La celebración de Pascua

Cristo con su resurrección de entre los muertos ha hecho de la vida de los hombres una fiesta.

Los ha colmado de gozo al hacerles vivir no ya un vida terrestre sino una vida celestial.

(Homilía pascual de Basilio de Seleucia, V siglo: PG 28, 1081).

Introducción

La celebración del misterio pascual está en el centro de la fe y de la vida de la Iglesia. La resurrección de Cristo no es solo su victoria obre el pecado y la muerte. Es la manifestación de la divina economía de la Trinidad: el amor infinito y omnipotente del Padre, la divinidad del Hijo, el poder vivificante del Espíritu Santo.

Toda la historia de la salvación tiene su centro y su culmen en la Resurrección de Jesús. Hacia ella tiende la creación entera, las maravillas realizadas por Dios en el Antiguo Testamento, y de modo especial la Pascua de Israel, profecía de la Pascua de Cristo, de su paso de la muerte a la vida.

Hacia la resurrección del tercer día, tantas veces anunciada como coronación de su pasión por parte de Jesús, va precipitándose toda su vida, sus palabras, sus milagros, sus enseñanzas. Hasta los últimos momentos, cuando Cristo de muestra con sus palabras y con sus gestos que está para pasar de este mundo al Padre. En efecto, El del Padre ha venido y al Padre va, y por ello su vida es una Pascua, un paso; pero en este éxodo, más glorioso que el paso del Mar Rojo, Jesús arrastra su propia humanidad, asumida de la Virgen Madre, haciéndola pasar por el misterio de la pasión y de la muerte, para que quede para siempre sellada por el amor sacrificial en su carne que lleva marcados los estigmas de su pasión gloriosa.

A partir de la Resurrección se comprende todo el sentido de la historia del Antiguo y del Nuevo Testamento, la gracia de Pentecostés con la que del cuerpo glorioso de Cristo se desprenden las llamas del Espíritu Santo, para que la Iglesia viva siempre en contacto con este misterio que permanece para siempre y atrae hacia sí todo, anunciando ya su retorno final en la gloria y la pascua del universo.

La Pascua del Señor es la fuente y la raíz del Año litúrgico. Una Pascua semanal, celebrada por la Iglesia apostólica y llamada ya desde antiguo, como dice el Apocalipsis (Ap 1:10) "Día del Señor" o "Día señorial." Y una Pascua anual celebrada por las primeras generaciones cristianas, al menos a partir del siglo II, como un memorial conjunto de la Muerte y de la Resurrección del Señor, dos caras de la misma medalla.

En torno a esta celebración anual nace su prolongación de cincuenta días, hasta Pentecostés, y se forma el tiempo de su preparación con el tiempo de Cuaresma. La luz de la Pascua iluminará el misterio de la manifestación de Jesús en su nacimiento y su Epifanía. El misterio del Crucificado-Resucitado dará sentido al martirio y al culto de los mártires.

Desde las fórmulas primitivas de la confesión de la fe, que encontramos ya en las Cartas de San Pablo y más tarde en el Símbolo apostólico y en la profesión de fe bautismal, creer en Cristo, muerto y resucitado, adherir a él por la fe y el bautismo, es la condición y la garantía de la comunión con el Señor y de la nueva vida en Cristo y en el Espíritu. El cristiano no solo cree en Jesús sino que vive de su misma vida divina e inmortal.

Por eso la predicación evangélica de la Resurrección de Cristo ha quedado plasmada, como otros misterios de la vida del Señor, en el arte iconográfico primitivo, como una muestra viva de la fe de los cristianos.

Dos escenas, sobre todo, han plasmado en imágenes el misterio de la Resurrección. La primera, la más primitiva, ha representado, ya desde la antigüedad cristiana, en las Iglesia-sinagoga de Doura Europos (s. IV) o en las ampollas de Monza (s. V), o en el Evangeliario de Rabbula de Edessa (s. VI) los relatos evangélicos de la Resurrección: en torno al sepulcro vacío y a su cabecera la figura del Ángel con vestiduras blancas que anuncia que Cristo ha resucitado, están las mujeres que de buena mañana van al sepulcro con perfumes (las mujeres miroforas o portadoras de aromas), para ungir el cuerpo del Señor. Es el icono de la mujeres miroforas ante el sepulcro vacío de Cristo.

Solo a partir del segundo milenio de la era cristiana, la iconografía, siguiendo algunos textos bíblicos que hablan del descenso de Jesús a los abismos infernales (Cfr. 1 Ped 3:18-19), y algunas homilías primitivas de Pascua que se refieren al momento intermedio entre muerte y sepultura del Señor y a su Resurrección gloriosa, y a los cantos de Pascua de la liturgia bizantina, tienen la osadía de pintar lo que ningún ojo humano pudo ver. Es la escena que la tradición iconográfica oriental ha plasmado al presentar ante nuestros ojos la victoria de Cristo sobre el pecado, la muerte y el infierno y la gracia salvadora del Resucitado. Cristo, el Crucificado Resucitado, llevando a veces en sus manos el trofeo de la Cruz, va anunciar la salvación a los primeros Padres y a los justos del Antiguo Testamento y los arranca de sus sepulcros para darles la vida.

Es un icono más tardío pero que ha logrado fijar de la forma más elocuente la teología oriental de la Resurrección gloriosa de Cristo, en plena armonía con los cantos, los gestos, los ritos y la espiritualidad de la Pascua del Oriente cristiano. Un icono, una liturgia y una espiritualidad que todavía hoy tienen una vigencia extraordinaria y que constituyen un auténtico desafío evangelizador y un gozoso anuncio de victoria y esperanza, que como ha resonado durante muchos decenios en la oscuridad de los "gulags" del comunismo, sigue resonando en los ambientes secularizados de nuestra época.

Es el canto de la victoria, el grito de la liberación, entonado con entusiasmo y convicción durante las fiestas pascuales: "Cristo ha resucitado de entre los muertos, con su muerte ha vencido a la muerte, y a los que estaban muertos en los sepulcros les ha dado la vida."

Hay un tercer icono que completa de alguna forma, en una perfecta trilogía, el misterio de la Resurrección del Señor. Propone un episodio significativo que a veces queda explicitado en la imagen del sepulcro vacío y de la mujeres miroforas que van a ungir el cuerpo de Jesús. Se ve la imagen de Cristo Resucitado en el jardín que se aparece a María de Mágdala y le manda que vaya a anunciar a los apóstoles que El ha Resucitado. Así, los tres momentos fundamentales del "kerigma" o anuncio evangélico de la Resurrección se completan: el sepulcro vacío, el anuncio del Ángel, la aparición del Resucitado.

El misterio de Cristo, que es nuestra Pascua, nos ofrece la oportunidad y el gozo de confesar nuestra fe en su Resurrección gloriosa partir del anuncio evangélico y de la catequesis apostólica. Nos permite evocar el sentido pleno de la Resurrección a partir de la celebración litúrgica de la pascua, con el recuerdo de la historia y la ilustración de su vivencia y vigencia actual, para concentrar después nuestra mirada en los iconos orientales de la Resurrección que son imagen viva y fiel del misterio que la palabra proclama y la liturgia celebra con la poesía, el canto, los sacramentos de ese Cristo que los textos primitivos llaman nuestra Pascua.

En efecto, el sentido primitivo del misterio pascual en su unidad característica que podría ser expresada en estas dos afirmaciones: Cristo es la Pascua o Cristo es nuestra Pascua, o también: el misterio de la Pascua es Cristo.

La primera expresión recuerda el texto de Pablo: "Cristo nuestra Pascua ha sido inmolado" (1 Cor 5:7), texto que podría ser traducido: "La inmolación de Cristo es nuestra Pascua."

La segunda expresión se encuentra en los primeros textos pascuales, como la homilía de Melitón de Sardes donde se dice explícitamente: "El misterio de la Pascua que es Cristo," o también "El, (Cristo) es la Pascua de nuestra salvación."

La Iglesia, por tanto, concentra en Cristo, muerto y resucitado, la realidad de la Pascua que no es ya un acontecimiento solo, o un rito que se celebra, sino una persona viviente. Por lo tanto, en el Señor tenemos la Pascua de la Iglesia. Se comprende así, porqué en los textos líricos de las homilías de los Padres se dice por ejemplo: "Yo te hablo a tí, (Pascua) como a una persona viviente" (Gregorio Nacianceno: Oratio in S. Pascha 45,30:PG 36,664).

Los iconos de la Resurrección tienen pleno sentido y completan el anuncio y la celebración de la Pascua cristiana anual, e incluso de la pascua semanal del Domingo. Por eso reciben toda la luz de la Palabra que los ilumina y de la liturgia que los inserta en su celebración. Contemplándolos tiene un sentido cabal la proclamación de los Evangelios de la Resurrección y de los cantos y troparios pascuales que se repiten durante los cincuenta días de Pascua y, sobre todo en la liturgia bizantina, cada domingo en el oficio matutino de la Resurrección.

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