Professio Fidei

Professio Fidei

Professio fidei et iusiurandum fidelita in suscipiendo officio nomine Ecclesiae exercendo

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Los fieles llamados a ejercer un oficio en nombre de la Iglesia están obligados a emitir la «Profesión de fe», según la fórmula aprobada por la Sede apostólica (cf. canon 833). Además, la obligación de un especial «Juramento de fidelidad» respecto a los deberes particulares inherentes al oficio que se va a asumir, y que hasta ahora estaba prescrito sólo para los obispos, se ha extendido a las personas enumeradas en el canon 833, números 5-8. Por eso, ha sido necesario preparar textos adecuados para ello, poniéndolos al día con estilo y contenido más en sintonía con la enseñanza del concilio Vaticano II y de los documentos posteriores.

Como fórmula para la «Professio fidei» se propone de nuevo íntegramente la primera parte del texto anterior, en vigor desde 1967, que contiene el Símbolo niceno?constantinopolitano . La segunda parte ha sido modificada, subdividiéndola en tres párrafos, con el fin de distinguir el tipo de verdad y el correspondiente asentimiento requerido.

La fórmula del «Iusiurandum fidelitatis in suscipiendo officio nomine Ecclesiae exercendo», considerada como complemento de la «Professio fidei», se ha establecido para los fieles enumerados en el canon 833, números 5-8. Se trata de un texto nuevo; en él se ofrecen algunas variantes en los párrafos 4 y 5 para su uso por parte de los superiores mayores de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica (cf. canon 833, n. 8).

Los textos de las nuevas fórmulas de la «Professio fidei» y del «Iusiurandum fidelitatis» entraron en vigor el 1 de marzo de 1989.

Profesión de fe

Juramento de fidelidad al asumir un oficio que se ha de ejercer en nombre de la Iglesia

Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva de la «Professio fidei»

Reflexiones en torno a la relación entre los pronunciamientos del Magisterio y la teología

Profesión de fe

(Fórmula a utilizar en los casos en que el derecho prescribe la profesión de fe)

Yo, N., creo con fe firme y profeso todas y cada una de las cosas contenidas en el Símbolo de la fe, a saber:

Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.

Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.

Amén.

Creo, también, con fe firme, todo aquello que se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por la Tradición, y que la Iglesia propone para ser creído, como divinamente revelado, mediante un juicio solemne o mediante el Magisterio ordinario y universal.

Acepto y retengo firmemente, asimismo, todas y cada una de las cosas sobre la doctrina de la fe y las costumbres, propuestas por la Iglesia de modo definitivo.

Me adhiero, además, con religioso obsequio de voluntad y entendimiento, a las doctrinas enunciadas por el Romano Pontífice o por el Colegio de los obispos cuando ejercen el Magisterio auténtico, aunque no tengan la intención de proclamarlas con un acto definitivo.

Juramento de fidelidad al asumir un oficio que se ha de ejercer en nombre de la Iglesia

(Fórmula que deben utilizar los fieles cristianos a los que se refiere el canon 833, 5?8)

Yo, N., al asumir el oficio…. prometo tenerme siempre en comunión con la Iglesia católica, tanto en lo que exprese de palabra como en mi manera de obrar.

Cumpliré con gran diligencia y fidelidad las obligaciones a las que estoy comprometido con la Iglesia tanto universal como particular, en la que he sido llamado a ejercer mi servicio, según lo establecido por el derecho.

En el ejercicio del ministerio que me ha sido confiado en nombre de la Iglesia, conservaré íntegro el depósito de la fe y lo transmitiré y explicaré fielmente; evitando, por tanto, cualquier doctrina que le sea contraria.

Seguiré y promoveré la disciplina común a toda la Iglesia, y observaré todas las leyes eclesiásticas, ante todo aquellas contenidas en el Código de derecho canónico.

Con obediencia cristiana acataré lo que enseñen los sagrados pastores, como doctores y maestros auténticos de la fe, y lo que establezcan como guías de la Iglesia, y ayudaré fielmente a los obispos diocesanos para que la acción apostólica que he de ejercer en nombre y por mandato de la iglesia, se realice siempre en comunión con ella.

Que así Dios me ayude y estos santos evangelios que toco con mis manos.

(Variaciones a los párrafos cuarto y quinto de la fórmula de juramento, que han de utilizar los fieles cristianos a los que se refiere el canon 833, n. 8)

Promoveré la disciplina común a toda la Iglesia y urgiré la observancia de todas las leyes eclesiásticas, ante todo aquellas contenidas en el Código de derecho canónico.

Con obediencia cristiana acataré lo que enseñen los sagrados pastores, como doctores y maestros auténticos de la fe, y lo que establezcan como guías de la Iglesia, y ayudaré fielmente a los obispos diocesanos para que la acción apostólica que he de ejercer en nombre y por mandato de la Iglesia, quedando a salvo la índole y el fin de mi instituto, se realice siempre en comunión con la misma Iglesia.

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva de la «Professio fidei»

1. Desde sus inicios la Iglesia ha profesado la fe en el Señor crucificado y resucitado, recogiendo en algunas fórmulas los contenidos fundamentales de su credo. El evento central de la muerte y resurrección del Señor Jesús, expresado primero con fórmulas simples y después con otras más completas , ha permitido dar vida a la proclamación ininterrumpida de la fe, por medio de la cual la Iglesia ha transmitido tanto lo que había recibido «por la palabra, por la convivencia y por las obras de Cristo», como lo que «había aprendido por la inspiración del Espíritu Santo» .

El Nuevo Testamento es testimonio privilegiado de la primera profesión de fe proclamada por los discípulos inmediatamente después de los acontecimientos de la Pascua: «Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tardé a los Doce» .

2. En el curso de los siglos, de este núcleo inmutable que da testimonio de que Jesús es el Hijo de Dios y el Señor, se han desarrollado otros símbolos que atestiguan la unidad de la fe y la comunión de las Iglesias. En esos símbolos se recogen las verdades fundamentales que cada creyente debe conocer y profesar. Por eso, antes de recibir el bautismo, el catecúmeno debe emitir su profesión de fe. También los padres reunidos en los concilios, para satisfacer las diversas exigencias históricas que requerían una presentación más completa de la verdad de fe o para defender la ortodoxia de esta misma fe, han formulado nuevos símbolos que ocupan, hasta nuestros días, un «lugar muy particular en la vida de la Iglesia» . La diversidad de estos símbolos expresa la riqueza de la única fe y ninguno de ellos puede ser superado ni anulado por la formulación de una profesión de fe sucesiva que corresponda a situaciones históricas nuevas.

3. La promesa de Cristo de enviar el Espíritu Santo, para «guiar hasta la verdad plena» , sostiene a la Iglesia permanentemente en su camino. Por eso, en el curso de su historia algunas verdades han sido definidas con la asistencia del Espíritu Santo y como etapas visibles del cumplimiento de la promesa inicial del Señor. Otras verdades deben ser más profundizadas, antes de llegar a la plena posesión de lo que Dios, en su misterio de amor, ha deseado revelar al hombre para su salvación .

También recientemente la Iglesia, en su solicitud pastoral, ha estimado oportuno expresar de manera más explícita la fe de siempre. A algunos fieles llamados a asumir en la comunidad oficios particulares en nombre de la Iglesia, se les ha impuesto la obligación de emitir públicamente la profesión de fe según la fórmula aprobada por la Sede apostólica .

4. Esta nueva fórmula de la Professio fidei, la cual propone una vez más el Símbolo niceno?constantinopolitano, se concluye con la adición de tres proposiciones o apartados, que tienen como finalidad distinguir mejor el orden de las verdades que abraza el creyente. Estos apartados han de ser explicados coherentemente, para que el significado ordinario que les ha dado el Magisterio de la Iglesia sea bien entendido, recibido e íntegramente conservado.

En la acepción actual del término «Iglesia» han llegado a condensarse contenidos diversos que, no obstante su verdad y coherencia, necesitan ser precisados en el momento de hacer referencia a las funciones específicas y propias de los sujetos que operan en la Iglesia. En este sentido, queda claro que sobre las cuestiones de fe o de moral el único sujeto hábil para desempeñar el oficio de enseñar con autoridad vinculante para los fieles es el Sumo Pontífice y el Colegio de los obispos en comunión con el Papa . Los obispos, en efecto, son «maestros auténticos» de la fe, «es decir, herederos de la autoridad de Cristo» , ya que por divina institución son sucesores de los Apóstoles «en el magisterio y en el gobierno pastoral»: ellos ejercitan, junto con el Romano Pontífice, la suprema autoridad y la plena potestad sobre toda la Iglesia, si bien esta potestad no pueda ser ejercida sin el acuerdo con el Romano Pontífice .

5. Con la fórmula del primer apartado: «Creo, también, con fe firme, todo aquello que se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por la Tradición, y que la Iglesia propone para ser creído, como divinamente revelado, mediante un juicio solemne o mediante el Magisterio ordinario y universal, se quiere afirmar que el objeto enseñado está constituido por todas aquellas doctrinas de fe divina y católica que la Iglesia propone como formalmente reveladas y, como tales, irreformables .

Esas doctrinas están contenidas en la palabra de Dios escrita o transmitida y son definidas como verdades divinamente reveladas por medio de un juicio solemne del Romano Pontífice cuando éste habla «ex cathedra», o por el Colegio de los obispos reunido en concilio, o bien son propuestas infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal.

Estas doctrinas requieren el asenso de fe teologal por parte de todos los fieles. Por esta razón, quién obstinadamente las pusiera en duda o las negara, caería en herejía, como lo indican los respectivos cánones de los Códigos canónicos.

6. La segunda proposición de la Professio fidei afirma: «Acepto y retengo firmemente, asimismo, todas y cada una de las cosas sobre la doctrina de la fe y las costumbres, propuestas por la Iglesia de modo definitivo». El objeto de esta fórmula comprende todas aquellas doctrinas que conciernen al campo dogmático o moral , que son necesarias para custodiar y exponer fielmente el depósito de la fe, aunque no hayan sido propuestas por el Magisterio de la Iglesia como formalmente reveladas.

Estas doctrinas pueden ser definidas formalmente por el Romano Pontífice cuando habla «ex cathedra» o por el Colegio de los obispos reunido en concilio, o también pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia como una «sententia definitive tenenda» . Todo creyente, por lo tanto, debe dar su asentimiento firme y definitivo a estas verdades, fundado sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo al Magisterio de la Iglesia, y sobre la doctrina católica de la infalibilidad del Magisterio en estas materias . Quien las negara, asumiría la posición de rechazo de la verdad de la doctrina católica , y por tanto no estaría en plena comunión con la Iglesia católica.

7. Las verdades relativas a este segundo apartado pueden ser de naturaleza diversa y revisten, por lo tanto, un carácter diferente debido al modo en que se relacionan con la revelación. Existen, en efecto, verdades que están necesariamente conectadas con la revelación mediante una relación histórica; mientras que otras verdades evidencian una conexión lógica, la cual expresa una etapa en la maduración del conocimiento de la misma revelación, que la Iglesia está llamada a recorrer. El hecho de que esas doctrinas no sean propuestas como normalmente reveladas, en cuanto agregan al dato de fe elementos no revelados o no reconocidos todavía expresamente como tales, en nada afectan a su carácter definitivo, el cual debe sostenerse como necesario, al menos por su vinculación intrínseca con la verdad revelada. Además, no se puede excluir que en cierto momento del desarrollo dogmático, la inteligencia tanto de la realidad como de las palabras del depósito de la fe pueda progresar en la vida de la Iglesia y el Magisterio llegue a proclamar algunas de estas doctrinas también como dogmas de fe divina y católica.

8. En lo que se refiere a la naturaleza del asentimiento debido a las verdades propuestas por la Iglesia como divinamente reveladas (primer apartado) o de retenerse de modo definitivo (segundo apartado), es importante subrayar que no hay diferencia en lo que se refiere al carácter pleno e irrevocable del asentimiento debido a ellas respectivamente. La diferencia se refiere a la virtud sobrenatural de la fe: en el caso de las verdades del primer apartado el asentimiento se funda directamente sobre la fe en la autoridad de la palabra de Dios (doctrinas de fide credenda); en el caso de las verdades del segundo apartado, el asentimiento se funda sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo al Magisterio y sobre la doctrina católica de la infalibilidad del Magisterio (doctrinas de fide tenenda).

9. De todos modos, el Magisterio de la Iglesia enseña una doctrina que ha de ser creída como divinamente revelada (primer apartado) o que ha de ser sostenida como definitiva (segundo apartado), por medio de un acto definitorio o no definitorio. En el caso de que lo haga a través de un acto definitorio, se define solemnemente una verdad por medio de un pronunciamiento «ex cathedra» por parte del Romano Pontífice o por medio de la intervención de un concilio ecuménico. En el caso de un acto no definitorio, se enseña infaliblemente una doctrina por medio del Magisterio ordinario y universal de los obispos esparcidos por el mundo en comunión con el Sucesor de Pedro. Tal doctrina puede ser confirmada o reafirmada por el Romano Pontífice, aun sin recurrir a una definición solemne, declarando explícitamente que la misma pertenece a la enseñanza del Magisterio ordinario y universal como verdad divinamente revelada (primer apartado) o como verdad de la doctrina católica (segundo apartado). En consecuencia, cuando sobre una doctrina no existe un juicio en la forma solemne de una definición, pero pertenece al patrimonio del depositum fidei y es enseñada por el Magisterio ordinario y universal —que incluye necesariamente el del Papa—, esa doctrina debe ser entendida como propuesta infaliblemente . La confirmación o la reafirmación por parte del Romano Pontífice, en este caso, no se trata de un nuevo acto de dogmatización, sino del testimonio formal sobre una verdad ya poseída e infaliblemente transmitida por la Iglesia.

10. La tercera proposición de la Professio fidei afirma: «Me adhiero, además, con religioso obsequio de voluntad y entendimiento, a las doctrinas enunciadas por el Romano Pontífice o por el Colegio de los obispos cuando ejercen el Magisterio auténtico, aunque no tengan la intención de proclamarlas con un acto definitivo».

A este apartado pertenecen todas aquellas enseñanzas —en materia de fe y moral— presentadas como verdaderas o al menos como seguras, aunque no hayan sido definidas por medio de un juicio solemne ni propuestas como definitivas por el Magisterio ordinario y universal. Estas enseñanzas son expresión auténtica del Magisterio ordinario del Romano Pontífice o del Colegio episcopal y demandan, por tanto, el religioso asentimiento de voluntad y entendimiento . Estas ayudan a alcanzar una inteligencia más profunda de la revelación, o sirven ya sea para mostrar la conformidad de una enseñanza con las verdades de fe, ya sea para poner en guardia contra concesiones incompatibles con estas mismas verdades o contra opiniones peligrosas que pueden llevar al error .

La proposición contraria a tales doctrinas puede ser calificada respectivamente como errónea o, en el caso de las enseñanzas de orden prudencial, como temeraria o peligrosa y por tanto «tuto doceri non potest» .

11. Ejemplificaciones. Sin ninguna intención de ser exhaustivos, se pueden recordar, con finalidad meramente indicativa, algunos ejemplos de doctrinas relativas a los tres apartados arriba expuestos.

A las verdades correspondientes al primer apartado pertenecen los artículos de la fe del Credo, y los diversos dogmas cristológico , y marianos; la doctrina de la institución de los sacramentos por parte de Cristo y su eficacia en lo que respecta a la gracia; la doctrina de la presencia real y substancial de Cristo en la Eucaristía y la naturaleza sacrificial de la celebración eucarística ; la fundación de la Iglesia por voluntad de Cristo; la doctrina sobre el primado y la infalibilidad del Romano Pontífice; la doctrina sobre la existencia del pecado original; la doctrina sobre la inmortalidad del alma y sobre la retribución inmediata después de la muerte ; la inerrancia de los textos sagrados inspirados ; la doctrina acerca de la grave inmoralidad de la muerte directa y voluntaria de un ser humano inocente .

En lo que concierne a las verdades del segundo apartado, en referencia a las que están conectadas con la Revelación por necesidad lógica, se puede considerar, por ejemplo, el desarrollo del conocimiento de la doctrina sobre la definición de la infalibilidad del Romano Pontífice, antes de la definición dogmática del concilio Vaticano I. El primado del Sucesor de Pedro ha sido siempre creído como un dato revelado, aunque hasta el Vaticano I quedó abierta la discusión sobre si la elaboración conceptual que subyace en los términos «jurisdicción» e «infalibilidad» debía considerarse como parte intrínseca de la revelación o solamente consecuencia racional. Aunque su carácter de verdad divinamente revelada fue definido en el concilio Vaticano I, la doctrina sobre la infalibilidad y sobre el primado de jurisdicción del Romano Pontífice era reconocida como definitiva ya en la fase precedente al concilio. La historia muestra con claridad que cuanto fue asumido por la conciencia de la Iglesia, había sido considerado desde los inicios como una doctrina verdadera y, sucesivamente, sostenida como definitiva, aunque sólo en el paso final de la definición del Vaticano I fuera recibida como verdad divinamente revelada.

En lo que concierne a la reciente enseñanza de la doctrina sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres, se debe observar un proceso similar. La intención del Sumo Pontífice, sin querer llegar a una definición dogmática, ha sido la de reafirmar que tal doctrina debe ser tenida como definitiva , pues, fundada sobre la palabra de Dios escrita, constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia, ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal . Nada impide que, como lo demuestra el ejemplo precedente, en el futuro la conciencia de la Iglesia pueda progresar hasta llegar a definir tal doctrina de forma que deba ser creída como divinamente revelada.

Se puede también llamar la atención sobre la doctrina de la ilicitud de la eutanasia, enseñada en la encíclica Evangelium vitae. Confirmando que la eutanasia es «una grave violación de la ley de Dios», el Papa declara que «tal doctrina está fundada sobre la ley natural y sobre la palabra de Dios escrita, que ha sido transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal» . Podría dar la impresión de que en la doctrina sobre la eutanasia hay un elemento puramente racional, ya que la Escritura parece no conocer el concepto. Sin embargo, emerge en este caso la mutua relación entre el orden de la fe y el orden de la razón: la Escritura, en efecto, excluye con claridad toda forma de autodisposición sobre la existencia humana, lo cual es parte de la praxis y de la teoría de la eutanasia.

Otros ejemplos de doctrinas morales enseñadas como definitivas por el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia son: la ilicitud de la prostitución y la fornicación .

En referencia a las verdades conectadas con la revelación por necesidad histórica, que deben ser creídas de modo definitivo, pero que no pueden ser declaradas como divinamente reveladas, se pueden indicar, por ejemplo, la legitimidad de la elección del Sumo Pontífice o de la celebración de un concilio ecuménico, la canonización de los santos (hechos dogmáticos); la declaración de León XIII en la carta apostólica Apostolicae curae sobre la invalidez de las ordenaciones anglicanas , etc.

Como ejemplos de doctrinas pertenecientes al tercer apartado se pueden indicar en general las enseñanzas propuestas por el Magisterio auténtico y ordinario de modo no definitivo, que exigen un grado de adhesión diferenciado, según la mente y la voluntad manifestada, la cual se hace patente especialmente por la naturaleza de los documentos, o por la frecuente proposición de la misma doctrina, o por el tenor de las expresiones verbales .

12. Con los diversos símbolos de la fe, el creyente reconoce y atestigua que profesa la fe de toda la Iglesia. Por ese motivo, sobre todo en los símbolos más antiguos, se expresa esta conciencia eclesial con la fórmula «Creemos». Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica: «“Creo” es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, sobre todo en el momento de su bautismo. “Creemos” es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”: es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios con su misma fe y que nos enseña a decir: “Creo”, “Creemos”».

En cada profesión de fe, la Iglesia verifica las diferentes etapas que ha recorrido en su camino hacia el encuentro definitivo con el Señor. Ningún contenido ha sido superado con el pasar del tiempo; en cambio, todo se convierte en patrimonio insustituible por medio del cual la fe de siempre, de todos, vivida en todas partes, contempla la acción perenne del Espíritu de Cristo resucitado que acompaña y vivifica su Iglesia hasta conducirla a la plenitud de la verdad.

Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la doctrina de la fe, el 29 de junio de 1998, solemnidad de San Pedro y San Pablo, Apóstoles

JOSEPH Card. RATZINGER

Prefecto

TARCISIO BERTONE, s.d.b.

Arzobispo emérito de Vercelli

Secretario


Reflexiones en torno a la relación entre los pronunciamientos del Magisterio y la teología

El problema del disenso a la luz de la Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva de la «Professio fidei»

P. Adriano GARUTI, o.f.m.

Pontificio Ateneo Antoniano

La crisis de autoridad que se ha producido durante los últimos años en la sociedad civil ha tenido también serias repercusiones dentro de la Iglesia, que se han manifestado sobre todo con el disenso del Magisterio.

El problema ha sido afrontado por la Congregación para la doctrina de la fe, indirectamente, con la publicación de la nueva Professio fidei (1989) y, más directamente, con la instrucción Donum veritatis (24 de mayo de 1990). El primer documento, además de cumplir su función práctica de proporcionar un nuevo texto para emitir la profesión de fe en los casos previstos por la legislación eclesiástica, presenta una novedad de índole doctrinal, con la añadidura de los tres apartados finales, para distinguir mejor el orden de las categorías de verdades, con el diverso grado de autoridad de las doctrinas propuestas por el Magisterio y el relativo tipo de asentimiento exigido a los fieles. El segundo afronta más expresamente el tema, como lo indican su mismo título: «sobre la vocación eclesial del teólogo» y el desarrollo explícito que se hace de él en la cuarta parte.

Una presentación, aun sintética, de la instrucción Donum veritatis nos llevaría demasiado lejos. En cambio, también como premisa al documento que queremos ilustrar , parece oportuno hacer algunas reflexiones en torno a la Professio fidei. Aunque fue promulgada con la finalidad de precisar el diverso grado de autoridad de los documentos magisteriales y el relativo asentimiento exigido de hecho ha sido objeto de las más diversas interpretaciones, de dudas y confutaciones explícitas, especialmente por lo que atañe a la categoría de verdades contenidas en el apartado segundo.

Particularmente significativo es el libro del padre Francis A. Sullivan, Capire e interpretare il Magistero. Una fedeltà creativa (Bolonia, 1997). Partiendo de la afirmación, ya generalmente reconocida —por lo demás, subrayada por la misma instrucción Donum veritatis (n. 17)— de la necesidad de aplicar los principios de la hermenéutica también a los documentos del Magisterio (cf. pp. 12?13), el autor declara expresamente que quiere «describir los criterios que un teólogo debería seguir para cumplir» su tarea de «establecer el grado de autoridad que tienen las diversas afirmaciones del Magisterio y el correspondiente grado de respuesta que exigen». Al mismo tiempo, reconoce que no encuentra «un modo mejor de hacerlo que comentar la nueva “Fórmula de profesión de fe”» (p. 22).

A continuación, el autor pasa a examinar el tipo de doctrinas implicado en los tres apartados añadidos, y el respectivo nivel de asentimiento debido (pp. 22?36). En la práctica, se concentra sobre todo en la enseñanza de la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, que sitúa entre las verdades contempladas en el tercer apartado. En un primer momento, afirma que le impresiona el «lenguaje tan fuerte ( … ) de la última frase de la carta apostólica», pero luego, apoyándose en la afirmación del cardenal Ratzinger de que «Juan Pablo II no tenía intención de hablar ex cathedra», escribe textualmente: «Esta afirmación que excluye la ordenación de las mujeres debería ponerse en la cima de cualquier escala para medir el grado de autoridad ejercido por los Papas en su magisterio ordinario» (pp. 31?32). Sin embargo, explicita esa afirmación genérica en la Conclusión: «Entonces consideraba que este juicio expresado por Juan Pablo II, a pesar del lenguaje sumamente fuerte que usa, pertenecía a la categoría del magisterio ordinario del Papa. Obviamente, eso significaba que yo no creía que eso había sido definido infaliblemente por el Papa». Además, añade que en un articulo publicado, el mes de junio de 1994, en The Tablet habla escrito que le parecía «por lo menos dudoso que el juicio expresado en esa carta del Papa fuera enseñado infaliblemente por el magisterio ordinario universal» (p. 203).

Mientras tanto, la Congregación para la doctrina de la fe publicó la Respuesta a la pregunta (28 de octubre de 1995), en la que se afirma que la doctrina que excluye a las mujeres de la ordenación sacerdotal forma parte del depósito de la fe y que ha sido enseñada infaliblemente por el magisterio ordinario y universal . Dejando a los expertos en sagrada Escritura la tarea de discutir si efectivamente esa doctrina puede llamarse revelada por Dios, el padre Sullivan no admite que haya sido enseñada infaliblemente. En efecto, citando algunos ejemplos de «proposiciones que hasta cierto momento parecían constituir una enseñanza unánime de todo el Episcopado, pero que después de un ulterior desarrollo de la doctrina ya no forman parte de la enseñanza de la Iglesia» (p. 204), concluye: «La pregunta que sigo planteándome es si consta claramente que los obispos de la Iglesia católica están tan convencidos de esas razones como lo está evidentemente Juan Pablo II y si, en el ejercicio de su oficio de jueces y doctores de la fe, han enseñado de forma unánime que la exclusión de las mujeres de la ordenación sacerdotal es una verdad divinamente revelada a la que todos los católicos están obligados a dar un asentimiento de fe definitivo. Si eso no consta claramente, no veo de qué modo se puede tener la certeza de que esta doctrina ha sido enseñada infaliblemente por el magisterio ordinario y universal» (p. 206). El motivo de esa obsesiva pregunta es el hecho de que la Congregación «no invocó ninguno» de los criterios que los documentos oficiales han propuesto «para establecer si una doctrina es enseñada por el magisterio ordinario y universal: la consulta de todos los obispos; el consenso universal y constante de los teólogos católicos; la adhesión común de los fieles» (pp. 205?206). De este modo, se olvida de que el valor de un pronunciamiento magisterial no se basa en las razones o en los argumentos teológicos que aduce, sino en un fundamento doctrinal, algo esencialmente diferente de las argumentaciones y explicaciones teológicas. La Respuesta a la pregunta simplemente quiso recordar que el Romano Pontífice, aun sin recurrir a una fórmula técnica, pero apelando a su ministerio de confirmar en la fe a sus hermanos, reafirmó y confirmó una doctrina propuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal, y, por tanto, «esta doctrina debe ser mantenida de modo definitivo por todos los fieles de la Iglesia». El Papa no podría declarar de manera tan evidente y formal que una doctrina se ha de considerar definitive tenenda, si no estuviera convencido de proponer infaliblemente una doctrina perteneciente al depósito de la fe; pero ni a él ni a la Congregación para la doctrina de la fe corresponde demostrar que esa doctrina es claramente propuesta por el magisterio ordinario y universal; esa demostración compete, más bien, a la reflexión teológica, que ciertamente podrá aclarar y profundizar mejor los argumentos que sostienen el pronunciamiento magisterial, pero nunca podrá ponerlo en duda y, mucho menos, criticarlo. En todo caso, no es el consenso constante y universal de los teólogos lo que permite establecer si una doctrina ha sido o no enseñada por el magisterio ordinario y universal.

Así pues, resulta evidente la convicción del padre Sullivan, compartida por otros autores, por asociaciones eclesiásticas e incluso por algún que otro obispo, según la cual una enseñanza magisterial no puede considerarse infalible si no ha sido definida solemnemente por un Concilio o por el Romano Pontífice hablando ex cathedra; esa convicción va acompañada por una confusa percepción del significado de la expresión defínitive tenenda con respecto al actus definitorius.


Este es el contexto que ha dado ocasión a la Nota, que no se presenta como un nuevo documento añadido al texto de la Fórmula de la profesión de fe, sino como una explicación o interpretación de la misma.

Después de una breve alusión a las primeras fórmulas de fe, ya presentes desde los inicios de la Iglesia, que se fueron desarrollando cada vez más en el decurso de los siglos, la Nota hace ante todo una precisión a propósito de las «funciones específicas y propias de los sujetos que operan en la Iglesia». En otras palabras, reafirma que «queda claro que sobre las cuestiones de fe o de moral, el único sujeto hábil para desempeñar el oficio de enseñar con autoridad vinculante para los fieles es el Sumo Pontífice y el Colegio de los obispos en comunión con el Papa» (n. 4). Luego pasa a la interpretación de los tres apartados finales de la profesión de fe, precisando respectivamente el objeto enseñado, el modo de la enseñanza, el asentimiento debido y la censura en que incurre quien no presta dicho asentimiento (cf. nn. 5 11).

Una primera diferencia atañe a la relación de las diversas verdades con la divina Revelación: las del primer apartado son propuestas «como formalmente reveladas», en cuanto que «están contenidas en la palabra de Dios escrita o transmitida»; las del segundo apartado no son «propuestas como formalmente reveladas», sino como «necesarias para conservar y exponer fielmente el depósito de la fe». Sin embargo, unas y otras son «enseñadas infaliblemente». En efecto, precisa la Nota, también las verdades del segundo apartado «están necesariamente conectadas con la revelación mediante una relación histórica» o «evidencian una conexión lógica, la cual expresa una etapa en la maduración del conocimiento de la misma revelación, que la Iglesia está llamada a recorrer». De ahí brota la siguiente conclusión: «El hecho de que estas doctrinas no sean propuestas como formalmente reveladas, en cuanto agregan al dato de la fe elementos no revelados o no reconocidos todavía expresamente como tales, en nada afecta a su carácter definitivo, el cual debe sostenerse como necesario, al menos por su vinculación intrínseca con la verdad revelada» (n. 7) .

A la misma conclusión se llega por la precisión que hace la Nota a propósito del acto definitorio o no definitorio: aunque no se trate de un acto definitorio, o sea «un juicio en la forma solemne de una definición», cuando el Romano Pontífice confirma una doctrina, declarando explícitamente que pertenece al patrimonio del depositum fidei y «es enseñada por el Magisterio ordinario y universal —que incluye necesariamente el del Papa—, esa doctrina debe ser entendida como propuesta infaliblemente. La confirmación o la reafirmación por parte del Romano Pontífice, en este caso, no se trata de un nuevo acto de dogmatización, sino del testimonio formal sobre una verdad ya poseída e infaliblemente transmitida por la Iglesia» (n. 9). En conclusión, una doctrina puede ser enseñada con un acto estrictamente definitorio, pero también con un acto no definitorio, como en el caso de una doctrina (o praxis vinculada a una doctrina) del magisterio ordinario y universal de los obispos en comunión con el Sucesor de Pedro, que puede ser confirmada o reafirmada como tal por el Romano Pontífice como cabeza del Colegio episcopal, sin recurrir a una definición solemne: también esa doctrina es enseñada infaliblemente y, por tanto, es definitive tenenda, aunque no sea de fide credenda.

De ahí se sigue que, aunque sea diversa la «naturaleza del asentimiento debido a las verdades propuestas por la Iglesia como divinamente reveladas (primer apartado) o de retenerse de modo definitivo (segundo apartado), es importante subrayar que no hay diferencia en lo que se refiere al carácter pleno e irrevocable del asentimiento debido a ellas respectivamente». La única diferencia se refiere a la virtud sobrenatural de la fe: «En el caso de las verdades del primer apartado, el asentimiento se funda directamente sobre la fe en la autoridad de la palabra de Dios (doctrinas de fide credenda); en el caso de las verdades del segundo apartado, se funda sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo al Magisterio y sobre la doctrina católica de la infalibilidad del Magisterio (doctrinas de fide tenenda)» (n. 8).

Una confirmación de esa interpretación se encuentra en el motu proprio promulgado por Juan Pablo II el 18 de mayo de 1998 , en el que se introducen algunas normas en el Código de derecho canónico y en el Código de cánones de las Iglesias orientales, precisamente con la finalidad de imponer expresamente la obligación de adherirse a las verdades propuestas definitivamente por el Magisterio de la Iglesia, con la indicación de las respectivas sanciones canónicas.

En efecto, colmando una laguna en la legislación universal de la Iglesia con respecto a la categoría de verdades expresadas en el segundo apartado de la Professio fidei, se introduce un complemento a los cánones 750 y 1371, n. 1, del Código de derecho canónico, y a los cánones 598 y 1436 del Código de cánones de las Iglesias orientales. Por consiguiente, se establece que quien no se adhiere a proposiciones enseñadas por el Magisterio como definitive tenendae, se opone a una doctrina de la Iglesia católica y deberá ser castigado con la pena correspondiente. La Nota explicita ulteriormente: «Quien las negara, asumiría la posición de rechazo de la verdad de la doctrina católica y, por tanto, no estaría en plena comunión con la Iglesia católica» (n. 6).

En la parte final (n. 11), la Nota ofrece, con finalidad meramente indicativa y no exhaustiva, algunos ejemplos de doctrinas relativas a los tres apartados antes expuestos. Baste recordar que entre ellas figura la doctrina sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres. Por ello, habría motivo para esperar que, en este campo determinado —y naturalmente también en los diversos temas específicos enumerados—, cesara el disenso que podríamos definir sistemático después de una enseñanza tan clara del Magisterio. Es verdad que no se trata de un nuevo documento, sino simplemente de una Nota ilustrativa, que por lo demás se inserta en la serie de intervenciones que recuerdan con insistencia la necesidad que tienen los fieles, y sobre todo los teólogos, de adherirse de modo más consciente a los pronunciamientos magisteriales, aun reconociendo su papel insustituible. También constituye una invitación a reflexionar, que, con el complemento aportado a los Códigos de derecho canónico por el motu proprio de Juan Pablo II, adquiere asimismo una dimensión legislativa y disciplinar.

L’Osservatore Romano, 7 de agosto de 1998

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