Jesús y la samaritana

Es un encuentro aparentemente casual donde el Señor, aún cansado y sediento, busca la conversión de esa mujer.

(Jn 4, 6)

I

Al comienzo del verano, cuando el sol estaba en medio de su carrera, llegó Jesús al pozo de Jacob, y, fatigado, se sentó sobre el brocal. Los discípulos se marcharon al pueblo cercano para comprar qué comer, mientras Él se quedó solo, en pleno mediodía, cansado del camino.

No hay la más ligera sombra en el campo que se apiade de la fatiga del Señor. Y así aparece, a pleno sol, con su cuerpo encorvado, los codos sobre las rodillas, las sandalias llenas de polvo, y su rostro sofocado y sudoroso.

Solo, a campo descubierto, los labios resecos de la sed y del calor, mirando con sus ojos negros, muy negros, aquellas mieses ya maduras, que se mecen ligeramente cuando pasa una aislada ráfaga de viento, que viene a romper la calurosa quietud del mediodía.

Aparece en la escena, como intrusa que roba la soledad, una joven samaritana, que, airosa en el andar, viene por agua a esta hora desierta. Bella, pecadora, inconsciente.

Para ella es aquel día uno cualquiera de su vida absurda, vida empujada por sus caprichos. Y, frívola y superficial, se encuentra con Cristo cuando no lo esperaba.

Junto al brocal se dan dos actitudes: Dios cansado y una mujer inconsciente. El Amor y el egoísmo.

El Amor es hoy casi desconocido. Es lo que nos impulsa a lo sublime, a la entrega, al heroísmo. Por él rompemos sin consuelo todas las satisfacciones que la vida nos ofrece. Por él, pulverizando las cosas pasajeras, nos esforzamos en el cumplimiento de una misión divina. Está representado por Cristo cansado, por esa extraña figura de un peregrino lleno de polvo y sudor.

El egoísmo, sin embargo, está a la orden del día. De sus figuras van nuestros ojos llenos, en su reiterada y asfixiante monotonía. Es difícil poner los ojos en alguien sin encontrarnos su huella. Aparecerá en la irresponsabilidad de la vida de unos; en el consorcio de la alegría externa y loca con un profundo vacío interior de otros; en esa sensualidad ingenua de muchos; en las conversaciones impúdicas; en la desvergüenza colectiva. Y todo ello en muchos, víctimas de la terrible confusión de hoy, mientras se sienten cristianos ejemplares, que acallan la conciencia, si grita, con débiles lugares comunes, que corren de boca en boca.

El egoísmo se manifiesta por esa vaciedad del ambiente, que hace a los hombres como productos artificiales, «ojos de vidrio y cabellos de esparto», incapaces de reaccionar ni ante la muerte de un amigo en terribles circunstancias que son las circunstancias ordinarias, constantes, de su misma vida.

La figura de Cristo cansado es una serena postura frente a la agitación inútil de tantos.

II

Se hablaba de un jardín de México que en una época espléndida, fue el escenario de una elegantísima fiesta. Suntuosamente decorado, presentaba el desfile de la más brillante juventud, de la más distinguida belleza y de la más estable riqueza, que, en una cálida noche, se dieron cita bajo los destellos de innumerables luces y joyas. Cuando los más rezagados asistentes se marcharon, los criados recogieron las cosas más apremiantes y comenzaron a apagar las luces; poco después ya estaba sumido en silencio y sombras. Por diversas circunstancias no volvió a haber más fiestas en su recinto.

Cincuenta años más tarde entras tú en el jardín de la historia, por este tiempo abandonado: todo ha crecido o muerto de manera salvaje. Las hojas caídas de los árboles forman con los años, un manto espeso: algunos cables eléctricos rotos cuelgan mecidos por el viento, la yedra cubre desordenadamente el templete, y una raíz caprichosa amenaza derrumbar una columna. En su ambiente de soledad y silencio acuérdate del brillo de aquella noche de fiesta: ¿Dónde está ahora aquella belleza? ¿Y la juventud? ¿Dónde las intrigas y proyectos de aquellas cabezas en la cúspide de un éxito transitorio? ¡Qué cerca de ellos se abría el abismo del olvido y no se daban cuenta!

Busca en donde podrás hallar aquel brillo espléndido y pronto advertirás que sólo quedarán de él unas cuantas viejecitas, aplastadas por la ancianidad, restos últimos de la liquidación definitiva de aquella vida.

III

Mas no quiero que olvides la figura central de este relato: Cristo, cansado. La samaritana representa lo transitorio, la fortuna, la belleza, los aplausos. La sombra. Los hombres, de los que mendigamos esas cosas, son sombras también, y sombras transitorias. Sólo el Amor perdura. Sólo Dios permanece, no las cosas a que servimos.

Hombres importantes ha habido en la tierra, que conquistaron imperios. Pasaron. La tierra, partícula cósmica insignificante, después de ellos siguió igual. Sólo el Amor trasciende. Si todo pasa, Dios permanece. Amor con obras.

El Apostolado es un campo inmenso y abierto a la practica de ese Amor. Cuando los discípulos llegaron a Cristo, le ruegan que coma. Él no quiere. Tiene otro alimento que consiste en el cumplimiento de la voluntad del Padre. Sus ojos están fijos en las mieses que llegan hasta el horizonte, y en ellas ve otras mieses, de otros siglos, de otros campos.

Cuando responde a sus discípulos, les dice:

-Alzad vuestros ojos, tended la vista por los campos y ved ya las mieses blancas y a punto de segarse l.

Y dóciles al mandamiento de Cristo levantamos hoy nuestra mirada, dispuesta al Amor que permanece y vemos la tierra entera cubierta de mieses blancas ya, de mieses que se pierden sin que nadie las recoja, mieses que se mueven y se abaten por vientos contrarios; cabezas de millones de hombres que se agitan por mil errores. Entre ellas vemos también a operarios, que no son de Dios, hurtándolas, que las recogen para el fuego, que las encienden y las queman, que las infectan con mil razones falsas. Y esa labor de destrucción la llevan a cabo con aparatos modernos, no conocidos antes, de terrible eficacia.

Estoy, Señor, viendo esa estampa imborrable, en la que apareces tú cansado y abatido, y una mujer inconsciente junto a ti. Ella y yo hemos aprendido, viéndote, que sólo el Amor dura. Y mientras ella corre hacia Siquem, yo comienzo a levantar mis ojos y mi corazón, ya tuyos, y a tenderlos por los campos contemplando las mieses blancas ya, a punto de la siega.


1 Jn 4, 35.

Reproducido con permiso del Autor.

«Caminando con Jesús», J.A. González Lobato, Ediciones RIALP, S.A.

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3 comentarios

  1. Esa es la gran misión que le encomendó su Padre Misericordioso y Todopoderoso a Nuestro Señor Jesús: darle sentido a nuastras vidas y alcanzar la santidad con esfuerzo y buenas obras; como Él lo dijo: «sed santos como mi Padre es santo».

  2. Creo que sólo te quedás en juzgar a tu prójimo y duramente a vos mismo. Todavía no entendiste nada nada de lo que es el amor.

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