Tercera Parte: La Vida de Fe

1691 «Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios» (S. León Magno, serm. 21, 2-3).

1692 El Símbolo de la fe profesa la grandeza de los dones de Dios al hombre por la obra de su creación, y más aún, por la redención y la santificación. Lo que confiesa la fe, los sacramentos lo comunican: por «los sacramentos que les han hecho renacer», los cristianos han llegado a ser «hijos de Dios» (Jn 1,12; 1 Jn 3,1), «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4). Reconociendo en la fe su nueva dignidad, los cristianos son llamados a llevar en adelante una «vida digna del Evangelio de Cristo» (Flp 1,27). Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que les capacitan para ello.

1693 Cristo Jesús hizo siempre lo que agradaba al Padre (cf Jn 8,29). Vivió siempre en perfecta comunión con él. De igual modo sus discípulos son invitados a vivir bajo la mirada del Padre «que ve en lo secreto» (cf Mt 6,6) para ser «perfectos como el Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

1694 Incorporados a Cristo por el bautismo (cf Rom 6,5), los cristianos están «muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,11), participando así en la vida del Resucitado (cf Col 2,12). Siguiendo a Cristo y en unión con él (cf Jn 15,5), los cristianos pueden ser «imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor» (Ef 5,1), conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con «los sentimientos que tuvo Cristo» (Flp 2,5) y siguiendo sus ejemplos (cf Jn 13,12-16).

1695 «Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6,11), «santificados y llamados a ser santos» (1 Co 1,2), los cristianos se convierten en «el templo del Espíritu Santo» (cf 1 Co 6,19). Este «Espíritu del Hijo» les enseña a orar al Padre (cf Gál 4,6) y, haciéndose vida en ellos, les hace obrar (cf Gal 5,25) para dar «los frutos del Espíritu» (Gal 5,22) por la caridad operante. Curando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente por una transformación espiritual (cf Ef 4,23), nos ilumina y nos fortalece para vivir como «hijos de la luz» (Ef 5,8), «por la bondad, la justicia y la verdad» en todo (Ef 5,9).

1696 El camino de Cristo «lleva a la vida», un camino contrario «lleva a la perdición» (Mt 7,13; cf Dt 30,15-20). La parábola evangélica de los dos caminos está siempre presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación. «Hay dos caminos, el uno de la vida, el otro de la muerte; pero entre los dos, una gran diferencia» (Didajé, 1,1).

1697 En la catequesis es importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias de la vida de Cristo (cf CT 29). La catequesis de la «vida nueva» en él (Rom 6,4) será:

–una catequesis del Espíritu Santo, Maestro interior de la vida según Cristo, dulce huésped del alma que inspira, conduce, rectifica y fortalece esta vida;

–una catequesis de la gracia, pues por la gracia somos salvados, y por la gracia también nuestras obras pueden dar fruto para la vida eterna;

–una catequesis de las bienaventuranzas, porque el camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre;

–una catequesis del pecado y del perdón, porque sin reconocerse pecador, el hombre no puede conocer la verdad sobre sí mismo, condición del obrar justo, y sin la oferta del perdón no podría soportar esta verdad;

–una catequesis de las virtudes humanas que haga captar la belleza y el atractivo de las rectas disposiciones para el bien;

–una catequesis de las virtudes cristianas de fe, esperanza y caridad que se inspire ampliamente en el ejemplo de los santos;

–una catequesis del doble mandamiento de la caridad desarrollado en el Decálogo;

–una catequesis eclesial, pues es en los múltiples intercambios de los «bienes espirituales» en la «comunión de los santos» donde la vida cristiana puede crecer, desplegarse y comunicarse.

1698 La referencia primera y última de esta catequesis será siempre Jesucristo que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Contemplándole en la fe, los fieles de Cristo pueden esperar que él realice en ellos sus promesas, y que amándolo con el amor con que él nos ha amado hagan las obras que corresponden a su dignidad:

Os ruego que penséis que Jesucristo, Nuestro Señor, es vuestra verdadera Cabeza, y que vosotros sois uno de sus miembros. El es con relación a vosotros lo que la cabeza es con relación a sus miembros; todo lo que es suyo es vuestro, su espíritu, su Corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y debéis usar de ellos como de cosas que son vuestras, para servir, alabar, amar y glorificar a Dios. Vosotros y él sois como los miembros y su cabeza. Así desea él ardientemente usar de todo lo que hay en vosotros, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de él (S. Juan Eudes, cord. 1,5).

Mi vida es Cristo (Flp 1,21).


PRIMERA SECCIÓN: LA VOCACIÓN DEL HOMBRE: LA VIDA EN EL ESPÍRITU

1699. La vida en el Espíritu Santo realiza la vocación del hombre (capítulo primero). Está hecha de caridad divina y solidaridad humana (capítulo segundo). Es concedida gratuitamente como una Salvación (capítulo tercero).


CAPÍTULO PRIMERO: LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

1700. La dignidad de la persona humana está enraizada en su creación a imagen y semejanza de Dios (artículo 1); se realiza en su vocación a la bienaventuranza divina (artícul o 2). Corresponde al ser humano llegar libremente a esta realización (artículo 3). Por sus actos deliberados (artículo 4), la persona humana se conforma, o no se conforma, al bien prometido por Dios y atestiguado por la conciencia moral (artículo 5). Los seres humanos se edifican a sí mismos y crecen desde el interior: hacen de toda su vida sensible y espiritual un material de su crecimiento (artículo 6). Con la ayuda de la gracia crecen en la virtud (artículo 7), evitan el pecado y, si lo cometen, recurren como el hijo pródigo (cf. Lc 15,11-31) a la misericordia de nuestro Padre del cielo (artículo 8). Así acceden a la perfección de la caridad.


Artículo 1 EL HOMBRE IMAGEN DE DIOS

1701 «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio de Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (GS 22,1). En Cristo, «imagen del Dios invisible» (Col 1,15; cf 2 Co 4,4), el hombre ha sido creado «a imagen y semejanza» del Creador. En Cristo, redentor u salvador, la imagen divina alterada en el hombre por el primer pecado ha sido restaurada en su belleza original y ennoblecida con la gracia de Dios (cf GS 22,2).

1702 La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unidad de las personas divinas entre sí (cf capítulo segundo).

1703 Dotada de un alma «espiritual e inmortal» (GS 14), la persona humana es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (GS 24,3). Desde su concepción está destinada a la bienaventuranza eterna.

1704 La persona humana participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. Por la razón es capaz de comprender el orden de las cosas establecido por el Creador. Por su voluntad es capaz de dirigirse por sí misma a su bien verdadero. Encuentra su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien (cf GS 15,2).

1705 En virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre está dotado de libertad, «signo eminente de la imagen divina» (GS 17).

1706 Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa «a hacer el bien y a evitar el mal» (GS 16). Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo. El ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana.

1707 «El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia» (GS 13,1). Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Quedó inclinado al mal y sujeto al error.

De ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas (GS 13,2).

1708 Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia restaura lo que el pecado había deteriorado en nosotros.

1709 El que cree en Cristo se hace hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo.


RESUMEN

1710 «Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (GS 22,1).

1711 Dotada de alma espiritual, de entendimiento y de voluntad, la persona humana está desde su concepción ordenada a Dios y destinada a la bienaventuranza eterna. Camina hacia su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien (cf GS 15,2).

1712 La libertad verdadera es en el hombre el «signo eminente de la imagen divina» (GS 17).

1713 El hombre debe seguir la ley moral que le impulsa «a hacer el bien y a evitar el mal» (GS 16). Esta ley resuena en su conciencia.

1714 El hombre, herido en su naturaleza por el pecado original, está sujeto al error e inclinado al mal en el ejercicio de su libertad.

1715 El que cree en Cristo tiene la vida nueva en el Espíritu Santo. La vida moral, desarrollada y madurada en la gracia, culmina en la gloria del cielo.

Artículo 2 NUESTRA VOCACIÓN A LA BIENAVENTURANZA


I LAS BIENAVENTURANZAS

1716 Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos:

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán en herencia la tierra.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.

Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos.

(Mt 5,3-12).

1717 Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos.


II EL DESEO DE FELICIDAD

1718 Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia él, el único que lo puede satisfacer:

Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada (S. Agustín, mor. eccl. 1,3,4).

¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al busc arte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti (S. Agustín, conf. 10,20.29).

Sólo Dios sacia (S. Tomás de Aquino, symb. 1).

1719 Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe.


Artículo 3 LA BIENAVENTURANZA CRISTIANA

1720 El Nuevo Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la venida del Reino de Dios (cf Mt 4,17); la visión de Dios: «Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8; cf 1 Jn 3,2; 1 Co 13,12); la entrada en el gozo del Señor (cf Mt 25,21.23); la entrada en el Descanso de Dios (He 4,7-11):

Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin? (S. Agustín, civ. 22,30)

1721 Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina (2 P 1,4) y de la Vida eterna (cf Jn 17,3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo (cf Rom 8,18) y en el gozo de la vida trinitaria.

1722 Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas. Es fruto del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo divino.

«Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios». Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable gloria, «nadie verá a Dios y vivirá», porque el Padre es inasequible; pero según su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llega hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a Dios… «porque lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (S. Ireneo, haer. 4,20,5).

1723 La bienaventuranza prometida nos coloca ante elecciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus instintos malvados y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino en Dios solo, fuente de todo bien y de todo amor:

El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje «instintivo» la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad…Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro…La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa) ha llegado a ser considerada como un bien en sí misma, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración (Newman, mix. 5, sobre la santidad).

1724 El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante actos cotidianos, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (cf La parábola del sembrador: Mt 13,3-23).

RESUMEN

1725 Las bienaventuranzas recogen y perfeccionan las promesas de Dios desde Abraham ordenándolas al Reino de los Cielos. Responden al deseo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre.

1726 Las bienaventuranzas nos enseñan el fin último al que Dios nos llama: el Reino, la visión de Dios, la participación en la naturaleza divina, la vida eterna, la filiación, el descanso en Dios.

1727 La bienaventuranza de la vida eterna es un don gratuito de Dios; es sobrenatural como la gracia que conduce a ella.

1728 Las bienaventuranzas nos colocan ante elecciones decisivas respecto a los bienes terrenos; purifican nuestro corazón para enseñarnos a amar a Dios por encima de todo.

1729 La bienaventuranza del Cielo determina los criterios de discernimiento en el uso de los bienes terrenos conforme a la Ley de Dios.


Artículo 3 LA LIBERTAD DEL HOMBRE

1730 Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. «Quiso Dios `dejar al hombre en manos de su propia decisión» (Si 15,14), de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz perfección» (GS 17):

El hombre es racional, y por ello semejante a Dios, creado libre y dueño de sus actos (S. Ireneo, haer. 4,4,3).

I LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD

1731 La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza.

1732 Mientras no está centrada definitivamente en su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, por tanto, de crecer en perfección o de fracasar y pecar. Caracteriza a los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito.

1733 En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay libertad verdadera más que en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a «la esclavitud del pecado» (cf Rom 6,17).

1734 La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que estos son voluntarios. El progreso en la virtud, el conocimiento del bien, y la ascesis acrecientan el dominio de la voluntad sobre los propios actos.

1735 La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas por la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, las afecciones desordenadas y otros factores síquicos o sociales.

1736 Todo acto directamente querido es imputable a su autor:

Así el Señor pregunta a Adán tras el pecado en el paraíso: «¿Qué has hecho?» (Gn 3,13). Igualmente a Caín (cf Gn 4,10). Así también el profeta Natán al rey David, tras el adulterio con la mujer de Urías y la muerte de éste (cf 2 S 12,7-15).

Una acción puede ser indirectamente voluntaria cuando resulta de una negligencia respecto a lo que se habría debido conocer o hacer, por ejemplo, un accidente provocado por la ignorancia del código de la circulación.

1737 Un efecto puede ser tolerado sin ser querido por el que obra, por ejemplo, el agotamiento de una madre a la cabecera de su hijo enfermo. El efecto malo no es imputable si no ha sido querido ni como fin ni como medio de la acción, como la muerte acontecida al auxiliar a una persona en peligro. Para que el efecto malo sea imputable, es preciso que sea previsible y que el que actúa tenga la posibilidad de evitarlo, por ejemplo, en el caso de un homicidio cometido por un conductor en estado de embriaguez.

1738 La libertad se ejerce en las relaciones entre los seres humanos. Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como un ser libre y responsable. Todos están obligados a no conculcar el derecho que cada uno tiene a ser perfecto. El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa (cf DH 2). Este derecho debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público (cf DH 7).


II LA LIBERTAD HUMANA EN LA ECONOMÍA DE LA SALVACIÓN

1739 Libertad y pecado. La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios se engañó a sí mismo; se hizo esclavo del pecado. Esta alienación primera engendró una multitud de otras alienaciones. La historia de la humanidad, desde sus orígenes, testimonia desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad.

1740 Amenazas para la libertad. El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y hacer todo. Es falso concebir al hombre «sujeto de esa libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales» (CDF, instr. «Libertatis Conscientia» 13). Por otra parte, las condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con mucha frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Apartándose de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad de sus semejantes y se rebela contra la verdad divina.

1741 Liberación y salvación. Por su Cruz gloriosa, Cristo alcanzó la salvación para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud. «Para ser libres nos libertó Cristo» (Gal 5,1). En él participamos de «la verdad que nos hace libres» (Jn 8,32). El Espíritu Santo nos ha sido dado, y, como enseña el apóstol, «donde está el Espíritu, allí está la libertad» (2 Co 3,17). Desde ahora nos gloriamos de la «libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,21).

1742 Libertad y gracia. La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la libertad y del bien que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos más dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima libertad y nuestra seguridad en las pruebas, como ante las presiones y coacciones del mundo exterior. Por el trabajo de la gracia, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo.

Dios omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros los males, para que, bien dispuesto nuestro cuerpo nuestro espíritu, podamos libremente cumplir tu voluntad (MR, colecta del domingo 32).


RESUMEN

1743 Dios ha querido «dejar al hombre en manos de su propia decisión» (Si 15,14). Para que pueda adherirse libremente a su Creador y llegar así a la bienaventurada perfección (cf GS 17,1).

1744 La libertad es el poder de obrar o de no obrar y de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. La libertad alcanza su perfección, cuando está ordenada a Dios, el supremo Bien.

1745 La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Hace al ser humano responsable de los actos de que es autor voluntario. Es propio del hombre actuar deliberadamente.

1746 La imputabilidad o la responsabilidad de una acción puede quedar disminuida o incluso anulada por la ignorancia, la violencia, el temor y otros factores síquicos o sociales.

1747 El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad del hombre, especialmente en materia religiosa y moral. Pero el ejercicio de la libertad no implica el supuesto derecho de decir ni de hacer todo.

1748 «Para ser libres nos libertó Cristo» (Gal 5,1).


Artículo 4 LA MORALIDAD DE LOS ACTOS HUMANOS

1749 La libertad hace del hombre un sujeto moral. Cuando actúa de manera deliberada, el hombre es, por así decirlo, el padre de sus actos. Los actos humanos, es decir, libremente elegidos tras un juicio de conciencia, son calificables moralmente. Son buenos o malos.

I LAS FUENTES DE LA MORALIDAD

1750 La moralidad de los actos humanos depende :

– del objeto elegido;

– del fin que se busca o la intención;

– de las circunstancias de la acción.

El objeto, la intención y las circunstancias forman las «fuentes» o elementos constitutivos de la moralidad de los actos humanos.

1751 El objeto elegido es un bien hacia el cual tiende deliberadamente la voluntad. Es la materia de un acto humano. El objeto elegido especifica moralmente el acto del querer, según que la razón lo reconozca y lo juzgue conforme o no conforme al bien verdadero. Las reglas objetivas de la moralidad enuncian el orden racional del bien y del mal, atestiguado por la conciencia.

1752 Frente al objeto, la intención se sitúa del lado del sujeto que actúa. La intención, por estar ligada a la fuente voluntaria de la acción y determinarla por el fin, es un elemento esencial en la calificación moral de la acción. El fin es el término primero de la intención y designa el objetivo buscado en la acción. La intención es un movimiento de la voluntad hacia un fin; mira al término del obrar. Apunta al bien esperado de la acción emprendida. No se limita a la dirección de cada una de nuestras acciones tomadas aisladamente, sino que puede también ordenar varias acciones hacia un mismo objetivo; puede orientar toda la vida hacia el fin último. Por ejemplo, un servicio que se hace a alguien tiene por fin ayudar al prójimo, pero puede estar inspirado al mismo tiempo por el amor de Dios como fin último de todas nuestras acciones. Una misma acción puede también estar inspirada por varias intenciones como hacer un servicio para obtener un favor o para satisfacer la vanidad.

1753 Una intención buena (por ejemplo: ayudar al prójimo) no hace ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo desordenado (como la mentira y la maledicencia). El fin no justifica los medios. Así, no se puede justificar la condena de un inocente como un medio legítimo para salvar al pueblo. Por el contrario, una intención mala sobreañadida (como la vanagloria) convierte en malo un acto que, de suyo, puede ser bueno (como la limosna; cf Mt 6,2-4).

1754 Las circunstancias, comprendidas las consecuencias, son los elementos secundarios de un acto moral. Contribuyen a agravar o a disminuir la bondad o la malicia moral de los actos humanos (por ejemplo, la cantidad de dinero robado). Pueden también atenuar o aumentar la responsabilidad del que obra (como actuar por miedo a la muerte). Las circunstancias no pueden de suyo modificar la cualidad moral de los actos; no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de suyo es mala.

II LOS ACTOS BUENOS Y LOS ACTOS MALOS

1755 El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias. Un fin malo corrompe la acción, aunque su objeto sea de suyo bueno (como orar y ayunar «para ser visto por los hombres»).

El objeto de la elección puede por sí solo viciar el conjunto de todo el acto. Hay comportamientos concretos -como la fornicación- que son siempre errados, porque su elección comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral.

1756 Es, por tanto, erróneo juzgar de la moralidad de los actos humanos considerando sólo la intención que los inspira o las circunstancias (ambiente, presión social, coacción o necesidad de obrar, etc.) que son su marco. Hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener un bien.

RESUMEN

1757 El objeto, la intención y las circunstancias constituyen las tres «fuentes» de la moralidad de los actos humanos.

1758 El objeto elegido especifica moralmente el acto de la voluntad según que la razón lo reconozca y lo juzgue bueno o malo.

1759 «No se puede justificar una acción mala hecha con una intención buena» (S. Tomás de Aquino, dec. praec. 6). El fin no justifica los medios.

1760 El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias.

1761 Hay comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral. No está permitido hacer un mala para obtener un bien.

Artículo 5 LA MORALIDAD DE LAS PASIONES

1762 La persona humana se ordena a la bienaventuranza por sus actos deliberados: las pasiones o sentimientos que experimenta pueden disponerla y contribuir a ellos.

I LAS PASIONES

1763 El término «pasiones» pertenece al patrimonio del pensamiento cristiano. Los sentimientos o pasiones designan las emociones o impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar o a no obrar en razón de lo que es sentido o imaginado como bueno o como malo.

1764 Las pasiones son componentes naturales del siquismo humano, constituyen el lugar de paso y aseguran el vínculo entre la vida sensible y la vida del espíritu. Nuestro Señor señala al corazón del hombre como la fuente de donde brota el movimiento de las pasiones (cf Mc 7,21).

1765 Las pasiones son numerosas. La más fundamental es el amor que la atracción del bien despierta. El amor causa el deseo del bien ausente y la esperanza de obtenerlo. Este movimiento culmina en el placer y el gozo del bien poseído. La aprehensión del mal causa el odio, la aversión y el temor ante el mal que puede venir. Este movimiento culmina en la tristeza del mal presente o la ira que se opone a él.

1766 «Amar es desear el bien a alguien» (S. Tomás de Aquino, s. th. 1-2,26,4). Las demás afecciones tienen su fuerza en este movimiento original del corazón del hombre hacia el bien. Sólo el bien es amado (cf. S. Agustín, Trin. 8,3,4). «Las pasiones son malas si el amor es malo, buenas si es bueno» (S. Agustín, civ. 14,7).

II PASIONES Y VIDA MORAL

1767 En sí mismas, las pasiones no son buenas ni malas. Solo reciben calificación moral en la medida en que dependen de la razón y de la voluntad. Las pasiones se llaman voluntarias «o porque están ordenadas por la voluntad, o porque la voluntad no se opone a ellas» (S. Tomás de Aquino, s. th. 1-2,24,1). Pertenece a la perfección del bien moral o humano el que las pasiones estén reguladas por la razón (cf s.th. 1-2, 24,3).

1768 Los sentimientos más profundos no deciden ni la moralidad, ni la santidad de las personas; son el depósito inagotable de las imágenes y de las afecciones en que se expresa la vida moral. Las pasiones son moralmente buenas cuando contribuyen a una acción buena, y malas en el caso contrario. La voluntad recta ordena al bien y a la bienaventuranza los movimientos sensibles que asume; la voluntad mala sucumbe a las pasiones desordenadas y las exacerba. Las emociones y los sentimientos pueden ser asumidos en las virtudes, o pervertidos en los vicios.

1769 En la vida cristiana, el Espíritu Santo realiza su obra movilizando el ser entero incluidos sus dolores, temores y tristezas, como aparece en la agonía y la pasión del Señor. Cuando se vive en Cristo, los sentimientos humanos pueden alcanzar su consumación en la caridad y la bienaventuranza divina.

1770 La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad sino también por su apetito sensible según estas palabras del salmo: «Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo» (Sal 84,3).

RESUMEN

1771 El término «pasiones» designa los afectos y los sentimientos. Por medio de sus emociones, el hombre intuye lo bueno y lo malo.

1772 Ejemplos eminentes de pasiones son el amor y el odio, el deseo y el temor, la alegría, la tristeza y la ira.

1773 En las pasiones, en cuanto impulsos de la sensibilidad , no hay ni bien ni mal moral. Pero según dependan o no de la razón y de la voluntad, hay en ellas bien o mal moral.

1774 Las emociones y los sentimientos pueden ser asumidos por las virtudes, o pervertidos en los vicios.

1775 La perfección del bien moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su «corazón».


Artículo 6 LA CONCIENCIA MORAL

1776 «En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal…El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón…La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella» (GS 16).


I EL DICTAMEN DE LA CONCIENCIA

1777 Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral (cf Rom 2,14-16) le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las elecciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas (cf Rom 1,32). Atestigua la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, oye a Dios que habla.

1778 La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina:

La conciencia es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza…La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo (Newman, carta al duque de Norfolk 5).

1779 Es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su conciencia. Esta exigencia de interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a prescindir de toda reflexión, examen o interiorización:

Retorna a tu conciencia, interrógala…retornad, hermanos, al interior, y en todo lo que hagáis mirad al Testigo, Dios (S. Agustín, ep.Jo. 8,9).

1780 La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. La conciencia moral comprende la percepción de los principios de la moralidad («sindéresis»), su aplicación en las circunstancias dadas mediante un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en conclusión el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado. La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el dictamen prudente de la conciencia. Se llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o juicio.

1781 La conciencia hace posible que se asuma la responsabilidad de los actos realizados. Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía de esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de Dios:

Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo (1 Jn 3,19-20).

1782 El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales. «No debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa» (DH 3).


II LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA

1783 Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado de preferir su juicio propio y de rechazar las enseñanzas autorizadas.

1784 La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o cura del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.

1785 En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz que nos ilumina; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia (cf DH 14).


III DECIDIR EN CONCIENCIA

1786 Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas.

1787 El hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina.

1788 Para esto, el hombre se esfuerza por interpretar los datos de la experiencia y los signos de los tiempos gracias a la virtud de la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del Espíritu Santo y de sus dones.

1789 En todos los casos son aplicables las siguientes reglas:

–Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien.

–La «regla de oro»: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros» (Mt 7,12; cf. Lc 6,31; Tb 4,15).

–La caridad actúa siempre en el respeto del prójimo y de su conciencia: «Pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia…pecáis contra Cristo» (1 Co 8,12). «Lo bueno es…no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad» (Rom 14,21).

IV EL JUICIO ERRONEO


1790 La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar en la ignorancia y formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos.

1791 Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede «cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega» (GS 16). En estos casos, la persona es culpable del mal que comete.

1792 La desconocimiento de Cristo y de su evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral.

1793 Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores.

1794 La conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Porque la caridad procede al mismo tiempo «de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera» (1 Tim 1,5; 3,9; 2 Tim 1,3; 1 P 3,21; Hch 24,16).

Cuanto mayor es el predominio de la conciencia recta, tanto más las personas y los grupos se apartan del arbitrio ciego y se esfuerzan por adaptarse a las normas objetivas de moralidad (GS 16).


RESUMEN

1795 «La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella» (GS 16).

1796 La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto.

1797 Para el hombre que ha cometido el mal, el veredicto de su conciencia constituye una garantía de conversión y de esperanza.

1798 Una conciencia bien formada es recta y veraz.Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. Cada uno debe poner los medios para formar su conciencia.

1799 Ante una decisión moral, la conciencia puede formar un juicio recto de acuerdo con la razón y la ley divina o, al contrario, un juicio erróneo que se aleja de ellas.

1800 El ser humano debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia.

1801 La conciencia moral puede permanecer en la ignorancia o formar juicios erróneos. Estas ignorancias y estos errores no están siempre exentos de culpabilidad.

1802 La Palabra de Dios es una luz para nuestros pasos. Es preciso que la asimilemos en la fe y en la oración, y la pongamos en práctica. Así se forma la conciencia moral.

Artículo 7 LAS VIRTUDES

1803 «Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4,8).

La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige en acciones concretas.

El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios (S. Gregorio de Nisa, beat. 1).

I LAS VIRTUDES HUMANAS

1804 Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien.

Las virtudes morales son adquiridas mediante las fuerzas humanas. Son los frutos y los gérmenes de los actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser humano para comulgar en el amor divino.


Distinción de las virtudes cardinales

1805 Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama «cardinales»; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. «¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza» (Sb 8,7). Bajo otros nombres, estas virtudes son alabadas en numerosos pasajes de la Escritura.

1806 La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. «El hombre cauto medita sus pasos» (Prov 14,15). «Sed sensatos y sobrios para daros a la oración» (1 P 4,7). La prudencia es la «regla recta de la acción», escribe S. Tomás (s.th. 2-2, 47,2, siguiendo a Aristóteles). No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada «auriga virtutum»: Conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.

1807 La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada «la virtud de la religión». Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. «Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo» (Lv 19,15). «Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo» (Col 4,1).

1808 La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. «Mi fuerza y mi cántico es el Señor» (Sal 118,14). «En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

1809 La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar «para seguir la pasión de su corazón» (Si 5,2; cf. 37,27-31). La templanza es también alabada en el Antiguo Testamento: «No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena» (Si 18,30). En el Nuevo Testamento es llamada «moderación» o «sobriedad». Debemos «vivir moderación, justicia y piedad en el siglo presente» (Tt 2,12).

Vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo el obrar. Quien no obedece más que a él (lo cual pertenece a la justicia), quien vela para discernir todas las cosas por miedo a dejarse sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece a la prudencia), le entrega un amor entero (por la templanza), que ninguna desgracia puede derribar (lo cual pertenece a la fortaleza) (S. Agustín, mor. eccl. 1,25,46).

Las virtudes y la gracia

1810 Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, reanudada siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas.

1811 Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada uno debe siempre pedir esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal.

II LAS VIRTUDES TEOLOGALES

1812 Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf 2 P 1,4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen a Dios uno y trino como origen, motivo y objeto.

1813 Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Hay tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad (cf 1 Co 13,13).

La fe

1814 La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que El nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque El es la verdad misma. Por la fe «el hombre se entrega entera y libremente a Dios» (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. «El justo vivirá por la fe» (Rom 1,17). La fe viva «actúa por la caridad» (Gál 5,6).

1815 El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Cc Trento: DS 1545). Pero, «la fe sin obras está muerta» (St 2,26): Privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.

1816 El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: «Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia» (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: «Por todo aquél que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32-33).

La esperanza

1817 La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramo s al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. «Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa» (Hb 10,23). «El Espíritu Santo que él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna» (Tt 3,6-7).

1818 La virtud de la esperanza responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

1819 La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham, colmada en Isaac, de las promesas de Dios y purificada por la prueba del sacrificio (cf Gn 17,4-8; 22,1-18). «Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones» (Rm 4,18).

1820 La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en «la esperanza que no falla» (Rom 5,5). La esperanza es «el ancla del alma», segura y firme, «que penetra…adonde entró por nosotros como precursor Jesús» (Hb 6,19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: «Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación» (1 Ts 5,8). Nos procura el gozo en la prueba misma: «Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación» (Rm 12,12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

1821 Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8,28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7,21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, «perseverar hasta el fin» (cf Mt 10,22; cf Cc de Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que «todos los hombres se salven» (1 Tm 2,4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:

Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin (S. Teresa de Jesús, excl. 15,3).

La caridad

1822 La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

1823 Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13,34). Amando a los suyos «hasta el fin» (Jn 13,1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Y también: «Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12).

1824 Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: «Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Jn 15,9-10; cf Mt 22,40; Rm 13,8-10).

1825 Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos (cf Rm 5,10). El Señor nos pide que amemos como él hasta nuestros enemigos (cf Mt 5,44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10,27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9,37) y a los pobres como a él mismo (cf Mt 25,40.45).

El apóstol S. Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa. no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (1 Co 13,4-7).

1826 «Si no tengo caridad -dice también el apóstol- nada soy…». Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma…»si no tengo caridad, nada me aprovecha» (1 Co 13,1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1 Co 13,13).

1827 El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es «el vínculo de la perfección» (Col 3,14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

1828 La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del «que nos amó primero» (1 Jn 4,19):

O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda…y entonces estamos en la disposición de hijos (S. Basilio, reg. fus. prol. 3).

1829 La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; haci a él corremos; una vez llegados, en él reposamos (S. Agustín, ep. Jo. 10,4).


III DONES Y FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO

1830 La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo.

1831 Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11,1-2). Completan y llevan a su perfección las virtud de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.

Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana (Sal 143,10)

Todos los que son guiados por el Espíritu de Dio s son hijos de Dios…Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8,14.17).

1832 Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: «caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad» (Gál 5,22-23, vulg.).

RESUMEN

1833 La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien.

1834 Las virtudes humanas son disposiciones estables del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Pueden agruparse en torno a cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

1835 La prudencia dispone la razón práctica para discernir, en toda circunstancia, nuestro verdadero bien y elegir los medios justos para realizarlo.

1836 La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido.

1837 La fortaleza asegura, en las dificultades, la firmeza y la constancia en la práctica del bien.

1838 La templanza modera la atracción hacia los placeres sensibles y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados.

1839 Las virtudes morales crecen mediante la educación, mediante actos deliberados y la perseverancia en el esfuerzo. La gracia divina las purifica y las eleva.

1840 Las virtudes teologales disponen a los cristianos a vivir en relación con la santísima Trinidad. Tienen a Dios por origen, motivo y objeto, Dios conocido por la fe, esperado y amado por él mismo.

1841 Hay tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad (cf. 1 Co 13,13). Informan y vivifican todas las virtudes morales.

1842 Por la fe creemos en Dios y creemos todo lo que él nos ha revelado y que la santa Iglesia nos propone creer.

1843 Por la esperanza deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza la vida eterna y las gracias para merecerla.

1844 Por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Es el «vínculo de la perfección» (Col 3,14) y la forma de todas las virtudes.

1845 Los siete dones del Espíritu Santo concedidos a los cristianos son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.

Artículo 8 EL PECADO

I LA MISERICORDIA Y EL PECADO

1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: «Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26,28).

1847 «Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros» (S. Agustín, serm. 169,11,13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. «Si decimos: `no tenemos pecado», nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1 Jn 1,8-9).

1848 Como afirma S. Pablo, «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos «la justicia para vida eterna por Jesucristo nuestro Señor» (Rm 5,20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

La conversión exige la convicción del pecado, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: «Recibid el Espíritu Santo». Así, pues, en este «convencer en lo referente al pecado» descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito (DeV 31).

II DEFINICIÓN DE PECADO

1849 El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es un faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como «una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna» (S. Agustín, Faust. 22,27; S. Tomás de Aquino, s.th., 1-2, 71,6).

1850 El pecado es una ofensa a Dios: «Contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí» (Sal 51,6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse «como dioses», pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3,5). El pecado es así «amor de sí hasta el desprecio de Dios» (S. Agustín, civ. 1,14,28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2,6-9).

1851 En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado. En ella, es donde éste manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (cf Jn 14,30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.

III DIVERSIDAD DE PECADOS

1852 La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: «Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios» (5,19-21; cf Rm 1,28-32; 1 Co 6,9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-5).

1853 Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados espirituales y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor: «De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre» (Mt 15,19-20). En el corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, que es herida por el pecado.

IV LA GRAVEDAD DEL PECADO: PECADO MORTAL Y VENIAL

1854 Conviene valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre pecado mortal y venial, perceptible ya en la Escritura (cf 1 Jn 5,16-17) se ha impuesto en la tradición de la Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran.

1855 El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.

El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere.

1856 El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la reconciliación:

Cuando la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal…sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc…En cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa, una risa superflua, etc. tales pecados son veniales (S. Tomás de Aquino, s.th. 1-2, 88, 2).

1857 Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: «Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento» (RP 17).

1858 La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: «No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre» (Mc 10,19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño.

1859 El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3,5-6; Lc 16,19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado.

1860 La ignorancia involuntaria puede disminuir, si no excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado por malicia, por elección deliberada del mal, es el más grave.

1861 El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana contra el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es eliminado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.

1862 Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave pero sin pleno conocimiento y sin entero consentimiento.

1863 El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado, que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal. No obstante, el pecado venial no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. «No priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna» (RP 17):

El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos leves hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión…(S. Agustín, ep. Jo. 1,6).

1864 «Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada» (Mc 3,29; Lc 12,10). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo (cf DeV 46). Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna.


V LA PROLIFERACIÓN DEL PECADO

1865 El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su raíz.

1866 Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser comprendidos en los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a S. Juan Casiano y a S. Gregorio Magno (mor. 31,45). Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Entre ellos soberbia, avaricia, envidia, ira, lujuria, gula, pereza.

1867 La tradición catequética recuerda también que existen «pecados que claman al cielo». Claman al cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4,10); el pecado de los Sodomitas (cf Gn 18,20; 19,13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3,7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (cf Ex 22,20-22); la injusticia para con el asalariado (cf Dt 24,14-15; Jc 5,4).

1868 El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos:

– participando directa y voluntariamente;

– ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;

– no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo;

– protegiendo a los que hacen el mal.

1869 Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la Bondad divina. Las «estructuras de pecado» son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un «pecado social» (cf RP 16).

RESUMEN


1870 «Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rm 11,32).

1871 El pecado es «una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna»(S. Agustín, Faust. 22). Es una ofensa a Dios. Se alza contra Dios en una desobediencia contraria a la obediencia de Cristo.

1872 El pecado es un acto contrario a la razón. Lesiona la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana.

1873 La raíz de todos los pecados está en el corazón del hombre. Sus especies y su gravedad se miden principalmente por su objeto.

1874 Elegir deliberadamente, es decir sabiéndolo y queriéndolo, una cosa gravemente contraria a la ley divina y al fin último del hombre es cometer un pecado mortal. Este destruye en nosotros la caridad sin la cual la bienaventuranza eterna es imposible. Sin arrepentimiento, tal pecado conduce a la muerte eterna.

1875 El pecado venial constituye un desorden moral reparable por la caridad que deja subsistir en nosotros.

1876 La reiteración de pecados, incluso veniales, engendra vicios entre los cuales se distinguen los pecados capitales.

CAPÍTULO SEGUNDO: LA COMUNIDAD HUMANA

1877. La vocación de la humanidad es manifestar la imagen de Dios y ser transformada a imagen del Hijo Unico del Padre. Esta vocación reviste una forma personal, puesto que cada uno es llamado a entrar en la bienaventuranza divina; concierne también al conjunto de la comunidad humana.

Artículo 1 LA PERSONA Y LA SOCIEDAD


I EL CARáCTER COMUNITARIO DE LA VOCACIÓN HUMANA

1878 Todos los hombres son llamados al mismo fin: Dios. Existe cierta semejanza entre la unidad de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, en la verdad y el amor (cf GS 24,3). El amor al prójimo es inseparable del amor a Dios.

1879 La persona humana necesita la vida social. Esta no constituye para ella algo sobreañadido sino una exigencia de su naturaleza. Por el intercambio con otros, la reciprocidad de servicios y el diálogo con sus hermanos, el hombre desarrolla sus capacidades; así responde a su vocación (cf GS 25,1).

1880 Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el porvenir. Mediante ella, cada hombre es constituido «heredero», recibe «talentos» que enriquecen su identidad y a los que debe hacer fructificar (cf Lc 19,13.15). En verdad, se debe afirmar que cada uno tiene deberes para con las comunidades de que forma parte y está obligado a respetar a las autoridades encargadas del bien común de las mismas.

1881 Cada comunidad se define por su fin y obedece en consecuencia a reglas específicas pero «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana» (GS 25,1).

1882 Ciertas sociedades, como la familia y la ciudad, corresponden más inmediatamente a la naturaleza del hombre. Le son necesarias. Con el fin de favorecer la participación del mayor número de personas en la vida social, es preciso impulsar alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa «para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las naciones como en el plano mundial» (MM 60). Esta «socialización» expresa igualmente la tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos (cf GS 25,2; CA 12).

1883 La socialización presenta también peligros. Una intervención demasiado fuerte del Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales. La doctrina de la Iglesia ha elaborado el principio llamado de subsidiaridad. Según éste, «una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común» (CA 48; Pío XI, enc. «Quadragesimo anno»).

1884 Dios no ha querido retener para él solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la providencia divina.

1885 El principio de subsidiaridad se opone a toda forma de colectivismo. Traza los límites de la intervención del Estado. Intenta armonizar las relaciones entre individuos y sociedad. Tiende a instaurar un verdadero orden internacional.


II LA CONVERSIÓN Y LA SOCIEDAD

1886 La sociedad es indispensable para la realización de la vocación humana. Para alcanzar este objetivo es preciso que sea respetada la justa jerarquía de los valores que subordina las dimensiones «materiales e instintivas» del ser del hombre «a las interiores y espirituales» (CA 36):

La sociedad humana…tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo (PT 36).

1887 La inversión de los medios y de los fines (cf CA 41), que lleva a dar valor de fin último a lo que sólo es medio para alcanzarlo, o a considerar las personas como puros medios para un fin, engendra estructuras injustas que «hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana, conforme a los mandamientos del Legislador Divino» (Pío XII, discurso 1 Junio 1941).

1888 Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquellas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él (cf LG 36).

1889 Sin la ayuda de la gracia, los hombres no sabrían «acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava» (CA 25). Es el camino de la caridad, es decir, del amor de Dios y del prójimo. La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo: «Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará» (Lc 17,33)

RESUMEN

1890 Existe una cierta semejanza entre la unidad de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre sí.

1891 Para desarrollarse en conformidad con su naturaleza, la persona humana necesita la vida social. Ciertas sociedades como la familia y la ciudad, corresponden más inmediatamente a la naturaleza del hombre.

1892 «El principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana» (GS 25,1).

1893 Es preciso promover una amplia y libre participación en asociaciones e instituciones.

1894 Según el principio de subsidiaridad, ni el Estado ni ninguna sociedad más amplia deben suplantar la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de las corporaciones intermedias.

1895 La sociedad debe favorecer el ejercicio de las virtudes, no ser obstáculo para ellas. Debe inspirarse en una justa jerarquía de valores.

1896 Donde el pecado pervierte el clima social es preciso apelar a la conversión de los corazones y a la gracia de Dios. La caridad empuja a reformas justas. No hay solución a la cuestión social fuera del evangelio (cf CA 3).

Artículo 2 LA PARTICIPACIÓN EN LA VIDA SOCIAL


I LA AUTORIDAD

1897 «Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país» (PT 46).

Se llama «autoridad» la cualidad en virtud de la cual personas o instituciones dan leyes y órdenes a los hombres y esperan la correspondiente obediencia.

1898 Toda comunidad humana necesita una autoridad que la rija (cf León XIII, enc. «Inmortale Dei»; enc. «Diuturnum illud»). Esta tiene su fundamento en la naturaleza humana. Es necesaria para la unidad de la sociedad. Su misión consiste en asegurar en cuanto sea posible el bien común de la sociedad.

1899 La autoridad exigida por el orden moral emana de Dios: «Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación» (Rm 13,1-2; cf 1 P 2,13-17).

1900 El deber de obediencia impone a todos la obligación de dar a la autoridad los honores que le son debidos, y de rodear de respeto y, según su mérito, de gratitud y de benevolencia a las personas que la ejercen.

La más antigua oración de la Iglesia por la autoridad política tiene como autor a S. Clemente Romano:

«Concédeles, Señor, la salud, la paz, la concordia, la estabilidad, para que ejerzan sin tropiezo la soberanía que tú les has entregado. Eres tú, Señor, rey celestial de los siglos, quien da a los hijos de los hombres gloria, honor y poder sobre las cosas de la tierra. Dirige, Señor, su consejo según lo que es bueno, según lo que es agradable a tus ojos, para que ejerciendo con piedad, en la paz y la mansedumbre, el poder que les has dado, te encuentren propicio» (S. Clemente Romano, Cor. 61,1-2).

1901 Si la autoridad responde a un orden fijado por Dios, «la determinación del régimen y la designación de los gobernantes han de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos» (GS 74,3).

La diversidad de los regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien legítimo de la comunidad que los adopta. Los regímenes cuya naturaleza es contraria a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de las personas, no pueden realizar el bien común de las naciones a las que se han impuesto.

1902 La autoridad no saca de sí misma su legitimidad moral. No debe comportarse de manera despótica, sino actuar para el bien común como una «fuerza moral, que se basa en la libertad y en la conciencia de la tarea y obligaciones que ha recibido» (GS 74,2).

La legislación humana sólo posee carácter de ley cuando se conforma a la justa razón; lo cual dice que recibe su vigor de la ley eterna. En la medida en que ella se apartase de la razón, sería preciso declararla injusta, pues no verificaría la noción de ley; sería más bien una forma de violencia (S. Tomás de Aquino, s.th. 1-2, 93, 3 ad 2).

1903 La autoridad sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo considerado y si, para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos. Si los dirigentes proclamasen leyes injustas o tomasen medidas contrarias al orden moral, estas disposiciones no pueden obligar en conciencia. «En semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa» (PT 51).

1904 «Es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan en su justo límite. Es este el principio del `Estado de derecho» en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres» (CA 44).

II EL BIEN COMÚN

1905 Conforme a la naturaleza social del hombre, el bien de cada uno está necesariamente relacionado con el bien común. Este sólo puede ser definido con referencia a la persona humana:

No viváis aislados, cerrados en vosotros mismos, como si estuvieseis ya justificados sino reuníos para buscar juntos lo que constituye el interés común (Bernabé, ep. 4,10).

1906 Por bien común, es preciso entender «el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección» (GS 26,1; cf GS 74,1). El bien común afecta a la vida de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la de aquellos que ejercen la autoridad. Comporta tres elementos esenciales:

1907 Supone, en primer lugar, el respeto a la persona en cuanto tal. En nombre del bien común, las autoridades están obligadas a respetar los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana. La sociedad debe permitir a cada uno de sus miembros realizar su vocación. En particular, el bien común reside en las condiciones de ejercicio de las libertades naturales que son indispensables para el desarrollo de la vocación humana: «derecho a…actuar de acuerdo con la recta norma de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad, también en materia religiosa» (GS 26,2).

1908 En segundo lugar, el bien común exige el bienestar social y el desarrollo del grupo mismo. El desarrollo es el resumen de todos los deberes sociales. Ciertamente corresponde a la autoridad decidir, en nombre del bien común, entre los diversos intereses particulares; pero debe facilitar a cada uno lo que necesita para llevar una vida verdaderamente humana: alimento, vestido, salud, trabajo, educación y cultura, información adecuada, derecho de fundar una familia, etc. (cf. GS 26,2).

1909 El bien común implica, finalmente, la paz, es decir, la estabilidad y la seguridad de un orden justo. Supone, por tanto, que la autoridad asegura, por medios honestos, la seguridad de la sociedad y la de sus miembros, y fundamenta el derecho a la legítima defensa individual y colectiva.

1910 Si toda comunidad humana posee un bien común que la configura en cuanto tal, la realización más completa de este bien común se verifica en la comunidad política. Corresponde al Estado defender y promover el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las corporaciones intermedias.

1911 Las dependencias humanas se intensifican. Se extienden poco a poco a la tierra entera. La unidad de la familia humana que agrupa a seres que poseen una misma dignidad natural, implica un bien común universal. Este requiere una organización de la comunidad de naciones capaz de «proveer a las diferentes necesidades de los hombres, tanto en los campos de la vida social a los que pertenecen la alimentación, la sanidad, la educación…como no pocas situaciones particulares que pueden surgir en algunas partes, como son…socorrer en sus sufrimientos a los prófugos dispersos por todo el mundo o de ayudar a los emigrantes y a sus familias» (GS 84,2)

1912 El bien común está siempre orientado hacia el progreso de las personas: «El orden social y su progreso deben subordinarse al bien de las personas…y no al contrario» (GS 26,3). Este orden tiene por base la verdad, se edifica en la justicia, es vivificado por el amor.

III RESPONSABILIDAD Y PARTICIPACIÓN

1913 La participación es el compromiso voluntario y generoso de la persona en las tareas sociales. Es necesario que todos participen, cada uno según el lugar que ocupa y el papel que desempeña, en promover el bien común. Este deber es inherente a la dignidad de la persona humana.

1914 La participación se realiza primero en la dedicación a campos cuya responsabilidad personal se asume: por la atención prestada a la educación de su familia, por la conciencia en su trabajo, el hombre participa en el bien de los otros y de la sociedad (cf CA 43).

1915 Los ciudadanos deben cuanto sea posible tomar parte activa en la vida pública. Las modalidades de esta participación pueden variar de un país a otro o de una cultura a otra. «Es de alabar la conducta de las naciones en las que la mayor parte posible de los ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública» (GS 31,3).

1916 La participación de todos en la promoción del bien común implica, como todo deber ético, una conversión, renovada sin cesar, de los miembros de la sociedad. El fraude y otros subterfugios mediante los cuales algunos escapan a la obligación de la ley y a las prescripciones del deber social deben ser firmemente condenados por incompatibles con las exigencias de la justicia. Es preciso ocuparse del desarrollo de instituciones que mejoran las condiciones de la vida humana (cf GS 30,1).

1917 Corresponde a los que ejercen la autoridad reafirmar los valores que engendran confianza en los miembros del grupo y los estimulan a ponerse al servicio de sus semejantes. La participación comienza por la educación y la cultura. «Podemos pensar, con razón, que la suerte futura de la humanidad está en manos de aquellos que sean capaces de transmitir a las generaciones venideras razones para vivir y para esperar» (GS 31,3).

RESUMEN

1918 «No hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas» (Rm 13,1).

1919 Toda comunidad humana necesita una autoridad para mantenerse y desarrollarse.

1920 «La comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana y por ello pertenecen al orden querido por Dios» (GS 74,3).

1921 La autoridad se ejerce de manera legítima si se aplica a la prosecución del bien común de la sociedad. Para alcanzarlo debe emplear medios moralmente lícitos.

1922 La diversidad de regímenes políticos es legítima, con tal que promuevan el bien de la comunidad.

1923 La autoridad política debe actuar en los límites del orden moral y garantizar las condiciones del ejercicio de la libertad.

1924 El bien común comprende «el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección» (GS 26,1).

1925 El bien común comporta tres elementos esenciales: el respeto y la promoción de los derechos fundamentales de la persona; la prosperidad o el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la sociedad; la paz y la seguridad del grupo y de sus miembros.

1926 La dignidad de la persona humana implica la búsqueda del bien común. Cada uno debe preocuparse por suscitar y sostener instituciones que mejoren las condiciones de la vida humana.

1927 Corresponde al Estado defender y promover el bien común de la sociedad civil. El bien común de toda la familia humana requiere una organización de la sociedad internacional.


Artículo 3 LA JUSTICIA SOCIAL

1928 La sociedad asegura la justicia social cuando realiza las condiciones que permiten a las asociaciones y a cada uno conseguir lo que les es debido según su naturaleza y su vocación. La justicia social está ligada al bien común y al ejercicio de la autoridad.

I EL RESPETO DE LA PERSONA HUMANA

1929 La justicia social sólo puede ser conseguida en el respeto de la dignidad transcendente del hombre. La persona representa el fin último de la sociedad, que le está ordenada:

La defensa y la promoción de la dignidad humana «nos han sido confiadas por el Creador, y de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia» (SRS 47).

1930 El respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen a ella. Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o negándose a reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su propia legitimidad moral (cf PT 65). Sin este respeto, una autoridad sólo puede apoyarse en la fuerza o en la violencia para obtener la obediencia de sus súbditos. Corresponde a la Iglesia recordar estos derechos a los hombres de buena voluntad y distinguirlos de reivindicaciones abusivas o falsas.

1931 El respeto a la persona humana pasa por el respeto del principio: «que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como «otro yo», cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente» (GS 27,1). Ninguna legislación podría por sí misma hacer desaparecer los temores, los prejuicios, las actitudes de soberbia y de egoísmo que obstaculizan el establecimiento de sociedades verdaderamente fraternas. Estos comportamientos sólo cesan con la caridad que ve en cada hombre un «prójimo», un hermano.

1932 El deber de hacerse prójimo de otro y de servirle activamente se hace más acuciante todavía cuando éste está más necesitado en cualquier sector de la vida humana. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

1933 Este deber se extiende a los que no piensan ni actúan como nosotros. La enseñanza de Cristo exige incluso el perdón de las ofensas. Extiende el mandamiento del amor que es el de la nueva ley a todos los enemigos (cf Mt 5,43-44). La liberación en el espíritu del evangelio es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no con el odio al mal que hace en cuanto enemigo.


II IGUALDAD Y DIFERENCIAS ENTRE LOS HOMBRES

1934 Creados a imagen del Dios único, dotados de una misma alma racional, todos los hombres poseen una misma naturaleza y un mismo origen. Rescatados por el sacrificio de Cristo, todos son llamados a participar en la misma bienaventuranza divina: todos gozan por tanto de una misma dignidad.

1935 La igualdad entre los hombres se deriva esencialmente de su dignidad personal y de los derechos que dimanan de ella:

Hay que superar y eliminar, como contraria al plan de Dios, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión. (GS 29,2).

1936 Al venir al mundo, el hombre no dispone de todo lo que es necesario para el desarrollo de su vida corporal y espiritual. Necesita de los demás. Ciertamente hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales, a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución de las riquezas (cf GS 29,2). Los «talentos» no están distribuidos por igual (cf Mt 25,14-30; Lc 19,11-27).

1937 Estas diferencias pertenecen al plan de Dios, que quiere que cada uno reciba de otro aquello que necesita, y que quienes disponen de «talentos» particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las diferencias alientan y con frecuencia obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación. Incitan a las culturas a enriquecerse unas a otras:

Yo no doy todas las virtudes por igual a cada uno…hay muchos a los que distribuyo de tal manera, esto a uno aquello a otro…A uno la caridad, a otro la justicia, a éste la humildad, a aquél una fe viva…En cuanto a los bienes temporales las cosas necesarias para la vida humana las he distribuido con la mayor desigualdad, y no he querido que cada uno posea todo lo que le era necesario para que los hombres tengan así ocasión, por necesidad, de practicar la caridad unos con otros…He querido que unos necesitasen de otros y que fuesen mis servidores para la distribución de las gracias y de las liberalidades que han recibido de mí (S. Catalina de Siena, Dial. 1,7).

1938 Existen también desigualdades escandalosas que afectan a millones de hombres y mujeres. Están en abierta contradicción con el evangelio:

La igual dignidad de las personas exige que se llegue a una situación de vida más humana y más justa. Pues las excesivas desigualdades económicas y sociales entre los miembros o los pueblos de una única familia humana resultan escandalosas y se oponen a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y también a la paz social e internacional (GS 29,3).

III LA SOLIDARIDAD HUMANA


1939 El principio de solidaridad, enunciado también con el nombre de «amistad» o «caridad social», es una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana (cf SRS 38-40; CA 10):

Un error, «hoy ampliamente extendido, es el olvido de esta ley de solidaridad humana y de caridad, dictada e impuesta tanto por la comunidad de origen y la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, cualquiera que sea el pueblo a que pertenezca, como por el sacrificio de redención ofrecido por Jesucristo en el altar de la cruz a su Padre del cielo, en favor de la humanidad pecadora» (Pío XII, enc. «Summi pontificatus»).

1940 La solidaridad se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente su salida negociada.

1941 Los problemas socio-económicos sólo pueden ser resueltos con la ayuda de todas las formas de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos. La solidaridad internacional es una exigencia del orden moral. En buena medida, la paz del mundo depende de ella.

1942 La virtud de la solidaridad va más allá de los bienes materiales. Difundiendo los bienes espirituales de la fe, la Iglesia ha favorecido a la vez el desarrollo de los bienes temporales, al cual con frecuencia ha abierto vías nuevas. Así se han verificado a lo largo de los siglos las palabras del Señor: «Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6,33):

Desde hace dos mil años vive y persevera en el alma de la Iglesia ese sentimiento que ha impulsado e impulsa todavía a las almas hasta el heroísmo caritativo de los monjes agricultores, de los libertadores de esclavos, de los que atienden enfermos, de los mensajeros de fe, de civilización, de ciencia, a todas las generaciones y a todos los pueblos con el fin de crear condiciones sociales capaces de hacer posible a todos una vida digna del hombre y del cristiano (Pío XII, discurso de 1 Junio 1941).


RESUMEN

1943 La sociedad asegura la justicia social procurando las condiciones que permitan a las asociaciones y a los individuos obtener lo que les es debido.

1944 El respeto de la persona humana considera al prójimo como «otro yo». Supone el respeto de los derechos fundamentales que se derivan de la dignidad intrínseca de la persona.

1945 La igualdad entre los hombres depende de su dignidad personal y de los derechos que de ella se derivan.

1946 Las diferencias entre las personas obedecen al plan de Dios que quiere que nos necesitemos los unos a los otros. Deben alentar la caridad.

1947 La igual dignidad de las personas humanas exige el esfuerzo para reducir las desigualdades sociales y económicas excesivas. Mueve a la desaparición de las desigualdades injustas.

1948 La solidaridad es una virtud eminentemente cristiana. Es ejercicio de la comunicación de bienes espirituales aún más que comunicación de bienes materiales.


CAPÍTULO TERCERO: LA SALVACIÓN DE DIOS: LA LEY Y LA GRACIA

1949. El hombre, llamado a la bienaventuranza, pero herido por el pecado, necesita la salvación de Dios. La ayuda divina le viene en Cristo por la ley que le dirige y en la gracia que le sostiene:

Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar como bien parece (Flp 2,12-23).

Artículo 1 LA LEY MORAL

1950 La ley moral es obra de la Sabiduría divina. Se la puede definir, en el sentido bíblico, como una instrucción paternal, una pedagogía de Dios. Prescribe al hombre los caminos, las reglas de conducta que llevan a la bienaventuranza prometida; proscribe los caminos del mal que apartan de Dios y de su amor. Es a la vez firme en sus preceptos y amable en sus promesas.

1951 La ley es una regla de conducta proclamada por la autoridad competente para el bien común. La ley moral supone el orden racional establecido entre las criaturas, para su bien y con miras a su fin, por el poder, la sabiduría y la bondad del Creador. Toda ley tiene en la ley eterna su verdad primera y última. La ley es declarada y establecida por la razón como una participación en la providencia del Dios vivo, Creador y Redentor de todos. «Esta ordenación de la razón es lo que se llama la ley» (León XIII, enc. «Libertas praestantissimum» citando a S. Tomás de Aquino, s. th. 1-2, 90,1):

El hombre es el único entre todos los seres animados que puede gloriarse de haber sido digno de recibir de Dios una ley: Animal dotado de razón, capaz de comprender y de discernir, regular su conducta disponiendo de su libertad y de su razón, en la sumisión al que le ha entregado todo (Tertuliano, Marc. 2,4).

1952 Las expresiones de la ley moral son diversas, y todas están coordinadas entre sí: La ley eterna, fuente en Dios de todas las leyes; la ley natural; la ley revelada, que comprende la Ley antigua y la Ley nueva o evangélica; finalmente, las leyes civiles y eclesiásticas.

1953 La ley moral tiene en Cristo su plenitud y su unidad. Jesucristo es en persona el camino de la perfección. Es el fin de la Ley, porque sólo él enseña y da la justicia de Dios: «Porque el fin de la ley es Cristo para justificación de todo creyente» (Rm 10,4).

I LA LEY MORAL NATURAL

1954 El hombre participa de la sabiduría y la bondad del Creador que le confiere el dominio de sus actos y la capacidad de gobernarse con miras a la verdad y al bien. La ley natural expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira:

La ley natural está escrito y grabada en el alma de todos y cada uno de los hombres porque es la razón humana que ordena hacer el bien y prohibe pecar…Pero esta prescripción de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuese la voz y el intérprete de una razón más alta a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar sometidos (León XIII, enc. «Libertas praestantissimum»).

1955 La ley «divina y natural» (GS 89,1), muestra al hombre el camino que debe seguir para practicar el bien y alcanzar su fin. La ley natural contiene los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral. Tiene por raíz la aspiración y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del prójimo como igual a sí mismo. Está expuesta, en sus principales preceptos, en el Decálogo. Esta ley se llama natural no por referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana:

¿Dónde, pues, están inscritas estas normas sino en el libro de esa luz que se llama la Verdad? Allí está escrita toda ley justa, de allí pasa al corazón del hombre que cumple la justicia; no que ella emigre a él, sino que en él pone su impronta a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin dejar el anillo (S. Agustín, Trin. 14,15,21).

La ley natural no es otra cosa que la luz de la inteligencia puesta en nosotros por Dios; por ella conocemos lo que es preciso hacer y lo que es preciso evitar. Esta luz o esta ley, Dios la ha dado a la creación (S. Tomás de Aquino, dec. praec. 1)

1956 La ley natural, presente en el corazón de todo hombre y establecida por la razón, es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres. Expresa la dignidad de la persona y determina la base de sus derechos y sus deberes fundamentales:

Existe ciertamente una verdadera ley: la recta razón. Es conforme a la naturaleza, extendida a todos los hombres; es inmutable y eterna; sus órdenes imponen deber; sus prohibiciones apartan de la falta…Es un sacrilegio sustituirla por una ley contraria; Está prohibido dejar de aplicar una sola de sus disposiciones; en cuanto a abrogarla enteramente, nadie tiene la posibilidad de ello (Cicerón, rep. 3, 22,33).

1957 La aplicación de la ley natural varía mucho; puede exigir una reflexión adaptada a la multiplicidad de las condiciones de vida según los lugares, las épocas, y las circunstancias. Sin embargo, en la diversidad de culturas, la ley natural permanece como una norma que une entre sí a los hombres y les impone, por encima de las diferencias inevitables, principios comunes.

1958 La ley natural es inmutable (cf GS 10) y permanente a través de las variaciones de la historia; subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso. Las normas que la expresan permanecen sustancialmente valederas. Incluso cuando se llega a rechazar sus principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre. Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades:

El robo está ciertamente sancionado por tu ley, Señor, y por la ley que está escrita en el corazón del hombre, y que la misma iniquidad no puede borrar (S. Agustín, conf. 2,4,9).

1959 La ley natural, obra maravillosa del Creador, proporciona los fundamentos sólidos sobre los que el hombre puede construir el edificio de las normas morales que guían sus decisiones. Establece también la base moral indispensable para la edificación de la comunidad de los hombres. Finalmente proporciona la base necesaria a la ley civil que se adhiere a ella, bien mediante una reflexión que extrae las conclusiones de sus principios, bien mediante adiciones de naturaleza positiva y jurídica.

1960 Los preceptos de la ley natural no son percibidos por todos de una manera clara e inmediata. En la situación actual, la gracia y la revelación son necesarias al hombre pecador para que las verdades religiosas y morales puedan ser conocidas «de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error» (Pío XII, enc. «Humani generis»: DS 3876). La ley natural proporciona a la Ley revelada y a la gracia un cimiento preparado por Dios y otorgado a la obra del Espíritu.

II LA LEY ANTIGUA

1961 Dios, nuestro Creador y Redentor, eligió a Israel como su pueblo y le reveló su Ley, preparando así la venida de Cristo. La Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles a la razón. Estas están declaradas y autentificadas en el interior de la Alianza de la salvación.

1962 La Ley antigua es el primer estado de la Ley revelada. Sus prescripciones morales están resumidas en los Diez mandamientos. Los preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios. Prohiben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo, y prescriben lo que le es esencial. El Decálogo es una luz ofrecida a la conciencia de todo hombre para manifestarle la llamada y los caminos de Dios, y para protegerle contra el mal:

Dios escribió en las tablas de la ley lo que los hombres no leían en sus corazones (S. Agustín, Sal. 57,1).

1963 Según la tradición cristiana, la Ley santa (cf. Rm 7,12), espiritual (cf Rm 7,14) y buena (cf Rm 7,16) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (cf Gal 3,24) muestra lo que es preciso hacer, pero no da de suyo la fuerza, la gracia del Espíritu para cumplirlo. A causa del pecado, que ella no puede quitar, no deja de ser una ley de servidumbre. Según S. Pablo tiene por función principal denunciar y manifestar el pecado, que forma una «ley de concupiscencia» (cf Rm 7) en el corazón del hombre. No obstante, la Ley constituye la primera etapa en el camino del Reino. Prepara y dispone al pueblo elegido y a cada cristiano a la conversión y a la fe en el Dios Salvador. Proporciona una enseñanza que subsiste para siempre, como la Palabra de Dios.

1964 La Ley antigua es una preparación para el Evangelio. «La ley es profecía y pedagogía de las realidades venideras» (S. Ireneo, haer. 4, 15, 1). Profetiza y presagia la obra de liberación del pecado que se realizará con Cristo; suministra al Nuevo Testamento las imágenes los «tipos», los símbolos para expresar la vida según el Espíritu. La Ley se completa mediante la enseñanza de los libros sapienciales y de los profetas, que la orientan hacia la Nueva Alianza y el Reino de los Cielos.

Hubo…, bajo el régimen de la antigua alianza, gentes que poseían la caridad y la gracia del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas espirituales y eternas, en lo cual se adherían a la ley nueva. Y al contrario, existen, en la nueva alianza, hombres carnales, alejados todavía de la perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del castigo y ciertas promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la nueva alianza. En todo caso, aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, por el cual «la caridad es difundida en nuestros corazones» (Rm 5,5) (S. Tomás de Aquino, s. th. 1-2, 107,1 ad 2).

III LA LEY NUEVA O LEY EVANGÉLICA

1965 La ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada. Es obra de Cristo y se expresa particularmente en el Sermón de la montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por él viene a ser la ley interior de la caridad: «Concertaré con la casa de Israel una alianza nueva…pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Hb 8,8-10; cf Jr 31,31-34).

1966 La ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo. Obra por la caridad, utiliza el Sermón del Señor para enseñarnos lo que hay que hacer, y los sacramentos para comunicarnos la gracia de hacerlo:

El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que nuestro Señor pronunció en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de S. Mateo, encontrará en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida cristiana…Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana (S. Agustín, serm. Dom. 1,1):

1967 La Ley evangélica «da cumplimiento» (cf Mt 5,17-19), purifica, supera, y lleva a su perfección la Ley antigua. En las «Bienaventuranzas» da cumplimiento a las promesas divinas elevándolas y ordenándolas al «Reino de los Cielos». Se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Cristo, trazando así los caminos sorprendentes del Reino.

1968 La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley. El Sermón del monte, lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley antigua, extrae de ella las virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas exigencias: revela toda su verdad divina y humana. No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro (cf Mt 15,18-19), donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes. El Evangelio conduce así la Ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección del Padre celestial (cf Mt 5,48), mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina (cf Mt 5,44).

1969 La Ley nueva practica los actos de la religión: la limosna, la oración y el ayuno, ordenándolos al «Padre que ve en lo secreto» por oposición al deseo «de ser visto por los hombres» (cf Mt 6,1-6. 16-18). Su oración es el Padre Nuestro (Mt 6,9-13).

1970 La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre «los dos caminos» (cf Mt 7,13-14) y la práctica de las palabras del Señor (cf Mt 7,21-27); está resumida en la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque esta es la Ley y los profetas» (Mt 7,12; cf Lc 6,31).

Toda la Ley evangélica está contenida en el «mandamiento nuevo» de Jesús (Jn 13,34): amarnos los unos a los otros como él nos ha amado (cf Jn 15,12).

1971 Al Sermón del monte conviene añadir la catequesis mora l de las enseñanzas apostólicas, como Rm 12-15; 1 Co 12-13; Col 3-4; Ef 4-5, etc. Esta doctrina trasmite la enseñanza del Señor con la autoridad de los apóstoles, especialmente exponiendo las virtudes que se derivan de la fe en Cristo y que anima la caridad, el principal don del Espíritu Santo. «Vuestra caridad se sin fingimiento…amándoos cordialmente los unos a los otros…con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad» (Rm 12,9-13). Esta catequesis nos enseña también a tratar los casos de conciencia a la luz de nuestra relación con Cristo y con la Iglesia (cf Rm 14; 1 Co 5-10).

1972 La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad (cf St 1,25; 2,12), porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo, «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15), o también a la condición de hijo heredero (cf Gál 4,1-7. 21-31; Rm 8,15).

1973 Más allá de los preceptos, la Ley nueva contiene los consejos evangélicos. La distinción tradicional entre mandamientos de Dios y consejos evangélicos se establece por relación a la caridad, perfección de la vida cristiana. Los preceptos están destinados a apartar loo que es incompatible con la caridad. Los consejos tienen por fin apartar lo que, incluso sin serle contrario, puede constituir un impedimento al desarrollo de la caridad (cf S. Tomás de Aquino, s.th. 2-2, 184,3).

1974 Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud viva de una caridad que nunca se sacia. Atestiguan su fuerza y estimulan nuestra prontitud espiritual. La perfección de la Ley nueva consiste esencialmente en los preceptos del amor de Dios y del prójimo. Los consejos indican vías más directas, medios más apropiados, y han de practicarse según la vocación de cada uno:

(Dios) no quiere que cada uno observe todos los consejos, sino solamente los que son convenientes según la diversidad de las personas, los tiempos, las ocasiones, y las fuerzas, como la caridad lo requiera. Porque es ésta la que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de todos los consejos, y en suma de todas leyes y de todas las acciones cristianas, la que da a todos y a todas rango, orden, tiempo y valor (S. Francisco de Sales, amor 8,6).

RESUMEN

1975 Según la Escritura, la ley es una instrucción paternal de Dios que prescribe al hombre los caminos que llevan a la bienaventuranza prometida y proscribe los caminos del mal.

1976 «La ley es una ordenación de la razón al bien común, promulgada por el que está a cargo de la comunidad» (S. Tomás de Aquino, s.th. 1-2, 90, 4).

1977 Cristo es el fin de la ley (cf Rm 10,4); sólo él enseña y otorga la justicia de Dios.

1978 La ley natural es una participación en la sabiduría y la bondad de Dios por parte del hombre, formado a imagen de su Creador. Expresa la dignidad de la persona humana y constituye la base de sus derechos y sus deberes fundamentales.

1979 La ley natural es inmutable, permanente a través de la historia. Las normas que la expresan son siempre sustancialmente válidas. Es una base necesaria para la edificación de las normas morales y la ley civil.

1980 La Ley antigua es la primera etapa de la Ley revelada. Sus prescripciones morales se resumen en los Diez mandamientos.

1981 La Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles a la razón. Dios las ha revelado porque los hombres no las leían en su corazón.

1982 La Ley antigua es una preparación para el Evangelio.

1983 La Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo recibida mediante la fe en Cristo, que opera por la caridad. Se expresa especialmente en el Sermón del Señor en la montaña y utiliza los sacramentos para comunicarnos la gracia.

1984 La Ley evangélica cumple, supera y lleva a su perfección la Ley antigua: sus promesas mediante las bienaventuranzas del Reino de los cielos, sus mandamientos, reformando la raíz de los actos, el cor azón.

1985 La Ley nueva es una ley de amor, una ley de gracia, una ley de libertad.

1986 Más allá de sus preceptos, la Ley nueva comprende los consejos evangélicos. «La santidad de la Iglesia también se fomenta de manera especial con los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio a sus discípulos para que los practiquen» (LG 42).

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5 comentarios

  1. La vida de Fe, es muy linda este tema, pero al haber escrutado me doy cuenta que no tengo fe, si lo tuviera como un grano de mostaza, pues mi vida seria distinta en el amor de nuestro señor Jesucristo, me doy cuenta el evangelio me muestra que nos ha dejado preceptos de amor y de sacrificio para dejar todo aquello que me gusta, morir en todo aquello que no me deja vivir en el amor, pues es un reto para mi persona, el señor jesus murio por mis pecados para que viva en paz, amando a mi projimo, al que mas daño me hace y perdonando, gracias por estos temas que amplia mas mi vocacion de fe.

  2. todo eso que creemos lo podemos hacer vida en la vivnecia cotidiana ya que cuando respetamos a Dios estamos respetando a nuestros hermanos porque Dios nos ha dado la misma dignidad.

  3. todo eso que creemos lo podemos hacer vida en la vivnecia cotidiana ya que cuando respetamos a Dios estamos respetando a nuestros hermanos porque Dios nos ha dado la misma dignidad.

  4. todo eso que creemos lo podemos hacer vida en la vivnecia cotidiana ya que cuando respetamos a Dios estamos respetando a nuestros hermanos porque Dios nos ha dado la misma dignidad.

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