Vida natural y sobrenatural

El Sacramento del Bautismo
Para comprender un poco mejor lo que es el sacramento del Bautismo nos convendrá detenernos en una verdad central de nuestra fe: el cristianismo es un misterio de solidaridad. Un misterio de solidaridad tanto en el mal, por el pecado original, como en el bien por la participación de todos en los méritos que nos ha obtenido Jesucristo nuestro Señor con su vida, pasión, muerte y resurrección gloriosa.
Comencemos por el lado oscuro: estamos inmersos en un misterio de solidaridad en el mal. Todos los hombres pecamos en Adán. El primer hombre, cabeza de la raza humana, se jugó junto con su propio destino la suerte de todos sus descendientes. Fiel, no hubiera conocido ese desequilibrio moral y físico que fue para él y permanece siendo para nosotros la consecuencia de aquella falta original. No hubiera sufrido ni la rebelión de los sentidos, ni la enfermedad, ni la muerte. Hubiera dejado sin dolor el paraíso de la tierra cambiándolo por el paraíso del cielo. Sus hijos hemos debido pagar la falta de nuestro padre común: malicia en la voluntad, ignorancia en la inteligencia, sensibilidad desordenada y flaqueza de la carne. En una palabra, todo ese largo cortejo de males morales, de enfermedades y sufrimientos que no terminan sino con la muerte, y que son ahora para nosotros el pan de cada día.
Como antítesis a esa solidaridad en el mal existe la solidaridad no menos universal e infinitamente superior de la redención del Verbo encarnado. Hemos de colocarnos en estas perspectivas de fe para apreciar en su justo valor la obra de liberación y de salvación que realiza Jesús por medio del Bautismo en el alma pecadora de todos nosotros, hijos de Adán. “Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras” (I Cor. 15, 3), afirma San Pablo. “Es Dios quien nos dio vida cuando estábamos muertos por nuestros extravíos y pecados… por naturaleza somos hijos de ira, pero Dios, rico en misericordia, por el excesivo amor con que nos amó, nos ha dado vida en Cristo, cuya gracia nos ha salvado…” (Efesios 2, 1-9). En el sacramento del Bautismo se hacen realidad estas palabras; es el Bautismo la hora por excelencia de nuestra justificación, de nuestra liberación del pecado, de la infusión de la vida sobrenatural: la vida propia de Jesucristo.
¿Qué sucede, pues, cuando un niño o un adulto recibe las aguas bautismales? Podríamos decir que toda la redención se vierte sobre su persona, para borrar la mancha original y llenarla del más maravilloso don de Dios: el insuperable don de Sí mismo, de su propia vida divina. Además, si se trata de un adulto, en ese mismo instante le son perdonadas todas las faltas personales, graves o leves, que hasta ese momento hubiera cometido. En el Bautismo se cumple la radical aplicación de la ley de solidaridad que nos une a Jesús y nos beneficia con todos sus méritos, sufrimientos, palabras y acciones, como si fuésemos nosotros mismos personalmente los actores. Santo Tomás osó adelantar esta fórmula audaz: “A todo bautizado se le comunica la Pasión de Cristo como si él mismo hubiera sufrido y hubiera muerto en la Cruz” (Suma Teológica III, q. 69, 2).
Es por ello que a partir de este primer sacramento tenemos ya la firme convicción de que hemos sido identificados con Cristo. En el orden de la redención, el recién bautizado es ahora como el mismo Verbo Encarnado, ofreciendo a la justicia del Padre satisfacciones y méritos de valor infinito, puesto que la cabeza y los miembros no forman sino un solo viviente. Todo se aclara en esta misteriosa unidad solidaria del Cristo total. Cristo ha recibido de Dios gracia para beneficiar con ella a todos sus miembros. Una misma vida circula en todo el cuerpo; la misma vida que circula en Él circula en el bautizado. Cabeza y miembros constituyen una sola persona mística, de modo que entre Él y nosotros todo llega a ser común.
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