. «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón», hasta el día en que se las cuente a San Lucas, su pintor, su evangelista, que en esta frase nos ofrece una alusión delicada a la fuente de su información. Porque es Ella, seguramente, quien le dio a conocer este relato, sobrio y tierno a la vez, donde se descubren el acento de la Virgen y el corazón de la Madre.

Sucedió todo esto, no en el año primero, como concluyó, en el siglo VI, Dionisio el Exiguo, engañado por un cálculo incompleto, sino en el quinto o más bien en el sexto antes de la era cristiana.

En Fr. Justo Pérez de Urbel, Vida de Cristo, un clásico del tema, reeditado por Rialp (5ª ed. 2004) (cfr. http://www.rialp.com). El texto que reproducimos, por cortesía de Arvo.net, corresponde al capítulo V de la extensa obra.

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