Madre del Redentor

Sobre la madre del redentor

REDEMPTORIS MATER

CARTA ENCICLICA DEL SUMO PONTIFICE

JUAN PABLO II

Venerables hermanos,

Amadísimos hijos e hijas:

¡Salud y bendición apostólica!

INTRODUCCIÓN

I Parte: MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO

1. Llena de gracia

2. Feliz la que ha creído

3. Ahí tienes a tu madre

II Parte: LA MADRE DE DIOS EN EL CENTRO DE LA IGLESIA PEREGRINA

1. La Iglesia, Pueblo de Dios radicado en todas las naciones de la tierra

2. El camino de la Iglesia y la unidad de todos los cristianos

3. El Magníficat de la Iglesia en camino

III Parte: MEDIACIÓN MATERNA

1. María, Esclava del Señor

2. María en la vida de la Iglesia y de cada cristiano

3. El sentido del Año Mariano

CONCLUSIÓN

INTRODUCCIÓN

1. LA MADRE DEL REDENTOR tiene un lugar preciso en el plan de la salvación, porque « al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! » (Gál 4, 4-6).

Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita al comienzo de la exposición sobre la bienaventurada Virgen María,[1] deseo iniciar también mi reflexión sobre el significado que María tiene en el misterio de Cristo y sobre su presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia. Pues, son palabras que celebran conjuntamente el amor del Padre, la misión del Hijo, el don del Espíritu, la mujer de la que nació el Redentor, nuestra filiación divina, en el misterio de la « plenitud de los tiempos ».[2]

Esta plenitud delimita el momento, fijado desde toda la eternidad, en el cual el Padre envió a su Hijo « para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna » (Jn 3, 16). Esta plenitud señala el momento feliz en el que « la Palabra que estaba con Dios … se hizo carne, y puso su morada entre nosotros » (Jn 1, 1. 14), haciéndose nuestro hermano. Esta misma plenitud señala el momento en que el Espíritu Santo, que ya había infundido la plenitud de gracia en María de Nazaret, plasmó en su seno virginal la naturaleza humana de Cristo. Esta plenitud define el instante en el que, por la entrada del eterno en el tiempo, el tiempo mismo es redimido y, llenándose del misterio de Cristo, se convierte definitivamente en « tiempo de salvación ». Designa, finalmente, el comienzo arcano del camino de la Iglesia. En la liturgia, en efecto, la Iglesia saluda a María de Nazaret como a su exordio,[3] ya que en la Concepción inmaculada ve la proyección, anticipada en su miembro más noble, de la gracia salvadora de la Pascua y, sobre todo, porque en el hecho de la Encarnación encuentra unidos indisolublemente a Cristo y a María: al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer fiat de la Nueva Alianza, prefigura su condición de esposa y madre.

2. La Iglesia, confortada por la presencia de Cristo (cf. Mt 28, 20),camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que llega. Pero en este camino -deseo destacarlo enseguida- procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María, que « avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz ».[4] Tomo estas palabras tan densas y evocadoras de la Constitución Lumen gentium, que en su parte final traza una síntesis eficaz de la doctrina de la Iglesia sobre el tema de la Madre de Cristo, venerada por ella como madre suya amantísima y como su figura en la fe, en la esperanza y en la caridad.

Poco después del Concilio, mi gran predecesor Pablo VI quiso volver a hablar de la Virgen Santísima, exponiendo en la Carta Encíclica Christi Matri y más tarde en las Exhortaciones Apostólicas Signum magnum y Marialis cultus [5]los fundamentos y criterios de aquella singular veneración que la Madre de Cristo recibe en la Iglesia, así como las diferentes formas de devoción mariana -litúrgicas, populares y privadas- correspondientes al espíritu de la fe.

3. La circunstancia que ahora me empuja a volver sobre este tema es la perspectiva del año dos mil, ya cercano, en el que el Jubileo bimilenario del nacimiento de Jesucristo orienta, al mismo tiempo, nuestra mirada hacia su Madre. En los últimos años se han alzado varias voces para exponer la oportunidad de hacer preceder tal conmemoración por un análogo Jubileo, dedicado a la celebración del nacimiento de María.

En realidad, aunque no sea posible establecer un preciso punto cronológico para fijar la fecha del nacimiento de María, es constante por parte de la Iglesia la conciencia de que María apareció antes de Cristo en el horizonte de la historia de la salvación.[6]Es un hecho que, mientras se acercaba definitivamente « la plenitud de los tiempos », o sea el acontecimiento salvífico del Emmanuel, la que había sido destinada desde la eternidad para ser su Madre ya existía en la tierra. Este « preceder » suyo a la venida de Cristo se refleja cada año en la liturgia de Adviento. Por consiguiente, si los años que se acercan a la conclusión del segundo Milenio después de Cristo y al comienzo del tercero se refieren a aquella antigua espera histórica del Salvador, es plenamente comprensible que en este período deseemos dirigirnos de modo particular a la que, en la « noche » de la espera de Adviento, comenzó a resplandecer como una verdadera « estrella de la mañana » (Stella matutina). En efecto, igual que esta estrella junto con la « aurora » precede la salida del sol, así María desde su concepción inmaculada ha precedido la venida del Salvador, la salida del « sol de justicia » en la historia del género humano.[7]

Su presencia en medio de Israel –tan discreta que pasó casi inobservada a los ojos de sus contemporáneos– resplandecía claramente ante el Eterno, el cual había asociado a esta escondida « hija de Sión » (cf. So 3, 14; Za 2, 14) al plan salvífico que abarcaba toda la historia de la humanidad. Con razón pues, al término del segundo Milenio, nosotros los cristianos, que sabemos como el plan providencial de la Santísima Trinidad sea la realidad central de la revelación y de la fe, sentimos la necesidad de poner de relieve la presencia singular de la Madre de Cristo en la historia, especialmente durante estos últimos años anteriores al dos mil.

4. Nos prepara a esto el Concilio Vaticano II, presentando en su magisterio a la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, si es verdad que « el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado » -como proclama el mismo Concilio [8]-, es necesario aplicar este principio de modo muy particular a aquella excepcional « hija de las generaciones humanas », a aquella « mujer » extraordinaria que llegó a ser Madre de Cristo. Sólo en el misterio de Cristo se esclarece plenamente su misterio. Así,por lo demás, ha intentado leerlo la Iglesia desde el comienzo. El misterio de la Encarnación le ha permitido penetrar y esclarecer cada vez mejor el misterio de la Madre del Verbo encarnado. En este profundizar tuvo particular importancia el Concilio de Éfeso (a. 431) durante el cual, con gran gozo de los cristianos, la verdad sobre la maternidad divina de María fue confirmada solemnemente como verdad de fe de la Iglesia. María es la Madre de Dios (Theotókos), ya que por obra del Espíritu Santo concibió en su seno virginal y dio al mundo a Jesucristo, el Hijo de Dios consubstancial al Padre.[9] « El Hijo de Dios… nacido de la Virgen María… se hizo verdaderamente uno de los nuestros… »,[10] se hizo hombre. Así pues, mediante el misterio de Cristo, en el horizonte de la fe de la Iglesia resplandece plenamente el misterio de su Madre. A su vez, el dogma de la maternidad divina de María fue para el Concilio de Éfeso y es para la Iglesia como un sello del dogma de la Encarnación, en la que el Verbo asume realmente en la unidad de su persona la naturaleza humana sin anularla.

5. El Concilio Vaticano II, presentando a María en el misterio de Cristo, encuentra también, de este modo, el camino para profundizar en el conocimiento del misterio de la Iglesia. En efecto, María, como Madre de Cristo, está unida de modo particular a la Iglesia, « que el Señor constituyó como su Cuerpo ».[11] El texto conciliar acerca significativamente esta verdad sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo (según la enseñanza de las Cartas paulinas) a la verdad de que el Hijo de Dios « por obra del Espíritu Santo nació de María Virgen ». La realidad de la Encarnación encuentra casi su prolongación en el misterio de la Iglesia-cuerpo de Cristo. Y no puede pensarse en la realidad misma de la Encarnación sin hacer referencia a María, Madre del Verbo encarnado.

En las presentes reflexiones, sin embargo, quiero hacer referencia sobre todo a aquella « peregrinación de la fe », en la que « la Santísima Virgen avanzó », manteniendo fielmente su unión con Cristo.[12] De esta manera aquel doble vínculo, que une la Madre de Dios a Cristo y a la Iglesia, adquiere un significado histórico. No se trata aquí sólo de la historia de la Virgen Madre, de su personal camino de fe y de la « parte mejor » que ella tiene en el misterio de la salvación, sino además de la historia de todo el Pueblo de Dios, de todos los que toman parte en la misma peregrinación de la fe.

Esto lo expresa el Concilio constatando en otro pasaje que María « precedió », convirtiéndose en « tipo de la Iglesia … en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo ».[13] Este « preceder » suyo como tipo, o modelo, se refiere al mismo misterio íntimo de la Iglesia, la cual realiza su misión salvífica uniendo en sí -como María- las cualidades de madre y virgen. Es virgen que « guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo » y que « se hace también madre … pues … engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios ».[14]

6. Todo esto se realiza en un gran proceso histórico y, por así decir, « en un camino ». La peregrinación de la fe indica la historia interior, es decir la historia de las almas. Pero ésta es también la historia de los hombres, sometidos en esta tierra a la transitoriedad y comprendidos en la dimensión de la historia. En las siguientes reflexiones deseamos concentrarnos ante todo en la fase actual, que de por sí no es aún historia, y sin embargo la plasma sin cesar, incluso en el sentido de historia de la salvación. Aquí se abre un amplio espacio, dentro del cual la bienaventurada Virgen María sigue « precediendo » al Pueblo de Dios. Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y comunidades, para los pueblos y naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad. De veras es difícil abarcar y medir su radio de acción.

El Concilio subraya que la Madre de Dios es ya el cumplimiento escatológico de la Iglesia: « La Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27) » y al mismo tiempo que « los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos ».[15] La peregrinación de la fe ya no pertenece a la Madre del Hijo de Dios; glorificada junto al Hijo en los cielos, María ha superado ya el umbral entre la fe y la visión « cara a cara » (1 Cor 13, 12). Al mismo tiempo, sin embargo, en este cumplimiento escatológico no deja de ser la « Estrella del mar » (Maris Stella)[16] para todos los que aún siguen el camino de la fe. Si alzan los ojos hacia ella en los diversos lugares de la existencia terrena lo hacen porque ella « dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29) »,[17] y también porque a la « generación y educación » de estos hermanos y hermanas « coopera con amor materno ».[18]

I PARTE:

MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO

1. LLENA DE GRACIA

7. « Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo » (Ef 1, 3). Estas palabras de la Carta a los Efesios revelan el eterno designio de Dios Padre, su plan de salvación del hombre en Cristo. Es un plan universal, que comprende a todos los hombres creados a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén1, 26). Todos, así como están incluidos « al comienzo » en la obra creadora de Dios, también están incluidos eternamente en el plan divino de la salvación, que se debe revelar completamente, en la « plenitud de los tiempos », con la venida de Cristo. En efecto, Dios, que es « Padre de nuestro Señor Jesucristo, -son las palabras sucesivas de la misma Carta- « nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus « hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia » (Ef 1,4-7).

El plan divino de la salvación, que nos ha sido revelado plenamente con la venida de Cristo, es eterno. Está también -según la enseñanza contenida en aquella Carta yen otras Cartas paulinas- eternamente unido a Cristo. Abarca a todos los hombres, pero reserva un lugar particular a la « mujer » que es la Madre de aquel, al cual el Padre ha confiado la obra de la salvación.[19] Como escribe el Concilio Vaticano II, « ella misma es insinuada proféticamente en la promesa dada a nuestros primeros padres caídos en pecado », según el libro del Génesis (cf. 3, 15). « Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel », según las palabras de Isaías (cf. 7, 14).[20] De este modo el Antiguo Testamento prepara aquella « plenitud de los tiempos », en que Dios « envió a su Hijo, nacido de mujer, … para que recibiéramos la filiación adoptiva ». La venida del Hijo de Dios al mundo es el acontecimiento narrado en los primeros capítulos de los Evangelios según Lucas y Mateo.

8. María es introducida definitivamente en el misterio de Cristo a través de este acontecimiento: la anunciación del ángel. Acontece en Nazaret, en circunstancias concretas de la historia de Israel, el primer pueblo destinatario de las promesas de Dios. El mensajero divino dice a la Virgen: « Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo » (Lc 1, 28). María « se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo » (Lc 1, 29). Qué significarían aquellas extraordinarias palabras y, en concreto, la expresión « llena de gracia » (Kejaritoméne).[21]

Si queremos meditar junto a María sobre estas palabras y, especialmente sobre la expresión « llena de gracia », podemos encontrar una verificación significativa precisamente en el pasaje anteriormente citado de la Carta a los Efesios. Si, después del anuncio del mensajero celestial, la Virgen de Nazaret es llamada también « bendita entre las mujeres » (cf. Lc 1, 42), esto se explica por aquella bendición de la que « Dios Padre » nos ha colmado « en los cielos, en Cristo ». Es una bendición espiritual, que se refiere a todos los hombres, y lleva consigo la plenitud y la universalidad (« toda bendición »), que brota del amor que, en el Espíritu Santo, une al Padre el Hijo consubstancial. Al mismo tiempo, es una bendición derramada por obra de Jesucristo en la historia del hombre desde el comienzo hasta el final: a todos los hombres. Sin embargo, esta bendición se refiere a María de modo especial y excepcional; en efecto, fue saludada por Isabel como « bendita entre las mujeres ».

La razón de este doble saludo es, pues, que en el alma de esta « hija de Sión » se ha manifestado, en cierto sentido, toda la « gloria de su gracia », aquella con la que el Padre « nos agració en el Amado ». El mensajero saluda, en efecto, a María como « llena de gracia »; la llama así, como si éste fuera su verdadero nombre. No llama a su interlocutora con el nombre que le es propio en el registro civil: « Miryam » (María), sino con este nombre nuevo: « llena de gracia ». ¿Qué significa este nombre? ¿Porqué el arcángel llama así a la Virgen de Nazaret?

En el lenguaje de la Biblia « gracia » significa un don especial que, según el Nuevo Testamento, tiene la propia fuente en la vida trinitaria de Dios mismo, de Dios que es amor (cf. 1 Jn 4, 8). Fruto de este amor es la elección, de la que habla la Carta a los Efesios. Por parte de Dios esta elección es la eterna voluntad de salvar al hombre a través de la participación de su misma vida en Cristo (cf. 2 P 1, 4): es la salvación en la participación de la vida sobrenatural. El efecto de este don eterno, de esta gracia de la elección del hombre, es como un germen de santidad, o como una fuente que brota en el alma como don de Dios mismo, que mediante la gracia vivifica y santifica a los elegidos. De este modo tiene lugar, es decir, se hace realidad aquella bendición del hombre « con toda clase de bendiciones espirituales », aquel « ser sus hijos adoptivos… en Cristo » o sea en aquel que es eternamente el « Amado » del Padre.

Cuando leemos que el mensajero dice a María « llena de gracia », el contexto evangélico, en el que confluyen revelaciones y promesas antiguas, nos da a entender que se trata de una bendición singular entre todas las « bendiciones espirituales en Cristo ». En el misterio de Cristo María está presente ya « antes de la creación del mundo » como aquella que el Padre « ha elegido » como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad. María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este « Amado » eternamente, en este Hijo consubstancial al Padre, en el que se concentra toda « la gloria de la gracia ». A la vez, ella está y sigue abierta perfectamente a este « don de lo alto » (cf. St 1, 17). Como enseña el Concilio, María « sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación ».[22]

9. Si el saludo y el nombre « llena de gracia » significan todo esto, en el contexto del anuncio del ángel se refieren ante todo a la elección de María como Madre del Hijo de Dios. Pero, al mismo tiempo, la plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo. Si esta elección es fundamental para el cumplimiento de los designios salvíficos de Dios respecto a la humanidad, si la elección eterna en Cristo y la destinación a la dignidad de hijos adoptivos se refieren a todos los hombres, la elección de María es del todo excepcional y única. De aquí, la singularidad y unicidad de su lugar en el misterio de Cristo.

El mensajero divino le dice: « No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo » (Lc 1, 30-32). Y cuando la Virgen, turbada por aquel saludo extraordinario, pregunta: « ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? », recibe del ángel la confirmación y la explicación de las palabras precedentes. Gabriel le dice: « El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (Lc 1, 35).

Por consiguiente, la Anunciación es la revelación del misterio de la Encarnación al comienzo mismo de su cumplimiento en la tierra. El donarse salvífico que Dios hace de sí mismo y de su vida en cierto modo a toda la creación, y directamente al hombre, alcanza en el misterio de la Encarnación uno de sus vértices. En efecto, este es un vértice entre todas las donaciones de gracia en la historia del hombre y del cosmos. María es « llena de gracia », porque la Encarnación del Verbo, la unión hipostática del Hijo de Dios con la naturaleza humana, se realiza y cumple precisamente en ella. Como afirma el Concilio, María es « Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas ».[23]

10. La Carta a los Efesios, al hablar de la « historia de la gracia » que « Dios Padre … nos agració en el Amado », añade: « En él tenemos por medio de su sangre la redención » (Ef 1, 7). Según la doctrina, formulada en documentos solemnes de la Iglesia, esta « gloria de la gracia » se ha manifestado en la Madre de Dios por el hecho de que ha sido redimida « de un modo eminente ».[24] En virtud de la riqueza de la gracia del Amado, en razón de los méritos redentores del que sería su Hijo, María ha sido preservada de la herencia del pecado original.[25] De esta manera, desde el primer instante de su concepción, es decir de su existencia, es de Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante y de aquel amor que tiene su inicio en el « Amado », el Hijo del eterno Padre, que mediante la Encarnación se ha convertido en su propio Hijo. Por eso, por obra del Espíritu Santo, en el orden de la gracia, o sea de la participación en la naturaleza divina, María recibe la vida de aquel al que ella misma dio la vida como madre, en el orden de la generación terrena. La liturgia no duda en llamarla « madre de su Progenitor » [26] y en saludarla con las palabras que Dante Alighieri pone en boca de San Bernardo: « hija de tu Hijo ».[27] Y dado que esta « nueva vida » María la recibe con una plenitud que corresponde al amor del Hijo a la Madre y, por consiguiente, a la dignidad de la maternidad divina, en la anunciación el ángel la llama « llena de gracia ».

11. En el designio salvífico de la Santísima Trinidad el misterio de la Encarnación constituye el cumplimiento sobreabundante de la promesa hecha por Dios a los hombres, después del pecado original, después de aquel primer pecado cuyos efectos pesan sobre toda la historia del hombre en la tierra (cf. Gén 3, 15).Viene al mundo un Hijo, el « linaje de la mujer » que derrotará el mal del pecado en su misma raíz: « aplastará la cabeza de la serpiente ». Como resulta de las palabras del protoevangelio, la victoria del Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha, que penetrará toda la historia humana. « La enemistad », anunciada al comienzo, es confirmada en el Apocalipsis, libro de las realidades últimas de la Iglesia y del mundo, donde vuelve de nuevo la señal de la « mujer », esta vez « vestida del sol » (Ap 12, 1).

María, Madre del Verbo encarnado, está situada en el centro mismo de aquella « enemistad », de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación. En este lugar ella, que pertenece a los « humildes y pobres del Señor », lleva en sí, como ningún otro entre los seres humanos, aquella « gloria de la gracia » que el Padre « nos agració en el Amado », y esta gracia determina la extraordinaria grandeza y belleza de todo su ser. María permanece así ante Dios, y también ante la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios, de la que habla la Carta paulina: « Nos ha elegido en él (Cristo) antes de la fundación del mundo, … eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos » (Ef 1, 4.5). Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado, de toda aquella « enemistad » con la que ha sido marcada la historia del hombre. En esta historia María sigue siendo una señal de esperanza segura.

2. FELIZ LA QUE HA CREIDO

12. Poco después de la narración de la anunciación, el evangelista Lucas nos guía tras los pasos de la Virgen de Nazaret hacia « una ciudad de Judá » (Lc 1, 39). Según los estudiosos esta ciudad debería ser la actual Ain-Karim, situada entre las montañas, no distante de Jerusalén. María llegó allí « con prontitud » para visitar a Isabel su pariente. El motivo de la visita se halla también en el hecho de que, durante la anunciación, Gabriel había nombrado de modo significativo a Isabel, que en edad avanzada había concebido de su marido Zacarías un hijo, por el poder de Dios: « Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible a Dios » (Lc 1, 36-37). El mensajero divino se había referido a cuanto había acontecido en Isabel, para responder a la pregunta de María: « ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? » (Lc 1, 34). Esto sucederá precisamente por el « poder del Altísimo », como y más aún que en el caso de Isabel.

Así pues María, movida por la caridad, se dirige a la casa de su pariente. Cuando entra, Isabel, al responder a su saludo y sintiendo saltar de gozo al niño en su seno, « llena de Espíritu Santo », a su vez saluda a María en alta voz: « Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno » (cf. Lc 1, 40-42). Esta exclamación o aclamación de Isabel entraría posteriormente en el Ave María, como una continuación del saludo del ángel, convirtiéndose así en una de las plegarias más frecuentes de la Iglesia. Pero más significativas son todavía las palabras de Isabel en la pregunta que sigue: « ¿de donde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? » (Lc 1, 43). Isabel da testimonio de María: reconoce y proclama que ante ella está la Madre del Señor, la Madre del Mesías. De este testimonio participa también el hijo que Isabel lleva en su seno: « saltó de gozo el niño en su seno » (Lc 1, 44). EL niño es el futuro Juan el Bautista, que en el Jordán señalará en Jesús al Mesías.

En el saludo de Isabel cada palabra está llena de sentido y, sin embargo, parece ser de importancia fundamental lo que dice al final: « ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor! » (Lc 1, 45).[28] Estas palabras se pueden poner junto al apelativo « llena de gracia » del saludo del ángel. En ambos textos se revela un contenido mariológico esencial, o sea, la verdad sobre María, que ha llegado a estar realmente presente en el misterio de Cristo precisamente porque « ha creído ». La plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la visitación, indica como la Virgen de Nazaret ha respondido a este don.

13. « Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe » (Rom 16, 26; cf. Rom 1, 5; 2 Cor10, 5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, como enseña el Concilio.[29] Esta descripción de la fe encontró una realización perfecta en María. El momento « decisivo » fue la anunciación, y las mismas palabras de Isabel « Feliz la que ha creído » se refieren en primer lugar a este instante.[30]

En efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando « la obediencia de la fe » a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando « el homenaje del entendimiento y de la voluntad ».[31] Ha respondido, por tanto, con todo su « yo » humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con « la gracia de Dios que previene y socorre » y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que, « perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones ».[32]

La palabra del Dios viviente, anunciada a María por el ángel, se refería a ella misma « vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo » (Lc 1, 31). Acogiendo este anuncio, María se convertiría en la « Madre del Señor » y en ella se realizaría el misterio divino de la Encarnación: « El Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada ».[33] Y María da este consentimiento, después de haber escuchado todas las palabras del mensajero. Dice: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38). Este fiat de María –« hágase en mí »– ha decidido, desde el punto de vista humano, la realización del misterio divino. Se da una plena consonancia con las palabras del Hijo que, según la Carta a los Hebreos, al venir al mundo dice al Padre: « Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo … He aquí que vengo … a hacer, oh Dios, tu voluntad » (Hb 10, 5-7). El misterio de la Encarnación se ha realizado en el momento en el cual María ha pronunciado su fiat: «hágase en mí según tu palabra », haciendo posible, en cuanto concernía a ella según el designio divino, el cumplimiento del deseo de su Hijo. María ha pronunciado este fiat por medio de la fe. Por medio de la fe se confió a Dios sin reservas y « se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo ».[34] Y este Hijo -como enseñan los Padres- lo ha concebido en la mente antes que en el seno: precisamente por medio de la fe.[35] Justamente, por ello, Isabel alaba a María: « ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas por parte del Señor! ». Estas palabras ya se han realizado. María de Nazaret se presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel: « ¿de donde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí? ».

14. Por lo tanto, la fe de María puede parangonarse también a la de Abraham, llamado por el Apóstol « nuestro padre en la fe » (cf. Rom 4, 12). En la economía salvífica de la revelación divina la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la anunciación da comienzo a la Nueva Alianza. Como Abraham « esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones » (cf. Rom 4, 18), así María, en el instante de la anunciación, después de haber manifestado su condición de virgen (« ¿cómo será esto, puesto que no conozco varón? »), creyó que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel: « el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (Lc 1, 35).

Sin embargo las palabras de Isabel « Feliz la que ha creído » no se aplican únicamente a aquel momento concreto de la anunciación. Ciertamente la anunciación representa el momento culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su « camino hacia Dios », todo su camino de fe. Y sobre esta vía, de modo eminente y realmente heroico -es mas, con un heroísmo de fe cada vez mayor- se efectuará la « obediencia » profesada por ella a la palabra de la divina revelación. Y esta « obediencia de la fe » por parte de María a lo largo de todo su camino tendrá analogías sorprendentes con la fe de Abraham. Como el patriarca del Pueblo de Dios, así también María, a través del camino de su fiat filial y maternal, « esperando contra esperanza, creyó ». De modo especial a lo largo de algunas etapas de este camino la bendición concedida a « la que ha creído » se revelará con particular evidencia. Creer quiere decir « abandonarse » en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente « ¡cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! »(Rom 11, 33). María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo de aquellos « inescrutables caminos » y de los « insondables designios » de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino.

15. María, cuando en la anunciación siente hablar del Hijo del que será madre y al que « pondrá por nombre Jesús » (Salvador), llega a conocer también que a el mismo « el Señor Dios le dará el trono de David, su padre » y que « reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin » (Lc 1, 32-33) En esta dirección se encaminaba la esperanza de todo el pueblo de Israel. EL Mesías prometido debe ser « grande », e incluso el mensajero celestial anuncia que « será grande », grande tanto por el nombre de Hijo del Altísimo como por asumir la herencia de David. Por lo tanto, debe ser rey, debe reinar « en la casa de Jacob ». María ha crecido en medio de esta expectativa de su pueblo, podía intuir, en el momento de la anunciación ¿qué significado preciso tenían las palabras del ángel? ¿Cómo conviene entender aquel « reino » que no « tendrá fin »?

Aunque por medio de la fe se haya sentido en aquel instante Madre del « Mesías-rey », sin embargo responde: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38 ). Desde el primer momento, María profesa sobre todo « la obediencia de la fe », abandonándose al significado que, a las palabras de la anunciación, daba aquel del cual provenían: Dios mismo.

16. Siempre a través de este camino de la « obediencia de la fe » María oye algo más tarde otras palabras; las pronunciadas por Simeón en el templo de Jerusalén. Cuarenta días después del nacimiento de Jesús, según lo prescrito por la Ley de Moisés, María y José « llevaron al niño a Jerusalén para presentarle al Señor » (Lc 2, 22) El nacimiento se había dado en una situación de extrema pobreza. Sabemos, pues, por Lucas que, con ocasión del censo de la población ordenado por las autoridades romanas, María se dirigió con José a Belén; no habiendo encontrado « sitio en el alojamiento », dio a luz a su hijo en un establo y «le acostó en un pesebre » (cf. Lc 2, 7).

Un hombre justo y piadoso, llamado Simeón, aparece al comienzo del « itinerario » de la fe de María. Sus palabras, sugeridas por el Espíritu Santo (cf. Lc 2, 25-27), confirman la verdad de la anunciación. Leemos, en efecto, que « tomó en brazos » al niño, al que -según la orden del ángel- « se le dio el nombre de Jesús » (cf. Lc 2, 21). El discurso de Simeón es conforme al significado de este nombre, que quiere decir Salvador: « Dios es la salvación ». Vuelto al Señor, dice lo siguiente: « Porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel » (Lc 2, 30-32). Al mismo tiempo, sin embargo, Simeón se dirige a María con estas palabras: « Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción … a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones »; y añade con referencia directa a María: « y a ti misma una espada te atravesará el alma (Lc 2, 34-35). Las palabras de Simeón dan nueva luz al anuncio que María ha oído del ángel: Jesús es el Salvador, es « luz para iluminar » a los hombres. ¿No es aquel que se manifestó, en cierto modo, en la Nochebuena, cuando los pastores fueron al establo? ¿No es aquel que debía manifestarse todavía más con la llegada de los Magos del Oriente? (cf. Mt 2, 1-12). Al mismo tiempo, sin embargo, ya al comienzo de su vida, el Hijo de María -y con él su Madre- experimentarán en sí mismos la verdad de las restantes palabras de Simeón: « Señal de contradicción » (Lc 2, 34). El anuncio de Simeón parece como un segundo anuncio a María, dado que le indica la concreta dimensión histórica en la cual el Hijo cumplirá su misión, es decir en la incomprensión y en el dolor. Si por un lado, este anuncio confirma su fe en el cumplimiento de las promesas divinas de la salvación, por otro, le revela también que deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y dolorosa. En efecto, después de la visita de los Magos, después de su homenaje (« postrándose le adoraron »), después de ofrecer unos dones (cf. Mt 2, 11), María con el niño debe huir a Egipto bajo la protección diligente de José, porque « Herodes buscaba al niño para matarlo » (cf. Mt 2, 13). Y hasta la muerte de Herodes tendrán que permanecer en Egipto (cf. Mt 2, 15).

17. Después de la muerte de Herodes, cuando la sagrada familia regresa a Nazaret, comienza el largo período de la vida oculta. La que « ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor » (Lc 1, 45) vive cada día el contenido de estas palabras. Diariamente junto a ella está el Hijo a quien ha puesto por nombre Jesús; por consiguiente, en la relación con él usa ciertamente este nombre, que por lo demás no podía maravillar a nadie, usándose desde hacía mucho tiempo en Israel. Sin embargo, María sabe que el que lleva por nombre Jesús ha sido llamado por el ángel « Hijo del Altísimo » (cf. Lc 1, 32). María sabe que lo ha concebido y dado a luz « sin conocer varón », por obra del Espíritu Santo, con el poder del Altísimo que ha extendido su sombra sobre ella (cf. Lc 1, 35), así como la nube velaba la presencia de Dios en tiempos de Moisés y de los padres (cf. Ex 24, 16; 40, 34-35; 1Rom 8, 10-12). Por lo tanto, María sabe que el Hijo dado a luz virginalmente, es precisamente aquel « Santo », el « Hijo de Dios », del que le ha hablado el ángel.

A lo largo de la vida oculta de Jesús en la casa de Nazaret, también la vida de María está « oculta con Cristo en Dios » (cf. Col 3, 3), por medio de la fe. Pues la fe es un contacto con el misterio de Dios. María constantemente y diariamente está en contacto con el misterio inefable de Dios que se ha hecho hombre, misterio que supera todo lo que ha sido revelado en la Antigua Alianza. Desde el momento de la anunciación, la mente de la Virgen-Madre ha sido introducida en la radical « novedad » de la autorrevelación de Dios y ha tomado conciencia del misterio. Es la primera de aquellos « pequeños », de los que Jesús dirá: « Padre … has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños » (Mt 11, 25). Pues « nadie conoce bien al Hijo sino el Padre » (Mt 11, 27). ¿Cómo puede, pues, María « conocer al Hijo »? Ciertamente no lo conoce como el Padre; sin embargo, es la primera entre aquellos a quienes el Padre « lo ha querido revelar » (cf. Mt 11, 26-27; 1 Cor 2, 11). Pero si desde el momento de la anunciación le ha sido revelado el Hijo, que sólo el Padre conoce plenamente, como aquel que lo engendra en el eterno « hoy » (cf. Sal 2, 7), María, la Madre, está en contacto con la verdad de su Hijo únicamente en la fe y por la fe. Es, por tanto, bienaventurada, porque « ha creído » y cree cada día en medio de todas las pruebas y contrariedades del período de la infancia de Jesús y luego durante los años de su vida oculta en Nazaret, donde « vivía sujeto a ellos » (Lc 2, 51): sujeto a María y también a José, porque éste hacía las veces de padre ante los hombres; de ahí que el Hijo de María era considerado también por las gentes como « el hijo del carpintero » (Mt 13, 55).

La Madre de aquel Hijo, por consiguiente, recordando cuanto le ha sido dicho en la anunciación y en los acontecimientos sucesivos, lleva consigo la radical « novedad » de la fe: el inicio de la Nueva Alianza. Esto es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. No es difícil, pues, notar en este inicio unaparticular fatiga del corazón, unida a una especie de a noche de la fe » –usando una expresión de San Juan de la Cruz–, como un « velo » a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio.[36] Pues de este modo María, durante muchos años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de fe, a medida que Jesús « progresaba en sabiduría … en gracia ante Dios y ante los hombres » (Lc 2, 52). Se manifestaba cada vez más ante los ojos de los hombres la predilección que Dios sentía por él. La primera entre estas criaturas humanas admitidas al descubrimiento de Cristo era María , que con José vivía en la casa de Nazaret.

Pero, cuando, después del encuentro en el templo, a la pregunta de la Madre: « ¿por qué has hecho esto? », Jesús, que tenía doce años, responde « ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? », y el evangelista añade: « Pero ellos (José y María) no comprendieron la respuesta que les dio » (Lc 2, 48-50) Por lo tanto, Jesús tenía conciencia de que « nadie conoce bien al Hijo sino el Padre » (cf. Mt 11, 27), tanto que aun aquella, a la cual había sido revelado más profundamente el misterio de su filiación divina, su Madre, vivía en la intimidad con este misterio sólo por medio de la fe. Hallándose al lado del hijo, bajo un mismo techo y « manteniendo fielmente la unión con su Hijo », « avanzaba en la peregrinación de la fe »,como subraya el Concilio.[37] Y así sucedió a lo largo de la vida pública de Cristo (cf. Mc 3, 21,35); de donde, día tras día, se cumplía en ella la bendición pronunciada por Isabel en la visitación: « Feliz la que ha creído ».

18. Esta bendición alcanza su pleno significado, cuando María está junto a la Cruz de su Hijo (cf. Jn 19, 25). El Concilio afirma que esto sucedió « no sin designio divino »: « se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma »; de este modo María « mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz »: [38] la unión por medio de la fe, la misma fe con la que había acogido la revelación del ángel en el momento de la anunciación. Entonces había escuchado las palabras: « El será grande … el Señor Dios le dará el trono de David, su padre … reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin » (Lc 1, 32-33).

Y he aquí que, estando junto a la Cruz, María es testigo, humanamente hablando, de un completo desmentido de estas palabras. Su Hijo agoniza sobre aquel madero como un condenado. « Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores … despreciable y no le tuvimos en cuenta »: casi anonadado (cf. Is 53, 35) ¡Cuan grande, cuan heroica en esos momentos la obediencia de la fe demostrada por María ante los « insondables designios » de Dios! ¡Cómo se « abandona en Dios » sin reservas, « prestando el homenaje del entendimiento y de la voluntad » [39] a aquel, cuyos « caminos son inescrutables »! (cf. Rom 11, 33). Y a la vez ¡cuan poderosa es la acción de la gracia en su alma, cuan penetrante es la influencia del Espíritu Santo, de su luz y de su fuerza!

Por medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo en su despojamiento. En efecto, « Cristo, … siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres »; concretamente en el Gólgota « se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz » (cf. Flp 2, 5-8). A los pies de la Cruz María participa por medio de la fe en el desconcertante misterio de este despojamiento. Es ésta tal vez la más profunda « kénosis » de la fe en la historia de la humanidad. Por medio de la fe la Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora; pero a diferencia de la de los discípulos que huían, era una fe mucho más iluminada. Jesús en el Gólgota, a través de la Cruz, ha confirmado definitivamente ser el « signo de contradicción », predicho por Simeón. Al mismo tiempo, se han cumplido las palabras dirigidas por él a María: « ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! ».[40]

19. ¡Sí, verdaderamente « feliz la que ha creído »! Estas palabras, pronunciadas por Isabel después de la anunciación, aquí, a los pies de la Cruz, parecen resonar con una elocuencia suprema y se hace penetrante la fuerza contenida en ellas. Desde la Cruz, es decir, desde el interior mismo del misterio de la redención, se extiende el radio de acción y se dilata la perspectiva de aquella bendición de fe. Se remonta « hasta el comienzo » y, como participación en el sacrificio de Cristo, nuevo Adán, en cierto sentido, se convierte en el contrapeso de la desobediencia y de la incredulidad contenidas en el pecado de los primeros padres. Así enseñan los Padres de la Iglesia y, de modo especial, San Ireneo, citado por la Constitución Lumen gentium: « El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe »,[41] A la luz de esta comparación con Eva los Padres -como recuerda todavía el Concilio- llaman a María « Madre de los vivientes » y afirman a menudo: a la muerte vino por Eva, por María la vida ».[42]

Con razón, pues, en la expresión « feliz la que ha creído » podemos encontrar como una clave que nos abre a la realidad íntima de María, a la que el ángel ha saludado como « llena de gracia ». Si como a llena de gracia » ha estado presente eternamente en el misterio de Cristo, por la fe se convertía en partícipe en toda la extensión de su itinerario terreno: « avanzó en la peregrinación de la fe » y al mismo tiempo, de modo discreto pero directo y eficaz, hacía presente a los hombres el misterio de Cristo. Y sigue haciéndolo todavía. Y por el misterio de Cristo está presente entre los hombres. Así, mediante el misterio del Hijo, se aclara también el misterio de la Madre.

3. AHÍ TIENES A TU MADRE

20. El evangelio de Lucas recoge el momento en el que « alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo, dirigiéndose a Jesús: « ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron! » (Lc 11, 27). Estas palabras constituían una alabanza para María como madre de Jesús, según la carne. La Madre de Jesús quizás no era conocida personalmente por esta mujer. En efecto, cuando Jesús comenzó su actividad mesiánica, María no le acompañaba y seguía permaneciendo en Nazaret. Se diría que las palabras de aquella mujer desconocida le hayan hecho salir, en cierto modo, de su escondimiento.

A través de aquellas palabras ha pasado rápidamente por la mente de la muchedumbre, al menos por un instante, el evangelio de la infancia de Jesús. Es el evangelio en que María está presente como la madre que concibe a Jesús en su seno, le da a luz y le amamanta maternalmente: la madre-nodriza, a la que se refiere aquella mujer del pueblo. Gracias a esta maternidad Jesús -Hijo del Altísimo (cf. Lc 1, 32)- es un verdadero hijo del hombre. Es « carne », como todo hombre: es « el Verbo (que) se hizo carne » (cf. Jn 1, 14). Es carne y sangre de María.[43]

Pero a la bendición proclamada por aquella mujer respecto a su madre según la carne, Jesús responde de manera significativa: « Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan » (cf. Lc 11, 28). Quiere quitar la atención de la maternidad entendida sólo como un vínculo de la carne, para orientarla hacia aquel misterioso vínculo del espíritu, que se forma en la escucha y en la observancia de la palabra de Dios.

El mismo paso a la esfera de los valores espirituales se delinea aun más claramente en otra respuesta de Jesús, recogida por todos los Sinópticos. Al ser anunciado a Jesús que su « madre y sus hermanos están fuera y quieren verle », responde: « Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen » (cf. Lc 8, 20-21). Esto dijo « mirando en torno a los que estaban sentados en corro », como leemos en Marcos (3, 34) o, según Mateo (12, 49) « extendiendo su mano hacia sus discípulos ».

Estas expresiones parecen estar en la línea de lo que Jesús, a la edad de doce años, respondió a María y a José, al ser encontrado después de tres días en el templo de Jerusalén.

Así pues, cuando Jesús se marchó de Nazaret y dio comienzo a su vida pública en Palestina, ya estaba completa y exclusivamente « ocupado en las cosas del Padre » (cf. Lc 2, 49). Anunciaba el Reino: « Reino de Dios » y « cosas del Padre », que dan también una dimensión nueva y un sentido nuevo a todo lo que es humano y, por tanto, a toda relación humana, respecto a las finalidades y tareas asignadas a cada hombre. En esta dimensión nueva un vínculo, como el de la « fraternidad », significa también una cosa distinta de la « fraternidad según la carne », que deriva del origen común de los mismos padres. Y aun la « maternidad », en la dimensión del reino de Dios, en la esfera de la paternidad de Dios mismo, adquiere un significado diverso. Con las palabras recogidas por Lucas Jesús enseña precisamente este nuevo sentido de la maternidad.

¿Se aleja con esto de la que ha sido su madre según la carne? ¿Quiere tal vez dejarla en la sombra del escondimiento, que ella misma ha elegido? Si así puede parecer en base al significado de aquellas palabras, se debe constatar, sin embargo, que la maternidad nueva y distinta, de la que Jesús habla a sus discípulos, concierne concretamente a María de un modo especialísimo. ¿No es tal vez María la primera entre « aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen »? Y por consiguiente ¿no se refiere sobre todo a ella aquella bendición pronunciada por Jesús en respuesta a las palabras de la mujer anónima? Sin lugar a dudas, María es digna de bendición por el hecho de haber sido para Jesús Madre según la carne (« ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron! »), pero también y sobre todo porque ya en el instante de la anunciación ha acogido la palabra de Dios, porque ha creído, porque fue obediente a Dios, porque « guardaba » la palabra y « la conservaba cuidadosamente en su corazón » (cf. Lc 1, 38. 45; 2, 19. 51 ) y la cumplía totalmente en su vida. Podemos afirmar, por lo tanto, que el elogio pronunciado por Jesús no se contrapone, a pesar de las apariencias, al formulado por la mujer desconocida, sino que viene a coincidir con ella en la persona de esta Madre-Virgen, que se ha llamado solamente « esclava del Señor » (Lc 1, 38). Si es cierto que « todas las generaciones la llamarán bienaventurada » (cf. Lc 1, 48), se puede decir que aquella mujer anónima ha sido la primera en confirmar inconscientemente aquel versículo profético del Magníficat de María y dar comienzo al Magníficat de los siglos.

Si por medio de la fe María se ha convertido en la Madre del Hijo que le ha sido dado por el Padre con el poder del Espíritu Santo, conservando íntegra su virginidad, en la misma fe ha descubierto y acogido la otra dimensión de la maternidad, revelada por Jesús durante su misión mesiánica. Se puede afirmar que esta dimensión de la maternidad pertenece a María desde el comienzo, o sea desde el momento de la concepción y del nacimiento del Hijo. Desde entonces era « la que ha creído ». A medida que se esclarecía ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella misma como Madre se abría cada vez más a aquella « novedad » de la maternidad, que debía constituir su « papel » junto al Hijo. ¿No había dicho desde el comienzo: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra »? (Lc 1, 38). Por medio de la fe María seguía oyendo y meditando aquella palabra, en la que se hacía cada vez más transparente, de un modo « que excede todo conocimiento » (Ef 3, 19), la autorrevelación del Dios viviente. María madre se convertía así, en cierto sentido, en la primera « discípula » de su Hijo, la primera a la cual parecía decir: « Sígueme » antes aún de dirigir esa llamada a los apóstoles o a cualquier otra persona (cf. Jn 1, 43).

21. Bajo este punto de vista, es particularmente significativo el texto del Evangelio de Juan, que nos presenta a María en las bodas de Caná. María aparece allí como Madre de Jesús al comienzo de su vida pública: « Se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la Madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos (Jn 2, 1-2). Según el texto resultaría que Jesús y sus discípulos fueron invitados junto con María, dada su presencia en aquella fiesta: el Hijo parece que fue invitado en razón de la madre. Es conocida la continuación de los acontecimientos concatenados con aquella invitación, aquel « comienzo de las señales » hechas por Jesús -el agua convertida en vin–, que hace decir al evangelista: Jesús « manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos » (Jn 2,11).

María está presente en Caná de Galilea como Madre de Jesús, y de modo significativo contribuye a aquel « comienzo de las señales », que revelan el poder mesiánico de su Hijo. He aquí que: « como faltaba vino, le dice a Jesús su Madre: "no tienen vino". Jesús le responde: « ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora » (Jn 2, 3-4). En el Evangelio de Juan aquella « hora » significa el momento determinado por el Padre, en el que el Hijo realiza su obra y debe ser glorificado (cf. Jn 7, 30; 8, 20; 12, 23. 27; 13, 1; 17, 1; 19, 27). Aunque la respuesta de Jesús a su madre parezca como un rechazo (sobre todo si se mira, más que a la pregunta, a aquella decidida afirmación: « Todavía no ha llegado mi hora »), a pesar de esto María se dirige a los criados y les dice: « Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5). Entonces Jesús ordena a los criados llenar de agua las tinajas, y el agua se convierte en vino, mejor del que se había servido antes a los invitados al banquete nupcial.

¿Qué entendimiento profundo se ha dado entre Jesús y su Madre? ¿Cómo explorar el misterio de su íntima unión espiritual? De todos modos el hecho es elocuente. Es evidente que en aquel hecho se delinea ya con bastante claridad la nueva dimensión, el nuevo sentido de la maternidad de María. Tiene un significado que no está contenido exclusivamente en las palabras de Jesús y en los diferentes episodios citados por los Sinópticos (Lc 11, 27-28; 8, 19-21; Mt 12, 46-50; Mc 3, 31-35). En estos textos Jesús intenta contraponer sobre todo la maternidad, resultante del hecho mismo del nacimiento, a lo que esta « maternidad » (al igual que la « fraternidad ») debe ser en la dimensión del Reino de Dios, en el campo salvífico de la paternidad de Dios. En el texto joánico, por el contrario, se delinea en la descripción del hecho de Caná lo que concretamente se manifiesta como nueva maternidad según el espíritu y no únicamente según la carne, o sea la solicitud de María por los hombres, el ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades. En Caná de Galilea se muestra sólo un aspecto concreto de la indigencia humana, aparentemente pequeño y de poca importancia « No tienen vino »). Pero esto tiene un valor simbólico. El ir al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su introducción en el radio de acción de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone « en medio », o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede -más bien « tiene el derecho de »- hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por lo tanto, tiene un carácter de intercesión: María « intercede » por los hombres. No sólo: como Madre desea también que se manifieste el poder mesiánico del Hijo, es decir su poder salvífico encaminado a socorrer la desventura humana, a liberar al hombre del mal que bajo diversas formas y medidas pesa sobre su vida. Precisamente como había predicho del Mesías el Profeta Isaías en el conocido texto, al que Jesús se ha referido ante sus conciudadanos de Nazaret « Para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos … » (cf. Lc 4, 18).

Otro elemento esencial de esta función materna de María se encuentra en las palabras dirigidas a los criados: « Haced lo que él os diga ». La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse. para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías. En Caná, merced a la intercesión de María y a la obediencia de los criados, Jesús da comienzo a « su hora ». En Caná María aparece como la que cree en Jesús; su fe provoca la primera « señal » y contribuye a suscitar la fe de los discípulos.

22. Podemos decir, por tanto, que en esta página del Evangelio de Juan encontramos como un primer indicio de la verdad sobre la solicitud materna de María. Esta verdad ha encontrado su expresión en el magisterio del último Concilio. Es importante señalar cómo la función materna de María es ilustrada en su relación con la mediación de Cristo. En efecto, leemos lo siguiente: « La misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia », porque « hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también » (1 Tm 2, 5). Esta función materna brota, según el beneplácito de Dios, « de la superabundancia de los méritos de Cristo… de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud ».[44] Y precisamente en este sentido el hecho de Caná de Galilea, nos ofrece como una predicción de la mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico.

Por el texto joánico parece que se trata de una mediación maternal. Como proclama el Concilio: María « es nuestra Madre en el orden de la gracia ». Esta maternidad en el orden de la gracia ha surgido de su misma maternidad divina, porque siendo, por disposición de la divina providencia, madre-nodriza del divino Redentor se ha convertido de « forma singular en la generosa colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor » y que « cooperó … por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas ».[45] « Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia … hasta la consumación de todos los elegidos ».[46]

23. Si el pasaje del Evangelio de Juan sobre el hecho de Caná presenta la maternidad solícita de María al comienzo de la actividad mesiánica de Cristo, otro pasaje del mismo Evangelio confirma esta maternidad de María en la economía salvífica de la gracia en su momento culminante, es decir cuando se realiza el sacrificio de la Cruz de Cristo, su misterio pascual. La descripción de Juan es concisa: « Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre y la hermana de su madre. María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa » (Jn 19, 25-27).

Sin lugar a dudas se percibe en este hecho una expresión de la particular atención del Hijo por la Madre, que dejaba con tan grande dolor. Sin embargo, sobre el significado de esta atención el « testamento de la Cruz » de Cristo dice aún más. Jesús ponía en evidencia un nuevo vínculo entre Madre e Hijo, del que confirma solemnemente toda la verdad y realidad. Se puede decir que, si la maternidad de María respecto de los hombres ya había sido delineada precedentemente, ahora es precisada y establecida claramente; ella emerge de la definitiva maduración del misterio pascual del Redentor. La Madre de Cristo, encontrándose en el campo directo de este misterio que abarca al hombre -a cada uno y a todos-, es entregada al hombre -a cada uno y a todos- como madre. Este hombre junto a la cruz es Juan, « el discípulo que él amaba ».[47] Pero no está él solo. Siguiendo la tradición, el Concilio no duda en llamar a María « Madre de Cristo, madre de los hombres ». Pues, está « unida en la estirpe de Adán con todos los hombres…; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles ».[48]

Por consiguiente, esta « nueva maternidad de María », engendrada por la fe, es fruto del « nuevo » amor, que maduró en ella definitivamente junto a la Cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo.

24. Nos encontramos así en el centro mismo del cumplimiento de la promesa, contenida en el protoevangelio: el « linaje de la mujer pisará la cabeza de la serpiente » (cf. Gén 3, 15).Jesucristo, en efecto, con su muerte redentora vence el mal del pecado y de la muerte en sus mismas raíces. Es significativo que, al dirigirse a la madre desde lo alto de la Cruz, la llame « mujer » y le diga: « Mujer, ahí tienes a tu hijo ». Con la misma palabra, por otra parte, se había dirigido a ella en Caná (cf. Jn 2, 4). ¿Cómo dudar que especialmente ahora, en el Gólgota, esta frase no se refiera en profundidad al misterio de María, alcanzando el singular lugar que ella ocupa en toda la economía de la salvación?Como enseña el Concilio, con María, « excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne ».[49]

Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la Cruz significan que la maternidad de su madre encuentra una « nueva » continuación en la Iglesia y a través de la Iglesia, simbolizada y representada por Juan. De este modo, la que como « llena de gracia » ha sido introducida en el misterio de Cristo para ser su Madre, es decir, la Santa Madre de Dios, por medio de la Iglesia permanece en aquel misterio como « la mujer » indicada por el libro del Génesis (3, 15) al comienzo y por el Apocalipsis (12, 1) al final de la historia de la salvación. Según el eterno designio de la Providencia la maternidad divina de María debe derramarse sobre la Iglesia, como indican algunas afirmaciones de la Tradición para las cuales la « maternidad » de María respecto de la Iglesia es el reflejo y la prolongación de su maternidad respecto del Hijo de Dios.[50]

Ya el momento mismo del nacimiento de la Iglesia y de su plena manifestación al mundo, según el Concilio, deja entrever esta continuidad de la maternidad de María: « Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles antes del día de Pentecostés "perseverar unánimemente en la oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús ylos hermanos de Este" (Hch 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la anunciación ».[51]

Por consiguiente, en la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén. En ambos casos su presencia discreta, pero esencial, indica el camino del « nacimiento del Espíritu ». Así la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace -por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo- presente en el misterio de la Iglesia. También en la Iglesia sigue siendo una presencia materna, como indican las palabras pronunciadas en la Cruz: « Mujer, ahí tienes a tu hijo »; « Ahí tienes a tu madre ».

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