El Día del Señor

El Tercer Mandamiento revela la importancia de rendir culto a Dios, dedicando una parte de nuestro tiempo para la oración y agradecimiento de las bondades recibidas.


Tercer mandamiento: La obligación semanal

Domingo significa “día del Señor”. Y que haya un día del Señor es una consecuencia lógica de la ley natural (es decir, de la obligación de actuar de acuerdo con nuestra naturaleza), que exige que reconozcamos nuestra absoluta dependencia de Dios y agradezcamos su bondad con nosotros.

Por otra parte, sabemos que en la práctica es imposible para el hombre mantenerse en constante actitud de adoración, y es por ello natural que se determine el tiempo o tiempos de cumplir este deber absolutamente necesario. En relación con esta necesidad se ha señalado un día de cada siete para que todos los hombres, en todos los lugares, rindan a Dios ese homenaje consciente y deliberado que le pertenece por derecho.

Yahvé dijo en la ley: “Mantendrás santo el día del Señor”. “De acuerdo”, replicamos, “pero, de qué modo?”. La Iglesia, en la tarea legisladora que su Fundador le confió, contesta a esa pregunta diciendo que, sobre todo, santificaremos el día del Señor asistiendo al santo Sacrificio de la Misa. La Misa es el acto de culto perfecto que nos dio Jesús para que, con Él, pudiéramos ofrecer a Dios la alabanza adecuada.

Por sacrificio se entiende aquí el ofrecimiento a Dios de una víctima que se destruye, ofrecida en nombre de un grupo por alguien que tiene derecho a representarlo. El sacrificio ha sido la manera como el hombre, desde sus orígenes, ha buscado rendir culto a Dios. El grupo puede ser una familia, un pueblo, un clan, una nación. El sacerdote puede ser el padre, el patriarca o el rey; o, como señaló Dios a los hebreos, los hijos de la tribu de Leví. La víctima (el don ofrecido) puede ser un cordero, una paloma, unos granos o unos frutos. Pero todos estos sacrificios tienen una carencia original: ninguno es digno de Dios, en primer lugar, porque Él mismo lo ha hecho todo, todo es suyo.

Sin embargo, con el Sacrificio de la Misa, Jesús nos ha dado una ofrenda realmente digna de Dios, un don perfecto de valor adecuado a Él: el don del mismo Hijo de Dios, consustancial al Padre. Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote, se ofreció a Sí mismo como Víctima en el Calvario, de una vez para siempre, al ser ejecutado por los romanos. Pero nosotros no estábamos ahí, al pie de la Cruz, para unirnos con Jesús en su ofrenda a Dios.

Por esta razón, el mismo Señor nos dejó el santo Sacrificio de la Misa, en el que el pan y el vino se mudan en su propio Cuerpo y Sangre, separados al morir en el Calvario, y por el que renueva incesantemente el don de Sí mismo al Padre, proporcionándonos la manera de unirnos con Él en su ofrecimiento, dándonos la oportunidad de formar parte de la Víctima que se ofrece. En verdad, no puede haber modo mejor de santificar el día del Señor (y, por cierto, también de santificar los otros seis días de la semana), que participando en la Misa.

Todos y cada uno de los instantes de nuestra vida pertenecen a Dios. Pero Dios y su Iglesia son muy tolerantes con nosotros. Nos dan seis días de cada siete sin establecer nada fijo, un total de 168 horas a la semana en que trabajar, recrearnos y dormir. La Iglesia es muy tolerante incluso con el día que reserva para Dios. De lo que es pertenencia absoluta de Dios nos pide solamente una hora: la que se requiere para asistir al santo Sacrificio de la Misa. Las otras 167 Dios nos las retorna para nuestro uso y recreación. Dios agradece que destinemos más tiempo exclusivamente a Él o a su servicio, pero la única obligación estricta en materia de culto es asistir a la Santa Misa los domingos y fiestas de precepto.

Si pensamos un poco en lo anterior, comprenderemos por qué es pecado mortal no ir a Misa los domingos. Captaremos la radical ingratitud que supone la actitud del individuo “tan ocupado” o “tan cansado” para no ir a Misa, para dedicar a Dios esa única hora que Él nos pide; esa persona que, no contenta con las ciento sesenta y siete horas que ya tiene, roba a Dios la única que Él se ha reservado para Sí. Esa actitud refleja una falta total de amor, más aún, de un mínimo de decencia. No hay derecho a supeditar esa ocasión maravillosa de unión con Cristo y alabanza a la Trinidad por nuestras acomodaticias justificaciones.

Omitir la Misa nos coloca en el papel de quien no comprende ni su significado, ni su importancia, ni el desdén que comporta su omisión. Quizá nos ayude saber que en las épocas de mayor fervor (por ejemplo, en el tiempo de los primeros cristianos), no era necesario obligar a los cristianos a asistir a Misa, puesto que ya ellos lo consideraban un gran honor y la realidad más importante de su vida. Pero cuando por efecto del arrianismo y de las invasiones de los bárbaros se perdió ese espíritu primitivo, el Papa se vio obligado, en el siglo V, a decretar el precepto de la asistencia a Misa. Por esto la Iglesia juzga que, si ni de eso somos capaces, entonces no amamos a Dios y cometemos pecado mortal.


Condiciones de validez

La obligación de asistir a Misa implica que se asista a una Misa entera. Y esto significa que debe asistirse a ella desde el Rito Inicial: “En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”; hasta la Bendición Final y Despedida: “Podéis ir en paz”. Quien culpablemente omitiera una parte de la Misa, cometería pecado. Y éste sería venial o mortal, según la importancia de dicha parte. Por ejemplo, quien llegara a la Misa ya iniciado el Ofertorio -el ofrecimiento del pan y del vino, con las palabras: “Bendito seas, Señor, Dios del Universo…”-, tendría obligación de asistir en otra Misa a la parte que omitió, bajo pecado mortal. Y quien llegara a la hora de la Consagración tendría obligación grave de oír otra Misa entera. Lógicamente no se trata de llegar cada domingo a la Misa en el momento en que “no es pecado grave”, sino de cumplir con amor este precepto, participando en la Misa de principio a fin.

Además, tenemos que estar físicamente presentes en Misa para cumplir esta obligación. No se puede satisfacer este deber siguiendo la Misa por televisión o desde el atrio del templo cuando nos hemos fastidiado un poco porque se alargó el sermón. En alguna ocasión puede suceder que la iglesia esté tan repleta que no nos quede más remedio que estar fuera de ella, junto a la puerta. En este caso, asistimos a Misa porque formamos parte de la asamblea, estamos tan cerca como nos es posible, estamos físicamente presentes.

Además de la presencia física también se requiere que estemos presentes mentalmente. Es decir, debemos tener intención -al menos implícita- de asistir a Misa, y cierta idea de lo que se está celebrando. Aquel que, deliberadamente, se disponga a dormitar en la Misa o que esté platicando con el vecino todo el tiempo no cumplirá con el precepto. Las distracciones menores o las faltas de atención, si fueran deliberadas, constituyen un pecado venial. Las distracciones involuntarias son enfermedad incurable y, cuando luchamos por evitarlas, no suponen falta alguna.

Resulta claro que nuestro amor a Dios nos llevará a tener un nivel de aprecio de la Misa por encima de lo que es pecado. Nos llevará a llegar unos minutos antes de que se inicie la Misa, y a permanecer en el recinto sagrado para dar gracias luego de que termine. Nos llevará a unirnos con la Sagrada Víctima y a seguir con atención las oraciones de la Misa, ayudándonos con un Misal si nos es preciso. Nuestras omisiones solamente acontecerán cuando haya una razón grave: la enfermedad, tanto propia como de alguien a quien debamos cuidar, la falta de medios de transporte, o una situación imprevista y urgente que tengamos que resolver; en una palabra, la imposibilidad física o moral, o un grave deber de caridad.

Aparte de la obligación de asistir a Misa, este mandamiento nos exige que nos abstengamos de trabajos que impidan el debido descanso y el culto a Dios. La Iglesia ha hecho del domingo un día de descanso por varias razones. La primera, para preservar la santidad del domingo y permitir que el hombre disponga de tiempo para el culto a Dios y dedicarse más fácilmente a la oración. La segunda, para que el hombre pueda atender más de lleno a su familia. Pero también porque nadie conoce mejor que ella (que es Madre) las limitaciones de sus hijos, criaturas de Dios; su necesidad de esparcimiento que los cure de la rutina diaria, de un tiempo para poder gozar de este mundo que Dios nos ha dado, lleno de belleza, recreo, compañerismo y actividad creativa.

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Un comentario

  1. buen dia,estaba viendo esta pagina y es muy buena les felicito,pero con todo respeto que merecen al ver los mandamientos de Dios que estan escritos aqui..me encontre con grandes diferencias entre estos mandamientos y los que de verdad estan escritos en la santa biblia,..y solo pondre de ejemplo el tercer mandamiento de el \’\’dia DEL SEÑOR\’\’es muy deferente a lo que esta escrito en \’\’la palabra de Dios\’\’el dia que Dios manda para observar el que Dios bendijo y santifico es en el cuarto mandamiento y ahi dice el dia \’\’sabado\’\’el septimo dia de la semana el sabbath..es muy claro y al ver lo que aqui escriben creo que ante la luz e las escrituras los lectores superficiales caen irremediablemente..contodo gusto esperaria una respuesta Dios les bendiga,…!!

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