Camino de la Alegría

PÓRTICO

 

En nuestro tiempo, la mayoría de los cristianos hemos sido bautizados de niños. Desde entonces, tenemos impreso en nosotros el carácter de ese Sacramento. Cierto. Pero es a lo largo de muchos años, que vamos tomando conciencia del mismo hasta llegar, libre y responsablemente, a asumirlo en plenitud. Recorremos en la vida, un largo catecumenado, hasta alcanzar la madurez en la Fe, en la Esperanza. Es decir, hasta que morimos al hombre viejo. Esta es la verdadera muerte. Luego, el fenecer físico, no lo será tanto porque ya antes nos hemos muerto aún más hondamente. Hemos expirado con Cristo en la Cruz para poder renacer con Él a la vida nueva ya en el Reino de los Cielos, aquí en la tierra. Reino de Amor, que dejó ya establecido en medio del mundo. Empezamos a recorrer un difícil proceso hasta alcanzar lo que significa precisamente el Sacramento del bautismo recibido: morir y resucitar auténticamente con Cristo.

 

Un camino duro, de grandes tentaciones, de mortificaciones, de perplejidades, de dudas, de acompañar sufriendo a Jesús sufriente, camino del Calvario. Seguirle en ese Vía Crucis para morir con Él junto a su Cruz. Pero no temamos. «Mi yugo es suave y mi carga ligera» nos dirá, porque Él es el que lleva la parte más pesada. Sólo somos cual cirineos.

 

El grueso de los Evangelios nos cuenta esa andadura. Desde que Juan le preguntó «¿Maestro, dónde moras?» hasta que el Discípulo Amado estuvo al lado de María a la sombra del Madero. Pero ahí, en el Calvario, no acaba todo. Más bien todo empieza. En aquel sábado terrible, cuando todos estaban envueltos en una fe oscurísima y desesperados, María era la única que tenía bien prendida la llama de la fe en su lámpara de Claraesperanza. Esa llama, era la única luz que alumbraba al mundo hasta que llegó el esplendor de la Resurrección de Cristo. Y de la nuestra. Entonces, comienza una nueva andadura. Un Camino de Alegría, de encuentros con Jesús Resucitado que a la vez nos va resucitando a nosotros. Quedamos constituidos, por sus méritos salvíficos, Hijos de Dios. Y hemos de escucharle de nuevo.

 

Todo lo que Él nos dirá en esas presencias gloriosas suyas. ¿Qué nos manda, qué debemos hacer en adelante para ser buenos ciudadanos de ese Reino de Dios en la Tierra? Escuchemos, bebamos con ansia, cada una de sus novísimas palabras para ponerlas en práctica. Asistidos y llenos del Espíritu Santo.

 

¡Sí; ya hemos muerto y resucitado! ¡Por fin el bautismo se ha hecho total realidad en nosotros!

 

Giremos las páginas de este liviano libro y recorramos gozosos lo que ya muchos, desde Evely, llaman el «Camino de la Alegría». Meditemos las enseñanzas, las actitudes, la misión que Jesús Vivo, nos da en cada recodo.

                                                                                    

«De pronto se produjo un gran terremoto. Los guardias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y se quedaron como muertos. ¡Ha resucitado!». </i> (Mt 28,2a.4.6a)

 

 

I. ¡RESUCITÓ!

 

¡Resucitó! Justo a la alborada, María —la única que tenía Claraesperanza en ese sábado tan solitario—, diría a Jesús en su corazón: «Hijo, ya ves, no tienen esperanza». Se atrevería a decirlo recordando las palabras que pronunció, allá en Caná: «Hijo, no tienen vino». Y Jesús entonces le obedeció como hijo dilectísimo. E hizo su primer milagro. E igual ahora le obedece: al mismo filo del alba del tercer día, resucitó.

 

«Díjome que en resucitando, había visto a nuestra Señora.»

(Santa Teresa de Jesús. Cuentas de conciencia 13ª 12. Obras completas)

 

 <i>«La Virgen, presente en la primera comunidad de los discípulos (cf. Hch 1,14), ¿cómo podría haber sido excluida del número de quienes se encontraron con su hijo divino resucitado de entre los muertos? Antes bien, es legítimo pensar que —verosímilmente— la Madre fuera la primera persona a la que se le apareciera Jesús resucitado.» </i> (Juan Pablo II. Audiencia general del miércoles día 21 de mayo de 1997)

 

 

II. ¡OH, MARÍA!

 

María y Jesús. ¡Cómo no se dejará ver antes que a todos, a su Madre! ¡La primera que lo había mecido en sus brazos! La Dolorosa que, muerto, lo había acunado de nuevo en su regazo. La única que mantuvo clara la esperanza durante el Sábado Santo.

 

María es siempre faro que señala dónde podemos hallar a Jesús. Siempre es dintel para su encuentro. Puerta abierta para el Reino de Dios en la tierra. ¡Oh devoción a María por la que nos llevas siempre a Aquél que con anhelo buscamos!

 

«El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Pero encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro, y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.»

(Lc 24,1-3)

 

 

III. VACÍO LUMINOSO

 

Las santas mujeres vieron depositar a Jesús en el sepulcro por estrenar, que José de Arimatea ofreció.

 

Allí encerraron al Cristo histórico. Al que les había conducido hasta la muerte —la más verdadera— de morir en Él. Hoy, también ellas al despuntar el alba, corren a reencontrarle. Su fe en las profecías de Jesús es oscurísima. Su esperanza se ha truncado como una caña en la zafra. Su único deseo en esta madrugada, es ungirle de nuevo. Pero encuentran la tumba abierta. «¿A quién buscáis? No está aquí. Ha resucitado.»

 

Todos los que entonces, de la mano del Hijo del Hombre habían recorrido el camino catecumenal de su conversión, encuentran el sepulcro vacío. Jesús ya no está donde estaba. Cuando gracias a su nueva presencia resucitemos con Él, lo hallaremos en otra parte, en muchos sitios, en Espíritu y Verdad. Y escucharemos sus nuevas palabras para los que viven con Él en el Reino de Dios en la tierra.

 

«Jesús le dice: «María». Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní» —que quiere decir: «Maestro»— Dícele Jesús: «Déjame ya, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: ‘Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios’». (Jn 20,16-17)

 

 

IV. ¡RABBUNÍ!

 

Magdalena. La inmaculada por la penitencia. La que estuvo junto a María en la cruz.

 

«María.» «Rabbuní. Maestro.» </i> Le adora. Vuelta a abrazar de gozo sus pies que cubre de nuevo con sus lágrimas, ahora de alegría.

 

¿Qué palabras escuchamos de Jesús para los que deseamos afinar nuestro espíritu como Magdalena?: «Déjame ya, que todavía no he subido al Padre.» Sana de golpe, rotundamente, todo lo que de posesivo puede haber en el amor nuestro aún no purificado del todo. ¡Qué lección nos das, Jesús! No te podemos acaparar. No podemos acaparar a nadie. Todos tienen que subir al Padre.

 

«En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «¡Dios os guarde!» Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron. Entonces les dice Jesús: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán».   (Mt 28,9-10)

 

 

V. EVANGELIZADORAS

 

A las santas mujeres, madrugadoras y valientes, el alba se les hace de pronto mediodía. <i>«»¡Dios os guarde!» </i> Y ellas, acercándose, se asieron a sus pies y le adoraron.»

 

¡Dios os guarde! Desde este momento, ellas, que murieron con Cristo, han resucitado con Él. Jesús vino para llevarnos al Padre. Éste nos guardará a buen recaudo ya en su casa en medio de este mundo. Y escuchan que Cristo las hace, al igual que a Magdalena, mensajeras de la más grande nueva. ¡Apóstolas de los apóstoles!

 

«No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.»

 

No temáis. Bautizados y ya en el Reino de Dios en la tierra, nada hemos de temer. Dios está con nosotros. Si vamos a cualquier lugar a predicar el Amor de Dios, allí es Galilea. Sí; todo el Reino de Dios establecido por Jesús, es Galilea.

 

«Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó.»  (Jn 20,8)

«¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24,34)

«Se apareció a Santiago.» </i> (1 Cor 15,7a)

 

 

VI. LOS MÁS AMADOS

 

Jesús se aparece a los tres discípulos más amados. Juan el místico «vio y creyó». Y a Pedro y a Santiago se les mostró antes que a los demás. ¡Ya se les había mostrado a los tres en profecía en el Tabor! Ahora ¿qué les dijo? No nos lo cuentan con palabras expresas estos evangelios de la Resurrección. Quizá porque donde hay tanto amor —los tres discípulos que más le amaban y que por ello fueron los más amados—, sobran las palabras. La Caridad es un lenguaje que todo el mundo entiende, sin necesidad de letras ni frases ni sonidos.

 

«Iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús. Y sucedió que, mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos. Él les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando? ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras.

»»Quédate con nosotros, porque atardece.» Cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado.

»Se volvieron a Jerusalén. Contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan

(cf. Lc 24,13-17.26-35)

 

 VII. TRISTEZA TROCADA EN ALEGRÍA

 

«Iban dos de los discípulos a un pueblo llamado Emaús.» Jesús haciéndose el encontradizo y sin que le conocieran, los va resucitando poco a poco. Les ayuda a desperezarse calentando su corazón. Les explica las Escrituras a la luz de su pleno sentido.

 

«»¡Quédate con nosotros!» Cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron.»

 

Propio del Reino de Dios es haber recibido con pasmo y admiración el pleno significado de la Escritura. Y recibir el Pan del Banquete de este Cielo en el que ya nos encontramos. Reconocer a Jesús en el signo. Desleído ya todo afán posesivo, ir corriendo a proclamarlo. A veces también los discípulos laicos son apóstoles de los apóstoles.

 

«Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo».» (Jn 20,19-22)

 

 

VIII. INMENSA SORPRESA

 

En el Cenáculo, cerradas las puertas, todos están expectantes: <i> «¡La paz sea con vosotros!» </i> Por fin le ven sus apóstoles reunidos. ¿Por dónde ha entrado? ¿De dónde viene? ¿Adónde nos llevará? Jesús les dijo otra vez: <i> «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». </i>Nos da la paz, nos remacha en la paz. Vivir en el Reino de Dios en la tierra, es estar instalados en la paz. Los defectos de la gente, ya no nos ofenden. Una cosa son sus limitaciones y otra el pecado. El pecado es rechazar, odiar a Dios. En el Reino aquí, ya todos le aman. Por eso es Reino de Dios. Y todos soportamos mutuamente nuestras imperfecciones con caridad. «La paz sea con vosotros.»

 

«Sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo». Además, con ese soplo, nos avienta por todo el mundo a dar la Buena Nueva de su Resurrección, del Reino. Nos lejana para bautizar a los que quieran entrar en el Reino. Tampoco Él es posesivo. No nos retiene. Nos manda a todo el orbe.

 

<i>«Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros». Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído». </i> (Jn 20,26-29)

 

 

IX. PALPAR LA FE

 

¡Siempre falta uno! Y no físicamente tan sólo. Más hondamente: ovejas que ciertamente murieron cerca de la cruz, pero que no han resucitado todavía. Jesús las va a buscar. No las traerá en sus hombros, sino metidas, guardadas en sus llagas. Dentro de su corazón.

 

¡Ay Tomás! Te habías ido a llorar a solas por las calles de Jerusalén. Ven. Cristo vuelve por ti. No temas. Con tu mano en su corazón abierto, el mejor sagrario del Padre, exclamarás, <i> «¡Señor mío y Dios mío!». </i> Con esta confesión resucitas tú también y te conviertes en apóstol de los apóstoles, de la buena nueva de haber tocado en Cristo glorioso, la presencia misma del Padre.

 

 

«Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: «Es el Señor». Cuando Simón Pedro oyó «es el Señor», se puso el vestido —pues estaba desnudo— y se lanzó al mar. Ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan.» (Jn 21,4a7.9b)

 

 

X. NUEVA PATERNIDAD

 

Le vuelven a ver en su Galilea. Mientras pescan en el lago Tiberíades, le distinguen en la playa. «Es el Señor», dice Juan.

 

Pedro, desnudo, despojado al fin de sus ambiciones, muerto al hombre viejo, es definitivamente seguidor de Cristo en la Resurrección.

 

Cristo les arranca del mar con una pesca abundante consigo. Pedro, pionero, el que precisamente durante su catecumenado se hundía en las aguas, ahora nada valiente hacia la orilla.

 

El propio Cristo, en aquel amanecer, les prepara ya un banquete.

  

«Le dice por tercera vez: «Simón de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: «¿Me quieres?» y le dijo: «Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas». (Jn 21,17)

 

 

XI. CARIDAD, CAMINO

 

Jesús pregunta a ese Pedro que le alcanzó el primero en la playa, si le ama. Es como un examen de amor trinitario. ¿Amas al Padre que en mí se transparenta y manifiesta? ¿Amas al Verbo que en mí se ha encarnado? ¿Amas al Amor, el Espíritu Santo espirado por el Padre y por mí?

 

Cristo sabe que Pedro de verdad, ama mucho. Por ello le hace el apóstol pastor de todos. Sólo amando intensamente, se puede guiar a los demás hacia el amor infinito de Dios Uno y Trino.

 

«Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron.»

(Mt 28,16-17a)

 

 

XII. INTIMIDAD

 

Bien establecido el grupo de los Apóstoles junto a Pedro, resucitados todos con Cristo resucitado, se reúnen en la intimidad a solas en el bosque como tantas veces antes. Pero ahora todo es diferente. Ya no son catecúmenos como lo eran desde su conversión a la muerte en Cristo. Ahora ya son ciudadanos establecidos en el Reino de Dios en la tierra.

 

¿De qué hablarían? Nos interesa a nosotros también lo que Cristo y ellos mutuamente se dijeron. También deseamos estar resucitados como ellos. Ansiamos estar presentes en esa intimidad con Cristo. Pero acaso, cuando estamos a solas con Él en la Eucaristía, ¿no le hemos oído muchas veces susurrar acariciante en el fondo de nuestra alma y corazón?

 

«Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron.»

(1Cor 15,6)

 

 

XIII. PARA TODOS NOSOTROS

 

«Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven.» Sí, vivimos todavía en este trozo de cielo en medio del mundo. Esos quinientos son portavoces hasta el final de los siglos. Como bandadas de pájaros nos sumamos a ellos, hasta cubrir de algarabía todo este cielo en medio del mundo.

 

«Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.»  (Lc 24,50-51)

 

XIV. ASCENSIÓN

 

Cristo sube al Cielo Eterno porque ya nos ha hecho a nosotros, cristos resucitados en Él, con Él y por Él, aquí. Si no fuera así, Él seguiría estando en este cielo en el mundo, para dar testimonio. Pero ya está el Reino poblado de gente en gracia de Dios.

Nos hemos de reunir en oración con María. No hace falta saber bien lo que nos dice Jesús que advendrá. Nos basta con abandonarnos como niños pequeños en el regazo de María, Madre nuestra. Nosotros, que somos cristos incipientes…

 

«Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo.» (Hch 2,1-4a)

 

 

XV. PENTECOSTÉS

 

«Al llegar el día de Pentecostés, de repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego, se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo.»  Ese fuego se les ha grabado en su mismo ser. Los ha hecho teas de caridad en el bosque reseco del mundo. Todo él se irá inflamando de ese Espíritu de Dios.

 

Pedro salió a predicar y todos, de tan diversas lenguas y naciones, le comprendían. Claro; al amor ¡todos le entienden! El fuego de Dios nos funde en una sola llama, una sola buena voluntad. Ciertamente el Reino de Dios en este mundo es, en medio de las tinieblas, una hoguera de amor.

 

«Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿Por qué me persigues?». (Hch 9,3-4)

 

 

XVI. CLARIDAD

 

Entonces podemos —nosotros, nuevos cristos convertidos en antorchas que flamean sin consumirse— iluminar a todos los pablos del mundo. A esos hombres de buena fe que buscan ansiosamente a Dios aunque por caminos antiguos y errados.

 

¡Saulo, Saulo! Perseguías a Cristo y no sabías que era para alcanzarle. El resucitado te salió al camino y también a ti, te resucitó.

 

 

 

 

 

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